lunes, 28 de noviembre de 2011

Sin prisa

Son muchas las voces que urgen a Mariano Rajoy a desvelar cuanto antes las claves de su línea política e, incluso, a designar cuanto antes a los ministros que integrarán su gobierno. Hoy mismo, el oráculo del centro izquierda (aquí) le reclama mayor decisión, afeándole su pasada insistencia en pedir elecciones anticipadas. Al diario de marras cabría contestarle que la insistencia de Rajoy en pedir los comicios era contestada con igual contumacia, entre otros, por el propio periódico, con juicios sobre su no necesidad, desde luego. Pero no es solo la presumible voz de la oposición la que clama. También son algunos de los habituales estadistas de salón, muy corrientes en nuestra derecha dizque “moderada”.

Discrepo, la verdad.

Bien está, por supuesto, un traspaso de poderes eficiente y que los representantes del PP empiecen a tomar las riendas cuanto antes. Bien estaría, desde luego, que ya hubiera representantes de los futuros equipos en las delegaciones que habrán de afrontar citas internacionales inmediatas. Pero de eso a montar un estado de excepción constitucional media un rato.

Por supuesto, como han dicho algunos, que un real decreto se puede cambiar con otro real decreto. Y por supuesto, también, que se pueden conjurar los impedimentos de iure con soluciones de facto. Pero convendrá recordar que lo que caracteriza a las repúblicas bananeras, contra lo que el nombre sugiere, no es la benignidad del clima ni la abundancia de frutos tropicales, sino el malbaratamiento constante de los procedimientos legales. En una república bananera no hay ley, porque la ley es siempre mudable en función de urgencias y de conveniencias.
El respeto por los propios procedimientos constitucionales es el equivalente jurídico internacional del vestirse por los pies del común de los mortales. Y estoy convencido de que ese respetar las liturgias y las formas democráticas es valorado y bien valorado por los mercados internacionales. En cerca de cuarenta años de régimen democrático, nuestro país ha respetado las reglas fundamentales que se ha dado a sí mismo. Incluso en circunstancias peores que las actuales. Y eso hemos de llevarlo a gala. No nos engañemos, es lo que nos distingue, en positivo, del resto de nuestros vecinos mediterráneos. ¿Qué otra cosa podemos querer decir cuando afirmamos que “somos un país fiable”?

No sé si para permanecer en el euro habrá que dejar de ser un estado de Derecho pero, si fuere así, al euro le podían ir dando por donde amargan los pepinos. Sin euro se puede vivir, muy malamente, seguro, pero sin estado de Derecho, no. Últimamente, nos sale mucho defensor de la democracia, esa es la verdad. Pues bien, quizá es hora de terminar de entender que la democracia es, esencialmente, formas. Es más, cabe cuestionarse que la democracia sea otra cosa que un procedimiento sustantivizado. La democracia es en sí misma un método.

Si todo va conforme a lo previsto, y no hay ningún motivo para pensar que no vaya a ser así, de las elecciones a la investidura habrá transcurrido menos de un mes. Tiempo razonable para articular un traspaso de poderes ordenado. Y para que se pueda cerrar correctamente el proceso electoral. En el ínterin, hay múltiples cosas que Mariano Rajoy debe llegar a conocer. Cuando se suba a la tribuna para pronunciar su discurso de investidura sabrá mejor, es un suponer, cuáles son las cuentas que le toca administrar y habrá pasado algún otro Consejo Europeo del que podrá salir información relevante. ¿Por qué perder esas bazas? ¿Qué credibilidad hubiera tenido el viernes pasado un ministro de economía insinuado –que no nombrado- el lunes?

El control de los tiempos no es solo la última barrera de nuestra soberanía. Es que, posiblemente, es también la única baza de la que Rajoy dispone. Sería absurdo malgastarla.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Nos hemos quedado sin centro izquierda

Por un momento, antes de iniciarse el recuento, los sondeos “a pie de urna” parecían avalar, siquiera un poco, ese barrunto del sentido común que decía que no podría ser el león tan fiero como lo pintaban, que el margen sería menor de lo que pronosticaban las encuestas de campaña. Ciertamente, los trece puntos de las israelitas no eran como para tirar cohetes, pero no eran tampoco el peor escenario. Lo que vino después demostró ser bastante peor, no porque creciera el voto al PP, que sí estaba, a todas luces, bien estimado, sino porque el PSOE se precipitó a una sima tan honda que solo los más viejos del lugar podían recordar: cifras tachadas, muy ajustadamente de “preconstitucionales”, porque correspondían a las elecciones del 77.

