viernes, 30 de diciembre de 2011

Samoa y el cambio de fecha

Samoa es un archipiélago del Pacífico, soberano desde 1962 –se independizó de Nueva Zelanda-. Una república parlamentaria con algo menos de ciento ochenta mil habitantes. Un país donde pasan cosas curiosas. Por ejemplo, en el año 2009 se les ocurrió cambiar el sentido del tráfico y pasaron a circular por la izquierda. Es muy poco frecuente que un país pase de circular por un lado de la calzada a hacerlo por el otro, pero lo es todavía menos que el sentido del cambio sea de derecha a izquierda. No es que la cosa no tuviera razón de ser, ya que la mayor parte de los países de aquella región del mundo, como excolonias británicas, ordenan su tráfico como la antigua metrópoli, pero supongo que, tratándose de un conjunto de islas, tampoco sería un problema mayor. Al caso, ni cortos ni perezosos, los samoanos decidieron cambiar.

Según se lee en esta noticia (http://blogs.elpais.com/wall-street-report/
), ahora se les ha ocurrido otra buena. Han movido la línea del cambio de fecha. Hasta ahora, Samoa tiene un huso horario que es, prácticamente GMT- 12 o, lo que es lo mismo, trece horas menos que en la España peninsular. Cuando en Londres es mediodía del domingo, en Samoa es medianoche del sábado al domingo. A solo 32 kilómetros al oeste, es también medianoche… pero del domingo al lunes. Ni cortos, ni perezosos, los samoanos han decidido dar un saltito que hará desaparecer del calendario el viernes, 30 de diciembre. Las trece horas menos respecto a España serán once más, que para el caso es lo mismo y la madrugada del sábado al domingo lo será del domingo al lunes.

Por lo que se ve, no es la primera vez que algo así pasa en Samoa –ya digo que es un país de lo más curioso-. El año 1882 tuvo allí dos cuatros de julio, por un movimiento, supongo, inverso al de ahora.

Son fascinantes, estas cosas. La línea del cambio de fecha, el meridiano 180, inspiró a Eco su novela La Isla del Día de Antes. Y ya se sabe que el amigo Phileas Fogg pudo ganar su apuesta porque, viajando siempre hacia oriente, terminó ganando ese día que le permitió, conforme al calendario de Londres, completar su vuelta al mundo en ciento ochenta días (inciso: es llamativo que Julio Verne, francés él de pro, no pudiera sino crear su Phileas Fogg como personaje netamente inglés; a ningún alemán pongamos por caso, se le hubiera ocurrido verosímilmente semejante idea).

El empeño del hombre en medir el tiempo ha dado siempre lugar a las cosas más curiosas. Es famoso aquello de que Shakespeare y Cervantes murieron el mismo día, el 23 de abril de 1616, pero no recuerdo cuál de ellos por el calendario juliano y otro por el gregoriano –barrunto que Cervantes sería el del gregoriano-. Santa Teresa murió, creo, a principios de octubre de 1582 y fue enterrada, según parece, a mediados de mes. Falso. Supongo que no dejarían que la santa empezara a oler. Simplemente, cambió el calendario entretanto.

Tarea compleja esta de parcelar en trozos iguales lo que no deja de ser más que un fluir continuo. El tiempo es la más omnipresente de nuestras ficciones, de nuestras convenciones. ¿Envejecemos porque pasa el tiempo o pasa el tiempo porque envejecemos? No lo sé. Pero los samoanos son unos cachondos, eso sí.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Perdón por las moléstias (sic)

En mi oficina tenemos un cuarto de baño que se estropea con alguna frecuencia. Hoy mismo, sin ir más lejos. Y cuando no se puede usar, alguien cuelga en la puerta el oportuno letrerito de “fuera de servicio”. El caso es que hoy, no sé si porque es día de los inocentes, al letrerito “fuera de servicio” se añade otro cartelillo con un “disculpen las moléstias” (sic). La molestia de tener que buscar otro baño, salvo urgencias perentorias, me resulta soportable; esa inoportuna tilde en la “e” sí me molesta. Lo que no sé es si soy el único.

