domingo, 26 de junio de 2011

LECTURAS DE CORPUS: BÉLGICA Y CATALUÑA

Este fin de semana largo del Corpus me ha dado para un par de lecturas interesantes. La primera de ellas, titulada “Belgistán” se debe a Jacobo de Regoyos, corresponsal de Onda Cero en Bélgica. Se trata de un retrato muy ilustrativo para saber qué está pasando en ese paisito tan curioso que hace de puente, o de tapón, según se mire, entre la Europa latina y la germánica. Y lo que está pasando pone los pelos de punta, porque el “paisito curioso” es un estado fundador de la Unión Europea, sede de sus principales instituciones y su implosión puede tener unas consecuencias nefastas para el conjunto. Personalmente al menos, no conozco precedentes para lo que Regoyos describe con mucho acierto. Hay precedentes de estados fracturados por procesos secesionistas violentos y de divorcios de terciopelo. También los hay de voladuras organizadas de estados. Pero lo que hasta ahora no se había ensayado es la disolución (en el más puro reflejo del proceso químico) de un estado. Su reducción a la más absoluta irrelevancia. Esa es, parece, la táctica de los inteligentes líderes del nacionalismo flamenco: no tienen interés en declararse independientes de Bélgica, simplemente, quieren que el término “Bélgica” termine por no significar nada, o casi nada.

El ojo extranjero rara vez se posa en el laberinto belga, y la verdad es que, del delirante proceso que se vive en aquel país solo suelen trascender los aspectos más extravagantes. Es de agradecer, por tanto, el trabajo que Regoyos se toma en explicar un poco más aquello. Porque las cosas que suceden, a ratos, son muy extravagantes, sí, pero tienen poco de cómicas, especialmente cuando se pone en evidencia cómo el nacionalismo, incluso el no violento, parece tener una tendencia patológica a entrar en conflicto con los más elementales derechos, siempre que esos derechos sean de “los otros”. Muy interesante, especialmente, la observación del corresponsal sobre otro endemismo belga llamativo: el grupo que muestra más interés en acabar con el estado –o en transformarlo en el trasunto de aquel increíble hombre menguante– es, cosa rara, el grupo que controla ese mismo estado. Los flamencos no solo son el 60 % de la población de Bélgica, sino que controlan efectivamente la gran mayoría de los resortes de poder en ese país. A título de ejemplo, hasta que los belgas decidieron, parece, que tener un primer ministro era un lujo inútil, todos los primeros ministros desde principios de los setenta habían sido… flamencos, naturalmente. Es verdad que los flamencos fueron, en su día, la nacionalidad preterida, los perdedores y los abusados, y sobre esa herida se construyó la épica del nacionalismo contemporáneo en Flandes. Regoyos subraya cómo parece no importar si la herida está, o no, restañada. Es indeleble. La mentalidad del agravio permanente no permite otra cosa. Es, añado yo, lo normal por habitual. No sé si hacen falta más pruebas de que el nacionalismo, como ideología, a veces parece habitar en regiones del alma solo ocasionalmente visitadas por la razón.

Y, ya que de nacionalismo íbamos, la segunda lectura resulta más cercana (aviso que Regoyos ve muy distintos el caso belga y el español, o el caso belga y casi cualquier otro). “¿Aún podemos entendernos?” es el título de un libro que recoge conversaciones entre Felipe González y Miquel Roca, auxiliados en la tarea por Lluís Bassets. Ni los contertulios ni el facilitador necesitan mucha presentación, desde luego. El libro lleva el sugerente subtítulo de “conversaciones sobre el encaje de Cataluña en España”. Y es que, aunque González y Roca terminan hablando de muchas cosas, la “cuestión catalana” es el leit motiv del diálogo y su tema central.

