domingo, 5 de abril de 2015

DISCREPANTES


Acabo de terminar un interesante librito cuyo autor es el filósofo italiano afincado en Francia Roberti Casati. Se titula “Contro il colonialismo digitale. Istruzioni per continuare a leggere” (Laterza – hay traducción española, creo en en Ariel). El libro fue reseñado en prensa española a través de una entrevista al autor hace unas cuantas semanas. En el breve ensayo, Casati desarrolla varias ideas, ramificaciones de una básica: es necesario, o muy conveniente, replantearse la relación con eso que denominamos el “universo digital” sin que ello se traduzca en absoluto en ningún tipo de ludismo. La segunda parte del título italiano (“instrucciones para seguir leyendo”) anuncia una defensa apasionada del libro de papel no por simples querencias personales o desde una postura romántica –a mi juicio, más que razonable- sino como herramienta óptima, en la mayoría de los casos, para el desarrollo de la única actividad que, todavía, provee lo que tradicionalmente llamábamos “conocimiento”: la lectura, que solo puede ser reposada y crítica. Como anécdota, es de interés reseñar cómo el autor despacha expresiones como la de “nativo digital” como lo que es, una supina estupidez.

Casati, como otros, se inscribe así en la reducida nómina de los discrepantes. Quienes, al menos, invitan a tomar un mínimo de distancia y a examinar con las armas de la razón la catarata de lugares comunes que nos invaden día a día. No se trata, para nada, de reaccionarios o personas que crean que cualquier tiempo pasado fue mejor. Simplemente, proponen lo que, se supone, aconsejaron siempre los intelectuales dignos de tal nombre: que empleemos nuestro sentido crítico para separar el grano de la paja. Resistir el “vértigo de la tecnología”, la sensación de urgencia y de que “nuestro mundo está cambiando y seguirá haciéndolo a ritmo acelerado hasta hacerse irreconocible”. El lenguaje grandilocuente en torno a todas estas cuestiones.

Nadie niega, por supuesto, que internet y la hiperconectividad han cambiado sustancialmente nuestro mundo. Nadie niega que estamos instalados en el mundo de la hiperinformación, entendida como posibilidad de acceso a infinidad de datos a coste tendente a cero. Que eso sea bueno, malo, útil o inútil es cosa que merece análisis sin conclusiones apriorísticas. De entrada, siendo, como digo, obvio que la información es cada vez más accesible lo es mucho menos que eso se esté traduciendo en conocimiento; la revolución informática dista de ser una revolución epistemológica. Casati demuestra que “nativo digital” o bien es un giro banal o bien es una tontería. Otro tanto podría decirse de la consabida referencia a la “generación mejor preparada” que invariablemente suele ser la última. El filósofo nos permite ver que es una estupidez querer ver nada de particular en niños de tres años que manejan dispositivos electrónicos… diseñados para que los manejen niños de tres años, obviamente. No hay “nativos digitales”, sino ingenieros de Apple y otras compañías que diseñan aparatos cuyo manejo resulte intuitivo. No es que los niños de cierta edad hayan nacido con una suerte de mutaciones genéticas que les permitan hacer cosas que a los demás les están vedadas. En la misma línea, los españoles con estudios universitarios son hoy más que nunca y sí, claro, las sucesivas cohortes lo son de “generaciones mejor preparadas” cuanto “más” preparadas. Si se quiera dar un sentido no banal a semejante afirmación sería necesario contrastar efectivamente los conocimientos del universitario promedio de hoy con los de sus homólogos de épocas pretéritas. Siendo extremadamente rigurosos –al menos en disciplinas de las que se puede decir que “progresan”, cual es el caso de las ciencias- incluso deberíamos ajustar por la evolución general de los conocimientos. Me atrevo a afirmar que, al menos en ciertas materias, las “generaciones sucesivamente mejor preparadas” igual no resultaban serlo tanto.

Los supuestos “avances tecnológicos” que “revolucionan el mundo”, mirados de cerca, tampoco resultan serlo tanto. Buena parte de nuestro supuesto progreso tecnológico está enfocado a actividades perfectamente prescindibles o que difícilmente pueden a asimilarse a otros avances señeros del género humano. Debemos mucho a Mark Zuckerberg, pero bastante más al primer cirujano que se lavó las manos antes de intervenir. Luis Garicano, en “El Dilema de España” nos cuenta cómo los economistas especializados en crecimiento ya tienen en cuenta este efecto. Claro que seguimos progresando y seguimos progresando en terrenos no banales. Pero, en realidad, lo hacemos menos que proporcionalmente. Así como, en efecto, el mundo pre-Neolítico y el post-Neolítico no se parecían nada y tampoco se parecían el mundo pre- y post-revolución industrial, aunque pese a algunos, el planeta pre- y post- Internet resultan bastante reconocibles. No idénticos, claro, pero muy reconocibles. Ello debería, como mínimo, llevarnos a poner esas urgencias en tela de juicio.

El “vértigo del momento” es algo frecuente –ni siquiera en eso nuestra época es novedosa-. Los análisis precipitados en materias sociales, también. Fukuyama decretó el fin de la historia demasiado rápido. Tras la caída del Muro y después de lo que llevamos de siglo XIX son reiteradas las reflexiones sobre cómo el mundo “se ha vuelto” inestable. Lo cierto es que, más bien, es tan inestable como siempre lo ha sido, y quizá un poco menos. Simplemente, lo que ocurre es que una generación nacida y criada en el particular orden de la Guerra Fría –a la postre, algo transitorio- tenía y sigue teniendo ciertos problemas para apreciar la realidad en la que vive.

Exceso de información y exceso de análisis apresurado, superficial. Exceso de profesionalización. Un opinador profesional –un tertuliano, pero también un gurú, un conferenciante de  oficio- no pueden permitirse el lujo de decir “no sé”, pese a que esa debería ser, o es, con seguridad, la respuesta más razonable a las preguntas que se plantean sobre la marcha. El escuchador avisado debería tener eso en cuenta. Como debería tener en cuenta que el mundo no es como nos lo describen. ¿Nos hacemos siquiera la elemental pregunta de si quien habla tiene alguna clase de interés en aquello de lo que habla?

Urge volver a leer. Urge leer libros. En papel.

