domingo, 29 de mayo de 2011

"Sociológicamente de izquierdas"

Visto el mapa de resultados electorales del 22M, teñido de azul –al menos, en la mayoría de los diarios, se sigue la convención de atribuir el azul al PP y el rojo al PSOE (cosa curiosa, en las elecciones americanas, el azul es el color de los Demócratas y el rojo el de los Republicanos)- le entran a uno importantes dudas sobre la validez de aquella afirmación de que “España es un país sociológicamente de izquierdas”. Al menos por el sentido del voto municipal, más bien se diría que estamos ante un país abrumadoramente de derechas. En realidad, creo que lo que se quiere decir, más bien, cuando se dice que el país es “sociológicamente de izquierdas” es que lo natural es que gane siempre, o casi siempre, el PSOE. Que el PSOE es el partido que debe vertebrar la democracia española, siendo el PP un ente auxiliar. Discurso, claro está, muy grato al PSOE, pero que parece también asumido en ciertos sectores de la derecha.

La cosa no sería ya tan nítida, si de voto a los partidos hablamos. Es verdad que la crisis económica ha debido provocar una honda desafección en los votantes socialistas y, por el contrario, ha debido movilizar a muchos votantes populares, pero no parece explicación suficiente. La prueba es que el PP logra aglutinar mayorías desde hace muchos años en territorios tales como la Comunidad de Madrid, en las que el mercado político es muy amplio. Esta capacidad de obtener buenos resultados, de modo sostenido en el tiempo, por parte de la derecha, hace que resulte también, por lo menos con carácter general, el argumento de que el electorado de izquierdas es más volátil, en tanto que el de derechas es más disciplinado. Así, el PP tendría menos apoyo efectivo, pero en forma de un suelo electoral berroqueño.

Si realmente se trata de algo superado, ¿por qué el PP sigue eludiendo cualquier etiqueta que le relacione con el campo semántico tradicionalmente atribuido a la derecha? ¿Acaso los analistas del Partido Popular ignoran lo que los datos evidencian? Quizá la respuesta, sí, debe darse en un plano algo más profundo del que permiten atisbar los resultados electorales.

En primer lugar, lo que sí es abrumadoramente “de izquierdas” es la opinión publicada y lo que podríamos denominar la “intelectualidad” en nuestro país. Aunque este estado de cosas abona el terreno para el chiste fácil de que el “pensamiento de derechas” es un oxímoron, lo cierto es que sigue siendo destacable, por contraste con otros países, el escaso aparato intelectual del que goza la derecha española. No es, desde luego, ajeno a esto el cómo se integra, en nuestro país, lo que denominamos la clase “intelectual”, en buena medida a través de los vericuetos, bastante endogámicos, de la vida universitaria, extraordinariamente controlada por el poder político, en la que el pluralismo no es especialmente destacable. Pero también ha contribuido el importante grado de control que el “mundo de la izquierda” ostenta sobre las industrias culturales, especialmente las más próximas al ciudadano, allí donde la cultura linda, y a veces se confunde, con el entretenimiento. Existe, en fin, también un importante componente generacional. Por razones evidentes, sigue desempeñando un papel destacadísimo en nuestro país y entre sus clases rectoras, gente que asocia la derecha y sus valores, en su conjunto, a un período extraordinariamente sombrío.

Esto, sin duda, está en proceso de cambio. Pero no es lo mismo, ciertamente, el brote de múltiples tertulias antisocialistas que la construcción de un aparato intelectual que pueda dignificar a la derecha española y soportar el discurso de los partidos que le den cauce. Hay, no obstante, algunas iniciativas al respecto. Pero la derecha realmente existente, es decir, el PP, sigue jugando fuera de casa.

A un nivel más llano, y probablemente mucho más mayoritario, la cuestión es diferente. Cuando decimos que los españoles son “sociológicamente de izquierdas”, a mi modo de ver, lo que se quiere decir es que los españoles son abrumadoramente partidarios de las políticas tradicionalmente asociadas a la izquierda. Es decir, las políticas igualitaristas de cohesión social. El PSOE sería –vaya usted a saber por qué- el proveedor natural, y se le retira la confianza, precisamente, porque se le ve incapaz de atender a sus compromisos. Pero lo cierto es que las derechas moderadas, en general de base cristiana, han demostrado, en Europa, ser excelentes mantenendoras, e incluso impulsoras, de esos estados-providencia que tanto gustan a los ciudadanos. En suma, más que ser “sociológicamente de izquierdas”, parece que lo que el ciudadano español tiene es perfectamente asumido su rol de cliente.