Ya han apuntado algunos analistas que es más ajustado hablar de derrota del PSOE que de victoria del PP. Nuestros socialistas han hecho bueno eso de que las elecciones no las gana la oposición sino que las pierde el gobierno, pero en superlativo. Entendámonos, no hay que quitar mérito a los populares. Parece que los casi once millones de votos cosechados fueran moco de pavo. No lo son, ni mucho menos, y si algo acredita el ciclo que ahora se cierra –el ciclo iniciado tras la desdichada elección de 2004- es la extraordinaria fortaleza del partido conservador español, que ha acreditado un suelo berroqueño y una capacidad de acantonarse en sus feudos que le ha proporcionado una óptima base desde la que cimentar su abrumadora victoria regional, primero, y un gran triunfo nacional después.

Pero los méritos del PP no son, por sí solos, bastantes para explicar la debacle socialista. Es necesario aludir, claro, a los impresionantes deméritos acumulados por el zapaterismo. Por supuesto que existen factores coyunturales –si es que la crisis económica puede ya calificarse de “coyuntural” toda vez que dura ya años-; los mismos que han dado mala vida al resto de gobiernos europeos que tuvieron la desdicha de estar en el sitio más visible en el momento menos oportuno. Es probable, sí, que la rocambolesca convocatoria a cuatro meses vista le haya ahorrado a nuestro inefable leonés, en realidad, una salida a lo Papandreu y, en fin, que, se hubiera puesto como se hubiera puesto, ni él ni ningún candidato designado por él hubiera tenido chance alguna. Pero quiero pensar que la magnitud de la catástrofe va más allá de lo que cabría esperar del natural cabreo del respetable ante las desgracias del día a día. Quiero pensar que los españoles, consciente o inconscientemente, han querido poner en su sitio un experimento frívolo, de enorme coste para la sociedad española –como, por cierto, con exquisita crueldad denuncia hoy El País (aquí)-; castigar una gestión difícilmente defendible y, también, una campaña a base de claves antiguas que, a estas alturas, resultan un verdadero insulto a la inteligencia de los ciudadanos.

El PSOE ha quedado varado en una situación muy difícil. Como decía hace unas pocas semanas Carlos Malo de Molina –que daba por hecha una mayoría absoluta del PP, sin posible vuelta atrás- el problema real no estriba tanto en la derrota de ayer, que es reversible, a buen seguro (lo que no tengo tan claro es qué opinará Malo de Molina, a la vista de la distancia, sobre la probabilidad de reequilibrio en un ciclo normal, de 8-12 años como máximo) como en la pérdida casi absoluta de poder regional y local, con visos de empeorar, ahora que se le ven claramente las orejas al lobo tras Despeñaperros. Es posible que estemos, por tanto, ante un verdadero fin de su ciclo como partido hegemónico en la democracia española. No lo lamento, desde luego. La corrección política impone decir que el PSOE es un partido “necesario” para la vertebración de nuestro espacio de convivencia. No es cierto. Lo que necesitamos, por supuesto, es un gran partido de centro izquierda que dé el relevo al ahora todopoderoso centro derecha. Pero ojalá lleguemos a tener, a no mucho tardar, algo distinto de lo que ha sido el PSOE hasta ayer mismo.

En lo que ha sido, creo, su peor error en todos los sentidos, Zapatero jugó a un juego peligroso: confiarse a una mayor capacidad de pacto (en forma de una relajación de principios) con todo el espectro extra-PP para lograr una mayoría mínima, pero suficiente para impedir la alternancia. Una elevación a nacional de una estrategia ya empleada con relativo éxito en el pasado a nivel municipal y regional, pero que empezó a quebrar en ese mismo nivel. La estrategia, muy arriesgada, ha fracasado en lo que al PSOE respecta, pero sus resultados más desastrosos siguen patentes en forma de encono de la cuestión regional.

Esa, la cuestión regional, es la herencia más envenenada, con mucho, que deja el zapaterismo. No solo no se mitigará con la evolución positiva de la crisis económica sino que, con toda probabilidad, tienda a empeorar. En Cataluña y el País Vasco, el PSOE ha seguido su pauta nacional, con tendencia al hundimiento, agravada con merecimientos locales. El PP no ha sido capaz, sin embargo, pese a su avance en Cataluña, de sustituir a las franquicias del PSOE en cada zona en el bloque constitucionalista, absorbiendo el voto perdido. Las dinámicas políticas son absolutamente diversas, pero la consecuencia práctica es, por supuesto, un reforzamiento en ambos casos de los nacionalismos –distintos también entre sí-, con muy malos augurios en el caso vasco para la estabilidad del actual gobierno regional, y una instalación de ambas comunidades autónomas en una marcada ajenidad respecto a las grandes corrientes políticas nacionales. La conjunción “y” en los latiguillos “Euskadi y España” o “Cataluña y España” empieza a cobrar un valor patente, siendo esa “España” obviamente un todo por parte, es decir, la España que no son esas dos comunidades.

