domingo, 28 de agosto de 2011

Reforma constitucional: ahora sí

La iniciativa de reforma constitucional en curso tiene, probablemente, más valor político y jurídico que económico, en sentido estricto, lo que no significa, claro está, que sea irrelevante desde este último punto de vista.

Comparto plenamente la tesis de Ignacio Camacho (hoy, en ABC), de que resulta un tanto paradójico que haya que constitucionalizar, o incluso, simplemente, positivizar en absoluto, lo que debería ser un principio no ya de buena administración, sino de pura y simple decencia: que las Administraciones Públicas no deben gastar más de lo que ingresan. Si se pudiera elegir, claro, yo sería, además, partidario de una formulación estricta –mejor, me gustaría creer que los políticos deberían asumir el principio de modo estricto-, es decir, sin más matices que los imprescindibles para dejar constancia de lo que, por otra parte, es también obvio, esto es, que puede haber circunstancias excepcionales en las que pueda darse un desbalance, pero sin florituras como las consabidas referencias al equilibrio presupuestario “a lo largo del ciclo” -tan del gusto de la socialdemocracia- y demás circunloquios que apenas logran esconder una falta de compromiso real con el principio.

Y también soy de la opinión, manifestada por los escépticos, de que, precisamente aquello que hace necesario dejar constancia en las tablas de la ley de cosa tan evidente, es lo que lleva a albergar dudas razonables sobre la buena vida futura del nuevo precepto. Si hemos de poner mandamientos de este tenor es porque sabemos que el buen sentido no va mucho con nuestros gestores de la cosa pública, cuya irrefrenable tendencia es a cambiar votos presentes por ya se verá qué en el futuro. Si nuestros mandamases no se ponen a resolver los problemas de hoy hasta que son perentorios, y eso solo si no hay forma de darles una larga cambiada y aplazarlos un poco más, es fácil hacerse una idea de lo que les preocupan cosas tales como la justicia o injusticia de cargar a las generaciones venideras con los excesos de las actuales.

En suma, diga lo que diga la constitución en esta materia, temo que no gozaremos de los beneficios de una política presupuestaria verdaderamente rigurosa (y, ojito, aquí con dar por buenos los argumentos de quienes presumen de superávit cuando se les dispara los ingresos) hasta que no cambien las mentalidades y nuestros políticos dejen de comportarse como una cleptocracia, completamente desdeñosa del derecho que nos asiste a disfrutar del producto de nuestro trabajo. Y ese “cambio de mentalidad”, a su vez, es poco probable que se dé como una caída en el camino de Damasco. Más bien vendrá cuando el político manirroto afronte, por eso, por manirroto, algún día la única sanción que esta gente entiende por su mal comportamiento: la derrota electoral (sin perjuicio, por supuesto, de las pertinentes responsabilidades civiles y penales). Pero eso solo sucederá cuando la sociedad española alcance, de veras, una mayoría de edad ciudadana, manifestada en una verdadera conciencia fiscal.

Mientras eso sucede, tampoco hay que restar valor al proceso que vivimos, ya digo, desde los planos político y puramente jurídico.

La reforma constitucional, aun revestida del aire de chapuza propio del tardozapaterismo (bueno, y del zapaterismo temprano, y del medio y del zapaterismo todo) es indudablemente un hito. Algo que merece el calificativo de “histórico” sin necesidad de sobar demasiado el término, aunque solo sea por inhabitual. De entrada, hay que constatar una primera evidencia que, si se quiere, reaviva una esperanza: el consenso entre los dos grandes partidos españoles, siquiera in extremis, sigue siendo posible. Es sabido que nuestro procedimiento de reforma constitucional, incluso en la forma “simplificada” del artículo 167, requiere de mayorías parlamentarias tan amplias que, en principio, están más allá de las capacidades de uno solo de los grades partidos, ni aún sumándole todas las cuentas del rosario de posibles apoyos de los grupos minoritarios. Por tanto, la reforma solo es cabalmente posible desde el consenso, y lo presupone.