La estrategia del PP es, entonces, perfectamente comprensible. Sencillamente, se postula como gerente. No tiene ningún interés en hacer ninguna clase de pedagogía que, por otra parte, pondría de manifiesto sus propias contradicciones internas. La realidad es que no hay motivo alguno por el que el PP no pueda ganar las elecciones una y mil veces… mientras no haga gala de un alma excesivamente liberal. El “miedo a la derecha” no es miedo a un franquismo ya de imposible memoria para la mayoría, sino miedo al final de los “derechos”. Y, me temo, la sociedad española sí es absolutamente refractaria a cualquier clase de discurso fundado en una ética de la responsabilidad.

El gran triunfo de lo que Hayek denominaba los “socialistas de todos los partidos” es que han logrado constitucionalizar, materialmente, sus valores. Los han puesto más allá de lo debatible. La operación más sensacional que ha visto la historia de las ideas es la institucionalización de la “gran mentira” –así la llamaba Revel-. El credo de la socialdemocracia no puede ser, como cualquier otro sistema de ideas, falsado por contraste con la realidad porque no es, en verdad, cuestionable. Por eso la única gran revolución democrática que puede hacerse en nuestras sociedades, el único cuestionamiento real del sistema pasaría no por buscar soluciones dentro de ese conjunto de valores, sino por desmontarlo, por cuestionarlo a radice. El esfuerzo intelectual necesario es, seguramente, titánico. La venta electoral, poco menos que imposible.

La vuelta del ciudadano-cliente al ciudadano-ciudadano. Así dicho, suena atractivo. Hasta valdría como eslogan. Pero daría vértigo. ¿Dónde iría el pobre ciudadano sin sus “derechos”?

domingo, 22 de mayo de 2011

El (ausente) debate territorial

Cuando esto se publique, los españoles estarán votando para elegir a sus concejales y, algunos, además, a sus diputados autonómicos. Tras la correspondiente liturgia, vendrá el conteo, siempre emocionante, y, a partir de mañana, esa especie de segunda vuelta, ya sin participación ciudadana –y en la que, tengo la sensación, a veces no participan ni siquiera los propios electos- que dictará cómo se distribuye el poder efectivo que hay en juego.

Nosotros no elegimos alcaldes ni presidentes autonómicos, como tampoco elegimos presidentes del Gobierno de la Nación. El sistema es parlamentario en todos sus niveles, al menos de iure. Cuestión diferente es si deberíamos elegir directamente esos cargos o algunos de ellos. Porque el sistema no es, hace ya tiempo, parlamentario de facto, sino netamente presidencialista o, si se prefiere, articulado de hecho, también en todos sus niveles, en torno al ejecutivo. Esto requeriría matices y precisiones, pero ésta es, sin duda, una de las grandes disfunciones de nuestro sistema político, que debería ser corregida. Pero este es tema para otra ocasión.

Se dice, con razón, que incluso antes de la irrupción en escena de los “indignados”, la campaña electoral discurría en clave claramente nacional. Es muy probable que las particulares circunstancias que atraviesa el país hagan de cualquier cita electoral la ocasión óptima para centrarse en el debate que ahora importa, pero, independientemente de que sea o no adecuado u oportuno esta vez, el que los comicios infraestatales, al menos aquellos que no ocurren, o no pueden ocurrir, perfectamente aislados de cualquier otra elección (como es el caso de las elecciones autonómicas en Cataluña, Galicia y el País Vasco y podría ser el andaluz, sino fuera porque es ya tradición que los presidentes de la Junta nunca se arriesguen a quedarse solos en el centro de la plaza) se ventilen en clave nacional es muy habitual, algo casi tradicional en nuestra democracia. Sin traer en causa, por anacrónico y excepcional, el cómo las elecciones municipales de abril del 31 se convirtieron en un plebiscito sobre la monarquía (mejor dicho, los resultados se leyeron de ese modo, porque no creo que fuera ese el planteamiento ex ante), no recuerdo que ninguna campaña electoral municipal o autonómica haya versado, salvo cuestiones menores, sobre materias locales y regionales.

Supongo que es lógico, si tenemos en cuenta que, en sustancia, estas elecciones no son sino episodios de la querella permanente entre los dos grandes partidos nacionales que, en nuestro país –y contra toda previsión del constituyente, por cierto- han llegado a cuasimonopolizar el debate político. Las elecciones municipales y autonómicas parecen episodios de la disputa nacional, simplemente porque lo son. Son las metas volantes a la espera del premio mayor, y se organizan por los mismos aparatos que gestionan las nacionales.