Se ha dicho que el mutismo de Rajoy siembra dudas sobre cómo será el gobierno en esta legislatura. Es posible. Pero es más fácil intuir cómo será el gobierno que cómo será la oposición. No parece sencillo que un PSOE en estado crítico sea capaz de liderarla y, por supuesto, articularla, al menos durante muchos meses. El adversario del PP será un conglomerado difuso de intereses heterogéneos, a través de canales múltiples, parlamentarios o no.

Nos hemos quedado sin centro izquierda. Eso, en sí, no es bueno. No vendrá mal si logramos darnos el que una democracia madura se merece. Algo que no es el PSOE, creo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Eco por Eco mismo

Tengo entre las manos el último libro de Umberto Eco aparecido en España –en Lumen, editorial que, creo, ha publicado toda su obra en nuestro país-. Se llama Confesiones de un Joven Novelista (él es ya muy setentón, pero, al fin y al cabo, su primera novela apareció en 1980, así que, en efecto, lleva relativamente poco en el oficio). Y la lectura me está resultando de lo más agradable, como era de esperar. En esta colección de conferencias, dictadas originalmente en inglés, Eco reflexiona sobre su experiencia como autor de ficción y, a partir de ahí, claro, sobre el proceso creativo en general.

Este libro, junto con las reflexiones sobre el oficio de traductor que nos dejó en Decir Casi lo Mismo (también en Lumen, esta vez procedente del italiano y a cargo de su traductora habitual en los últimos tiempos, Helena Lozano) nos muestra a un tercer Eco o, si se prefiere, ofrece un puente entre el Eco creador de ficciones y el Eco académico. Un Eco cuya obra es el objeto, o el vehículo, de su propia reflexión. Ciertamente, los temas explorados trascienden el marco de la obra propia, pero no deja de ser interesante este metarrelato de sí mismo que ofrece el piamontés.

En las páginas del libro, Eco se nos presenta una vez más como personaje absolutamente poliédrico, con un ámbito de intereses cuya amplitud está fuera de lo común. Ciertamente, como digo, el texto permite establecer un hilo conductor que liga en una totalidad la obra del profesor con la del novelista, ofreciéndonos un cuadro integral. No es posible el uno sin el otro. El Eco de la ficción es tributario de los intereses académicos del Eco científico, y resulta obvio que, metido en novelista, nunca el erudito anda muy lejos.

El gusto por la erudición, es probablemente y a primera vista, el rasgo más sobresaliente de toda la obra “creativa” (inciso: muy interesante la reflexión sobre la oposición entre escritores “creativos” y “no creativos” con la que Eco abre plaza en su nuevo librito) del alejandrino. Carga erudita que, en honor a la verdad y salvo en ese extraordinario ejercicio de estilo –en el mejor sentido- que es El Nombre de la Rosa, tiende a abrumar al lector medio, incluso tratándose de un lector culto. En Confesiones de un Joven Novelista Eco nos explica un poco el porqué. En suma, los mundos posibles que el escritor nos ofrece en sus libros de ficción no dejan de ser mundos imbricados con su complejo mundo real. Y el mundo real de Eco, hay que reconocerlo, difícilmente podría estar más alejado de lo convencional.

Semiólogo de profesión, medievalista de vocación y coleccionista de libros antiguos y raros de pasión, parece claro que D. Umberto dedica las más de sus horas a asuntos que pasan perfectamente inadvertidos al común de los mortales. Quizá es eso lo que, personalmente, hace que me resulte tan grato leerle. Los libros de Eco nos permiten, a los profanos, asomarnos aunque sea de modo tangencial a materias de interés sobresaliente, a las que solo accederíamos, supongo, mediante el oportuno esfuerzo formativo, que no suele estar a nuestro alcance.

¿Por qué nos emociona la muerte de Ana Karenina y somos indiferentes, a menudo, a los padecimientos de seres de carne y hueso? ¿Qué significa exactamente decir que “Don Quijote murió en su cama” es “verdad”? ¿Es verdad en el mismo sentido que “Napoleón estuvo en la isla de Elba”? En suma, ¿en qué sentido “existen” los entes de ficción? He aquí solo uno de los temas que Eco nos propone –por cierto, quien crea que los “entes de ficción” son propios en exclusiva del dominio de la expresión artística, que reflexione un rato sobre qué tipo de cosa es el “número diecisiete”, por ejemplo-. Y, como mínimo, nos ofrece un excelente divertimento intelectual.

Soy de la opinión de que, del mismo modo que nadie parece discutir que son obligados paréntesis en nuestra vida sedentaria para entregarnos al ejercicio físico, nadie debería discutir tampoco que resultan muy convenientes las excursiones por campos de intereses intelectuales ajenos a los que, habitualmente, nos ocupen, sean estos los que sean. Al menos en ciertos casos, creo que es casi un imperativo de la buena salud mental.

