lunes, 25 de julio de 2011

En el cero absoluto

El denominado “cero absoluto” (cero Kelvin, o -273,15 ºC) es aquella temperatura –inalcanzable- por lo demás, en la que cesa todo movimiento, en la que se reduce a cero la entropía de cualquier sistema. A semejante temperatura, solo es posible un estado de la materia: el sólido. Es decir, cualquier noción de dinamismo está ausente.

Si existiera un cero absoluto económico y social, me temo que nuestro país estaría próximo a él. Un estancamiento total, en buena medida causado por una parálisis política a la que se suma la galbana estival. El sistema económico español está paralizado, y sin visos de rearrancar, porque lo están dos de sus subsistemas: el financiero y el político, entendido como sistema de producción normativa. Naturalmente, la parálisis de uno y otro subsistema están íntimamente relacionadas.

Los últimos días han sido relativamente pródigos en noticias en torno al sistema financiero lo que, trátese de buenas o malas noticias, contradice la idea de parálisis que acabo de exponer. Y, en parte, es cierto. Las salidas a bolsa de Bankia y Banca Cívica, o la intervención de CAM son, evidentemente, sucesos que dan cuenta de intensa actividad. El problema es que esa actividad lo es del sistema financiero sobre el sistema financiero mismo. El que todos estos eventos –ligados al proceso de reestructuración y saneamiento de las cajas de ahorros- estén sucediendo ahora nos lleva a la conclusión, evidente, de que no habían sucedido antes. Es de suponer, claro, que lo mismo esté sucediendo en otras entidades y en el sistema en su conjunto. En suma, la tarea, sin duda importante, no está concluida sino que, desde cierto punto de vista, puede que apenas acabe de empezar y, por tanto, solo cabe deducir que el sistema financiero español ni está ni se le espera donde verdaderamente se le necesita: en su función de financiador de la economía real.

Si, como parece razonable, partimos de que la reestructuración y saneamiento habrán concluido cuando el crédito vuelva a fluir –porque, conviene no olvidarlo, esta reestructuración es finalista, no se pretende reconstruir el mapa financiero español por el gusto de menearlo- las noticias de estas semanas indican que aún nos queda recorrido.

Otro tanto cabe decir del subsistema político. El debate de moda es cuándo serán las elecciones generales, si en octubre, si en noviembre o, por el contrario, si serán en marzo, que es cuando toca, o tocaba. Pero ya nadie discute que la legislatura y el gobierno que la ha protagonizado están acabados a casi todos los efectos, que esto no da más de sí. No parece, en absoluto, que los meses transcurridos desde las elecciones municipales, muy magros en avances si es que ha habido alguno, permitan esperar iniciativa alguna de aquí a, eventualmente, marzo, que permita dar por buena la razón esgrimida por Zapatero para no disolver: la necesidad de reformas. Hasta el Diario Independiente de la mañana ha dictado ya su inapelable sentencia al respecto. Es más, parece que todas las ideas que se puedan generar en el bando socialista, si son buenas, pasan a integrar de inmediato el zurrón de propuestas del flamante candidato y, por tanto, y por definición, su puesta en práctica se pospone, de manera que quienes estén interesados en las susodichas ideas deberán elegirlas como parte del menú electoral del PSOE.

En resumidas cuentas, parece claro que la cuestión de la convocatoria es, a estas alturas, un asunto meramente táctico. Las elecciones serán, pues, cuando más convenga al nuevo candidato. Cuestión diferente es, claro, que sea fácil saber cuándo es cuando conviene, porque no se sabe muy bien si lo más urgente es esperar o, por el contrario, viene bien llamar a las urnas cuanto antes. Antes del verano, se daba por hecho que al candidato le vendría bien esperar hasta marzo, siquiera porque la EPA de octubre se espera buena –la EPA de octubre siempre suele ponernos buena cara a base de eventuales turísticos- y porque, se barruntaba, la situación económica en el último trimestre del año tendería a estancarse, pero no a empeorar más. Sigue valiendo lo de la EPA, quizá, pero no es nada obvio que la situación económica no se pueda degradar mes a mes y, sobre todo, tal como está el patio, lo que no puede descartarse en absoluto es cualquier cataclismo financiero que afecte negativamente a España, se origine donde se origine.