 

 

 

 

lunes, 2 de febrero de 2015

BORGEN O LAS FICCIONES POLÍTICAS

“Borgen” es un coloquialismo para referirse al Palacio de Christianborg, en Copenhague. Un edificio gubernamental muy curioso no tanto por su arquitectura o características físicas como porque en él residen los ápices de los tres poderes en Dinamarca: alberga la sede del Parlamento, el Tribunal Supremo y la oficina del Primer Ministro. Hasta en esto los nórdicos son sensatos y racionales; la de desplazamientos que se deben ahorrar al cabo del año. “Borgen” es también el título de una serie de televisión danesa que, curiosamente, está conociendo cierta popularidad más allá de las fronteras del pequeño reino escandinavo (“pequeño” en dimensión -si nos ceñimos a su territorio europeo- y población, claro, que no en sus logros: no solo tiene una renta per cápita bastante apabullante sino que goza de una democracia de altísima calidad y sale recurrentemente muy arriba en las listas de los mejores países del mundo para vivir, cualquiera que sea el criterio que se aplique salvo, quizá, el clima, que ni siquiera es tan riguroso como el de sus primos nórdicos). La serie cuenta las peripecias de Brigitte Nyborg, la líder de un partido político de centro que, a través de los vericuetos de las coaliciones, llega a ser primer ministro lo que, evidentemente, tendrá repercusiones en su vida personal y familiar. Se trata, claro, de una ficción dramática pero la serie muestra bien cómo funcionan las instituciones danesas, su sistema de partidos, etc. Que el interés básico de los guionistas sea mostrar lo que la política hace o puede hacer a las personas no le quita interés didáctico en este sentido. En un plano costumbrista, desde España o desde casi cualquier otro lado, es también muy ilustrativo ver cómo es Dinamarca –un lugar del que sí se puede volver, creo, diciendo que se ha visto el futuro y funciona-; cómo en una recreación que se pretende realista se observa que la líder de un partido político con perspectivas de formar gobierno carece de cualquier tipo de servicio doméstico en su casa, donde recibe todo tipo de ayuda de su marido, va al Parlamento, donde está su oficina, en su bicicleta, que deja aparcada en la verja que da a su jardín, en apariencia carente de cualquier clase de seguridad y, en fin, va a ver a la reina Margarita para recibir el encargo de iniciar consultas para la formación de gobierno sin particulares solemnidades – y hasta le ofrecen un cafelito mientras espera a su Majestad. Es también gracioso ver cómo cuando los guionistas de la serie quieren fabular un escándalo con visos de poner a un primer ministro en apuros muy serios, se les ocurre la inconcebible conducta –para un danés, claro- de que adelante el pago de unos gastos personales con su tarjeta oficial por la cifra de 70.000 coronas… o sea unos 9.500 euros al cambio (lo que un usuario medio de una tarjeta black podía gastar en una semana). 

Parece que la serie les ha gustado a los daneses y está gustando fuera de Dinamarca. Y, como digo, tiene dos méritos: es una serie sobre política y políticos –que muestra la política desde todas sus perspectivas, incluida la institucional, mientras cuenta una historia- y es realista en el sentido de que la Dinamarca que se ve es una Dinamarca creíble. Seguro que a los daneses les gusta mucho El Ala Oeste de la Casa Blanca o House of Cards, por decir algo, pero es también muy probable que una traslación mimética de esas series a un ambiente local, suponiendo que fuera posible, se les hiciera inverosímil e incluso ridícula. Las pasiones que animan a los políticos daneses no deben ser muy distintas de las que inspiran a los políticos americanos de esas series, pero sus maneras son muy diferentes. A los daneses les gusta la serie porque se ven reconocidos en ella, supongo. Y no es descartable que a otros europeos les pase lo mismo: el sistema danés es parlamentario y, por tanto, se parece a casi todos los europeos –quizá con la única excepción del francés- mucho más que el sistema americano. Viendo El Ala Oeste, los europeos son espectadores, viendo Borgen se pueden sentir un poco partícipes porque lo que sucede ocurre en un país cuya cultura política está próxima a la nuestra.

Viendo la serie uno no puede evitar preguntarse si sería posible algo parecido aquí o más bien por qué no es posible. En España hay medios técnicos y presupuestos -aquí se hacen bodrios muy caros- hay guionistas y hay actores que tienen, además, la virtud de parecerse al resto de los españoles y pueden parecer creíbles cuando hacen de españoles. ¿Rechazaría el público español una ficción de calidad con tema político –o con los políticos como tema-? ¿No podría ser de interés, e incluso tener éxito, una serie o una película que, además de contar una historia de personas, mostrara cómo funcionan los vericuetos de nuestro sistema institucional? Borgen muestra a las claras cómo son las negociaciones para formar un gobierno de coalición, y eso es dramatizable; es verdad que en España no ha habido gobiernos de ese tipo, pero sí en las comunidades autónomas, ¿acaso no es eso dramatizable también? Es solo un ejemplo.

El cine y la televisión españoles se caracterizan por su alejamiento de la realidad de la sociedad en la que se crean, al menos  la sociedad contemporánea. Tanto que, cuando no ocurre así, sorprende. Uno de los grandes aciertos de la película de Daniel Monzón El Niño y uno de los motivos por los que la película se ve con tanto agrado es que, en una historia de traficantes de medio pelo que cruzan el Estrecho y a los que persiguen unos policías de la comandancia del puerto de Algeciras, los traficantes de medio pelo parecen traficantes de medio pelo, los policías, policías y Algeciras parece Algeciras. Hasta la gente de Cádiz habla con acento de Cádiz. Pero esto es raro, por inhabitual. Ya digo, talento artístico y técnico sobra. Véase, por ejemplo, el excelente trabajo de recreación de ambientes de La Isla Mínima, la otra película del año, o, por qué no decirlo, la capacidad de Cuéntame para trasladar con exactitud al espectador a la España de hace unas cuantas décadas. Es gratificante salir del cine y encontrarte, reconocible, el mismo Madrid o la misma Barcelona o la misma Sevilla que acabas de ver en la pantalla o, por lo menos, poder creerlo. Ver nuestra sociedad en toda su complejidad y riqueza.

Las razones por las que la ficción española no aborda ciertos terrenos, en particular la política, deben ser otras. Una, probable, es que a los guionistas y quienes les encargan sus trabajos no les interese esa temática, bien porque crean –erróneamente a mi juicio- que no encontrarían el favor del público bien porque no les atraiga en sí. Otra, tampoco descartable, es que en un país donde hay que tener bastante más cuidado que en Dinamarca a la hora de contar según qué cosas y de que según qué gente se vea reflejada, haya miedos, quizá porque es difícil, en España, concebir un acercamiento a estos temas que no esté ideologizado en el peor sentido de la palabra.

Y, sin embargo, creo que sería muy útil que estos asuntos se trataran en las ficciones, sea como asunto principal, sea como simple trasfondo. La cultura política de los españoles también podría cimentarse hablando de ella. Las ficciones norteamericanas que muestran la política –tengan estrictamente temática política o tengan otro tema principal- son metacultura política, si no cultura política en sentido estricto. La sociedad americana está acostumbrada a ver sus instituciones en funcionamiento, en la vida real y en la vida imaginaria. Y ello contribuye decisivamente a hacerlas reconocibles. Lo mismo puede ocurrir en cualquier otra parte. Curiosamente, la ficción podría hacer grandes cosas por paliar esa lejanía que, dicen, perciben los españoles en sus instituciones porque –ya digo que es paradójico- podría ofrecer imágenes más verdaderas de la política y los políticos. A menudo se nos olvida que lo que llamamos “realidad” es algo tamizado cuando no completamente impostado. Como digo, Borgen u otras series muestran una ficción dramatizada de una negociación política; se ve, claro, que esas negociaciones existen y que, igual que en los mercados de bienes se mercadea con ellos, en la política hay mercadeo de cargos, prebendas y expectativas. Pero también se ve que los políticos –que, estando dentro de la cámara de la ficción están “fuera de cámara”- hablan como seres humanos normales.
 