Eco y otros como él nos abren cauces asequibles para ello. Aunque sea a costa de privar de encanto a las futuras investigaciones de sus propios críticos y comentaristas.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Tecnócratas

La encomienda a Mario Monti, en Italia, y a Lucas Papademos, en Grecia, de la tarea de conducir temporalmente los ejecutivos de sus respectivos países, en virtud de acuerdos excepcionales de los parlamentos nacionales ha sido saludada por los mercados, parece, pero también ha recibido ciertas críticas. Por una parte, se recupera para ellos el calificativo de “tecnócratas”. Y algunos medios, nacionales (El País, hoy mismo, en un editorial titulado “riesgos tecnocráticos”) y extranjeros (creo que el Financial Times) expresan reservas frente a este tipo de figuras. Por último, el propio Mariano Rajoy ha dicho, al parecer, que él prefiere, mejor, gobiernos “elegidos en las urnas”.

Dos son las cuestiones que, por lo que veo, suscitan estas soluciones de urgencia en forma de gobiernos anómalos dirigidos por personas “prestigiosas” –políticamente neutras y por eso mismo aceptables para todos los partidos en liza-: las que podríamos denominar “de legitimidad” y las de conveniencia. Creo que, en particular, al Financial Times le preocupaba más esto último.

Comenzando por lo primero, no creo que ni el señor Monti ni el señor Papademos puedan ser tachados de “ilegítimos”. No cabe duda de que su elección (o designación) trae causa de requerimientos externos y se produce en circunstancias particulares, pero nadie más que los representantes de sus respectivos pueblos los ha designado. No son dictadores a la romana, sino primeros ministros elegidos por las cámaras, que solo se diferencian de otros cualesquiera en que no son, al tiempo, los jefes parlamentarios de las mayorías de turno.

Grecia e Italia, conviene no olvidarlo, son, al igual que España –en versión republicana las primeras y versión monárquica la última- regímenes democráticos parlamentarios. A buen seguro, el Sr. Rajoy no ignora que ningún gobierno español de ningún nivel (como ningún gobierno italiano, griego, portugués, alemán, sueco, polaco…) sale de ninguna urna. Lo que sale de las urnas son, en todos los casos, miembros de los parlamentos. Son esos miembros de los parlamentos los que, después, elegirán a la persona o personas que hayan de ejercer los poderes ejecutivos. En España, como en muchos otros sitios, una persona será designada por el Congreso para dirigir el órgano ejecutivo principal, el Gobierno de la Nación –que, por cierto, será libre para conformar a su gusto-. Esa persona debe hacerse con una mayoría de votos, lo que, por lógica, hace que tenga más papeles el líder político del partido que obtiene más escaños.

Es verdad que, en el caso español, el sistema ha devenido un tanto ajeno a sus reglas teóricas. Los ciudadanos saben, de antemano, qué persona será designada por cada partido si llega el caso –y así ha hecho fortuna entre nosotros la figura del “candidato”- y, por tanto, de una manera mediata, al depositar su voto a favor del partido de turno, pretenden estar votando a fulano de tal, pese a que, muy a menudo, ello es incluso imposible, porque fulano de tal puede ser candidato por una circunscripción diferente a la suya (en nuestro caso, solo los madrileños pueden, en sentido estricto, votar las listas en las que figuran Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy). El sistema parece comportarse, por tanto, como presidencialista de facto.

Pero esta regla general conoce muchos contraejemplos en la propia España y, desde luego, nunca ha sido la regla en Italia, pongamos por caso, donde los electores han votado durante muchos años en la plena conciencia de que el presidente del consejo saldría después de acuerdos entre partidos absolutamente imprevisibles –bueno, en realidad, previsibles: lo que no parecía haber modo de evitar, se votara lo que se votara era que siempre surgieran los mismos ministros-. A título de ejemplo, el presidente Suárez presentó su dimisión en su día, siendo sustituido por una persona, el Sr. Calvo Sotelo, que no se postuló como “candidato” y, hoy mismo, si no me equivoco, preside la Generalitat Valenciana alguien que ha ganado la confianza de las Cortes regionales sin que, entiendo, los valencianos lo tuvieran como probable al votar el 22 de mayo pasado.

Lo que distingue a Papademos y Monti de los demás primeros ministros no es, por tanto, su legitimidad, que es plena en tanto venga respaldada por los oportunos refrendos constitucionales –es más, por sus especialísimas circunstancias, son “ultralegítimos” en cuanto los apoyan las cámaras en su práctica integridad- sino la anomalía que, en sí, deben ser los gobiernos de unidad nacional. Quizá a Rajoy se le hubiera entendido mejor si, cuando se refirió a gobiernos “salidos de las urnas” se hubiera referido a gobiernos “de alternancia”, es decir, gobiernos surgidos no de una mayoría ocasional sino de una mayoría natural.