Al menos, ya digo, el consenso de los grandes partidos políticos. Qué duda cabe de que siempre es deseable que, en materias constitucionales, lo deseable es que el consenso sea, incluso, más amplio, máxime en un sistema que, como el nuestro, da cauce a múltiples intereses, no siempre miméticamente identificables con el ciudadano uti singuli y, por ende, con el peso del voto popular, aunque se expresen con su respaldo. Pero, a menudo, sucede que en España la excesiva atención a las singularidades nos puede hacer, nos hace, de hecho, perder de vista, la más elemental realidad democrática: el PP y el PSOE representan a un amplísimo porcentaje de la población española, en todos sus estratos y en todos sus territorios, incluidos aquellos cuya voz se arrogan sistemáticamente otros, hasta la pretendida patrimonialización.

La pregunta es, claro, por qué ahora sí y nunca antes. Si la respuesta es porque existe una demanda externa, provenga de la Unión Europea, del BCE o de frau Merkel en persona, entonces la pregunta es por qué ha de existir esa demanda exterior para que un consenso sea posible y, por tanto, se activen los procedimientos legales previstos para la reforma. Quizá, claro, la respuesta es que no existe acuerdo sobre ningún otro punto ni se perciben urgencias internas que trasladen la desazón que, por lo que se ve, deja el cartero cada vez que trae un recado de allende Pirineos. A mi juicio esto no es así. Existen puntos, unos cuantos, sobre los que sería posible, cuando menos, abrir debate –entre ellos, los suscitados por el Consejo de Estado en un informe bastante sensato de hace ya unos pocos años- y sí existe, asimismo cuando menos, una percepción razonablemente generalizada sobre la disfuncionalidad de algunos elementos de nuestro sistema constitucional (el senado se lleva la palma).

Probablemente, la razón verdadera sea doble. De un lado, la pereza, por llamarlo así, que comporta un sistema de reforma –el del 168- que solo cabe comprender desde las muy particulares condiciones que se daban en los albores del régimen del 78. Siempre sería posible restringir las reformas a lo posible, es decir, a los aspectos que no incidieran en las partes protegidas por el mecanismo de reforma agravado –como ahora sucede-. Pero es que, como sugería ayer mismo Jorge de Esteban, esa línea de razonamiento implica ignorar que quizá una de las primeras cosas que habría que reformar es el propio procedimiento de reforma, sin que sea sensato aceptar la condena a la rigidez que supone el mecanismo vigente. El principal obstáculo que conlleva, desde la perspectiva del proponente, abordar una reforma que implique la utilización del artículo 168 es la necesidad de disolver las Cortes –la reforma lleva tres aprobaciones: dos parlamentarias y una popular-. Por tanto, es posible que el problema, siempre que exista el consenso, sea reconducible a una cuestión de oportunidad. Habría que plantear los cambios en la perspectiva de una disolución inmediata, porque viniera exigida por el vencimiento de la legislatura.

Puede, entonces, que exista una razón más poderosa y más de fondo, desagradable por lo que implica de desconfianza en la madurez de la sociedad española y sistema político, pero comprensible: el miedo a que una reforma, por sensata que sea, termine, a través del pandemónium de un debate desordenado, escalando a una revisión, incluso integral, del pacto constitucional. O un intento, al menos. Insisto en que es comprensible y, por cierto, quizá sea este mismo miedo, y no solo la urgencia, lo que explique el porqué de las extravagantes formas en las que se plantea la actual reforma. Casi de tapadillo, como queriendo ahorrar dimes y diretes.

Es comprensible pero inquietante desde una perspectiva auténticamente democrática. Es fácil imaginarse un escenario en el que un debate constituyente aparezca jalonado por cuestiones fuera de lugar, consideraciones absurdas o, en fin, posturas irracionales. Pero no creo que sea esto lo que preocupe. Temo que lo que puede preocupar, más bien, es que, en un debate abierto, se planteen cosas perfectamente legítimas, sensatas y viables, pero, por la razón que sea, ajenas a algunos intereses. Puede argüirse que los partidos políticos, monopolizadores como son de la iniciativa legislativa, siempre pueden abortar la discusión, o ceñirla al asunto que realmente interese. Pero todos sabemos que eso no es así, o solo es así a medias.