Lo llamativo, y lamentable, no es eso –ya digo que, además, me parece oportuno que, en las actuales circunstancias, se aproveche cualquier ocasión para buscar, cuanto antes, una salida al impasse que vivimos, y que no puede venir sino de unas elecciones generales-. Lo lamentable, a mi juicio, es que la cuestión local y autonómica en sí, como problema, haya estado completamente ausente. Y es un tema que, en estos tiempos, debería ser de rabiosa actualidad.

La cuestión de la organización territorial del Estado es una de las más importantes que España tiene planteadas. Y es, además, una cuestión con múltiples planos. Uno de ellos es el estrictamente político, la organización territorial como trasunto de la sempiterna “cuestión regional”, la única de de las tres grandes preocupaciones que nos legó sin resolver el XIX (las otras dos eran la cuestión social y la cuestión religiosa) que sigue no ya sin solucionarse, sino sin visos de haber alcanzado ni siquiera un equilibrio inestable –si es que algo puede quedar en equilibrio, aunque sea inestable, en el ocaso del zapaterismo-. En este sentido, el tema trasciende los aspectos organizativos en sentido propio para entrar de lleno en las cuestiones esenciales. No se trata de cómo se organiza España, sino de lo que España es.

Pero la problemática territorial tiene también otra dimensión, ésta técnico-administrativa, o puramente organizativa, si se quiere, quizá menos emocionante o menos trascendente en lo existencial, pero en extremo relevante para nuestro día a día. La provisión, hoy, de cerca de ocho mil –sí, ocho mil- ayuntamientos y trece parlamentos autonómicos, algunos de ellos con más de cien integrantes, apunta, a las claras, a una descomunal ineficiencia, a una palmaria irracionalidad en la forma en que nos administramos y, por tanto, en los costes de gobernación que afrontamos.

El sistema municipal español debería ser modernizado de raíz, incluyendo, cómo no, el plano fiscal. El número de municipios debería descender muy notablemente, a través de la concentración, estableciéndose, además, reglas especiales, en diversos órdenes, para las ciudades más grandes y sus áreas metropolitanas. Carece de sentido mantener una infraestructura municipal que ya no responde a la distribución geográfica de la población, ni permite disponer de unos entes locales adecuados a la realidad del país. Los municipios deben acceder, además, a un sistema de ingresos públicos proporcionado a los servicios que ofrecen, sin depender de elementos especulativos. Algunos pensamos que hay una ligazón algo más que sutil entre la actividad especulativa sobre el suelo, la voracidad de los partidos políticos y la menesterosidad natural de las arcas municipales. Todo ello debería revisarse, y con urgencia.

Quizá, también, algún día sea posible, orillando por unos instantes, si pudiera ser, la dimensión política a la que me refería, plantearse si el mapa autonómico tiene sentido como es. En España viven, habitante arriba, habitante abajo, cuarenta y seis millones de personas. Aproximadamente un cincuenta por ciento residen, o hacen su vida, en solo tres comunidades autónomas (Madrid, Cataluña y Andalucía). Si las cuentas no me fallan, del resto de las comunidades, apenas unas pocas alcanzan o rebasan los dos millones de habitantes. Pero disponemos de diecisiete aparatos cuasiestatales completos, con literalmente miles de organismos públicos y empresas-satélite. ¿Acaso no debería esto ser materia de debate? De hecho, ¿no sería la materia principal de debate a la vista de unas elecciones municipales y autonómicas?

La cuestión viene extraordinariamente a cuento. España tiene cuatro grandes reformas pendientes si quiere, algún día, no ya retomar la senda del crecimiento, que también, sino establecerse por un tiempo prolongado en el elenco de países sobre cuya solvencia a largo plazo no quepa albergar dudas: la del sistema financiero, la del mercado de trabajo, la del sistema educativo y la de la organización territorial. De ellas, la primera está en curso –por lo menos, existe algún movimiento al respecto-, y la segunda arrancará cuando sindicatos, patronal y gobierno (quizá debería haber escrito "o" gobierno) quieran. ¿Qué ocurre con la tercera y la cuarta? Parece que cuado nos acercamos al “núcleo duro” de las reservas ideológicas de cierta izquierda o, más ampliamente, al pan nuestro de cada día de políticos en general, las reformas no están ni se las espera. Se dice que hemos de reducir el déficit autonómico, como se constata que demasiados jóvenes españoles no acaban ni siquiera la secundaria obligatoria… como quien oye llover.

Supongo que es una ingenuidad creer que puede haber una España de nueva planta, cuya organización quede determinada, con tiralíneas, con criterios racionales. Ni eso ha funcionado nunca en la práctica, desde que el mundo es mundo, ni se puede eludir que, a estas alturas, incluso criaturas en las que nadie creía hace unos años, como ciertos entes territoriales, gozan hoy de una raigambre que hace imposible tratarlos como si de meras creaciones administrativas se tratara.