La oposición, por su parte, se comporta, con cierta lógica, como estos equipos que, con ventaja de dos goles en el marcador, y viendo que quedan pocos minutos, no quieren arriesgar. Eso es una ofensa al fútbol y más de un entrenador amarrón se ha llevado el disgusto de su vida con ese tiqui-taca cansino, más el consabido cambio para perder tiempo, sin otro objetivo que matar un partido que se sabe ganado. Pero, insisto, es muy comprensible.

Todo esto está muy bien y, en cierto sentido, nos da entretenimiento a quienes seguimos la baja política y sus tejemanejes, y es material para tertulianos. Pero, en lo que toca a las cosas de comer, la conclusión es asimismo evidente: si se precisa que el sistema político, en su función más básica de producción normativa, funcione, sépase claramente que eso no va a suceder en los próximos seis meses.

Estamos, pues, en el cero absoluto. La única ventaja de la situación, continuando con la analogía, es que es físicamente imposible que la temperatura baje más. Pero, ahora que caigo, no sé si esto era una analogía o una simple metáfora.

domingo, 17 de julio de 2011

El Nombre de la Rosa 2.0

Según Luis Antonio de Villena (El Mundo, 16 de julio), Umberto Eco estaría planteándose escribir una segunda versión de “El Nombre de la Rosa”, aquella novela de 1980 que se convirtió en todo un éxito de ventas, además de ser la base para una muy estimable película de Jean-Jacques Annaud que hizo aún más popular la historia de Guillermo de Baskerville, Adso de Melk y su aventura en la abadía de Jorge de Burgos y demás monjes siniestros. Según de Villena, la razón que animaría al profesor piamontés no es tanto ofrecer una segunda lectura del relato como simplificar la primera. Eco teme que su libro haya dejado de ser asequible al lector contemporáneo. Probablemente, no le falta razón, y me temo que lo mismo podría decirse de casi toda su obra: Eco no es asequible ni como novelista ni como ensayista.

“El Nombre de la Rosa” ha sido glosada a menudo como una novela susceptible de múltiples lecturas. Puede ser leída, desde luego, como una simple novela policíaca, y aun así sigue siendo meritoria, pero no cabe duda de que reviste mucho más interés si se atiende a lo que, desde la perspectiva de la historia detectivesca, es trasfondo: ni más ni menos que algunos de los debates filosóficos más apasionantes del siglo XIV y de la historia del pensamiento europeo. Como hace en todos sus libros, Eco puso en la novela una gran carga de erudición. Erudición que, parece temer, ya no llega a nadie o a casi nadie. Es completamente inasequible al lector medio que, por lo demás, sí puede estar interesado en la trama.

Empecemos por reconocer que, al menos para un lector de mi generación –yo soy de los del bachillerato del 70- no es fácil disponer del utillaje necesario para seguir a Eco en todos los planos de su historia. Mi latín nunca fue suficiente más para describir rápidas diagonales por los párrafos intercalados en dicha lengua pero, al menos, sí pude llegar a saber, todavía, quién era Guillermo de Ockham y qué fue el debate nominalista.

Según parece, Eco está hoy mucho más lejos de lo que lo estaba allá por los años 80, no porque él se haya movido sino porque sí lo han hecho los sucesivos planes de estudio. Ya no hay latín, ni mucho ni poco, ni problema de los universales, ni filosofía ni, si se me apura, historia medieval. El nivel cultural medio desciende progresivamente, y parece que abundancia de información y conocimiento no han ido de la mano. Y cultura y entretenimiento se van confundiendo. Eco no ha sido nunca, insisto, un autor asequible, pero las circunstancias van convirtiéndole en impenetrable, porque cada vez comparte menos referencias con sus lectores. En el proceso general de degradación de la cultura, las materias de las que Eco se ocupa y, por tanto, forman su universo referencial –la historia y la filosofía, especialmente las medievales, la literatura clásica y las grandes referencias histórico-culturales europeas- llevan la peor parte.