Ninguno de los dos personajes puede ya sorprender a casi nadie –Bassets tampoco, creo- y muchas de las cosas que dicen uno y otro revelan mucha sensatez, experiencia y buen sentido. A veces, hasta autocrítica, sobre todo por parte de un González ya sublimado en su nuevo rol de “hombre sabio” a escala europea y consultor en los más variados temas, esto a escala mundial. Pero he de reconocer que, en su forma de afrontar la cuestión central, Cataluña y su encaje en España (recurrente, cómo no, el recurso a la muletilla “Cataluña y España” que, en sí, ya es toda una petición de principio) resultan decepcionantes por previsibles, por políticamente correctos.

Constatada la realidad de la desafección mutua, probablemente innegable por cualquiera con un mínimo de honestidad intelectual, la conclusión parece obvia: todo es atribuible, cómo no, a ese epítome del mal absoluto que es, que fue, el aznarismo, a ese PP torticero y manipulador y, más aún, a esa caverna mediática que genera una opinión publicada permanentemente hostil. Nada han hecho mal, por supuesto, el socialismo gobernante en España durante veintitantos de los menos de cuarenta años de democracia y los treinta y pocos de constitucionalismo del 78. Menos aún el catalanismo político, inherentemente virtuoso. Todo el daño a los consensos viene siempre de una parte, que se empeña contumazmente en desconocer la realidad plural de nuestro país y, por extensión, los derechos, hay que entender que preconstitucionales –prepolíticos, diría yo- de las nacionalidades que lo integran.

No parece haber mucho lugar al diálogo cuando se niega, por sistema y ab initio, cualquier legitimidad al discrepante. Tan es así que llega a sorprender que pueda hablarse de “cuestión catalana” en absoluto. Si cualquier disenso sobre la materia expulsa a quien lo expone a las cavernas mesetarias –donde habita el fantasma de esa España oscura de la que jamás formaron parte los elementos virtuosos de la nación- o, peor aún, lo degrada a nivel de tertuliano de TDT, ¿dónde está el debate? Habrá que entender que Bassets propuso a sus autores un libro para constatar lo mal que va todo, pero no sé a qué el título de “¿Aún podemos entendernos?”, puesto que no parece haber nadie con quien entenderse: el mundo se reduce a los que se entienden a las mil maravillas y aquellos con los que no será posible entenderse nunca.

Personalmente, diré que sí creo que hay “cuestión catalana” o, si se prefiere, dándole la vuelta, sí creo que hay “cuestión nacional” –porque el pluralismo, señores míos, es un hecho, la cuestión es qué cauce político se le da-, lo que implica que pueden existir puntos de vista diversos; sí creo que “aún podemos entendernos” y, me temo, lamentablemente, que cada vez veo más difícil que lleguemos a hacerlo. Desarrollaré brevemente los tres puntos.

El primero es una obviedad. España es una nación plural. En realidad, como todas o casi todas, pero en esta la pluralidad tiene un valor político y en otras no. Esto es una realidad tan tangible como aquello que nos enseñaban en el colegio, cuando en los colegios enseñaban algo, de que los ríos aquí no son navegables, salvo el Guadalquivir hasta Sevilla, y en otros sitios sí. Mala suerte (lo de los ríos, digo). Claro que hay, por tanto, “cuestión nacional” y, más específicamente “cuestión catalana”. Es más, si no me equivoco, esta y no otra será la gran cuestión sobre la que girará la política española de los próximos años. También es cierto que existen, o existían, unas bases mínimas consensuadas para la gestión del tema, a través del estado de las autonomías. Cosa que ni estaba en el testamento de adán ni convierte en excentricidades o demencias las posibles alternativas. Simplemente, esta base tenía la enorme virtud de ser generalmente aceptada, al menos hasta que alguien decidió hacerla explotar.