Pero tiene que ser posible embridar este desmadre. Por lo menos, limarle las aristas más absurdas, de algún modo.

viernes, 20 de mayo de 2011

Indignados, ¿por qué?

La verdad es que el ya notorio “movimiento del 15M” no me resulta sencillo de valorar. ¿Es positivo o negativo? Obviemos, por absurdos, los paralelismos entre la Puerta del Sol y la Plaza de Tahrir. Hay quien encuentra ofensiva la comparación porque, al parecer, rebaja a los españoles y su democracia a niveles africanos. Personalmente, si algo encuentro de ofensivo en el símil es que minimiza hasta niveles inaceptables la gesta de los egipcios. En fin, es una tontería, y no merece la pena extenderse en tonterías, aunque se publiquen en el Financial Times. Tampoco quiero entrar, en este caso por inquietante, en los deseos, expresados por algunos, de que esto devenga una suerte de nuevo mayo del 68. Como apunte, diré que no deja de sorprenderme que, a estas alturas, todavía haya quien evoque como hito positivo –bien es verdad que suele tratarse de sesentones que no están por desdecirse- lo que, con el debido respeto, me parece una de las mayores explosiones de estupidez humana que vieron los siglos, cuya onda expansiva aún padecemos.

En fin, empecemos por decir que cuesta no sentir simpatía por la expresión de cabreo colectivo. De hecho, parece que ese es el nexo común entre los múltiples grupúsculos que integran esta especie de red que configura el movimiento. No sé cuánta gente cabe en la Puerta del Sol y aledaños, pero seguro que no son ni una mínima fracción de aquellos que están profundamente soliviantados. Servidor incluido. La angustiosa situación de nuestro país, combinada con la exhibición de idiocia –en el más amplio sentido- e impudicia sin límites de nuestra clase política en general, a la que se añade la incompetencia gubernativa no puede sino causar una profunda desazón. Un malestar que no busca sino cauces para expresarse.

El problema es que ahí acaba la historia. Después, o aparte, del cabreo, ¿qué?

Sabemos, porque nos lo ha explicado mucha gente sabia, desde Ortega al maestro Sartori, que esto que llamamos la democracia liberal de mercado –o, simplemente, “democracia”- es un artefacto en extremo complejo. Y, a veces, desesperante. Sobre todo cuando se constata que no es fácil hallarle alternativa.

Las multitudes hacen patente algo que resulta evidente, a poco que se reflexione: cuan difícil es construir un discurso positivo, y técnicamente complejo, a partir de sentimientos primarios, que son los únicos que la masa es capaz de expresar. El edificio de la democracia representativa, ruinoso como está, muestra la solidez de su urdimbre cuando se lo compara con la tosquedad de lo que puede dar de sí la democracia directa. La multitud se agrupa en torno a simplificaciones. Pero la realidad no es simple y, además, las simplificaciones son falaces. Yo mismo he recurrido a una más arriba. He hablado de la “clase política”. ¿Acaso la clase política es toda igual? No. Solo desde una simplificación muy grosera es posible afirmar semejante cosa. Comprendo que es un discurso que puede ser grato al poder, porque alimenta la idea de que no existe alternativa. Pero siempre la hay, mejor o menos mala. Solo hay que saber elegir entre males. La pregunta de por qué hay que elegir entre males, creo, ya sí tiene algo de infantil.

Simplificación, también, al hablar de “los mercados”. Los mercados son malos. ¿Es cierto? No, en absoluto. Si se quiere decir que lo malo son los odiosos oligopolios que manipulan a placer, dígase. Pero la cuestión no es tan simple, insisto. ¿Acaso demonizar a los mercados no es una forma fácil de ocultar el fracaso de las autoridades –políticas- que los gestionan y embridan? ¿Por qué “los mercados”? ¿Por qué no todos esos banqueros centrales poco competentes? ¿Y qué hay de esa casta de pseudotécnicos o pseudopolíticos que conforman la burocracia económica internacional? No son técnicos, porque no suelen estar ahí sino por decisión de un político, pero tampoco son políticos de raza, de los que, al final, dan la cara ante algún electorado.

Los jóvenes protestan. Y lo hacen con razón. ¿Pero, de veras lo hacen porque les han robado el futuro o porque les han robado el pasado? Están “indignados”. Recuerdo que compré y leí con avidez el panfletillo de Stéphane Hessel. “Indignez-vous!”, decía. Sonaba atractivo. Pero no me gustó nada lo que encontré. El más viejo discurso de la más vieja de las izquierdas. A veces, me da la sensación de que el público, que cae en la cuenta de que ha asistido a una comedia, se indigna, en efecto, pero no porque haya sido engañado, sino porque la comedia ha terminado.