Todos los años, la Fundación pro Real Academia Española felicita las pascuas con una preciosa tarjeta a cargo de don Antonio Mingote, que para eso es académico, y envía como obsequio, por lo general, algún facsímil de un documento histórico. Estas navidades, casualmente, la Fundación ha elegido una verdadera preciosidad: una copia del proemio ortográfico que abría el Diccionario de Autoridades, allá por 1726. Es decir, el primer conjunto de reglas de ortografía del español publicado por la Academia.

La última Ortografía académica, que es muy reciente, se abre con un recorrido por la historia de la normalización ortográfica del español y hace referencia, por supuesto, al propio Proemio como obra seminal. Es muy llamativo contrastar una y otro. Mientras que la vigente Ortografía es un obrón científico de primera magnitud, extensísimo y completamente razonado, el Proemio tiene apenas veinte páginas. Y, sin embargo, los académicos del XVIII pusieron algunas de las bases sobre las que todavía hoy se asienta nuestro modo de escribir. De entrada, y en el mismo párrafo inicial -las consabidas menciones gratulatorias a S.M. el Rey y demás iban en la portada-, dan cuenta de las reglas que, combinadas de modo variable, aún hoy informan nuestro sistema ortográfico: la de que se escribe como se pronuncia y, a veces, por aquello de que no todo el mundo pronuncia igual, hay que atender a la etimología o, simplemente, al uso, es decir, que las cosas se escriban como se vengan escribiendo.

Por otra parte, la razón por la que la Academia abordó entonces la normalización ortográfica fue eminentemente práctica. Para componer el Diccionario de Autoridades, que era su tarea principal en aquel tiempo, necesitaba encabezar y ordenar las entradas. E intentó hacerlo de modo coherente. Por supuesto, el Proemio no tuvo ninguna repercusión en su día, como tampoco lo tuvo obra académica alguna hasta la generalización de la educación y la imposición de las ortografías de la RAE como textos escolares. Poca gente recuerda ya que existió la denominada “ortografía chilena”, distinta de la española, que gozó de cierta difusión no solo en Chile, sino en otros países americanos (creo que contaba con el respaldo del mismísimo don Andrés Bello, venezolano de nacimiento pero chileno de adopción). Así que a punto estuvimos de no disponer de un código gráfico enteramente común. Nuestros vecinos portugueses pueden dar fe de lo que cuesta reconducir a unidad lo que ya se ha disgregado.

La ortografía es y ha sido siempre terreno propicio para el debate entre modernos y antiguos, entre apocalípticos e integrados. Ahí está, para la posteridad, el alegato antinormalizador de García Márquez en el I Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (1997). No es difícil convenir sobre su importancia, especialmente en el caso de una lengua que, como el español, está dispersa geográficamente y abarca numerosas variedades. Supongo que también será fácil, entre quienes tengan interés en la materia y tengan presentes referencias comparadas, estar de acuerdo en que el sistema es bastante coherente e incluso se podría calificar de “sencillo”; es verdad que puede haber ortografías más simples, pero es indudable que las hay mucho más complejas.

El desdén por la ortografía, e incluso la manía antiortográfica arrancan, más bien, supongo, del carácter inequívocamente reglado, normativo, obligatorio que reviste. La ortografía es normativa o no es, hasta el punto de que los “errores” se llaman “faltas”. Además, como todo lo que tiene que ver con la lengua escrita, su adquisición requiere un esfuerzo de aprendizaje formal, que tiene la puñetera característica de no terminar nunca. A leer se aprende y se aprende para siempre, pero nunca está uno libre del traicionero gazapo ortográfico, que salta donde menos se lo espera. La apreciación de su utilidad requiere, además, cierta reflexión porque no es cosa obvia a primera vista. Dado que, aparentemente, se escriba bien o mal, las cosas “se entienden” es fácil dejarse llevar por la impresión de que se trata de una cuestión meramente formal, estética. Para terminar de arreglarlo, aunque menos que en otros países, el dominio de las reglas ortográficas es prueba de educación, marca de clase, en suma, al menos para algunos. Es poco democrática (recuérdese que, en España, el calificativo “democrático” es predicable de todo).