El presidente de los Estados Unidos –o el presidente del gobierno de España, o el primer ministro del Reino Unido- en su faceta pública, son esfinges. Ni una sola palabra suya deja de estar enteramente medida, asesorada por una legión de consejeros. Los presidentes de la ficción, cuando son verosímiles, nos permiten acercarnos a ellos porque nos permiten concebirlos como personas –precisamente cuando son más personajes o cuando son solo y estrictamente personajes-. Pero, como digo, para ello es necesario que el relato sea verosímil.

Acercarse a la política a través de la ficción es, en ocasiones, la única forma de exponerla cabalmente. Ninguna tesis sobre el poder ha alcanzado aún, ni de lejos, la profundidad de las obras de Shakespeare… que hace cuatro siglos eran un mero entretenimiento, conviene recordarlo.

viernes, 23 de enero de 2015

¿Y SI EL PSOE FUERA COMO EL PASOK?


Las encuestas en Grecia colocan al trasunto heleno de Podemos, Syriza, como primera fuerza, con cierta holgura sobre el partido conservador ahora gobernante, Nueva Democracia (el partido de los Karamanlis). Lo que más me llama la atención, no obstante, es el hundimiento, la caída en la irrelevancia, que se pronostica para el PASOK (el partido de los Papandreu). El PASOK –el Partido Socialista Panhelénico- tenía muchos puntos en común con el PSOE. Ambos, en un escenario post-dictadura, guiados por figuras carismáticas, se erigieron de repente en partidos percibidos como esenciales para la articulación del sistema, como los grandes aglutinantes del centro-izquierda y la izquierda. El sistema político griego no era concebible sin el PASOK y Grecia parecía destinada a bascular entre dos dinastías familiares. Ahora al menos una de ellas parece haber desaparecido del mapa. El partido del turno de la derecha, sin embargo, parece que aguanta mucho mejor el tirón. La derecha griega tiene también su Syriza –hablo de Amanecer Dorado y me limito a cuestiones llamémoslas posicionales, no pretendo afirmar que Amanecer Dorado sea el reverso de Syriza-, pero no parece que esta esté en condiciones de expulsarla de su propio espacio político. Hay retroceso de la “casta” griega, sí, pero parece que retrocede bastante más una casta que otra.

Cuesta imaginar para el PSOE un destino similar en cuanto al resultado electoral, numéricamente hablando. Incluso en los escenarios más catastróficos, sus perspectivas siguen siendo mejores que las que ahora mismo tiene el PASOK. Lo que no es tan difícil es avizorar, o temer, según el punto de vista, un cambio radical en su posición institucional como partido de gobierno natural de la izquierda. Y esto es muy relevante porque, además, puede que no sea tan coyuntural como se podría querer creer. En efecto, se puede pensar que la menesterosidad del PSOE es, como por vasos comunicantes, un resultado de la eclosión y auge de Podemos. En la medida en que el fenómeno Podemos sea efímero o, por lo menos, menos tremendo de lo que se dice, por ese mismo efecto de comunicación, el PSOE recuperará buena parte de su espacio natural. Y es posible que así sea, pero también es  posible que una parte del voto socialista se haya ido para no volver. Buscará otros cauces, sea en Podemos en otro lado, pero difícilmente volverá a haber un PSOE como lo conocíamos.

Hubo un tiempo, que coincide con aquel en el que, personalmente, recuerdo haber empezado a tener conciencia de los fenómenos políticos, en que el PSOE disfrutaba de una posición hegemónica que, de acercarlo a algo, parecía convertirlo en una suerte de hermano menor del PRI mexicano. Lo era todo. No existía alternativa alguna ni se aventuraba. La posición hegemónica no era solo electoral –que por supuesto; conviene recordar que, más allá de la mayoría absoluta aún  inigualada en escaños de 1982, González aún tuvo dos más y la segunda fue todavía de mayor envergadura que la que hoy tiene el PP- sino que iba mucho más allá: era una hegemonía política y cultural como, desde luego, y afortunadamente, nunca ha disfrutado el partido conservador (que ya se sabe que gobierna, pero no reina). El PSOE y sus terminales sindicales, mediáticos, universitarios, culturales monopolizaban el espacio de lo aceptable, desterrando todo lo demás a la irrelevancia. A la derecha del PSOE estaba, por supuesto, el abismo de la negrura postfranquista y a su izquierda el comunismo antimoderno, incapaz de dar el salto ideológico necesario para ser mayoritario en una sociedad opulenta (ese comunismo –o el espantajo de ese comunismo- era aquello, precisamente, de lo que el PSOE estaba llamado a proteger al sistema; por eso fue una opción claramente alentada por el propio centro-derecha gobernante durante la Transición temprana). Era el centro preciso de las cosas: la casa común del progresismo y de la decencia. El partido natural de un país que –menos sorprendentemente de lo que parecía- tras cuarenta años de dictadura de derechas se declaraba de centroizquierda. Un partido socialdemócrata que tuvo en Suresnes su Bad Godesberg. El votante del PSOE tenía todo el derecho del mundo a pensar que sus ideas, o sus creencias, representaban la centralidad política, que fuera de ahí solo había extremismos. El PSOE garantizaba al simpatizante no incurrir en el pecado capital de ser de derechas sin tener que comulgar con el incómodo ideario de la izquierda tradicional, creador de malas conciencias. A partir de esa soberbia de la centralidad se acometieron reformas enormemente dañinas para la calidad presente de nuestra democracia, sin ningún remordimiento: las reformas de la función pública o la educación –con vistas al oportuno aggiornamento ideológico- y el asalto, este nunca concluido del todo, a la judicatura. También hubo cosas buenas: probablemente solo un PSOE henchido de superlegitimidad estaba en condiciones de hacer cosas que, de otro modo, o no hubieran podido hacerse o se hubieran hecho en un clima de conflictividad mucho mayor.

Supongo que es esa sensación de fin de la historia, de hegemonía duradera, la que hizo perder de vista la endeblez de los fundamentos del modelo. El primero el ideológico. El uso de unas siglas históricas ha provisto al PSOE presente de una idea de nobleza y de una convicción sobre lo sólido y abundante de su patrimonio intelectual que dista mucho de tener un fundamento real. Podemos pensar que las limitaciones del socialismo español realmente existente son las mismas que aquejan a los grandes partidos socialdemócratas del continente, y en parte es cierto –como los grandes partidos de la izquierda europea, el PSOE se encuentra con que sus demandas básicas de modelo social se encuentran hoy constitucionalizadas y, por tanto, dejan de ser válidas como elementos movilizadores-; y también podemos decir que como partido ómnibus que se pretende (partido “atrapa todo”) sus perfiles son necesariamente vagos. Pero hay más que eso, o menos, si se prefiere. El PSOE ocupa el mismo espacio electoral, probablemente, que el SPD o el PS francés, pero no es ni uno ni otro: el PSOE realmente existente asentó su éxito sobre unos mimbres extremadamente simples. Es, antes que nada, un proyecto de poder dirigido a una sociedad con convicciones democráticas muy endebles, con una cultura política muy limitada. El PSOE es pobre en de ideas porque jamás las ha necesitado: siempre ha vendido imágenes en su lugar. Mercancía para una sociedad cansada de afirmaciones rotundas, deseosa de oír que algo tan profundamente cutre, mediocre hasta el cansancio, como la “movida madrileña” era cultura y de la buena.