¿A qué, entonces, la santa indignación? ¿Es contra los comediantes o es porque se ha acabado la comedia? No lo tengo nada claro. Decían los viejos liberales, con Locke a la cabeza, que el ciudadano, en realidad, no tiene derechos. Tiene deberes. Nuestros derechos no son sino los deberes de los demás. Me juego algo a que ese discurso no es hoy más popular que hace una semana.

Están indignados. Y eso, insisto, me resulta simpático. Yo también. Pero no sé si estamos todos indignados por lo mismo.

domingo, 15 de mayo de 2011

El poder simbólico del euro

Que el euro no era ni es, técnicamente, una buena idea no debería ser ningún secreto para nadie. Que la Unión Europea, entonces de quince miembros –mucho menos con veintisiete- no es una “zona monetaria óptima” fue puesto de manifiesto en su día, a primeros de los noventa, por economistas prestigiosos, europeos y americanos. Sin embargo, no solo se decidió seguir adelante sino que, de hecho, el euro es la moneda de la Unión Europea, adoptar y usar el euro es la situación “natural” de los Estados miembros conforme a los Tratados. El empleo de las viejas monedas nacionales debía considerarse una situación transitoria.

¿Por qué ese empeño en adoptar una herramienta de política monetaria que, a las pruebas me remito, podía convertirse, en ausencia de otros elementos que ni estaban ni se esperaban –una convergencia efectiva de políticas económicas, especialmente las fiscales- en fuente de disgustos? Sencillamente, porque el euro es, con mucho, uno de los mayores activos políticos de nuestra Unión. Un fortísimo signo de identidad. El euro pertenece tanto, o más, al capítulo político de la historia de la integración que al capítulo económico. Nada, salvo el hoy cuestionado Tratado de Schengen, ha hecho más porque los europeos puedan percibirse a sí mismos, si no como un colectivo homogéneo, sí como una familia íntimamente relacionada.

Para los países de la periferia, y desde luego para España, es decir, para aquellos países que, fríamente, quizá hubieran debido desear menos la adopción de una moneda que les privaba de algunas de sus herramientas clásicas de política económica –y, por supuesto, de su herramienta por antonomasia: la devaluación competitiva- el acceso al euro se erigió en la verdadera prueba del nueve de la europeidad, de la modernidad y, por tanto, de la salida de la marginalidad. En el muy especial caso español, la llegada a tiempo al momento fundacional de la moneda única tuvo unos innegables efectos benéficos en términos de autoestima. Hay quien, de hecho, arguye que benéficos hasta el punto del hacernos perder el oremus. Y sí, ciertamente, debimos pensar mejor que llegar no lo es todo, que lo importante es mantenerse. El demarraje necesario para llegar al corte inicial nos hizo, quizá, perder un tanto la cabeza. Debió haber, hubo, seguro, algo de ese complejo de inferioridad patrio, que nos lleva a aceptar sin mucha reflexión todo lo que viene de allende el Pirineo para que no se detectaran en nuestro país, ni siquiera en dosis homeopáticas, voces contrarias a la adopción de la moneda común.

¿Es posible salir del euro? La pregunta está, en estos días, en el aire respecto a Grecia. Pero, siquiera desde una perspectiva teórica, podría valer con respecto a España. La respuesta en términos jurídicos es, creo, afirmativa, aunque se trate de una operación rodeada de muchas incertidumbres desde todos los puntos de vista, empezando por los más pedestres desde el punto de vista logístico. Posible, ya digo, probablemente, es. ¿Por qué, entonces, se afronta como un tabú, como un drama?

Si la pertenencia al euro fuera una cuestión meramente económica, estaríamos ante una cuestión que podría resolverse con un cálculo. La perspectiva de abandonar la moneda única no sería nunca halagüeña porque, evidentemente, la salida se produciría en un contexto difícil. La adopción de una divisa propia dañaría el crédito, seguro, y tendría por fin poder recuperar, siquiera como alivio transitorio, esas “malas artes” de la devaluación. Mal escenario, probablemente, pero peor lo es el mantenimiento, año tras año, de ajustes draconianos y, sobre todo, la desesperanza de una población que ve cómo se empobrece día tras día. Los economistas serios y rigurosos dicen, con razón, que las devaluaciones siempre fueron pan para hoy y hambre para mañana, que lo que hay que hacer es restablecer, o crear si nunca se tuvo, la competitividad por medios ortodoxos. Pero la ortodoxia es, a menudo, poco compatible con las urgencias. Un cálculo difícil, pero cálculo al fin y al cabo.