Un gobierno de unidad nacional es, ciertamente, una anomalía, porque lo normal en democracia es la dialéctica mayoría-minoría o gobierno-oposición. Tan de esencia es este leal enfrentamiento que la mayor parte de los dictadores que en el mundo han sido han tendido a la formación de partidos únicos para evitar las inconvenientes “querellas entre partidos” que son… la médula de la democracia, claro. Pero existen circunstancias que pueden requerir, de modo continuo o puntual, suspensiones de esa regla general. Hay países muy proclives a ello, como puede ser la propia Alemania, a través de la figura de la Grossekoalition, cuya última edición se conoció, por cierto, hace apenas una legislatura y que se formó para afrontar una situación económica que, percibida como grave, poco tenía que ver con la española de hoy, y no digamos con la griega. Entre nosotros, tampoco son extrañas las llamadas a los “consensos” e incluso la conciencia de que deben existir áreas vedadas al enfrentamiento entre partidos o en las que estos enfrentamientos no pueden incidir en cuestiones básicas –idea, por cierto, que parece muy querida de los españoles, que sistemáticamente dicen añorar el “espíritu de consenso” de la transición y otros episodios de concordia nacional (siempre breves en un país tan cainita como el nuestro por cierto).

Hay, por tanto, razones sobradas, en Italia y en Grecia, para optar por la figura.

¿Es buena solución? Tanto el Financial Times como El País parecen coincidir en una cuestión: la monumental crisis que arrostran las dos democracias mediterráneas no es un problema meramente “técnico”. Requiere liderazgo político y en grandes dosis. Y yo les doy la razón. Por supuesto, nada impide pensar que Papademos o Monti vayan a revelarse como grandes líderes políticos, pero no nos engañemos, no es lo que se espera de ellos, ni lo que se les presume. Están ahí como ejecutores de planes, para lo que se les ha dotado de la superlegitimidad que comentaba, en el sobreentendido de que deberán, después, dejar paso a políticos de verdad (al efecto, al menos en Grecia, ya se barruntan nuevas elecciones).

En el caso griego, lamentablemente, parece que lo que se tiene es lo único que se ha podido alcanzar. La altura de miras de los partidos políticos no ha dado de sí suficiente para establecer, de veras, una gran coalición a la alemana, es decir, un gobierno sin más fecha de caducidad que la de la legislatura, con las manos libres. Se trata de una solución de mínimos con lo que, sí, el primer ministro se asemejará más a un interventor judicial que a un líder.

Hacen falta líderes políticos, sí. Pero la experiencia reciente muestra que, desde luego, sus fábricas naturales –los partidos políticos- andan algo cortas de existencias. Los tecnócratas, en algunos sitios, parten con la ventaja de las bajas expectativas y de que no es fácil hacerlo peor. Al fin y al cabo, empieza a cundir la especie de que no es tanto que un "tecnócrata" sea un técnico de perfil político bajo como que un "político de verdad" es, más bien, alguien que vive de la cosa pública sin que se le conozcan ni se le requieran mayores conocimientos de casi nada.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Medidas

La nueva coyuntura recesiva que vive Europa ha dado nuevos bríos a los abogados del keynesianismo –supongo que, si hay otra vida, Keynes se encargará de pedirnos cuentas (o los réditos de la patente, al menos) a todos los que usamos su nombre en vano- del estímulo fiscal o del gasto tout court. El ajuste fiscal que están llevando a cabo las economías europeas, unas con más éxito que otras, estaría provocando una fuerte contracción de demanda y, en fin, profundizando en la crisis económica. Como casi nadie tiene los redaños de salir a la palestra a decir que está contra la estabilidad presupuestaria así, sin anestesia, de momento, la cosa se reduce a abogar por una posposición de los ajustes presupuestarios, hasta que vengan tiempos mejores. Frente a estos, los propugnadores de la ortodoxia aducen que de poco sirve reincidir en errores del pasado: por más que puedan producir espejismos de corto vuelo, los programas de gasto –financiado con deuda- no son una solución, entre otras cosas porque provocan un importante efecto expulsión, de modo que el supuesto efecto expansivo puede quedar en buena medida compensado por una contracción de la demanda privada.

Personalmente, estoy más cerca de los segundos, desde luego. Aunque solo sea por la palmaria evidencia que nos proporciona el fracaso del reciente experimento de expansión de gasto aplicado por el gobierno Zapatero en 2008 y 2009. Se me dirá, no sin razón, que el cómo se gasta es también relevante, y que aquellos dineros –cifrados en algunos miles de millones- bien podían haber ido mejor dirigidos. Pero no sé si quedan ganas de repetir la experiencia; a buen seguro lo que no queda es margen.