La ortografía acumula, en suma, títulos para convertirse en todo un epítome de lo odioso, en el arquetipo de la regla inútil, molesta y discriminadora, candidata indiscutible al menosprecio en este país igualitarista en el peor sentido, afanoso de mediocridad. Si no estamos para cosas más enjundiosas, malamente vamos a pararnos en si se ponen o se quitan las tildes que, total, a quién carajo le importan, salvo a los académicos –que viven de eso- y cuatro pirados más. Así las cosas, cuando uno va por la calle, raro es toparse con un texto bien escrito. Quiero decir escrito a derechas, con perdón de la expresión, no ya más o menos elegante desde otros puntos de vista. Donde no dejan de cuadrar mayúsculas o minúsculas, faltan o sobran tildes, o la puntuación parece puesta adrede para confundir. Y no puede decirse tampoco que la cosa guarde la correlación esperable con el supuesto nivel cultural de los escribientes. Pero, ya digo, no es esto lo que me llama más la atención. Lo que verdaderamente me sorprende es que a casi nadie parezca importarle lo más mínimo.

Incluso aunque la ortografía fuera pura regla arbitraria, simple estética –que no lo es, aparte de que las cuestiones estéticas raramente son “simples”- su práctica sería recomendable por higiene mental. Es la más asequible de las disciplinas intelectuales que tienen una cierta capacidad de articular el discurso, de ahormar el espíritu al gusto por la forma.

Pero, en fin, para qué engañarnos, la principal y casi única “moléstia” de encontrarse el baño estropeado es que hay que ir a mear a otra parte.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Madrid, la malquerida

Reconozco que soy de los que se sienten dolidos por lo que Alberto Ruiz Gallardón acaba de hacer. Por el desdén que muestra por la ciudad.

No puedo decir que me siento decepcionado, porque nunca deposité esperanzas en el personaje, así que no, “decepcionado” no es la palabra. Si, finalmente, doña Ana Botella se convierte en alcaldesa, tampoco podrá decirse que habrá sucedido nada anormal. Desde luego, no en el plano puramente jurídico-institucional, porque nada tiene de extraño que, cesante el alcalde, le sustituya el concejal que iba como número dos en la lista en la que fue elegido –paradójicamente, no el que luego venía fungiendo de “vicealcalde” (término éste muy gallardonil, que no sé si tiene equivalente en otros ayuntamientos)-, nada raro aquí, pues. Tampoco cabe llamarse a engaño: por más que el ahora ministro de Justicia dijera que no albergaba el más planes que los de servir a los madrileños, u otra cursilería por el estilo a las que es tan aficionado, no había cristiano en esta villa que no tuviera bien claro que, si alguien había ansioso por recibir la llamada de Mariano era él. Si quienes le votaron no vieron, es que no querían ver.

Al hasta hace poco alcalde de Madrid se le podrá acusar de muchas cosas, pero no de ocultar sus querencias. Y nunca ocultó, pues, que no quería ser alcalde de la ciudad. Ya no quería. Los motivos pueden ser variados. En parte, supongo, que el juguete está roto, en buena medida porque él se lo ha cargado. Las arcas municipales están vacías, exhaustas, y dan ya poco margen para el lucimiento, como podrá comprobar en breve la señora Botella. Puede ser también, claro, que el Sr. Ruiz Gallardón haya concebido siempre su papel como una estación de tránsito hacia otros destinos que él entiende más elevados. Igual le ocurrirá, supongo, con su nuevo rol como ministro. Solo verá colmadas sus ambiciones cuando ocupe la silla en la que ahora se asientan las posaderas de Mariano. Y entiéndaseme bien, las ambiciones de don Alberto me parecen muy legítimas, y comprendo perfectamente que un político de raza y en edad de merecer apunte a la más alta de las magistraturas que le sean accesibles. No es la ambición lo que molesta, sino la grosería y el menosprecio.

Alberto Ruiz Gallardón y el partido que lo sustenta han tratado la alcaldía de Madrid como caza menor. Como un asunto de política local. Y perdóneseme, igual respiro por la herida de nativo de esta pobre ciudad, pero discrepo. Discrepo radicalmente.

Madrid no es una ciudad como otra cualquiera. En primer lugar, por simples dimensiones. En su término viven más de tres millones de personas, y en su área de influencia más inmediata, casi seis. Hablamos de la tercera urbe de Europa occidental y, desde luego, la más importante, por múltiples criterios, en el sur del continente. Pero es que, además, es la capital de España, lo cual, además de concederle una preeminencia institucional y simbólica, la convierte en patrimonio y asunto de todos los españoles.

