domingo, 25 de septiembre de 2011

El lenguaje jurídico

Leo en prensa que el Ministerio de Justicia, en colaboración con la Real Academia, abandera una iniciativa para la simplificación del lenguaje jurídico. Con esa tendencia a la ampulosidad que, parece, se apodera de quien se incorpora a un gabinete de Zapatero, aunque sea persona probadamente cabal como creo es Caamaño, el ministro dijo algo así como que “una justicia que no se entiende, no es justicia”. Al parecer, de lo que se trata más exactamente es de simplificar los escritos forenses que, se supone, van dirigidos al ciudadano. Y, en el caso de las sentencias, parece loable eso de que el justiciable se entere de la justicia que se le imparte, sí.

El tema de la pretendida oscuridad del lenguaje jurídico dio lugar, en los países anglosajones, a movimientos pro-simplificación, promotores de un plain English que pusiera coto a los excesos de jerga que pueblan los documentos jurídicos ingleses y norteamericanos. En honor a la verdad, hay que decir que casi bastaría con que, en ocasiones, los documentos estuvieran en inglés, fuera o no plain. Muchas veces, no puede afirmarse que sea el caso o, al menos, no si por “inglés” se entiende la lengua común que habla la gente en los países anglosajones, ni siquiera en sus registros cultos.

No me parece, ni mucho menos, que la cesura entre lenguaje jurídico y lengua común sea tan notable en España o en los países hispanoparlantes. La lengua de los códigos, sentencias y actos administrativos, al menos, es español, por más que vaya trufado de latinajos, y no un dialecto semiautónomo.

En esto de la supuesta oscuridad del lenguaje jurídico creo que pueden distinguirse tres problemas.

El primero es el que tiene que ver con usos lingüísticos particulares, a menudo arcaizantes –por ejemplo, la profusión en el empleo del subjuntivo-. Nada se perdería en calidad técnica, supongo, si “a todos los que la presente vieren y entendieren” se sustituyera por “a todos los que vean y entiendan la presente”. El que “matare” viene ser, sobre poco más o menos, el mismo tipo que “mate” a quien sea. A menudo, se trata de meras cuestiones estilísticas y, por tanto, nada, salvo querencias nostálgicas, se echaría a perder por una actualización. Tampoco está de más que la redacción de leyes, decretos y sentencias se atenga a las normas elementales de la redacción en general. En el colegio nos decían que, si bien ser especialmente talentoso con la pluma está al alcance de muy pocos, claros podemos ser casi todos. La subordinación en cadena es una técnica que debería reservarse para los muy buenos redactores y, a partir de ciertos niveles, solo a Rafael Sáchez Ferlosio. Para los demás, me temo que es el equivalente estilístico del equilibrio sin red.

La segunda cuestión es algo más enjundiosa. Es verdad que el Derecho tiene que ver con la gente en general y, por tanto, casi todos los ciudadanos tenemos que entrar alguna vez en contacto con el lenguaje jurídico. Pero no por ello ese tipo de lenguaje deja de ser un lenguaje técnico. Como cualquier otro grupo profesional, los juristas hacen uso de fórmulas, palabras y giros que son relativamente exclusivos de su dominio –aunque, a menudo, ocurra en el campo del Derecho lo que sucede en otros ámbitos de las ciencias sociales: más que acuñar tecnicismos en sentido estricto, se da un sentido técnico preciso a una palabra que, en el uso común, tiene un sentido más laxo (como ejemplo banal, digamos que un jurista distingue perfectamente un “asesinato” de un “homicidio”, a pesar de que ambos términos podrían ser intercambiables en un contexto no técnico, cosa que no ocurre, digamos, con "tomografía axial" o "baricentro")-. La existencia de términos o locuciones precisos, cuyo significado es compartido por la comunidad profesional, permite la transmisión de ideas sin lugar a errores. No es realista, ni necesario, pretender que los no especialistas accedan a ese nivel de lenguaje, ni tiene tampoco sentido que se obligue a los juristas a expresarse en términos más vagos. “Traducir” el lenguaje jurídico en lenguaje llano y dar cumplidas explicaciones es una de las funciones fundamentales que tienen aquellos profesionales del Derecho que están en contacto con el lego. Cuando los abogados hemos de redactar un contrato en interés de un cliente, no se suele asumir que el cliente no sabe escribir. Simplemente no tiene por qué saber hacerlo en unos determinados términos que serán los que, en su día, leerá el juez. Por lo mismo, la sentencia que el juez dicta deberá ser transmitida al justiciable por su procurador y por su abogado. Abogados, procuradores o notarios son, en buena medida, traductores. Cuando el ordenamiento jurídico prevé o impone su presencia, es, entre otras razones, porque se asume que el lenguaje jurídico no es asequible a todo el mundo, por mucho esfuerzo de claridad que se haga.