Que eso es un efecto del sistema educativo y las sucesivas reformas del currículo parece innegable. No dejan de ser paradójicas, por tanto, esas referencias a las “generaciones mejor preparadas”. ¿Qué significa eso? ¿“Mejor preparadas” en qué o para qué? Es posible que se quiera decir que “con mayor nivel académico”, medido en forma de años cursados o títulos obtenidos. Si es así, habrá que admitir que extensión e intensidad de la educación no son lo mismo. Mi propia experiencia personal avala, desde luego, que, en efecto, educación extensa y educación “densa” no son sinónimos.

Por mi oficio, tengo que tratar con mucha gente muy preparada. Al menos en un sentido técnico. Gente que ha recibido una extraordinaria educación en universidades españolas y extranjeras, alcanzando los mayores grados académicos no en una, sino en varias disciplinas, y que maneja con soltura conceptos muy complejos relacionados con la tecnología, las finanzas o el derecho. Gente, en fin, que tiene importantes responsabilidades de gestión de intereses propios o ajenos.

Pues bien, poca, muy poca de esa gente tiene, me temo, una formación humanística que les permita discurrir igual de bien, o sencillamente defenderse, cuando se trata de historia, de política, o de literatura. Y les importa una higa si sus blackberries ponen o no los acentos; de hecho no les importan nada los acentos. Esas grandes cabezas no tienen interés alguno en las citadas disciplinas, ni en su devenir académico, incluidos sus ratos libres, parecieron encontrar hueco para procurarse una formación suficiente. Por si eso fuera poco, me temo que las exigencias laborales tampoco dejan mucho lugar a quien se caiga en el camino de Damasco y descubra sobre la marcha, no sé, que le apetece saber algo sobre Bizancio, pongamos por caso. No existe el doctor Marañón de mi generación y las siguientes o, al menos, yo no lo conozco. Eco bien podría hallar lectores para su “Nombre de la Rosa” simplificado entre mucho doctor.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Acaso se nos ha acorchado el alma de tal manera que no nos motivan en absoluto materias que a nuestros ancestros no tan lejanos les apasionaban? Quizá la clave hay que buscarla en ese odioso concepto de la practicidad. La educación para. Las materias que hay que valorar como importantes son aquellas que revisten utilidad inmediata. Es muy curioso, en este sentido, que, tras años de esfuerzos para copiar aquello que la educación anglosajona tiene de menos plausible, no se nos haya ocurrido todavía importar aquello que, al menos en los niveles universitarios, parece tener de más estimable: la huida de la especialización, al menos hasta que esta se hace inevitable. Resulta muy llamativo analizar con cierto cuidado los currículos de aquellos personajes que, en los Estados Unidos o en el Reino Unido, descuellan incluso en cometidos muy técnicos. Se observa que, al menos en cierto momento, muchos de ellos dedicaron algunos años a la formación en materias humanísticas o, como mínimo, sin conexión evidente con sus quehaceres diarios posteriores. Quizá ello obedece a que, desde una perspectiva más liberal, es sensato reconocer que uno no tiene por qué saber cuáles serán esos quehaceres. En España, por lo visto, se nace ingeniero, abogado o empleado de banca. En los Estados Unidos, por el contrario, se puede llegar a la abogacía o a las finanzas tras unos años de estudios asiáticos, por ejemplo.

De hecho, podría ser un buen resumen de un objetivo curricular para la secundaria de cualquier país europeo: que el laureado, al finalizar sus estudios, sea capaz de lo que cualquier bachiller de los años veinte hubiera podido hacer con cierta soltura, es decir, leer con aprovechamiento “El Nombre de la Rosa”… pero la versión 1.0.

domingo, 3 de julio de 2011

En AVE a todas partes

La cancelación por parte de Renfe del servicio directo de alta velocidad entre Toledo, Cuenca y Albacete –parece ser que pasaba por Madrid, desde donde se podía continuar sin paradas a las capitales castellanomanchegas, con el inconveniente de que casi todo el mundo se apeaba en Atocha, y el tren iba a Cuenca y Albacete de vacío-, unida al anuncio, por parte del nuevo gobierno portugués, de suspender la conexión de alta velocidad entre Lisboa y la frontera española, lo que, a su vez, cuestiona la racionalidad económica de la línea que debía conectar la frontera con Madrid, por Extremadura y, en fin, el contexto económico, han traído al primer plano de la actualidad los despropósitos de una política de infraestructuras que, según parece, no es ya que no atienda primordialmente a criterios de rentabilidad, sino que, en perspectiva, se ve como completamente desnortada. Trenes-bala a todas partes, autopistas a tutiplén y aeropuertos como setas que ahora se enfrentan a la cruda realidad: no hay viajeros, no pasan automóviles, no aterrizan aviones. Si, además, se escatima en costes de mantenimiento, las ruinas económicas se convertirán en ruinas físicas, en una suerte de moraleja de una época.