Al caso, la cuestión se está convirtiendo, en la campaña electoral, en el eje sobre el que el candidato socialista, así le pese a la ministra de economía, pretende hacer girar su propuesta diferencial. En síntesis, lo que Rubalcaba parece querer trasladar a los votantes es la idea de que, mientras que Rajoy acometerá de inmediato un programa de fuertes recortes –lo reconozca o no- él procurará renegociar la senda de reducción del déficit pactada con nuestros socios europeos. Hay quien dice, también, que el propio Rajoy, lo quiera o no, -de nuevo, lo reconozca o no- deberá pasar por el mismo trámite, porque, dicen, cumplir con lo acordado es un imposible, o solo es posible a un coste social inasumible.

A mi juicio, el ciudadano iría mejor servido si se presentara la política económica de un modo más integral, si los partidos fueran capaces de exponer sus respectivas estrategias, si es que las tienen –y quieren exponerlas, claro, lo que implica tratar al votante potencial como ser pensante-, como todos coherentes. Y sería interesante distinguir aquello que tiene efectos inmediatos de lo que no lo tiene. Aquello que sirve para crear empleo a corto plazo y aquello que no, en suma. Quizá habría que empezar por definir qué es “salir de la crisis”. Porque una cosa es cumplir un objetivo mínimo de parar la sangría que estamos viviendo y otra bien diferente encauzar al país por una senda de crecimiento sostenido que sirva para ir deglutiendo la descomunal bolsa de recursos excedentarios –básicamente laborales- que hemos acumulado.

Como ocurre también en las crisis empresariales, me temo que hay que distinguir las “medidas de estabilización” de las “medidas de recuperación” propiamente dichas. Por medidas de estabilización entiendo las necesarias para sacar la economía del colapso en el que se encuentra –sí, “colapso” en cuanto que no funciona, está dañada en sus circuitos básicos-. Eso es una condición necesaria para todo lo demás, y en ese terreno descuella una medida, casi única: la recuperación del crédito y la normalización, siquiera aproximada, del funcionamiento del circuito financiero. Todo el mundo parece convenir en que eso es lo más urgente. En términos prácticos, lo dicho equivale a realizar el saneamiento del sector financiero que lleva pendiente cuatro años (sumar entidades no equivale a sanearlas, o no necesariamente y desde luego no parece que sea eso lo que se ha hecho en España) y eso puede exigir nuevos recursos públicos. Si esos recursos públicos han de emplearse con ese fin, será necesario añadir nuevos ajustes compensatorios en el terreno presupuestario.

Pero lo anterior es condición necesaria, no suficiente. Claro que la existencia de crédito puede contribuir a dinamizar la economía pero, salvo que queramos reeditar el enésimo episodio de expansión financiero-inmobiliaria –y ya sabemos cómo terminan- no parece fundamento por sí solo para un ciclo expansivo de largo plazo. Es necesario, por tanto, abordar las tantas veces invocadas “reformas estructurales”, las reformas del lado de la oferta. Ya están enunciadas: educación, mercado laboral, reestructuración del sistema político-administrativo. Sí, es verdad que se ha oído tantas veces que la cosa ya parece gastada antes de empezar. Como la consabida mención a la innovación y desarrollo o a la “sociedad del conocimiento” que no puede dejar de aparecer en ningún discurso que se precie. Nadie sabe en qué consisten con exactitud. Criticar es, por supuesto, fácil, quejarse también lo es. Hacer un análisis serio –lo reducido a frases hechas ni a suposiciones incomprobadas- de qué es disfuncional en nuestras estructuras básicas ya no lo es tanto, y tampoco es sencillo proponer mejoras efectivas. Convendrá pensar antes, pero habrá que actuar.

En todo caso, soy de los que piensan que la reforma estructural más necesaria es, quizá, una de las más difíciles y, paradójicamente, quizá la más barata, si pensamos en términos de recursos monetarios: la reforma de los valores, la reforma cultural y de mentalidades.

España no podrá dar el salto para convertirse en el país de referencia en el sur de Europa –que es el premio que nos espera si sabemos hacer las cosas bien- ni cambiará efectivamente su modelo económico si los españoles no cambian elementos esenciales en su mentalidad. Si no ponemos fin a la era, breve pero intensa, del ciudadano-cliente para entrar en la del ciudadano a secas. Si no empezamos de una vez a entender que no existe ningún “estado” distinto de nosotros mismos, que nadie nos da nada sino nuestros conciudadanos, que debemos honrar e imitar a quien tiene éxito por vías legítimas y que es legítimo el éxito cuando procede del esfuerzo, del trabajo y del mérito. Si no entendemos que jamás seremos respetados por unos políticos que saben a cierta ciencia que pueden ganarnos explotando nuestras bajezas, apelando a la envidia, al gusto por la mediocridad y a la irresponsabilidad. Si no entendemos que nuestros partidos políticos, nuestra clase política en general, es nuestro trasunto, el precipitado de nuestras miserias, y que no podemos esperar nada que no nos reclamemos a nosotros mismos en nuestro día a día.