Es posible que Zapatero condujera esa forma de hacer las cosas al paroxismo, convirtiendo al PSOE en la casa común de todas las ideas lábiles, so capa de referencias a la “política posmoderna”, pero él no lo inventó. Siendo cierto, eso sí, que es el partido que más se parece a España –España es en buena medida como el PSOE ha querido que sea-, como ella, transitó directamente a la posmodernidad, sin pasar por la modernidad en absoluto. El PSOE no trabó nunca un discurso sólido, primero porque no lo necesitó e igual cuando se da cuenta de que sí le hace falta es demasiado tarde. El modelo funcionó, y funcionó a las mil maravillas, mientras permitió explotar los complejos de una generación marcada por el trauma de la dictadura, temerosa, más que nada, de ser considerada “de derechas” pero perfectamente acomodada, pancista y sin más ganas de rebeldías que las puramente impostadas e indoloras. El PSOE ofrecía y sigue ofreciendo, además, algo muy importante para una generación o ciertas capas de una generación: la posibilidad de comprarse un pasado, la posibilidad de alancear moros muertos. Unas siglas históricas que, como el Guadiana, transitaron por la dictadura invisibles, resurgen para usufructuar una herencia mucho menos ganada de lo que parecía. El PSOE ofrecía a mucha gente claves para afrontar la incómoda realidad de que Franco murió en la cama, con muy pocas molestias, por cierto.

Todo eso ha saltado por los aires. La fórmula ya no funciona. El catecismo del progre es, para otra generación, tan irrelevante como el del padre Astete. Desprovisto de ciertas claves psicológicas, el PSOE aparece como lo que es, como un partido institucionalizado, aburguesado. Solo parece de izquierdas, me temo, a quienes siguen asistiendo con fervor emocionado a conciertos de cantautores cada vez más barrigones, más canosos y con más problemas con Hacienda. Y no es una opción, por supuesto, ni para la derecha tradicional ni para los votantes nuevos de centro derecha que ya ni se avergüenzan ni se asustan – tienen una relación con el partido que les representa “normal”, le votan o dejan de votar por lo que hace o deja de hacer.

La historia enseña que veinte años son un suspiro. Igual lo que creíamos en aquellos ochenta y noventa no era cierto. Igual no es cierto lo que nos hemos repetido hasta la saciedad (y queremos creer por el pavor que dan las alternativas): que el PSOE es un pilar esencial de nuestra democracia. Igual, a fin de cuentas, en la dimensión que tenía no es más que un invento de la Transición. Igual hay que empezar a concebir una democracia sin PSOE o con un PSOE mucho menos relevante. Y, en el fondo, eso puede no ser más que un síntoma de que maduramos.

 

domingo, 11 de enero de 2015

MISMOS DERECHOS, MISMAS RESPONSABILIDADES

El salvaje atentado contra la redacción de Charlie Hebdo en París que, una vez más, no han perpetrado criminales venidos a propósito de países lejanos, sino por nacionales de un país europeo –franceses por más señas-, personas que, aunque profesen la religión musulmana, llevan muchos años viviendo entre nosotros, actualiza el que, sin duda, es el gran debate de nuestro tiempo, a poco que se tenga un mínimo de perspectiva: el de los límites de la tolerancia.

Europa, por sus limitaciones demográficas, vive un dilema, similar al que, a otra escala mucho más dramática, vive Israel: está condenada a abrirse al mundo, a recibir al otro y debe saber hacerlo preservando el que considera su patrimonio más valioso, que no es otro que eso que, por abreviar, llamamos “derechos humanos” y, más bien, es lo que en Occidente hemos acuñado como modelo de convivencia. ¿Es eso posible? ¿Qué grado de diversidad cultural podemos aceptar para que el problema tenga solución? ¿Es cabalmente posible soñar con una Europa étnicamente distinta de la que hoy conocemos pero culturalmente idéntica o, al menos, muy semejante a esta?

La cuestión no puede resolverse con unos cuantos giros retóricos ni manifestaciones de condena de una islamofobia absurda y reactiva –que no sobran, pero no dan respuesta-; tampoco cabe despachar el tema afirmando simplemente, como hacía unos días Fernando Vallespín en El País (supongo que por falta de espacio para desarrollar la tesis), que Huntington estaba errado. Al menos, a Huntington hay que concederle parte de razón en algo: la bondad del modelo Occidental dista de ser autoevidente. Hay otros autores muy cabales que dicen que, para empezar, habría que abstenerse de intentar exportarlo, por lo menos en su integridad. Todo lo más, se puede intentar exponerlo y que el intento de emulación, en todo caso, haga el resto. Una cosa sí resulta bastante clara: en el seno del modelo Occidental anida un sistema económico –fundamentado en última instancia en un progreso científico que es inescindible de un cierto clima intelectual- exitoso sin rival en cuanto a la provisión de bienestar material. Eso se acepta en otras latitudes y, en lo posible, se imita. De ahí a aceptar todo lo que, en rigor, el modelo lleva consigo –o eso queremos entender nosotros-, media un trecho y abundan los ejemplos.

La cuestión no es tanto de puertas hacia fuera como de puertas hacia dentro. Aceptar la diversidad de puntos de vista en el mundo puede ser algo sobre lo que no nos quede más remedio. La cuestión es cuál es el nivel de tolerancia que hemos de aplicar en nuestra propia casa o cómo de militantes hemos de ser en la defensa de nuestro propio sistema de valores. Resulta bastante patente que existe una diferencia sustancial entre que un terrorista venido de países en conflicto se desplace al corazón de Europa para cometer un atentado y que ese mismo atentado se cometa por una persona criada y, es un decir, educada en ese mismo corazón de Europa. En el segundo de los casos –precisamente, el supuesto del crimen de Charlie Hebdo- a la tragedia se suma la evidencia de un fracaso: el asesino mata en nombre de unas de terminadas creencias pero, en el segundo supuesto, dispara, además, contra conciudadanos y contra un sistema de valores que, desde luego, o jamás llegó a asumir como propio o, con anterioridad a ese acto, debió rechazar como absolutamente ajeno. Como se ha dicho estos días, frente a la idiocia de las Marine Le Pen de turno, se alza una incómoda verdad: Occidente exporta más terroristas de los que importa; “cerrar las fronteras”, como respuesta, se antoja una estupidez supina.