“¿Aún podemos entendernos?” Lo primero que habría que preguntarse es qué queremos decir con eso. La pregunta tiene sentido, claro está, si se parte de que la base consensuada ha dejado de serlo, en todo o en parte. Si hemos de volver a entendernos es porque hemos dejado de hacerlo. Y en esto parece haber, también, cierto acuerdo. Habría que saber por qué, pero esto forma parte del tercer punto (perdón por el salto). Podremos, o podríamos entendernos, si fuéramos capaces de encontrar una fórmula para dar cauce a las legítimas aspiraciones de autogobierno de Cataluña, o de otras zonas del país, manteniendo, al tiempo, un estado viable. Por “estado viable” hay que entender dos cosas, a mi juicio: un estado financieramente viable, es decir, con capacidad para seguir operando como tal y con competencias que justifiquen su existencia -incluyendo, por supuesto, la garantía de los mismos derechos a todos los ciudadanos, es decir, un mínimo de solidaridad intersubjetiva, que no necesaria o predominantemente interterritorial- (no una confederación a la belga) y un estado aceptado, entendiendo por tal que genere un cierto sentimiento de pertenencia en todos sus habitantes; y no me refiero a “sentimiento nacional”, que esto es cosa de cada cual, personal, intransferible e independiente de declaraciones jurídicas –habrá quienes reconozcan a ese estado, además, como su única patria, otros que tendrán sentimientos divididos y, en fin, quienes solo vean en ese estado una organización jurídico-política sin elementos afectivos- sino a una adhesión racional que se traduzca en una lealtad personal e institucional, es decir, un estado percibido como valioso, por útil, por todos los que estén sujetos a su soberanía y, por tanto, que merezca ser mantenido.

Pues bien, no parece haber razón alguna por la que esto sea imposible. Aunque solo sea por el inmenso patrimonio histórico y sociológico compartido entre los catalanes y el resto de los españoles. Claro que “podemos entendernos”. Es más, sería muy conveniente que lo hiciéramos.

Y llegamos al final. Convengamos en que es posible. ¿Es probable? Cada vez menos. Y no, creo, por los puros intereses electorales del Partido Popular ni porque la derecha retrógrada y castellanocéntrica esté rearmándose, como parecen sugerir González y Roca (espoleados por Bassets). No, o no solo. Si hemos llegado a un nivel de desafección importante es porque tanto los dos partidos nacionales como el catalanismo político han usado a Cataluña como un arma arrojadiza, con daños no solo para la propia Cataluña, sino sobre todo para la estabilidad del conjunto del estado y, muy en particular, para algunas de sus instituciones (y, añado yo, con grave daño para España como proyecto nacional). Pero no es esto lo más grave. Lo peor, y en esto he de convenir con González y Roca, es que ambas opiniones públicas –permítaseme hablar de “catalana” y “no catalana”, en lugar de “catalana” y “española”- están de espaldas y afectadas por un enorme cansancio, no exento de desconfianza. Y esto es resultado, seguro, de manejos políticos conyunturales o de corto vuelo. Pero también la irresponsabilidad que ha supuesto agigantar, como planteamiento estructural, unas diferencias que son nimias puestas en contexto, la insuficiencia de un diálogo fluido Madrid-Barcelona, la falta de una historia consensuada y compartida, española y europea y la estanqueidad de esferas culturales. Y en esto, me temo que, teniendo los partidos nacionales, especialmente el PSOE, una grave responsabilidad, la palma se la llevan los sucesivos gobiernos catalanes y su labor de construcción nacional.

Roca y González dialogan, y lo hacen desde una experiencia compartida como dos importantísimos políticos españoles. Miquel Roca, en particular, representa a las mil maravillas el paradigma de la "doble identidad". Pero parece no darse cuenta de que esa doble identidad, merced, entre otras cosas, a las políticas educativas, está desapareciendo. En los territorios de la Corona de Aragón medieval todos sabían que un castellano era un no nacional, pero tampoco era un extranjero, y lo mismo sucedía al contrario. Gracias al discurso del “Cataluña y España”, la sutil (¿sutil?) diferencia se va borrando. Los catalanes se quejan, con razón, de que el mundo castellano es insensible a la diferencia, es decir que es, a su vez, incapaz de trazar esa línea sutil y, por tanto, de reconocer ese espacio cultural intermedio entre la no nacionalidad y la extranjería. Pero el exacerbo de la diferencia no solo no ayuda sino que, al contrario, resulta en la más grosera de las simplificaciones.