España no dará jamás ese salto hasta que, de nuevo, las palabras vuelvan a tener, entre nosotros, significado. Hasta que no seamos capaces de reconciliarnos con la verdad. Hasta que no entendamos que una estupidez es una estupidez, la diga quien la diga, por lo mismo que algo sensato es sensato con independencia de quién lo proponga.

No es retórica. Creo que es lo más importante de todo. Las medidas tienen ciclos diferentes y efectos diversos. Pero todas tienen un punto en común, incluida la última: se puede empezar mañana.

martes, 8 de noviembre de 2011

El debate

La verdad, el debate me gustó. Es cierto, como dicen algunos medios, que las rigideces con que los equipos de los candidatos encorsetan el formato, descafeína la discusión hasta el punto de que, en puridad, no parece que pueda hablarse de un genuino “debate” pero, dentro de esas pautas, me pareció que la cosa anduvo más fluida que otras veces.

Coincido con lo que parecen ser el análisis y el veredicto de la mayoría: probablemente, Rajoy ganó y, como envés de sus propias armas retóricas, Rubalcaba no tuvo más remedio que dejarle “en presidente”, y esa fue su tragedia. Como peaje a lo que, quizá, era la única estrategia posible, hubo de situarse a sí mismo en posición de challenger, se autoimpuso el rol de aspirante. Seguro que no le quedaba otra.

Tanto en contenido como en formas, ambos fueron extremadamente fieles a sí mismos y, me imagino, a las líneas marcadas por sus estrategas de campaña. Sus respectivos estilos retóricos resultaron perfectamente reconocibles y, en efecto, el uno intentó explotar en lo que pudo las dos ideas-fuerza de su discurso, que a fin de cuentas son la misma: el miedo a la Derecha y la denuncia del programa oculto. El otro, por el contrario, reservón, sabedor de que le basta aguantar el balón y que pasen los minutos – táctica, por cierto, que ha traído importantes disgustos al PP en el pasado, pero que esta vez parece prescrita por la tremenda distancia que, según los arúspices, separa a ambos candidatos.

Ya digo que convengo con la mayoría en que ganó Rajoy, aunque solo sea porque ganó en el capítulo económico y, si algo ha quedado claro, es que el capítulo económico lo es todo en esta campaña. Pero me pareció más interesante, como observador, la posición de Rubalcaba.

El candidato socialista lo tenía muy difícil porque, pese a sus innegables facultades argumentales, carece de un material mínimamente presentable. Como digo, el peso específico del capítulo económico es tan abrumador que empequeñece todos los apartados en los que el zapaterismo puede presentar una hoja de servicios aseada –aunque también puede afirmarse que, precisamente por la atención que concita lo económico, no hubo tiempo para entrar a hablar de algunos aspectos en los que el zapaterismo ha sido una plaga bíblica-, y así al candidato no le queda más salida que la de repudiar la herencia y hacer fintas para eludir la evidencia de que, para más inri, se hereda a sí mismo, puesto que su desmedida proyección como miembro de los gabinetes de Rodríguez lo elevan casi a responsable ex aequo con su jefe.

Así las cosas, como un boxeador con poca pegada –los símiles boxísticos son muy tópicos cuando se habla de estas cosas, pero vienen al pelo-, no le quedó a Rubalcaba sino danzar y danzar en torno a su adversario, con ánimo de marearlo. Y eso hizo, creo, y con decente resultado si consideramos que no salió noqueado.

Su drama, ya digo, es que su opción táctica llevaba implícita la aceptación de la desventaja estratégica. Es cierto que su equipo, aprovechando el receso, debió aconsejarle más disimulo y por ello, en el segundo bloque –que se le dio mejor por todos los conceptos- al menos, relajó los tiempos verbales y, cuando menos, hizo más uso del condicional. Manejó en un par de ocasiones, siquiera como hipótesis, de que, tras el 20N, pueda ser él quien esté en el banco azul. Pero incluso entonces el gesto le traicionaba.

Enfrente, ya digo, un Rajoy que no tenía nada que ganar. Y que, ciertamente, no perdió nada.