Uno de los resultados más paradójicos de la implantación del estado de las autonomías ha sido, sin duda, el asentamiento de Madrid como capital. Algunos –más que nada, con pesar- añaden los calificativos “total” y “definitiva”: Madrid como capital total, Madrid como París de España. No creo yo que Madrid se haya convertido en un París, pero sí ha alcanzado un estatus que no tenía. Y no creo que se trate de una realidad impuesta, sino de una realidad deseada o, al menos, consentida por muchos. Los españoles parecen haberse acostumbrado a que su país tenga capital y diríase que, salvo a algunos (a muchos de los cuales lo que les fastidia, en realidad, no es que exista la capital sino el país mismo), no les molesta. Antes al contrario.

Es verdad que esta realidad urbanística, demográfica, financiera y política carece de una traducción institucional suficiente como acertadamente, creo, ha denunciado el propio Ruiz Gallardón. El aparato administrativo de Madrid no debería ser igual al del resto de municipios, ni siquiera al de otras grandes ciudades. Debería existir, probablemente, un sistema de gobierno especial para Madrid y Barcelona. Pero en tanto eso no exista, es decir, en tanto el alcalde de Madrid siga siendo, sobre el papel, igual que cualquier otro, esa circunstancia no borra la enorme diferencia práctica ni, creo, debe convertir en caza menor la alcaldía.

¿Sería mucho pedir que los partidos políticos postularan como alcaldes de Madrid a personas que quisieran serlo? ¿Acaso no hay personas que, vean o no colmadas sus ambiciones personales, aprecien la relevancia del cargo? Creo que la ciudad se lo merece. Al menos, merece que la respeten.

Váyase don Alberto en buena hora y tenga suerte en sus altos destinos. Me gustaría saber si quien va a administrar la ruina que él ha dejado –castigada desde ya con montones de prejuicios, confiemos en que maliciosos e inmerecidos-, al menos, se siente honrada por ello. ¿Quiere, de veras, ser alcaldesa, o solo le ha tocado? Se verá pronto. Al cabo, Madrid seguirá bullendo, en espera de un alcalde que tenga la humildad de no querer reinventarla. Un alcalde que no ponga todo su empeño en parecer otra cosa; un alcalde que no quiera disimular que lo es, que no invente un neolenguaje administrativo para que los concejales se asimilen, siquiera en el nombre, a ministros; un alcalde que no se avergüence de usar los símbolos de u dignidad; un alcalde que sepa que las casas consistoriales, como la Casa de la Villa, aun avejentadas y poco confortables, merecen un respeto reverencial por lo que representaron y representan; un alcalde que no cambie el nombre de la villa por un logotipo, apeándola de la mayúscula... Un alcalde, en fin, al que, al menos, le guste su ciudad.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El Gobierno como mensaje

El primer gobierno Rajoy, como conjunto, llama la atención por dos cosas: la edad promedio y la preparación, en líneas generales, de sus integrantes. El gabinete tiene, en media, algo más de cincuenta y cinco, y casi todos los ministros tienen, amén de formación técnica, cumplida experiencia política, incluso en ese mismo rol.

El contraste con los ejecutivos de Zapatero no puede ser más marcado, y creo que para bien. Es verdad que se puede pecar de injusticia al extender a todos los ministros de la última etapa socialista esa tacha de inanidad e incompetencia que parece haber sido marca de la casa. En los gobiernos de Zapatero hubo de todo, incluidos ministros muy experimentados y muy bien formados –cuestión distinta es que fueran exitosos en su desempeño-. Pero, al cabo, no cabe duda de que, vistos como colectivos, ni preparación ni experiencia sobresalían. Vistos retrospectivamente estos algo más de siete años, cuesta decir que, en sus decisiones, el anterior presidente se guiara fundamentalmente por criterios de competencia previsible del elegido. Mérito y capacidad cedían ante otras consideraciones. Si Zapatero fue un político gestual, un político poco amigo de los discursos estructurados y sí de los mensajes en imágenes, es indudable que sus nombramientos ministeriales resultaron ser momentos álgidos en esa forma de hacer política. La formación de gobiernos como herramienta ideológico-propagandística.