Resulta ingenuo pretender que nuestros sistemas no están ideológicamente cargados o que son “neutrales” desde el punto de vista de los valores. Dicho de otro modo, que son capaces de acoger sin tensiones cualquier sistema particular y privado de creencias. Sencillamente no es así. Pudimos llegar a creerlo cuando, en el seno de nuestras sociedades homogéneas, el sistema gozaba de tal consenso que pudo devenir neutral no porque lo fuera, sino porque estaba fuera de discusión. Eso, si alguna vez fue cierto, ya no lo es. Asumido que nuestro sistema es uno de los posibles se debe, en primer lugar, constatar que parece, a la mayoría, superior a los demás y digno, por tanto, de ser preservado. A fin de cuentas, como exponía brillantemente (aquí) hace unos días Ilya U. Topper –en una tesis no exenta de polémica-, si la situación pone de manifiesto un fracaso no es el del sistema de integración europeo en general, sino el de las aproximaciones denominadas multiculturalistas.

El “multiculturalismo”, el buenismo del “cada uno a su manera”, es una de las ideas más peligrosas salidas del inagotable almacén de imbecilidad del 68. Y, desde luego, si algo no es, es una ideología progresista e integradora. El multiculturalismo consiste, precisamente, en acoger sin integrar, en sumar sin mezclar, simplemente en adosar. Supone la renuncia, respecto al ciudadano de nuevo cuño, a aquello que pareció evidente para el ciudadano de primera hornada: la transacción por la cual el ciudadano, para devenir tal, aceptaba un mínimo de moral pública compartida y unos compromisos elementales. A cambio, por supuesto, devenía ciudadano con todas las consecuencias y disfrutaba en plenitud del haz de derechos asociado a esa condición. Este, en síntesis, es el pacto que dio lugar al melting pot americano, exitoso, de nuevo, hasta que todo el arsenal ideológico del 68 empezó a socavarlo. Resulta enormemente paradójico que sea Francia la nación que hoy ejemplifica el multiculturalismo y su fracaso; Francia, la república que se construyó haciendo tabla rasa de las diferencias, condenando –a veces exageradamente- al ámbito estricto de lo privado todo aquello que distinguía a unos ciudadanos de otros, de forma que en el espacio público solo hubiera una cosa: franceses. El multiculturalismo fracasa porque con él viaja el engaño. Se te propone ser francés a tu manera y lo que resulta es que no eres francés en absoluto. Esto lo comparte con otras éticas indoloras de los derechos. A fin de cuentas, el multiculturalismo no deja de ser una traslación a un ámbito particular del rechazo de la ética de las responsabilidades y es tramposo por las mismas razones.

Por seguir con las paradojas solo aparentes, hay muchos más musulmanes en las filas de la policía francesa que, desde luego, franceses apuntados a la yihad. Imagino que habrá quien les considere malos musulmanes. Habrá quien les diga que tienen que optar. Y optan. Optan por ser franceses, primero, y cualquier otra cosa después –exactamente igual que el resto de sus conciudadanos, profesen la religión que profesen-. La tensión, si es que existe, puede resolverse y de hecho se resuelve en las vidas diarias de millones de ciudadanos europeos –minoría, sí, pero minoría que se cuenta por millones-. No son distintos. No hay que tratarlos como distintos porque, además, no vinieron aquí para eso. Al tratarlos como distintos, probablemente, no solo no les estamos haciendo fácil la vida sino que les estamos decepcionando profundamente.

Si se trata de credos, igual cuando se apaguen los ecos del instintivo “je suis Charlie” sería hora de volver a recitar el credo básico: creemos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que la raza, la religión, la lengua, el sexo o la orientación sexual, quiénes fueran tus padres o dónde nacieran, dónde naciste tú y un largo etcétera de características son meros accidentes que ni quitan ni ponen nada a la condición ciudadana. Mismos derechos, mismas responsabilidades.

 

martes, 30 de diciembre de 2014

ELOGIO DE AMAZON


Interesante entrevista en El País de hoy (aquí) con el escritor y editor italiano Roberto Calasso. Una idea muy interesante: la repugnancia por los intermediarios y su rechazo a lo que denomina la “ideología Amazon” (la “ideología” del “acceso”).

Es cierto que el mundo contemporáneo se caracteriza por un “rechazo al intermediario”. Normalmente, rechazo tanto más intenso cuanto más lejos está ese intermediario del proceso creativo. Tomando como arquetipo la relación entre escritor y lector, tradicionalmente el autor estaba separado del destinatario final de su trabajo por tres escalones sucesivos, dos necesarios y uno contingente: el editor, el crítico y el librero. Editor y librero solían ser ineludibles, el crítico menos, pero su labor era importante: la gente conocía de los libros por las críticas, por las reseñas, por las pre-lecturas que, se suponía, hacía gente con  criterio a la que cabía atribuir cierta autoridad. De todos ellos, sin duda, el editor estaba y está más cerca de la creación literaria de la que, si hace correctamente su función, puede decirse que es legítimamente copartícipe. El libro que llega a manos del lector es el libro editado, el libro tamizado por alguien que, si además de ser un empresario cultural ama los libros, habrá mejorado el producto original. El librero era, en fin, el poseedor no sé si de la llave del éxito del autor, pero sí de las llaves de lo accesible al lector. Solo se podía leer aquello que había en las librerías a las que uno tuviera acceso. Por eso, antaño, los viajes a las grandes ciudades o a las ciudades más grandes que la de uno, o más surtidas, tenían siempre un aire festivo para los bibliófilos: al salir de la ciudad propia se rompía el círculo de las limitaciones impuestas por el elenco de librerías disponibles. Si, además, el viaje era más allá de las fronteras propias, a ciudades importantes en países con lenguas ajenas, la emoción era incluso más intensa. Se partía con la certeza de que las maletas pesarían más a la vuelta y se volvía con el pesar de no tener más espacio para cargar.

Estos tres roles han corrido diversa suerte. No todos los intermediarios han sido objeto de rechazo en la misma medida. Sin duda, es el librero quien se ha visto más perjudicado por la “accesibilidad ubicua” que ofrecen los sitios en internet y las librerías on-line. ¿Debe esto valorarse como un progreso? Claro que nada puede sustituir, para el bibliófilo verdadero, el ceremonial de la visita a la librería, el estar físicamente entre libros, tenerlos en las manos, percibir el olor del papel y la tinta, echar horas con ellos y, por supuesto, el placer se redobla cuando la librería está atendida por un librero competente, capaz de prestar ayuda, conversar sobre libros y encontrar lo inencontrable. Pero no es menos cierto que las librerías físicas imponían la limitación a la que me acabo de referir y que el propio Calasso no deja de reconocer: restringían el universo de lo posible. Umberto Eco en su Cómo se hace una tesis doctoral asumía como doctorando-tipo un habitante de una ciudad no muy grande (de hecho, toma como modelo su Alessandria natal) y, por tanto, con acceso limitado a fuentes bibliográficas; Eco admitía, por tanto, que no era realista para quien no tuviera la fortuna de vivir en un gran centro cultural y no tuviera los medios para desplazarse acometer ciertas investigaciones: la elección del tema de la tesis, para empezar, tenía que acomodarse a los recursos disponibles. Incluso una ciudad grande como Madrid, capital de un país con una lengua universal, presentaba importantes limitaciones cuando se trataba de acceder a libros sobre ciertos temas y, sobre todo, en otras lenguas (no hablo de lenguas exóticas, me refiero a idiomas tan significativos como el italiano o el portugués – sin que tampoco se pueda decir que los recursos en inglés, francés o alemán fueran generosos).