Dentro de esta dimensión técnica desempeña un papel importante el latín. Es verdad que buena parte de las locuciones latinas que se emplean en textos jurídicos tienen equivalente en español y, por tanto, podrían tenerse por innecesarias. Es verdad, también, que buena parte de ellas tienen ya un valor meramente estilístico y, por tanto, entrarían en lo que antes he considerado como suprimible. Creo que es perfectamente aceptable que un manual de Derecho procesal hable de cuestiones que se dirimen “a limine litis”, por ejemplo –o sea, antes de entrar en la materia contenciosa propiamente dicha- pero entiendo que puede ahorrarse el término en un texto que no se destine especialmente a circular entre juristas. Dicho eso, conviene subrayar que las locuciones latinas, en ocasiones, pueden tener una utilidad sintética y de economía de lenguaje, cuando su sustitución requeriría el empleo de giros en español más largos y quizá no exactamente equivalentes. Tienen, además, la gran virtud de ser comunes a los lenguajes jurídicos de todos los países con los que formamos familia (así era, al menos, antes de que casi todos los juristas del mundo latino se pusieran de acuerdo en hablar entre sí… en inglés).

La tercera de las cuestiones es que el lenguaje jurídico español no deja de ser un sublenguaje técnico del español a secas. Por tanto, padece sus mismos males. Hay jueces, legisladores y abogados que escriben, simplemente, muy mal. Y cada vez es más frecuente. Hay sentencias y leyes históricas que, incluso hoy, con todo su arcaísmo y su carga técnica, están al alcance de cualquier lector medianamente culto. Y hay, por el contrario, bodrios contemporáneos –alguno producido por el propio departamento del que es responsable el ministro Caamaño- que no hay por donde cogerlos y a los que ningún esfuerzo de simplificación podrá nunca asemejar a un texto en un lenguaje humano corriente, y ya no digamos cultivado.

Al final, si bien se mira, este puede ser el más sobresaliente de los tres problemas. Desde luego, creo que es el más común. Es frecuente, en Derecho y en otros ámbitos, atribuir la confusión del mensaje al código empleado, cuando en realidad suele deberse a la ineptitud de quien lo emite.

domingo, 4 de septiembre de 2011

"Antidemocrático"

Me reafirmo en la idea que expresaba la semana pasada de que, en la votación constituyente en el Congreso, han sido mucho más las formas que el fondo. De hecho, parece que, incluso, ciertos grupos o grupúsculos han desdeñado la reforma por el cómo se ha hecho, la reforma en sí, más que su contenido. La pataleta de los grupos minoritarios, especialmente nacionalistas, ha venido acompañada de todo tipo de metáforas de conflicto, calificativos altisonantes y réquiems por el consenso, muerto y enterrado, al parecer.

Salvo en la Bulgaria de los tiempos gloriosos, no creo que una ley apoyada por más del noventa por ciento de los votos en la Cámara puede ser tenida por “antidemocrática” ni, desde luego, que pueda hablarse de “ruptura de consensos”. Antes al contrario, lo que ponen de manifiesto ciertas reacciones o, en rigor, lo que pondrían en el supuesto de que algunos se creyeran de verdad lo que dicen –porque me da que hay mucho de impostado en tanta salida de tono- es una comprensión un tanto desviada de en qué consiste una democracia y cómo funciona. Cosas que, a fuerza de repetidas, parece que hemos terminado por creernos. Lo que verdaderamente causa perplejidad es que el funcionamiento normal de las instituciones pueda dar lugar a semejantes discursos.