La imposibilidad de modificar nuestro texto constitucional se erige, en cierto sentido, en una medida de la calidad de nuestra democracia. Es verdad que la estabilidad del texto es, en sí, un valor, pero no lo es menos que todas las grandes naciones democráticas, incluso aquellas que gozan de constituciones añejas, venerables y veneradas, han acometido, con mano temblorosa como decía el clásico, modificaciones en la ley suprema. Y así la han mantenido viva y plena, vigorosamente normativa.

lunes, 15 de agosto de 2011

Eurobonos

Según han puesto ya de manifiesto distintos comentaristas, la de los “eurobonos” es una de las tres vías posibles de salida (digámoslo así) a la crisis de la deuda europea. Las otras dos son lo que parece ser el fin del mundo –la, presumiblemente, cataclísmica ruptura del euro- y la que quizá resulte más probable, que no es otra cosa que ir tirando, haciendo lo que en cada momento resulte imprescindible, con poca o nula perspectiva general sobre el proceso y, por tanto, sin parar mientes en si lo necesario para salir del paso hoy puede resultar contraproducente mañana.

Amén de que esa solución de ir improvisando es la que más se acomoda al nivel general de la dirigencia europea, más bien escaso, es también lo que cabe esperar por razones que podemos llamar estructurales, me temo. Puede ser más cómodo achacar los problemas a la supuesta maldad o simplemente a la cortedad de miras de la señora Merkel, pero lo cierto es que es un tanto infantil quejarse de que la Unión sea lo que es y, quizá, lo que, en realidad, sus ciudadanos desean que sea: una genuina entidad supranacional para las cuestiones domésticas y una organización intergubernamental para las relevantes. Algo todavía a medio camino, a medio hacer.

La cuestión de los eurobonos, como bien ha señalado Alemania, no se entiende sino como una puesta en común de las políticas fiscales. Y eso, me temo, no se limita a aceptar ciertas directrices en cuanto a cosas –de por sí no irrelevantes- como armonización de figuras y tipos de tributación, sino que significa armonizar tanto gastos como ingresos públicos. Significa suplementar la moneda común, ya existente, y coja en su diseño, con el tesoro común que, según los observadores avezados, le faltaba y le sigue faltando.

Puede que la cuestión se enmascare en tecnicismos más o menos complejos a los que, por cierto, en Bruselas son muy aficionados y sí, sin duda el tema reviste cierta complejidad. Pero la conclusión alemana no es difícil de alcanzar en un par de pasos. Si un ente diseñado ad hoc por la Unión Europea o la propia Unión van a emitir bonos respaldados por el conjunto de los Estados Miembros –o, cuando menos, por aquellos que comparten divisa- en la expectativa de que esos bonos vayan a colocarse a tasas de interés más razonables que las que se requiere a los países débiles, es porque los países fuertes ponen su solvencia detrás. Y la solvencia de los tesoros públicos sale de la administración de sus presupuestos respectivos. Las deudas son sostenibles cuando las respaldan perspectivas de ingresos futuros. Pues bien, parece claro que no resulta concebible pretender disfrutar del aval de un socio más fuerte sin algún tipo de contraprestación, sea en forma de pago directo, sea aceptando alguna clase de control, que es lo que toda la vida se le ha exigido al deudor rescatado o apoyado.

A buen seguro, la cosa no será tan grosera como que unos países vayan a ser fiscalizados por otros. No. Con toda probabilidad, la función fiscalizadora correspondería a un órgano comunitario… bien entendido que ese órgano no podrá sino tener en consideración los puntos de vista de los paganos de la fiesta. A poco que se piense, esto no es ya muy distinto –dosis de indisciplina incluidas, por cierto- de lo que sucede, o debería suceder, hoy mismo en países descentralizados como España o la propia Alemania (en rigor, parece que en Alemania ya sucede que los gobiernos regionales se avienen a aceptar las directrices fiscales de la Federación, mientras que aquí está por ver si eso es un desiderátum).