Los Amazon y demás centros on-line han pulverizado esos límites. Es cierto que no han desaparecido del todo –quien desee adquirir libros antiguos, por ejemplo, seguirá experimentando dificultades, pero incluso estas se verán mermadas gracias al “acceso infinito” que proveen páginas especializadas. Las librerías on-line no solo nos permiten acceder a todo lo que se publica en nuestro propio idioma tanto o más ágilmente que cualquier librería física, sino que permite acceder con pareja rapidez a obras en todas las lenguas que uno sea capaz de leer, prescindiendo de la muleta de la traducción. Gracias a los Amazon de este mundo, es posible para un particular crearse una biblioteca multilingüe propia sin necesidad de viajar a los grandes centros de edición.

Y eso es positivo, creo. La visita a la librería seguirá siendo uno de los grandes placeres de la vida –no digamos ya si la librería es hermosa, surtida y está en una de esas ciudades a las que siempre se quiere volver- pero la necesidad primordial está atendida ahora por fuentes con muchas menos limitaciones. Supongo que sigue habiendo diferencias entre el estudiante de Alessandria y el de Turín, pero el universo de materias sobre las que el primero puede hacer hoy su tesis se ha ampliado considerablemente.

Afirma Calasso, no obstante, que “sin embargo, no he notado que se haya producido un particular desarrollo, jóvenes que escriban una tesis magnífica…” Y es, probablemente, cierto, pero esto apunta a otro problema diferente, ya subrayado por diversos autores: información y conocimiento no son la misma cosa. El hecho de que los libros sean más accesibles y que lo sean en múltiples soportes, por sí, no garantiza que se lea más ni que se lea mejor. Incluso puede ocurrir –y no es improbable que esté ocurriendo- que la calidad de nuestro conocimiento se degrade. Pero eso no debería obstar a la bondad de que la información sea accesible. Si la accesibilidad de la información no despliega los resultados apetecidos –y esperables, en principio- o incluso si resulta en mayores carencias de las que había, en un conocimiento más superficial, es cosa que deberá remediarse por otras vías, pero no restringiendo la accesibilidad en sí. La conclusión bien puede ser que la hiperaccesibilidad de la información no solo no convierte en inútiles a los intermediarios, a los mediadores culturales sino que, al contrario, los convierte en más necesarios que nunca solo que de otra forma. Precisamente porque tenemos acceso a fuentes virtualmente inagotables de datos necesitamos más ayuda para sacar provecho de ellos, más ayuda para explotarlos y ordenarlos. Como es posible leerlo todo, nos viene mejor que nunca que nos enseñen a leer correctamente, con sentido crítico.

No le pidamos a Amazon lo que no puede  ni pretende dar. Ya da bastante. Pone a nuestra disposición un caudal inagotable de recursos. Cumple perfectamente una función de intermediario creador de surtidos, quizá mejor de lo que nadie la ha cumplido nunca. A partir de ahí, ni sustituye al librero que vende mucho más que un libro –decir que un librero vende libros es tan banal como decir que el cocinero de un restaurante gastronómico vende alimentos- ni sustituye en sus funciones a los mediadores culturales. Si la oportunidad se pierde no es culpa de Amazon.

domingo, 28 de diciembre de 2014

OBJETIVOS REALISTAS: EL QUIJOTE DE REVERTE


Interesante, y contundente, la opinión de David Felipe Arranz (aquí) sobre la reciente edición del Quijote para jóvenes, patrocinada por la Academia, a cargo de Arturo Pérez-Reverte. El trabajo, presentado hace unos días y, creo, de mayoritaria aceptación, intenta acercar la obra de Cervantes a la juventud. No he leído la versión pero, según me pareció entender al propio Pérez-Reverte en alguna entrevista, en absoluto se trata de un  “Quijote corregido” sino más bien de un “Quijote abreviado”. No es que se haya adaptado el lenguaje cervantino –no más allá, supongo, de lo que se hace en otras ediciones contemporáneas- sino que se han suprimido buen número de pasajes interpolados, como los cuentos, que se apartan de lo que podemos considerar la acción principal: las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura y su sin par escudero.

A Arranz, esto le parece “una vergüenza”. En su opinión, el Quijote está escrito en un castellano –cervantino, nunca mejor dicho- perfectamente asequible y, por tanto, ejercicios como el del académico y novelista no hacen sino abundar en lo que, al fin y al cabo, no es más que una política que impulsa un retroceso cultural. Arranz une iniciativas como esta –lo que tilda de versiones “light”- al proceso de deterioro en la enseñanza de la literatura, en el que sería un hito la desaparición de las lecturas obligatorias. El Quijote tal cual hace ya mucho que no figura entre aquello que nuestros jóvenes escolares debían leer sí o sí, pero parece que otros clásicos han seguido la misma suerte. No sé si ocurre algo similar en otros países; me cuesta creer que un italiano pueda acabar la secundaria sin haber leído “Los Novios” pero, ciertamente, la exigencia del currículo francés de literatura ha bajado bastante, por lo que me dicen.

Conviene matizar que, según creo, no se acomete la adaptación del Quijote porque se considere difícil –que imagino que también- sino, sobre todo, porque los jóvenes lo encuentran, y los adultos lo corroboran, aburrido. Y quien dice el Quijote dice casi todo lo anterior a Harry Potter, me temo. No sé si la versión abreviada correrá mejor suerte, pero parece muy irrealista pretender que alguien con muy pocas o casi ninguna lectura a las espaldas, digamos a los quince años, acometa el Quijote con disfrute. A esa edad, si no se dispone ya de las herramientas de acceso a la cultura superior, concretadas en un hábito de lectura consolidado, dar el salto se antoja complejo.

Como se ha subrayado múltiples veces –la última, por Vargas Llosa en su Civilización del Espectáculo- el disfrute del arte y la cultura (y habría que empezar por matizar qué ha de entenderse por “disfrute”) que conforman el gran legado occidental requiere ciertas convenciones consolidadas de relación con la obra. El espectador, o lector, debe poner algo de su parte, algo que debe residir en su propio acervo y que se habrá adquirido necesariamente con esfuerzo y práctica. Es muy difícil, pongamos por caso, que quien solo está hecho a la posición pasiva propia del televidente, quien se ha criado exclusivamente en el visionado de imágenes que ya lo dan todo, entre en la convención propia del teatro o de la novela.