Está claro que no cabe confundir el funcionamiento de una democracia con la aritmética. Una sociedad contemporánea, abierta y compleja, como la española, no es fácilmente reducible a pesos y medidas, y solo desde concepciones totalitarias es posible seguir creyendo que el Congreso es un trasunto perfecto de la soberanía nacional y, por tanto, nada de lo que ocurre fuera de él es relevante. La democracia no es reducible, en suma, a sus reglas de decisión. Pero no es menos cierto que esas reglas existen, que los debates no pueden ser eternos y que en algún momento hay que someter las cuestiones a la operación de las reglas. Y, a partir de ahí, es válida y legítima la decisión que respete el procedimiento.

Nada de lo dicho es ignorado por unos cuantos de los diputados más beligerantes esta semana. Hay que concluir, por tanto, que simplemente tienen mal perder. Los intereses que representan –legítimos, seguramente- han tenido que ceder a otros, igualmente legítimos, pero muy ampliamente más respaldados. Búsquese el calificativo que se quiera, pero malamente estaremos ante ninguna clase de abuso de poder. Por otra parte, acabo de decir, y así lo creo, que no tiene mucho sentido pensar que la composición del Congreso sea otra cosa que una simplificación muy grosera de la verdadera pluralidad de la sociedad española y, por eso, no tiene sentido llevar muy lejos las interpretaciones extensivas de las mayorías, pero, aceptado el principio de la representatividad, la amplísima mayoría concitada por PP y PSOE sería, desde luego, una buena representación de una “mayoría social”. Una mayoría, supongo que para desesperación de algunos, muy bien distribuida geográficamente.

En realidad, la cosa bien podría verse desde otro punto de vista: el anecdótico acuerdo PP-PSOE es más bien un breve paréntesis en el secuestro cuasipermanente de las mayorías por las minorías que resulta tan frecuente en España, y creo que en otros sitios, en todos los ámbitos.

En nuestra complicada sociedad se da el fenómeno de que, a menudo, la mayoría silenciosa vive aherrojada por múltiples minorías que tienen la habilidad de estar organizadas de algún modo. Me atrevería a decir que esto es casi la regla general. En el ámbito parlamentario, estamos acostumbrados a ver cómo juegan hábilmente sus cartas minorías que saben organizar su representación mediante las ventajas que concede un sistema electoral territorializado. Pero en el mundo empresarial vemos también como minorías sindicalizadas desafían reformas e imponen criterios que, muchas veces, van en detrimento de la generalidad. Por no hablar de toda clase de cazadores de subvenciones y demás tribus que viven al amparo del presupuesto, que las hay.

Los intereses minoritarios son, la mayor parte de las veces, muy legítimos pero son eso, minoritarios. A menudo, ante un problema que permanece irresuelto y cuya solución parece de sentido común, hay que preguntarse si existe alguna minoría, algún interés minoritario que justifica un determinado estado de cosas. Se ha apuntado, y con buen criterio, que no es cierto que todo el mundo pueda querer que la actual crisis económica se resuelva. En primer lugar porque no todo el mundo pierde con ella –hay quien gana, muy pocos, pero los hay- y en segundo lugar porque hay gente que sabe que una solución para los muchos solo puede ser a costa de determinados privilegios de unos pocos.

Los sindicatos proveen un ejemplo excelente. Bloquearán o intentarán bloquear cualquier reforma del mercado de trabajo, incluso algunas que barrunten que pueden contribuir a crear empleo, siempre que, como parece previsible, esas reformas supongan una rebaja en sus cuotas de poder. Los problemas no son tan “irresolubles” como a menudo parece. Hay quien no quiere que sean resueltos, que es diferente.

Ya digo que me parece que este es el estado normal de cosas. Ahora bien, el arte del asunto consiste en no tensar la cuerda tanto que la mayoría termine tomando conciencia de la subversión de las reglas. En este sentido, las denuncias sobre lo “antidemocrático” del procedimiento de reforma constitucional pueden llevar a algunos a concluir que lo que era y es muy “antidemocrático” es el alabado “consenso” en su forma habitual. Lo mismo que las continuas denuncias sobre “recortes sociales” pueden llevar a muchos a caer en la cuenta de que, a ellos, no se les puede recortar aquello de lo que no disfrutan.