El temor reverencial a plantear siquiera la cuestión –aunque solo sea para descartarla con argumentos racionales- obedece, me temo, al efecto político perverso que tendría la salida, simétrico al efecto positivo de la entrada. Aquellos que, en su caso, salieran forzados por las circunstancias, se encontrarían, de nuevo, arrojados al limbo de la periferia, al bloque de los países de segunda del que, pensarán, nunca debieron salir. Ese es, quizá, el coste fundamental del planteamiento. Un coste difícilmente mensurable.

A los españoles, el euro es lo que nos separa de 1996. Por tanto, el día en que se hiciera efectiva la salida, amanecería hace cerca de veinte años. Mientras el euro circule, habrá un cordón umbilical que nos ligue a la aventura que ha sido esta algo más que década prodigiosa. Los años en que estuvimos a punto de conseguirlo. En los cerca de cuatro años que lleva dizque gestionando la crisis económica, el gobierno de Zapatero ha conseguido crear, al menos en los que tenemos una cierta memoria, un aire de déja vu. Los diarios y los economistas de cabecera tratando de convencernos de que nuestros problemas “son estructurales”, la inflación resistiéndose a bajar, el paro en cifras estratosféricas –eso sí, con mucha gente “en la economía sumergida”, en fin, ese aire de que en España las cosas “pasan” y no tienen solución. El poder simbólico de la moneda única nos recuerda –ahora que solo falta tener que volver a enseñar el pasaporte en Hendaya o en Villarreal de San Antonio- , sin embargo, que no ha sido todo en vano. Que seguimos formando parte de un cierto núcleo de países al que nos aferramos.

No sé cómo lo verán los griegos. Igual asocian la moneda común a un formidable engaño –perpetrado, por cierto, por algunos de sus gobernantes-. No es una buena idea. No es una moneda bien construida. Pero nos separa de un pasado que nos acosa.

domingo, 8 de mayo de 2011

LA INDEPENDENCIA APARENTE

Si esto no fuera España, si no estuviéramos aquí, ahora, probablemente la secuencia de sentencias sobre Bildu del Supremo, primero, y del Constitucional, después, habrían tenido poco de sorprendente. Por más que nos disguste y por más que haya “convicciones morales”, o hechos palmarios, si se prefiere; por más que se perciba el hedor asqueroso del mundo totalitario, que impregna todo lo que toca, todo lo que se le arrima, no dejamos de estar ante una cuestión jurídica controvertida. No compete a los jueces dictar sentencias del Cadí ni hacer otra justicia que la que permitan los instrumentos legales disponibles.

Así pues, puesto que de una cuestión controvertida hablamos, nada hay de raro en que los tribunales queden partidos por la mitad. Y, en efecto, tampoco hay nada de raro en que cada uno interprete el Derecho desde las propias y legítimas convicciones. El juez es independiente, sí, pero no por ello carece de ideas, creencias y valores propios. Eso es el pan nuestro de cada día. Por ser más claro, nada tendría por qué tener de extraño que lo que un tribunal, de cierta mayoría ideológica, resuelve en un sentido por un pelo, lo resuelva, en el sentido contrario, otro tribunal, de signo diferente. ¿A qué, entonces, tanto revuelo? Más allá de producir disgusto, incluso indignación, el tracto de sentencias, ¿debe llevarnos a dudar sobre la calidad de las instituciones, sobre la calidad, en suma, del propio Estado de Derecho en España?

Es difícil sustraerse a la impresión de que algo no funciona, de que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca. Digámoslo así: mientras que en otras latitudes se sospecha que el juez no es neutral -ideológicamente, se entiende-, en España nos barruntamos que no es independiente.

Sin entrar a cuestionar el fondo de los razonamientos jurídicos del Tribunal Constitucional sobre el asunto Bildu –entre otras cosas, porque no los conozco, y no dispongo de la clarividencia de algunos tertulianos de ambos signos- ¿cómo es posible que se produzca, en tiempo auténticamente récord, un fallo sobre una cuestión tan compleja? Tengo entendido que la sentencia del Supremo era de unos ciento veinte folios, y me temo que solo leerlos –me imagino que, tras trece horas de debates, el parto de los jueces de la Sala del 61 no debe ser muy digerible- lleva su tiempo. Ya he dicho que poco tiene de sorprendente que los magistrados terminen alineándose por razones ideológicas pero, ¿hasta el punto de que el signo de su voto sea perfectamente anticipable? ¿Cómo, si no, no ya antes de la sentencia del propio Constitucional, sino incluso de la del Supremo hubo quien pudo exhibir confianza en un fallo en un determinado sentido? Precisamente porque de una cuestión controvertida hablamos, ¿no hubiera debido ser máxima la incertidumbre, máxima la probabilidad de que hubiera alguna, siquiera mínima disidencia?