En honor a la verdad, ya hubo quien denunció en el pasado, cuando se clamaba en el desierto, que no podía ser. Que no tenía sentido que hubiera AVE a todas partes y, en fin, que ciertos planteamientos no tenían ni pies ni cabeza. Parece que los profetas del sentido común han sido reivindicados por una realidad que no ha tardado mucho en hacerse evidente. Para colmo de males, además, las infreaestructuras poco útiles coexisten con notables carencias. Tenemos trenes de viajeros ultrarrápidos hacia ninguna parte, autopistas de seis carriles que sirven a los mismos automovilistas que se apañarían con una buena vía tradicional y aeródromos que sirven para cualquier cosa menos para atender tráfico aéreo… Pero sigue habiendo saturación y mala calidad en las autovías de la red principal, no existe una conexión de viajeros decente en el eje mediterráneo y, sobre todo, no se ha dado el impulso adecuado al tren de mercancías, algo que debería ser crítico en un país como el nuestro, entre otras razones por cuestiones de política energética.

Germá Bel, en una obra reciente “España, capital París”, denuncia todas estas cosas. Dice que esta situación obedece, cómo no, a una política centralista y abonada al modelo radial, que ignora sistemáticamente los criterios de rentabilidad –que, de ser correctamente seguidos, por supuesto, volcarían el esfuerzo inversor hacia el Mediterráneo-. Estoy de acuerdo con el profesor catalán en muchas cosas, pero me permito discrepar en dos puntos.

El primero es la cuestión de la rentabilidad de las infraestructuras como objetivo fundamental. Estoy, naturalmente, de acuerdo en que las infraestructuras han de ser rentables, entendiendo por tal que han de ser catalizadores de desarrollo. Pero, a mi juicio, deben introducirse dos matices (por cierto, aplicables también a otras políticas públicas, como la educativa). En primer lugar, ciertas infraestructuras –ciertamente, no el AVE a todas partes- mínimas entran dentro de lo que podemos llamar políticas de igualdad de oportunidades, que el Estado debe garantizar (siempre que se siga partiendo de que debe existir una política pública en la materia). Qué haya de entenderse por “mínimos” será cosa discutible, y además mudable en el tiempo pero, en línea de principio, se debería exigir una cierta dotación en todo el territorio, entre otras cosas, para permitir una cierta cohesión interterritorial. El segundo principio, como es natural, es que, en lo posible, y por encima de ese mínimo, las cosas debe pagarlas quien las consume. A título de ejemplo, y con pocas excepciones, eso significa que, lograda una red de carreteras que pueda considerarse aceptable, el resto de las vías bien pueden ser de peaje, como sucede, por cierto, en el vecino Portugal o, si ese ejemplo no gusta, en Francia.

La segunda cuestión tiene que ver con la territorialización de la inversión. Si no toda, buena parte de la irracionalidad inversora de los últimos años en España tiene que ver con el fenómeno, visible en otros aspectos, de preterición del ciudadano a favor del territorio. La política de infraestructuras, como tantas otras, se negocia y discute con los prebostes regionales y forma parte, y parte sustancial, de los mercadeos presupuestarios. Así, la cuestión no es tanto que existan proyectos de infraestructuras que deberían, razonablemente, llevarse a cabo en determinada región como que hay que invertir una cierta cantidad –porque toca- en esa región y, por tanto, habrá que buscar proyectos, sean razonables o no. La munificencia de las cajas de ahorros ha hecho el resto.

Si de los políticos regionales depende, por supuesto, habrá AVE a todas partes, y las autopistas de acceso a la capital autonómica en nada envidiarán a las de Chicago. Igual el usuario, sufrido habitante de la capital en cuestión, preguntado al respecto, diría que le parece una insensatez… Siempre que no se entere de que ya se la han prometido a los de la capital de la región vecina, claro.