González y Roca deberían entender que este no es su tiempo. Es el tiempo de Zapatero y el tiempo de los ecos de la Logse. Y ellos tienen alguna responsabilidad en esto. Por eso soy pesimista.

domingo, 19 de junio de 2011

Y más sobre los indignados

El presidente del Gobierno dice no estar preocupado por la deriva que han tomado las secuelas del ya famoso movimiento del “15M”. Ya sabemos, en fin, que el presidente del Gobierno y su sentido de la realidad son, por utilizar un término suave, particulares. En el resto del mundo, el que sí está preocupado, porque es, objetivamente, muy preocupante que en una democracia avanzada se vivan episodios como los que hemos atravesado, parece dividirse entre los que condenan sin paliativos al movimiento –no sin algún “ya lo decía yo” muy oportuno- y los que, mediando la oportuna crítica de la violencia, achacada a una minoría, siguen mostrando cierta simpatía.

La violencia en cualquiera de sus formas, incluida la intimidación, debería estar fuera del ámbito de lo tolerable en un sistema como el nuestro –y sí, esa regla debería ser de aplicación también en el País Vasco, que aún sigue, siquiera nominalmente, bajo la jurisdicción española-. Fuera de lo tolerable en todo caso, pero muy especialmente cuando se ejerce sobre las instituciones democráticas. El mantenimiento del orden público y, por tanto, la garantía de que nadie será indebidamente molestado –y eso incluye, también, al alcalde de Madrid cuando pasea a su perro- o turbado en el ejercicio de sus derechos más básicos es el mínimo absoluto que permite a un estado de Derecho reconocerse como tal. El presidente del Gobierno, por tanto, debería sentirse muy afectado por lo que toca a las más elementales de sus responsabilidades, si es que aún tiene en alguna estima la autoridad que ostenta.

Poco que añadir, por tanto, a este respecto.

En cuanto al fondo de la cuestión, las dudas que expresaba hace unas semanas se van despejando. Tengo la sensación de que estos movimientos que no se sabía muy bien adónde iban no van, en realidad, a ninguna parte. Protestar puede ser muy sano y libera tensiones, pero de poco vale como herramienta de progreso si no se puede generar un discurso constructivo. Hay quien se malicia que, si el gobierno fuera de otro signo ideológico, esta protesta “contra el sistema” se despojaría de ropajes pseudoideológicos y del tono “otro mundo es posible” para transformarse en pura y simple protesta antigubernamental. Si eso es así, y alguna pinta tiene de serlo, se pueden augurar tiempos duros para un futuro gobierno del PP, si es que tal gobierno llega a formarse.

Quizá la cuestión es esa. Si los “indignados” estuvieran pidiendo la dimisión de un gobierno que consideran incompetente, se les entendería mucho mejor. Suena rara esa imputación genérica a un “sistema” sin cara ni ojos y, sobre todo, trae consigo desafíos conceptuales más complejos. En realidad, que la situación española no esté provocando mayores expresiones de malestar es en sí, muy sorprendente –de hecho, esa relativa calma siempre ha sido cínicamente aducida como prueba de que las cosas “no irán tan mal” como parecen decir las (aterradoras) estadísticas-. En Grecia, en Irlanda, en Islandia ha habido protestas, desde luego. Pero siempre contra el gobierno, no contra el “sistema”. ¿Por qué aquí no?

En no recuerdo qué programa de televisión, no hace mucho, Nicolás Redondo Terreros prevenía sobre la tentación de extender a “crisis de Estado” (crisis institucional, crisis de sistema) lo que es una crisis muy grave de partes de dicho sistema. Padecemos una crisis política y una crisis económica muy graves, sin duda pero, ¿una crisis “de sistema”? ¿De verdad está tan dañada nuestra arquitectura institucional? Ciertamente, no está intacta, y requiere de retoques importantes, pero no de una enmienda a la totalidad.