Se dice a menudo que nuestros jóvenes rehúyen el esfuerzo. Esto es solo parcialmente cierto. Lo que no parecen tolerar nuestros jóvenes es el aburrimiento, el esfuerzo carente de toda recompensa inmediata. En esto, por supuesto, no es que sean muy distintos de quienes les precedieron, es solo que la tolerancia de la sociedad hacia este modo de entender las cosas es superior. Se dice también que la supresión de todas esas aburridas lecturas obligatorias obedece a un propósito práctico: al menos aseguramos que no las aborrezcan y no les impedimos que, en el futuro, puedan cambiar de criterio. Lo que no termino de entender es cómo se espera que ese cambio de criterio pueda producirse. ¿Se caerán como Saulo en el camino de Damasco y, un buen día, descubrirán fascinados Los Miserables o La Familia de León Roch?

Arranz tiene buena parte de razón. La renuncia al Quijote entero tiene un aire de aceptación de la derrota. Su presentación editorial es algo así como la celebración de la resignación. Su alternativa sería, supongo, reintroducir el Quijote y otras lecturas obligatorias, tal cual, en el currículo. Tiendo a estar de acuerdo, pero también temo que eso no va a suceder. Hay que asumir que el precio por la extensión de la educación –cosa valiosa, por supuesto- es un deterioro, probablemente irreversible, de su calidad, al menos en lo que a humanidades se refiere. Hay que asumir que un Quijote abreviado es el único Quijote que muchos hispanohablantes van a llegar a conocer. Y eso es mejor que nada.

El afán de erudición ha muerto o, al menos, no se encuentra en los sistemas educativos occidentales ni es previsible que retorne, si es que ha estado ahí alguna vez. La cultura, para la mayoría, es y seguirá siendo espectáculo. Parece más realista centrarse en que, al menos, ese espectáculo sea de una mínima calidad. La generación de las videoconsolas no va a leer el Quijote, convenzámonos. No, en un mundo que detesta el saber por el saber, que necesita un fin utilitario inmediato para todo. Al menos, que sepan de las andanzas del caballero, en los ratos que les queden. Es magro consuelo, pero es consuelo al fin y al cabo. Hubo un tiempo en que el Quijote –su contenido, sus pasajes- formaba parte de la enciclopedia del español culto; era conocimiento común, del mismo modo en que, entre los ingleses formados, se podía uno referir a las obras de Shakespeare como a los libros de la Biblia (existían abreviaturas de los títulos, de uso tan corriente como las de los libros bíblicos, en efecto). Pero ese tiempo pasó para no volver. El riesgo es ahora que las figuras de don Quijote y Sancho; sus perfiles, que son algo así como el símbolo universal de la lengua española, se vuelvan irreconocibles para los jóvenes del país en el que fueron concebidos. Eso, creo, es lo que Pérez Reverte y compañía quieren evitar. Hacen lo que pueden, que probablemente no es del todo lo que les gustaría.

Yo estoy con ellos. Por lo demás, me doy por vencido.

lunes, 8 de diciembre de 2014

CONSTITUCIÓN: RAZONES PARA TEMER LA REFORMA

Con cierto aire de liturgia o por lo menos de costumbre, llega el 6 de diciembre y se habla de reformas constitucionales. Los periódicos le dedican al asunto editoriales, artículos de fondo y columnas o publican entrevistas con especialistas. La cosa se viene repitiendo desde hace bastantes años. El nacimiento de la infanta Leonor incorporó abiertamente al debate la cuestión sucesoria –la cuestión de la discriminación de la mujer en el ámbito sucesorio, para ser exactos- y la ola fue creciendo. Poco después de llegar al poder, José Luis Rodríguez Zapatero pidió al Consejo de Estado, entonces presidido por Rubio Llorente, un informe sobre reformas necesarias o convenientes. El alto organismo consultivo identificó tres o cuatro áreas de mínimos sobre las que, se supone, no hubiera sido difícil encontrar el necesario consenso. La reforma o supresión del Senado forma parte de ese elenco mínimo de cuestiones, por ejemplo. En los últimos tiempos, las voces que claman por un cambio en el texto, incluso las que lo consideran ineludible, son cada vez más. La reforma constitucional se presenta por algunos como remedio a los grandes problemas patrios: el deterioro institucional y la cuestión catalana.

La diferencia respecto a otros años la marca el PSOE: por vez primera, el principal partido de la oposición no solo se declara abiertamente partidario de la reforma constitucional en abstracto sino que cuenta con un proyecto en concreto, que está dispuesto a tratar con los demás grupos políticos. El PP, por su parte, parece negarse rotundamente, imagino que con sus razones que, como es habitual, se niega a exponer, prefiriendo, como es ya su consolidada costumbre, ofender la inteligencia de sus votantes con el recurso a frases hechas y lugares comunes.

La opinión publicada, al menos la de Madrid, parece partidaria del cambio. Me resulta más difícil interpretar la posición de la de Barcelona, que no sé si está en esta clave o en otras distintas. Incluso quienes reconocen que, por sí, una reforma de la Constitución  no tiene por qué traer consigo las soluciones a los problemas que nos aquejan parecen encontrar en el proceso constituyente, por el mero hecho de ser, virtudes terapéuticas. En parecidos términos a los que se emplearon para alabar el proceso sucesorio que llevó al trono a Felipe VI, se habla de la capacidad de generar “ilusión”, “sensación” de movimiento, etc. No es que los promotores del cambio hayan perdido la cabeza y desconozcan que este tiene riesgos sino que creen que la perpetuación del actual estado de cosas tiene más riesgos todavía. Y puede que tengan razón, claro.

Creo que nadie con sentido común puede desconocer que la Constitución del 78, siendo, con diferencia, el mejor instrumento de organización jurídico-institucional con el que España ha contado nunca, adolece de defectos, unos más graves que otros. Algunos de esos defectos proceden de su propio diseño; otros, sencillamente, han resultado ser tales por la evolución de las cosas. Quizá es más justo decir que la Constitución presenta determinadas deficiencias técnicas en algunos aspectos y que ha quedado desactualizada en otros. Y claro que hay, también, algo más que un poco de verdad en la idea de que conviene, periódicamente, renovar el pacto constituyente haciendo participar de él a las generaciones que, por edad, no pudieron incorporarse al mismo en su día. Existe, además, una razón quizá más técnica pero no por ello menos importante que aconseja la adaptación periódica: que no se modifique la constitución formal no implica que no mute la constitución material, que puede hacerlo por diferentes vías; es el caso de España. El entramado normativo que llamamos “constitución” en un sentido material –que está integrado por las disposiciones que conforman el llamado “bloque de la constitucionalidad” y por un conjunto amplio y difuso de normas, actos y costumbres- ha cambiado en España a ojos vista en estos casi cuarenta años y es evidente que no siempre lo ha hecho de modo ordenado ni coherente. Si la constitución formal no se adapta, si deja de recoger en su seno por lo menos la parte fundamental de la constitución material se corre un riesgo de falta de normatividad de la norma suprema y eso es peligroso.

Dicho todo lo anterior, personalmente tengo, al menos, cuatro reservas que me hacen temer tanto o más que desear una reforma y que me llevan a compartir la prudencia del Gobierno (siendo generosos, vamos a poner que lo del Gobierno sea prudencia).