La creación de los eurobonos, así concebidos, aun nacidos de la coyuntura, sería un cambio colosal en las relaciones financieras entre unas naciones que, a fecha de hoy, se han limitado a un intercambio de apertura de mercados por ayudas al desarrollo. Y esto, me temo, no pertenece, o no pertenece en exclusiva al mundo de las cuestiones económicas. Se trata de una cuestión eminente y primordialmente política. El grado de sofisticación alcanzadoa por las materias económicas y su tecnificación hacen olvidar, con cierta frecuencia, algo que debería ser patente: la economía no es en absoluto ajena a las demás dimensiones de lo humano –en sí, la ciencia económica no es sino una ciencia del comportamiento humano, individual y colectivo- y la política económica es, ante todo, política. Es posible que los relativamente amplios consensos en cuanto a cómo deben hacerse las cosas –por ejemplo, en torno a la bondad de la integración europea, como proceso- hagan perder de vista la importancia de las decisiones de base: en primera instancia, es necesario que los pueblos europeos quieran integrarse y deseen hacerlo hasta el punto que los opinadores informados puedan entender, incluso mayoritariamente, como deseable. Opinadores que, por cierto, cada vez emplean menos esfuerzos en justificar la bondad de sus opiniones, recurriendo a menudo a presentar como verdaderas peticiones de principio lo que, se supone, hay que justificar. Tengo para mí que una de las razones que pueden terminar por hacer verdaderamente odioso el proceso de integración europea es, en particular, esa insistencia en colocar a los críticos fuera del mundo de lo razonable y, por tanto, en colocar la cuestión casi fuera del ámbito de lo debatible.

La cuestión de la “solidaridad” –palabra importante cuando se habla de fiscalidad- provee una importante piedra de toque al respecto. Sin duda, la solidaridad puede teorizarse y explicarse en términos exclusivamente económicos. Y puede demostrarse que la pretendida “solidaridad” entre personas y territorios es el resultado de un cálculo perfectamente racional en el que el altruismo desempeña un papel más bien marginal. Esto es así, especialmente, en el ámbito comunitario, en el que las afinidades nacionales no revisten, a primera vista, excesiva importancia –confío en que todavía pueda encontrarse algún catalán al que el “esfuerzo fiscal” todavía le parezca sostenible en razón de que es con sus connacionales de resto de España, pero dudo que haya algún alemán que pueda razonar de igual modo respecto a los griegos-. Podría, pues, justificarse de algún modo que, de la misma manera que a Alemania le convino renunciar a marco (¿precio de la reunificación?) podría también convenirle integrar su política fiscal -de modo permanente, quiero decir, no como mecanismo temporal destinado a evitar el mayor de los males posibles- con la de sus socios comunitarios, incluidos aquellos que representan sus antípodas financieros. Pero esa justificación, si existe, debe ser suficientemente sólida como para compensar el que los alemanes, o la mayoría de ellos, puedan no querer dar semejante paso, por una multiplicidad de razones, sensatas o no tan sensatas.

Renan dijo de las naciones que eran un “plebiscito cotidiano” es decir, una voluntad perennemente renovada de vida en común. No sé si semejante descripción le cuadra a esta supernación in fieri que es, que quiere ser, la Unión Europea. Lo que sí creo es que la cuestión de qué es de verdad la Unión no es una pregunta retórica, sino un debate con fuertes implicaciones prácticas. Guste o no guste.

sábado, 6 de agosto de 2011

Banalizar lo importante, solemnizar lo obvio

La sensación de vértigo que producen los acontecimientos, y este miedo a instalarnos del todo en la tranquilidad vacacional por si, a la vuelta, nos espera un cataclismo ha impedido, creo, que se hagan reflexiones con un mínimo de perspectiva sobre el final de una pequeña era que se produjo el día en que el presidente del Gobierno, al modo sui géneris propio de la casa, con cuatro meses de por medio, anunció el fin de la legislatura, que para él es algo más.

De Zapatero ya solo se habla para subrayar su insignificancia, motejándolo con frecuencia de “cadáver político” y otras lindezas por el estilo. Y lo cierto es que, en parte por las cosas que pasan, pero también por sus propios méritos, ha conseguido convertir la coda de su mandato en un estrambote. Como si, más que pasar a la historia, quisiera irse por su sumidero. Hoy dice algún comentarista que sus últimos días en la Moncloa carecen de toda épica. Y es cierto.

Imagino que habrá tiempo para retrospectivas si, como por lo visto dijo ayer el propio Rubalcaba, siempre que llueve, escampa y vienen, por tanto, días más tranquilos en los que poder reflexionar sobre el pasado reciente sin andar urgidos por un presente que no deja vivir y, sobre todo, en la confianza de un futuro que ya solo pueda ser mejor.

Tengo claro mi veredicto, y no es positivo. No niego, por supuesto, que haya podido haber algunas cosas de mérito en estos siete años y pico, pero el conjunto es, me temo, una época que deberá ser superada. Y temo que algunos de los yerros vayan a ser muy, muy difíciles de enmendar, si es que tienen enmienda posible.