Me temo que nuestros indignados dirigen sus invectivas contra todo y contra todos porque no quieren dirigirlas en exclusiva contra el epicentro del problema: un gobierno políticamente agotado y un partido que lo sostiene afanado de modo casi exclusivo en su agenda electoral. The king can do no wrong, se decía en el medioevo inglés –el rey no puede errar- y, parece que lo mismo le ocurre a la izquierda, al menos a la española. Sus fases crepusculares son, necesariamente, enfermedades del cuerpo político en su conjunto.

Pero el rey yerra, y yerra muy gravemente. Exijámosle, como primera medida, sus responsabilidades al rey. Entonces, y solo entonces, veremos si tampoco hallamos solución en otros lados.

Ignoro si se dan cuenta y, sobre todo, si es algo intencionado, pero, al generalizar su protesta contra todo y contra todos, nuestros indignados hacen un favor infinito a aquellos políticos que más gravemente han faltado a sus deberes. Porque permiten una plena despersonalización del problema. El “todos son iguales”, paradójicamente, conduce a la más perfecta de las impunidades. Hay que decirlo una y mil veces: no todos los políticos son iguales, porque no todos atesoran el mismo poder y, por supuesto, no todos asumen las mismas responsabilidades. El rasero único que imponen los supuestos indignados ofrece una perfecta vía de escape para algunos, que siempre pueden acogerse al sagrado del descrédito colectivo. Pidamos una “regeneración”, en abstracto, y con toda probabilidad nos la ofrecerán aquellos que han hecho lo posible por degradar nuestra vida colectiva a niveles insospechados.

domingo, 12 de junio de 2011

Socialistas somos todos

No sé si será cierto y, en todo caso, si non é vero, é ben trovatto, pero cuentan que un buen día Mussolini visitaba una fábrica. Acompañado del director, iban encontrando a su paso distintos grupos de obreros. “Y esos de allí, ¿qué son?”, preguntó el Duce. “Son cristianos, Excelencia”. “¿Y esos?” “Son socialistas, Excelencia”. “¿Y aquellos?”, preguntó Mussolini a la vista del tercer grupo. “Son comunistas”, respondió el director. “Pero, cómo, ¿es que no hay fascistas?” Dijo el Duce, manifiestamente contrariado. El director lo miró con cara de incredulidad, y contestó, como quien subraya la más evidente de las obviedades que “fascisti siamo tutti, Eccelenza

La anécdota viene a cuento porque, esta semana, tras las elecciones portuguesas que han desalojado del poder a los socialistas, varios diarios se han referido a la “marea imparable” que ha terminado por privar del poder a los socialdemócratas. De entre los países de cierto tamaño, parece que solo en España gozamos ya de un gobierno progresista, y más que nada porque no es fácil quitárnoslo de encima. En fin, que tenemos gobiernos de todos los colores, del centro derecha tibio a la derecha extrema pero, ¿hemos dejado de ser socialdemócratas? Parafraseando a nuestro director de la fábrica, me atrevería a decir que “socialdemócratas somos todos”, al menos en Europa y, desde luego, en España. Y lo seguiremos siendo cuando gane la derecha, si es que gana.

Ya me he referido a ello anteriormente y sigo convencido de ello: la ideología socialdemócrata está, en Europa y especialmente en España, constitucionalizada. Queda fuera del ámbito de lo debatible. Cuando, además, como ocurre en nuestro país, la imposición de determinados patrones ideológicos reviste formas muy diversas, a veces sutiles y a veces menos, pero en todo caso muy eficaces, las alternativas dejan de estar incluso dentro de lo legítimamente pensable.