Y, por cierto, sorprende la unanimidad en las valoraciones… virtualmente coincidente con la práctica unanimidad en torno a lo que ya parece pensar hasta Rubalcaba.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Cuentos griegos

He de reconocer que el referéndum es una institución política que me parece cada día más sospechosa. Soy de la opinión de que los poderes delegados, y los poderes de los responsables políticos lo son, son para ejercerlos. Por tanto, el pueblo debería ser consultado solo en aquellas ocasiones en las que resulta verdaderamente necesario, esto es, en aquellas ocasiones en las que se vaya a alterar las reglas del juego o se pretenda disponer de bienes públicos, en sentido amplio, que no estén al alcance de un gestor ordinario . Cuando se vuelve al constituyente para dirimir cuestiones que correspondería tratar a los poderes constituidos suele haber detrás una abdicación de responsabilidad, una búsqueda de coartadas. Ya nos enseñó Constant que la “libertad de los modernos”, por oposición a la “libertad de los antiguos” consistía en la libertad del ciudadano de ocuparse o no de las cuestiones públicas, salvo en aquellos casos en los que ello resulta imprescindible. El retorno de esos deberes que consideramos rectamente cedidos a quienes, también en uso de su libertad, proclaman su interés y gusto en hacerse cargo de ellos supone, por tanto, una violación de nuestra propia libertad. La famosa “búsqueda de legitimidad” que suelen argüir los políticos que apelan al respaldo popular tiene otros canales, en buena medida más arriesgados para ellos: las mociones de confianza o, en última instancia, las convocatorias electorales.

Dicho eso, la propuesta de Yorgos Papandreu de someter a referéndum el ya famoso plan de rescate de Grecia –que, por cierto, me gustaría conocer algún día en detalle, si es que existe algún documento terminado que lo exponga-, extemporánea e imprudente, quizá, no me hubiera parecido del todo indecente. Es cierto que los cálculos económicos implicados por las diferentes alternativas revisten un aire técnico que, a primera vista, los erige en la materia menos apropiada para someterla al juicio del pueblo lego, pero no creo que, recta y lealmente formulada, la pregunta hubiera sido incomprensible y, desde luego, resulta menos técnica de lo que parece. La pregunta, que supongo que jamás hubiera sido formulada así hubiera debido ser, quizá: "¿desea usted que Grecia se suma sola, en un acto de soberanía plena, en un abismo insondable o, previa cesión a terceros de buena parte de esa soberanía, prefiere ahogarse solo a medias, en la expectativa de poder aguantar la respiración?"

Caben formulaciones alternativas más o menos elegantes, desde luego, pero no creo que el fondo de la cuestión sea muy diferente. Supongo, eso dicen los expertos al menos –cuya acreditada trayectoria no deja lugar a dudas-, que la respuesta correcta es que es mejor ser buen chico, aceptar el oprobio de la condonación parcial –más liviano que el de la quita forzosa total- y asumir los draconianos (nunca mejor dicho) planes de austeridad que se requieran para atender a la parte no condonada de las deudas. Eso sí, recibiendo los magros ingresos de uno en robustos euros que son al tiempo moneda y timbre de orgullo y no en lánguidas y vergonzantes dracmas. Me concederán que el panorama, como mínimo, es para que el resultado fuera incierto.

Al caso, de esto, como decía nuestro clásico, no hubo nada. O eso parece. Papandreu se la envaina y hará lo que sea menester para recibir el óbolo de Merkel y sus socios (casualmente, un "óbolo" era un centésimo de dracma, creo). La vertiginosa semana deja, eso sí, importantes resultados en clave interna. Quizá eso era lo que buscaba el político griego. Si, como se barrunta, hay gobierno de concentración, paliará un poco su terrible soledad y arrastrará a su oposición a un compromiso del que, hasta ahora, huye. Hay quien también ha dicho que, simplemente, lo que le ocurre a Papandreu es que no aguanta. Y es comprensible. No debe ser nada fácil levantarse todos los días en el ojo del huracán, de cumbre europea en cumbre europea y de huelga general en huelga general. De hecho, lo que no sé es cómo le siguen quedando ganas de seguir. Aunque la idea de las elecciones anticipadas con perspectiva de perderlas es anatema para un político normalmente constituido, imagino que debe ser tentadora la perspectiva de endosarle ciertos muertos a quien insistentemente te lo reclama… Máxime cuando te lo reclaman desde un partido político que, hace apenas dos años, sostenía a un gobierno bajo cuya égida se construyo la catarata de mentiras que permitió la entrada de Grecia en el euro. Le llaman cobarde. Pero ser cobarde también es humano.

Y es que, si me cuesta entender en qué consiste el plan de rescate de Grecia, menos aún consigo comprender cómo es posible que Grecia haya llegado donde está. Pero, sobre todo, lo que me deja perplejo es por qué a nadie parece interesarle.