El fracaso como gestor de la crisis económica y sus evidentes carencias como gobernante en tiempos difíciles, su falta casi total de las virtudes del hombre de estado “clásico” es, para algunos, la clave del desengaño. Por así decir, el muchacho iba bien hasta que llegó el verdadero examen. A mi juicio, esa es una comprensión errónea del personaje. Me atrevería a decir que la crisis económica, si algo es, es un fracaso “técnico”; es el fracaso del Zapatero gestor, si es que alguna vez lo fue. Sin ánimo de frivolizar, me atrevo a calificar eso de pecado venial. Es probable que pocos, muy pocos políticos hubieran superado con mediano éxito semejante prueba. No creo, desde luego, que ni él ni su gobierno sean inocentes pero, ya ven, sí pienso que, en lo que a economía toca, valen mejor las coartadas que les asisten.

Peor, mucho peor, me parece el Zapatero genuinamente político. El Zapatero que ha actuado desde el primer día y casi siempre igual. Podría extenderme mucho en explicar este juicio, pero creo que mi opinión puede condensarse en dos ideas: su falta de prudencia y su propia concepción del quehacer político.

En cuanto a lo primero, el reproche más grave que cabe hacerle al ya casi expresidente es su terrible falta de respeto a los consensos básicos que forman la urdimbre en la que se asienta el modelo político español. Nuestro sistema, como todos, venía asentándose en unos acuerdos fundamentales que él se empeñó, desde el primer día, en ignorar –imagino que sus partidarios dirían en “superar”-, tanto en el orden territorial como en el social. Quizá ambas cosas pueden resumirse, en el fondo, en una: la falta de aceptación de la legitimidad del otro –es decir, de la derecha- como actor tan relevante como uno mismo.

Es posible que todo sea reducible a una táctica. Zapatero no quería, en el fondo, cambiar las cosas en profundidad, sino sentar las bases de un modelo que garantizara, de una vez y para siempre, una hegemonía inatacable del PSOE –asentada en su capacidad de pacto con fuerzas nacionalistas-. Reconozco que no tengo más elementos para despejar la duda que la intuición. Y no, no creo que sea así, es decir, no creo que Zapatero haya puesto toda su concepción de España al servicio de un fin tan poco altruista. Creo, simplemente, que piensa como parece que piensa.

Entiéndaseme bien. No creo que ninguna clase de consenso sea sagrado ni permanente y, por tanto, no veo ilegítima la revisión de ninguna clase de clave. Y eso incluye las mismísimas vigas maestras de nuestro edificio constitucional. Pero sí creo que semejante paso ha de fundarse en una demanda nítidamente expresada por una mayoría suficiente. Es un proceso que debe producirse de abajo hacia arriba, nunca de arriba hacia abajo. Zapatero jamás gozó de mayorías suficientes, ni siquiera puramente parlamentarias, para abrir algunos de los debates que abrió. Antes al contrario, las especialísimas circunstancias de su llegada al poder hubieran debido ser interpretadas como una invitación a la prudencia.

Si las claves de fondo de su política son, a mi juicio, dignas de reproche, su forma de hacerla es, sencillamente, irritante. Es posible, es probable, que Zapatero no sea sino el epítome de una izquierda que ha perdido densidad en su discurso político hasta un punto tal que, deslavazado, carente de toda coherencia, tal discurso ya malamente puede llamarse tal, sino que es, más bien, un collage de ¿ideas? ¿Imágenes? O puede que estemos, simplemente, ante el resultado de la propia levedad intelectual del personaje. El caso es que, a fuerza de banalizar lo importante y de solemnizar lo obvio ha conseguido convertir su manera de hablar de política en algo poco menos que insultante.

No negaré que, en el proceso de degradación del discurso político en España, el presidente y sus adláteres han contado con amplia colaboración de propios y extraños. Pero él, por decisión propia, ha llegado a convertirse en el más claro ejemplo de cómo se puede querer construir discursos con renuncia total a cualquier clase de idea. Los politólogos por encargo y demás cobistas llaman a esto, también “superación” y hablan de la democracia con toda clase de apellidos. Supongo que el único que no cabe es “racional”.

No, no creo que le quepa un gran lugar ni en la historia de España ni en la historia de la izquierda española. Y no será, ya digo, por la prima de riesgo.