Es verdad que media un cierto trecho entre lo que podríamos denominar el “paradigma socialdemócrata” europeo y su versión local, el “paradigma socialista” español. Pero creo que la gran reforma pendiente consiste, precisamente, en superar esa constitucionalización a la que me he referido. En otros lugares, la cuestión se contrae a un cuestionamiento del modelo económico, es decir, el famoso “modelo europeo” que habrá que ver si los gobiernos de derecha tienen redaños e ideas para cuestionar, en el supuesto, claro está, de que abriguen la más mínima intención, cosa que hay motivos para poner en duda. Pero en esta España de nuestros pecados, la cosa va, creo, mucho más allá.

Se ha dicho, creo que con acierto, que la crisis que padece nuestro país es económica en sus manifestaciones, pero política y social en sus raíces. Intentaré explicarme, porque puede que la cosa no sea tan dramática como parece, o a lo mejor sí, no sé. No están los tiempos para el optimismo y, por tanto, soy consciente de que lo que afirmo puede sonar extraño, pero creo que la historia española reciente es una historia de éxito. Por supuesto, no está escrito que no podamos ir hacia atrás como los cangrejos, porque no está escrito que las prosperidades sean perennes ni que las sociedades no puedan despeñarse, casi siempre por elección de un modelo político equivocado, y ahí está la Argentina para acreditarlo. Pero lo cierto es que España ha tenido éxito en su apuesta de salir del mundo subdesarrollado para integrarse en el reducido elenco de países que están en condiciones de ofrecer a su población una existencia digna. Y por ello deberíamos rendir tributo a las generaciones que nos precedieron.

Pero el reto de mi propia generación, y quizá de la anterior, es decir de quienes recibimos ya un país en condiciones de aspirar a algo era y es llevarlo a un núcleo aún más reducido de naciones que parecen al abrigo de casi toda tormenta, política o económica, aunque solo sea porque son aquellas en las que los demás confían. Y ese reto se esta revelando muy duro. Son esas puertas las que se nos han cerrado, cuando creíamos que estábamos a punto de franquearlas.

Mi tesis es que no daremos jamás ese paso mientas sigamos instalados en el “paradigma socialista” que es tanto como decir el paradigma de la mediocridad. España no podrá salir del estancamiento en el que se encuentra mientras no sea capaz de recuperar una valoración sensata de la legitimidad de la diferencia. Esto es, por supuesto, crítico en el ámbito educativo, en el que el igualitarismo como bandera resulta sencillamente devastador, pero es también importante en todos los demás órdenes. Una sociedad no es “decente” –traigo a colación un término que una vez oí emplear a Zapatero, y me gustó- por haber abolido todo aprecio por resultados distintos para casos distintos, sino que es “decente” cuando logra que las diferencias no obedezcan única o principalmente a privilegios.

Soy perfectamente consciente de que una de las razones por las que se ha impuesto en nuestro país, y especialmente en algunas de sus regiones, con tanta fuerza, esta affectio mediocritatis tan notoria y tan castrante es, sin duda, la fundada sospecha de que diferencia y privilegio van de la mano. Durante siglos, España ha tenido que ver cómo sus supuestas elites eran intelectualmente indigentes, moralmente abyectas o ambas cosas, y luego, en tiempos más recientes, cómo ningún mérito parece limpio, ninguna ganancia obtenida en buena lid. Pero la solución no es, parece claro, abandonar todo concepto de elite y toda noción de mérito. O, peor aún, la perversión de ambos conceptos, para conceder relevancia a lo más irrelevante posible, quizá para abundar el la idea de que todo mérito es accidental, casual y, por tanto, ilegítimo.