No es buena forma de abordar la cuestión, a mi juicio. Naturalmente que la elección de ministros –la decisión fundamental del presidente del Gobierno- es un acto político en el más amplio sentido de la palabra y, por tanto, al optar, el presidente expresa muchas cosas. Pero la sustancia no puede verse completamente preterida por la forma. Con independencia de las sutilezas y los mensajes que se desee transmitir al formar un ejecutivo, el primer deber que incumbe al presidente es el de formar un consejo de gente competente.

No está mal, de entrada, poner un cierto freno a la progresiva conversión del sistema en una paidocracia. Si los poco más de cincuenta y cinco años que, en media, tienen los nuevos ministros nos parecen muchos, es solo porque estamos mal acostumbrados. La reprochable tendencia al adanismo de Zapatero y de muchos de sus ministros tenía en buena parte que ver, a buen seguro, con su falta de experiencia lo que, a su vez, obedece a una pobre trayectoria personal. Ciertamente, esa pobre trayectoria no se debe solo, a su vez, al haber llegado a cargos muy importantes a edades demasiado tempranas, pero sí que se puede convenir en que acumular vivencias suele requerir tiempo. Se puede ser muy brillante, descollar desde muy joven y gozar de una innata sensatez y es posible, por tanto, que haya excelentes ministros que apenas hayan tenido tiempo para concluir su educación formal, pero incluso estos puede que mejoren con el tiempo.

La cuestión de la experiencia remite también a otra consideración: el malbaratamiento del papel de ministro que implica el otorgar esa condición a personas carentes de mérito relevante alguno o de cualquier especial preparación. Es posible que haya quien interprete que el que “cualquiera” pueda ser ministro debe ser tomado como un triunfo de nuestra democracia. Es verdad que se podrá estar de acuerdo o no en función del valor que le demos a ese “cualquiera” pero si “cualquiera” quiere decir “sin especiales condiciones” no solo no cabe alegrarse de ello, sino que es más bien una desgracia. Ser miembro del Gobierno de España es, o debe ser, un inmenso orgullo y, en el caso particular de los políticos profesionales, la culminación de un cursus honorem que, en buena lógica, debería comenzar en puestos de menor responsabilidad representativa y gerencial –el propio Mariano Rajoy, por cierto, es un buen ejemplo de ello-. La dignidad del ministro estriba, precisamente, en que los ciudadanos percibamos a las claras que no es algo que esté al alcance de cualquiera.

Siempre se ha dicho que sería deseable que, como sucede en otros países, personas relevantes en todos los órdenes, estuvieran disponibles cuando son llamados para desempeñar una labor pública. Es verdad que esos llamamientos no se producen, en buena medida, porque la clase política profesional tiene cohortes tan numerosas que copan los puestos sin necesidad de aportes del mundo real; y es verdad también que las retribuciones que puede pagar la Administración son escasas por contraste con las que ofrece el sector privado. Pero no es menos cierto que pocas personas que, en otras condiciones, podrían sentirse honradas por poder entrar en la nómina de ministros se sentirán mucho menos estimuladas si esa nómina está trufada de nombres irrelevantes, de personajes de opereta cuyo único mérito fue estar en el sitio adecuado a la hora adecuada para servir de guiño demagógico.

El desempeño dirá si Rajoy acertó en la elección. Al menos, sí parece haber intentado acertar en el mensaje.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Discurso de investidura

No puede decirse que el discurso de investidura de Rajoy haya sido una pieza como para pasar a los anales de la oratoria. Tampoco hacía falta, esa es la verdad. Ya sabemos que ningún discurso parlamentario convence a nadie ni, en realidad, allega votos cuando estos son necesarios, puesto que de eso se encargan los muñidores de acuerdos, en los pasillos pero, es un suponer, cuando uno ha de regalar los oídos alguien, se esmera con la pluma. Rajoy tiene todo el pescado vendido. Tan solo ha de esperar pacientemente a que concluyan los distintos turnos de palabra.

No podían faltar, y es bueno que no falten, las obligadas frases de cortesía hacia el gobierno saliente –en buena hora, lo de saliente- y el reconocimiento expreso a instituciones y personas que, como las Fuerzas Armadas o los cuerpos de seguridad del Estado, concitan afectos transversales. Por lo demás, resumiría el discurso en dos ideas y una cifra: tres años de bachillerato, festivos los lunes y dieciséis mil quinientos millones.