La confianza, demasiado fundada, de tirios y troyanos en que las filas se mantendrán prietas, no deja mucho lugar a la tranquilidad. Los profesionales del Derecho, los que se mueven no en el mundo de los altos tribunales, sino en el de los bajos, suelen quejarse de que la justicia es una lotería. Que los jueces son imprevisibles. Que pueden salirle a uno con las interpretaciones más esperpénticas. Parece que, cuando escalamos a las alturas togadas, el problema es exactamente el contrario. Y si se trata de loterías, todo apunta a que hay quien tiene un don para dar con el número premiado.

El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional deberían hallarse entre las partes más dignificadas de nuestra arquitectura institucional. No digo que debieran ser reverenciados ni que debieran estar exentos de crítica. Ningún tribunal deja de errar. Pero los nuestros no pueden estar más enlodazados. En especial, el Constitucional –al menos, al Supremo sí se le reconoce la sapiencia técnico-jurídica que pueden aportar los jueces profesionales-. Y no nos engañemos, ello obedece al sistema de designación de los magistrados. Es verdad que ningún sistema de designación o elección produce candidatos privados de ideas o debilidades pero la independencia empieza por la apariencia de independencia. Y nuestros magistrados, en especial, los guardianes de la Constitución, aparentan ser tan independientes como los compromisarios de las asambleas de las cajas de ahorros.

Urge, creo, una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional –y puede que de la Constitución-, que modifique tanto la provisión de sus magistrados como sus funciones. Los jueces constitucionales deberían ser vitalicios, elegidos por amplísimo consenso de las Cámaras, previos informes de órganos externos que avalen su prestigio como candidatos.

Y sé que lo que digo escandalizará a alguno: debería suprimirse el recurso de amparo. El Tribunal Constitucional debería circunscribir su acción al control de constitucionalidad de las disposiciones jurídicas, a través del recurso –recuperando el previo, por supuesto- y la cuestión de inconstitucionalidad. No erigirse en “ápice del ápice” del Poder Judicial –poder del que no forma parte- a través de una supercasación. Nuestro sistema jurídico cuenta con medios suficientes para garantizar la efectiva aplicación de los derechos fundamentales, que pueden ser reclamados, como toda la Constitución, ante cualquier tribunal. ¿A qué mantener, por tanto, un instrumento jurídico bastante poco efectivo para los ciudadanos de a pie –la inmensa mayoría de los recursos de amparo se inadmite; señal, por cierto, de que no funcionarán tan mal, a juicio del propio Constitucional, los tribunales- y que se muestra, a veces, tan disruptivo?

Quizá a que a los políticos les gusta tener la garantía de una segunda vuelta en campo propio.

lunes, 2 de mayo de 2011

¿Algo que decir a los parados?

La muerte de Osama Bin Laden a manos de sus perseguidores americanos, la inauguración de la Feria de Abril, el enésimo Real Madrid-Barcelona (o viceversa, según toque), o las cosas de los flamantes duques de Cambridge van ocupando portadas físicas y electrónicas, relegando progresivamente al segundo plano la catarata de noticias del viernes pasado. En realidad, hitos como el del viernes –la publicación de los datos del paro- o, en general, las citas que jalonan el calendario estadístico, que es como el litúrgico, pero en lúgubre, parece, traen al mundo de lo noticioso lo que, en realidad, es una no-noticia: el calamitoso estado de la economía española. Y es una no-noticia porque, en realidad, se trata de algo estructural, un panorama, un trasfondo.

Ojalá los datos del paro fueran, rigurosamente, una noticia. La noticia está, si acaso, en las oscilaciones de la cifra, de vez en cuando a la baja, casi siempre al alza. Lo no noticioso, lo que nos acompaña permanentemente, es el tremendo bloque sobre el que se construye el último número. Una masa dramática, sea de cinco millones, de cuatro y medio o de cinco y medio. Un bloque compacto que se hace como una montaña. Como en el mito de Sísifo, los españoles volvemos a ver, cada día, una tremenda pared que es necesario volver a demoler. Igual que veinte años atrás.