Este cambio es mucho más profundo que una mera alternancia gubernamental, porque hablamos de un problema genuinamente “transversal” como se dice ahora. Otros países comparten el “paradigma socialdemócrata”, pero pocos tienen igualmente arraigado un “paradigma socialista” que viene a ser no sé si una caricatura o una deformación. El caso es que, aquí, socialistas somos todos. Ese es, de largo, nuestro principal problema.

domingo, 5 de junio de 2011

Lo que las palabras significan

Interesante la polémica desatada en torno al artículo de Luis Suárez sobre Franco para el Diccionario Biográfico que acaba de presentar la Academia de la Historia. No he leído el artículo, así que no puedo opinar pero, al parecer, la Academia, sensible a las críticas, va a enmendar las futuras ediciones. Según dicen, el Diccionario contiene más de 25.000 entradas, pero se me ocurren pocos personajes, de Indíbil y Mandonio a esta parte, que tuvieran más números para concitar atención, así que la docta institución hubiera debido prever que muchos ojos irían a posarse en el trabajo de Suárez –es posible que también en ciertos personajes adscritos a la izquierda, pero ahí nunca se errará por exceso en la loa, ya se sabe-. Hasta donde yo conozco, Luis Suárez es un historiador profesional y competente, respetuoso con las exigencias de la disciplina y, por tanto, no precisamente un propagandista. Dicho eso, no es menos cierto que, además de no ser, por mis datos, un especialista en historia contemporánea, es una persona notoriamente próxima a círculos e instituciones ligados al legado –llamémosle ideológico- del franquismo. Por tanto, quizá no era el candidato óptimo para tan delicada tarea. Si, además, según dicen, duda a la hora de calificar el régimen franquista de “dictadura”, me temo que será indiscutible que sus convicciones habrán interferido inaceptablemente en su labor profesional, en esta ocasión.

Dicho sea de paso, no estoy seguro de que sea fácil, en el panorama nacional, encontrar algún historiador que ofrezca unos perfiles suficientemente objetivos para semejante empeño. Quizá la mejor solución hubiera podido ser hacer el encargo a más de uno. Pero también imagino que mal se iba si, de entrada, había que conceder a Franco un tratamiento especial. Y es que importante ha sido, seguro, pero entender que haya podido serlo más que otros personajes de nuestra historia no deja de ser, pura y simplemente, una falta de perspectiva. Nuestro problema principal con Franco es que le hemos conocido, que tenemos de él experiencia directa, o casi. Y, como es lógico, tenemos a dar más peso a nuestra experiencia más próxima. La que constituye, en suma, nuestro aquí y nuestro ahora. Franco forma parte de eso, todavía, y Escipión Emiliano no, está claro.

En todo caso, lo que me interesa glosar no es tanto la polémica respecto al trabajo de Suárez –ya digo que me faltan datos- como el debate sobre el uso de las palabras y la utilización de un léxico que podríamos denominar “científico” o “técnico” para propósitos que nada tienen que ver con aquellos para los que los términos fueron acuñados. Esta misma semana, The Economist (aquí) nos ofrece una muy interestante reflexión sobre el abuso del vocablo “genocidio” (“the use and abuse of the g-word”). Un genocidio no es, o no es solo, una matanza masiva de seres humanos. En el genocidio concurren dos elementos esenciales, que lo hacen una forma especialmente odiosa de violencia criminal: el componente sistemático –el genocidio no es casual, no es improvisado- y el nexo común entre las víctimas (raza, religión, características personales…) El genocidio, por tanto, es una matanza planificada y dirigida, contra personas que comparten una serie de rasgos comunes, por lo común perfectamente accidentales y, desde luego, sin ningún componente de relación previa con su agresor. Existen, por tanto, crímenes odiosos, repugnantes y, además, perpetrados contra colectividades, incluso muy amplias. Pero no son genocidios.

Algo semejante ocurre con el término “totalitario”. “Totalitario” es un calificativo empleado en ciencia política en la taxonomía de los regímenes. No es un superlativo de nada. Los regímenes totalitarios son especialmente odiosos pero no hace falta que un régimen llegue a merecer tal calificativo para que resulte del todo indeseable. En una dictadura rasa pueden pasarle a uno cosas horribles. La Alemania nazi vivió bajo un régimen totalitario. La Italia fascista, no. Y eso no convierte a Benito Mussolini en ninguna clase de campeón de los derechos humanos.