En cuanto a lo primero, leo –digo leo porque no pude oír a Rajoy, sino que he leído su discurso, accesible en Internet- que se pretende recuperar el bachillerato de tres años. Salvo que se quiera atrasar un año la edad de acceso a la universidad, supongo que ello será a costa de comprimir la secundaria obligatoria, que durará un año menos. Según ha dicho, con el loable objetivo de elevar el nivel cultural general del país. El objetivo es loable, en efecto, pero no sé si la etapa es la apropiada. El bachillerato son unos cursos preuniversitarios, que no tienen carácter obligatorio. La cultura general –la que se espera que obtenga todo el mundo- se adquiere, se supone, en los años que sí son de estudio forzoso. En todo caso, no parece que los problemas del sistema educativo español tengan que ver tanto con cómo se estructuran los distintos y sucesivos ciclos como con los valores y principios, o carencia de unos y otros, que los inspiran. El problema del sistema educativo español no es de diseño, ni técnico ni económico. Es estrictamente ideológico, como el de tantos otros. Es muy difícil hallar aquello que no se busca, y el sistema educativo en nuestro país no busca, precisamente, ciudadanos preparados, críticos y cultos. ¿Niños felices? Eso igual sí. Lamentablemente, solo un tiempo.

Lo de los festivos los lunes, salvo aquellas fiestas que gozan de “mayor arraigo social” era una reivindicación de la CEOE. Terminar con los archiconocidos “puentes”. Esa especie de juego de la oca que liga festivos entre sí o con los fines de semana, con efecto devastador, parece, para la productividad. Sinceramente, desconozco cuan beneficioso puede ser para nuestra eficacia productiva el importar el concepto inglés de las banking holidays –allí los festivos son en lunes- y me imagino que tendrá su aquel determinar qué es eso del “arraigo”, más allá de que, supongo también, no habrá problema en que la navidad siga siendo el 25 de diciembre, los años empiecen en 1 de enero y el viernes santo sea viernes. Seguro, además, que es fácil hacer demagogia con esto, pero sí sé que resulta absolutamente antiestético y demoledor para la imagen del país el que, con una cifra oficial de más de cinco millones de parados nos permitamos el lujo de tomar, prácticamente, una semana festiva a escasos días de las fiestas de navidad –es verdad que este año las más señaladas caen en domingo, pero no hace al caso-, como acaba de suceder. A menudo, nos quejamos de nuestra inmerecida imagen de bon vivants –o gandules, simplemente-, pero quizá podríamos empezar por recordar que la mujer del césar ha de empezar por parecer decente. ¿Medida absurda o cara a la galería? Puede, pero absolutamente acorde con el signo de los tiempos.

La madre del cordero está, claro, en la cifra: 16.500 millones de euros, más o menos. Ese es el monto de recortes de gasto que se precisará para ir cumpliendo, piano, piano, los compromisos adquiridos. La cifra es fácil de cuadrar: el PIB es, millón arriba, millón abajo, de un billón (español) de euros. El déficit público al final de 2011, con suerte, será del seis por ciento. Si hemos de cerrar 2012 en el entorno del cuatro y medio, números cantan. Cada punto porcentual de PIB son diez mil millones. Dicho de otro modo: cada décima de yerro en las cuentas de Salgado implicará mil millones menos de gastos. Si el déficit representa, a fin de año, el ocho por ciento, esos 16.500 millones se habrán convertido en unos 36.000. Es decir, en una cifra descomunal.

Rajoy no ha especificado qué partidas recortará. Sí ha dicho que, salvo pensiones, todas las demás son susceptibles de recorte. En realidad, no es así. No todas las partidas son igualmente candidatas. Algunas, como las prestaciones por desempleo –que probablemente no crezcan, porque habrá más parados, pero a algunos se les irá acabando la prestación- no dependen de decisiones presupuestarias, sino que tienen carácter automático; otras, como el servicio de la deuda, son intocables por ley (por la Constitución, para ser más exactos). En fin, dado que existen múltiples capítulos de gasto con insuficiente peso, solo quedan tres candidatas a recibir la parte del león: sanidad, educación (en el debe de las comunidades autónomas) y gastos de personal. No es en absoluto descartable, entonces, que los empleados públicos se enfrenten no ya a la congelación, que pueden dar por hecha, sino a nuevos recortes de sus retribuciones.