Ante esto, resulta patético ver cómo el gobierno no intenta sino buscar su autoexculpación. Este es un debate viejo. ¿Tiene el gobierno la “culpa” del paro? ¿Tiene el gobierno la culpa de la crisis económica? ¿Tiene, más en general, el gobierno, arte y parte en las cosas de la economía? No, el gobierno –el gobierno de Zapatero- no tiene la culpa de la crisis económica, o no la tiene en solitario. No es, ciertamente, culpable este gobierno, ni ningún gobierno español, de la crisis financiera internacional. Sí es culpable, me temo, por inacción, de buena parte de las razones que han hecho que la versión local de esa crisis financiera internacional –invocada como mantra excusatorio, de modo recurrente- haya sido mucho más devastadora, al combinarse con características particulares del sistema productivo patrio; pero es verdad que, en esto, el gobierno Zapatero no está solo, sino en compañía de otros, menos responsables que aquel, probablemente pero que, al menos, le alivian la carga.

El gobierno sí es culpable, y culpable en exclusiva, de una gestión que cabe calificar de nefasta, y cuyos pocos elementos positivos vienen casi únicamente en forma de actos debidos, por presiones extranjeras. Que un gobierno con casi ocho años de ejercicio, tras tres de bregar con una crisis económica apele a su inocencia –algo así como si, tras años de incompetencia supina en apagar fuegos, transformado un grave incendio en un apocalipsis, se alegara que la brigada de bomberos no arrojó la colilla maldita- de modo tan infantil supone cotas de desvergüenza dignas de mención en un país donde las cotas ya están muy altas y el escándalo se vende caro.

El debate es, además, ridículo. El gobierno, el que haya, pasados los cien días de rigor, es culpable de fracasos y tiene derecho a patrimonializar los éxitos –tal como hizo, por cierto, e hizo bien, un Zapatero recién llegado que no repudió, precisamente, la herencia económica de sus predecesores-.

Luego está, claro, el trabajo –este más que patético, un tanto repulsivo- complementario de las brigadas de limpieza ideológica. Los fabricantes de consignas, algo menos groseras que las empleadas directamente por el político de turno, a veces, hasta con pretensiones intelectuales, se encargan, de intentar convencer a los convencidos, por este orden: (i) de que la cosa no es tan grave (por ejemplo: teoría de los “brotes verdes”), (ii) de que la realidad no es como la pintan (por ejemplo: referencia recurrente a la economía sumergida y a que muchos parados, en realidad, trabajan –prueba del nueve “si el paro fuera cierto, habría revueltas”-) y (iii) admitido que la realidad es así, o más o menos así, y que es grave, incluso concediendo que los del partido propio son responsables, “los del partido ajeno nunca lo harían mejor”.El único efecto que el gobierno, sus voceros y su pesebre, temen de la crisis económica es el, aparentemente, más lógico: que el pueblo soberano, convocado al efecto –lo más tarde posible- dé un mandato a otros gestores (si los encuentra, que esto es otro debate). Y tiene sentido, por supuesto, que unos cuantos no quieran que la montaña de empleos perdidos se corone con los suyos.

Tiene sentido que los políticos se enreden en el juego de regate corto porque, me temo, hay poco de sustancial que anunciar a los españoles. Y hay muy poco, porque poco es lo que se está haciendo de real, de tangible, para que vuelva a haber crecimiento y, por tanto, empleo.

Conviene no llevarse a engaño. En el contexto de una unión monetaria, no siendo posible, por tanto, el recurso habitual a la devaluación, completando otro “ciclo típico” de la economía española, era de prever que nuestro país afrontara un grave ajuste, evidentemente, con variables reales, es decir, con empleo. Sin echar las campanas al vuelo, es decir, sin creer que, en un suspiro, era posible volver al país de jauja, un tanto ficticio, de los años dorados, era posible acortar los padecimientos con una política sensata de reforma del sistema financiero y una contención del déficit público, medidas ambas encaminadas a lograr estabilidad financiera, macro y macroeconómica, y reactivación del crédito.

La economía española sufre males estructurales, que no tendrán remedio en el corto ni en el medio plazo –y cuyo remedio en el largo requiere de la adopción inmediata de medidas muy importantes en los campos educativo, energético, laboral y de las administraciones públicas-, pero también padece un colapso temporal, o no, de sus circuitos básicos de funcionamiento.

No, no es verdad, probablemente, que la reanudación de las operaciones bancarias con normalidad y la superación de los temores con respecto a nuestras finanzas públicas, nos lleven, por sí, a una senda de crecimiento, además virtuoso y, por tanto, cierren este tremendo capítulo. Pero, al menos, creo que lograrían parar la hemorragia. Que no perdamos más puestos de trabajo que los que, por desgracia, hemos de perder. Es magro consuelo, lo sé. Pero no estamos logrando, hoy por hoy, ni merecer ese alivio.

¿Quién les dice esto a los parados?