La primera es que no creo en los poderes taumatúrgicos de la ley, de ninguna ley, la constitución incluida. Pensar que el cambio constitucional hará desaparecer como por ensalmo ciertos defectos de nuestro sistema institucional es ilusorio. No niego que determinados mecanismos puedan mejorarse pero hay cosas que ni dependen ni dependerán nunca de las leyes. Y la reforma de las leyes puede ofrecer a los responsables políticos la excusa perfecta para no hacer reformas en otros campos o, simplemente, para no afrontar la responsabilidad que ya les compete bajo la ley vigente. En realidad, la reforma primordial que necesita España para gozar de un mejor clima institucional no consiste en mejorar los resortes del Estado sino en retirarlo de múltiples ámbitos de la vida colectiva. Necesitamos menos Estado y eso, por razones obvias, no se consigue con leyes sino con valientes decisiones políticas.

La segunda de mis razones tiene que ver con la idea del proceso en sí como catalizador, como algo ilusionante. Es verdad que la misma idea de “proceso constituyente” conlleva la de “oportunidad”. Una reforma constitucional nos hace sentirnos un poco adanes, claro. Pero un proceso así, especialmente cuando no se dispone de un planteamiento previo encierra también numerosos peligros. Lo advertían ayer mismo en El País Mario Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo: algunos, especialmente los liberales, tuvieron que tragarse más de un sapo, en aras del consenso, para parir el texto del 78. Esto a menudo se olvida. Izquierdas, nacionalismos regionales, derecha conservadora claman contra la constitución, la desprecian, algunos la denuncian como impuesta. Se permiten el lujo de denostarla. Al parecer, se presume que a quienes no lo hacemos nos encanta, nos parece un texto perfecto. Esto, ya digo, a menudo se olvida. Los nuevos revisionismos tienden a pintar la Constitución como una imposición de unos sobre otros: del españolismo sobre el regionalismo, de la derecha sobre la izquierda. Por eso,  a quienes ahora claman por su reapertura ni se les pasa por la cabeza que haya quien quiera revisar el consenso en su integridad. A menudo se cita como ejemplo, cómo no, la cuestión territorial. Un porcentaje no despreciable de españoles creen que irían mejor servidos con un estado unitario; sin embargo, esos españoles son sistemáticamente ignorados y su opinión tenida por inexistente. Esos españoles tienen motivos para temer que cualquier reforma no solo no acerque la constitución a sus deseos sino que, al contrario, la aleje más todavía. Así, la propia idea de que el proceso pueda abrirse no solo no resulta ilusionante para algunos sino hondamente preocupante: se va querer, probablemente, revisar un consenso pero no en su totalidad, ni mucho menos; determinadas partes que concedieron no podrán recuperar nada de lo concedido y, muy al contrario, tendrán que conceder más aún. Confieso que me encuentro en ese grupo. Tengo razones para temer que cualquier reforma de la Constitución no solo no la hará más afín a los postulados liberales sino que más bien será al revés.

Y esto liga con la tercera razón: Cataluña. Convengo con las opiniones que dicen que cuestión catalana y reforma constitucional deberían separarse. Esto no implica negar, en absoluto, que una reforma constitucional pueda formar parte de una solución a la cuestión de Cataluña o incluso ser esa solución en sí misma. El problema es que hoy por hoy, dado el tono y el tenor de las reivindicaciones del nacionalismo catalán, nada indica que ello pueda ser así. Casi todos convenimos en que el Título VIII, diseñado esencialmente para resolver los problemas vasco y catalán,  ha dado de sí muchas cosas, unas mejores y otras peores pero, desde luego, no ha resuelto esos problemas y, más bien, ha creado otros cuantos. Una reforma constitucional en respuesta al desafío que viene de Cataluña podría incurrir en el mismo error. Podría no resolver y ni siquiera paliar el problema catalán e inducir múltiples otros problemas en el resto del territorio. Quizá una precondición para explorar una solución constituyente podría ser que la propia Cataluña lo pidiera cosa que, ya digo, hoy no sucede. Salvo el PSC y ciertas voces que no parecen mayoritarias en la sociedad civil, nadie en Cataluña parece apostar por esa vía. Tampoco está claro qué se pediría de Cataluña a cambio esa reforma. Igual suena algo grosera la expresión “a cambio de”, pero es que un quid pro quo es la misma esencia de un pacto. Intuyo que el PSC y compañía se conforman con paz, es decir, con que Cataluña, acomodada, se reconozca pacíficamente española. Situación que se asemeja mucho a esas negociaciones internacionales en las que una parte, como premio a sus esfuerzos, obtiene de la otra su propio reconocimiento, es decir, el resultado y objetivo de la negociación para una parte es lo que debería ser una premisa: que dicha parte existe. Sé que suena exótico eso de “pedir” algo a Cataluña, toda vez que la premisa básica del ejercicio es que a Cataluña hay que “darle” cosas –algo que, a buen seguro, tendrá que ser así, por el mismo principio; quien nada está dispuesto a dar, malamente puede afirmar que negocia-, pero creo, y no soy el único, que las cosas podrían y quizá deberían plantearse en términos más equilibrados. En todo caso, por muchas vueltas que se le hayan dado, en absoluto puede afirmarse, creo, que la cuestión esté suficientemente clara como para que se pueda dar por hecho que el mejor tratamiento es una reforma constitucional; eso debería ser la conclusión y no la premisa.

La última de mis razones en orden pero ni mucho menos en importancia es que me inspira pavor la perspectiva de ver una norma como la Constitución tocada por las manos de una clase política tan intelectualmente indigente como la que tenemos. Incluso si viene asesorada por representantes de nuestra menesterosa universidad y por otros “juristas de reconocido prestigio” al uso. Si la propuesta parte del PSOE, un partido que banaliza absolutamente todo lo que toca, la inquietud es máxima. Creo que era Jiménez de Parga –no sé si de ciencia propia o citando a algún otro autor- quien decía que a la constitución hay que aproximarse siempre con cautela y mano temblorosa, movido por un cierto temor reverencial. Por supuesto que una constitución no es más que un texto jurídico, pero si hay algo que, en el orden cívico, pueda adjetivarse de “sagrado” es un texto constitucional. Al fin y al cabo, una constitución es el cimiento de un ordenamiento; nada puede ser más dañino que el error, la frivolidad o la solución apresurada salvo quizá la intención torcida –muy propia de quienes nos gobiernan y quienes, se supone que lealmente, se les oponen-. Si el texto ha de reformarse, uno desearía que acometieran la empresa hombres y mujeres sabios, cabales, con profundos conocimientos jurídicos y cultura suficiente, algo que, precisamente, no abunda entre nuestra cansina, basta, inculta y mediocre clase política y sus adláteres. Ojalá me equivoque, pero resulta difícil confiar en el éxito de un empeño semejante cuando se acomete por quienes, cada vez que abren la boca, ofenden al idioma y a la inteligencia a partes iguales. Da miedo, mucho miedo.

 
Coda: releo el artículo que, sobre este mismo tema (aquí) publiqué hace casi un año y veo que digo prácticamente lo mismo, lo que puede ser síntoma de mis pocos recursos aunque también de lo poco que, en el fondo, cambian las cosas.