Calificar de “totalitario” el régimen de Franco no parece muy atinado, al menos si nos referimos al período completo en que tal régimen se dio en España, esto es, desde una fecha variable entre 1936 y 1939 –según las diferentes áreas geográficas iban incorporándose a la “zona nacional”- hasta la desaparición física del sujeto. Definir el régimen de Franco con un calificativo único resulta una tarea compleja, salvo por sus denominadores comunes en todo momento: la propia persona de Franco y, desde luego, la falta de un régimen de libertades homologable al de las democracias occidentales. A partir de ahí, la descripción, si pretende ser científica, debería ser algo más matizada, sobre todo si incluye comparaciones con otros regímenes políticos. No todas las dictaduras son iguales entre sí, y eso no tiene por qué derivar en ninguna clase de juicio moral.

La cuestión es que, en buena medida, casi nada de lo que se dice o escribe en estos tiempos sobre el franquismo –o sobre el régimen que lo antecedió- tiene pretensión científica alguna. Antes al contrario, es perceptible un intento de establecer unas determinadas pautas lingüísticas para referirse a ese período, un utillaje terminológico para referirse a la historia de España, en suma, que es cualquier cosa menos neutral. Como si las cosas no fueran suficientemente malas descritas en términos menos exagerados. Ya sabemos que los calificativos casi nunca son neutrales, y en su manejo se hacen especialistas, precisamente, las dictaduras. Empezando por la franquista, claro está. Es evidente que “alzamiento” tiene connotaciones positivas y “sublevación militar” no –es más, es algo bastante bochornoso, tratándose de militares; pocos militares sublevados gustan de ser motejados así-. Pero “sublevación militar” es, probablemente, el término exacto. Una sublevación militar que dio lugar a una guerra civil, seguida, ya en tiempo de paz –o tras la victoria de un bando, si se prefiere- de una cruenta represión cuyo alcance está, en estos momentos, estableciéndose con certeza, pero de dimensiones muy importantes. A ello, siguió una larga etapa de gobierno dictatorial, con empleo de técnicas variadas para el mantenimiento de la estabilidad del propio régimen, incluyendo, por supuesto, la violencia en diferentes grados y ámbitos. Personalmente, no encuentro nada de agradable en el relato. Pero cualquiera que haya leído a Hanna Arendt –que nos explicó muy bien qué es el totalitarismo-, por ejemplo, encontrará difícil calificar ese régimen de “totalitario”. Entiendo perfectamente que quienes padecieron de modo particular la violencia del régimen lo motejen de tal, como forma de expresar su rechazo; entiendo menos que haya quien emplee esos calificativos con el solo fin de engrandecer la fiereza del moro muerto que alancea o, sencillamente, para elevar el nivel de su perfil de resistente.

Pero convengo con The Economist en que es bueno reservar un cierto uso recto de las palabras. En caso contrario, se pierde su significado y, por tanto, su utilidad.

Una de las peores plagas de nuestro tiempo, impuesta por la dictadura del lenguaje de cortos vuelos que emplean los políticos de todos los signos –especialmente los abogados de la corrección política- es el de la desaparición de los matices. El de las equivalencias presuntas. El de la identidad entre comprender, analizar o, simplemente, describir y justificar. Un ejemplo: si yo no acepto el calificativo “totalitario” aplicado al franquismo, es porque simpatizo con el franquismo. Si niego lo apropiado de la expresión “genocidio” para referirme, por ejemplo, a la violencia contra los palestinos, es porque respaldo dicha violencia perpetrada por los israelíes. En rigor, es, debería ser, imposible sacar tales conclusiones de esos enunciados. Pero, entonces, claro está, no viviríamos, como es el caso, en el mundo de Humpty Dumpty, en el que las palabras significan exactamente lo que alguno quiere que signifiquen.

En el mundo en el que no hay historia, sino memoria histórica.