Sanidad, más que educación, es también candidata, a través de la vía de la reducción de los niveles de servicio.

Discurso de investidura, pues, bastante obvio. Previsible, sí. Reconducible, casi, a esa cifra de 16.500 millones. Lo que toca.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¿Ha acertado Cameron?

Las opiniones pública y publicada en el Reino Unido se hallan notablemente divididas en torno a la postura de David Cameron en la reciente cumbre europea. Mientras que la prensa más próxima a ala derecha del partido tory rescata viejos adagios emotivos pero un tanto pasados de moda (ya se sabe: “niebla en el Canal, el Continente está aislado”) y jalea al primer ministro, los sectores menos euroescépticos –hablar de “eurófilos” o cosa por el estilo en Gran Bretaña no resulta muy atinado-, empezando por el viceprimer minstro Clegg, se lamentan del resultado. Algún diplomático profesional, versado en cuestiones europeas, ha llegado a hablar de “desastre” sin paliativos.

No voy a negar que, como liberal ortodoxo, soy anglófilo, y no puedo dejar de ver con simpatía estas periódicas muestras de genio con el que nuestro fleco suelto isleño sacude las conciencias de esta Europa racionalista, tan peligrosamente inclinada al dirigismo. El mundo occidental le debe tanto a las democracias anglosajonas –los liberales, además, la mayor parte de nuestro acervo doctrinal- que, creo, el Reino Unido se ha ganado el derecho a su modo de ser en Europa, por peculiar que este sea, que lo es. Y así es como lo necesitamos.

Pero tengo la sensación de que, esta vez, nuestros amigos empiezan a perder pie. Dejando aparte lo mal escogido del momento y la relativa grosería de poner de manifiesto, sin los debidos disimulos diplomáticos, intereses puramente nacionales (dicho sea de paso, esto es, claro, lo que hace bramar de entusiasmo a la bancada de los tory backbenchers), me temo que buena parte del mundo político británico está fuera de la realidad. Quizá es el poderoso influjo de la lengua que, a fuerza de repetir, lleva a distinguir “Europa” de “Gran Bretaña”. ¿Alguien puede seriamente sostener que el Reino Unido es una realidad extraeuropea? Un vistazo a la balanza de pagos británica despeja las dudas, desde luego.

Probablemente, la confusión empieza y termina donde empezó y terminó la causa de Cameron en la madrugada del viernes: en la City de Londres.

La City es un lugar raro y lo ha sido siempre. Una curiosidad semiexenta, cuasiextraterritorial respecto a la realidad física y social que la envuelve, que no es otra que la ciudad de Londres, a la sazón capital de Inglaterra y del Reino Unido. Si bien la City siempre estuvo vaticanizada, tras el big bang thatcheriano, devino prácticamente en un país dentro de un país. La City de Londres no es el Reino Unido, ni es el centro de las finanzas británicas. Es el centro de operaciones para el segmento europeo de la industria financiera mundial. Por eso resulta un tanto extraño que Cameron diga proteger querer “su” industria de servicios financieros. La industria de servicios finacieros ¿de quién?

La City tiene vida propia y, en términos económicos, diríamos que el Reino Unido disfruta de sus externalidades. Al proveerla de una infraestructura jurídica y física, Londres y el país en su conjunto son, sí, grandes beneficiarios de la actividad de la City, que aporta un porcentaje significativo del PIB británico. Pero la experiencia reciente muestra que las externalidades no siempre son positivas. Existen iniciativas de cambios legislativos cuya finalidad, en última instancia, es proteger al Reino Unido de la City. La crisis financiera internacional ha devenido especialmente británica porque ya no existe, casi, un sector bancario propiamente británico. Se ha subsumido en el mundo extraterritorial de la City, y sus crisis se confunden. Hay voces autorizadas en el Reino Unido que sostienen que, si en todas partes la economía financiera ha oscurecido la importancia de la economía real hasta niveles incompatibles con la buena salud, allí las cosas han llegado al exacerbo. Empieza a ser un tanto preocupante que todo un país se vea a sí mismo como una especie de excrecencia de un barrio de su capital (en realidad, es muy preocupante que un país se convierta en el arrabal de su capital) y, se supone era algo que se quería, sin demonizar actividades legítimas y muy productivas, limitar. Suena, pues, un tanto extraño que la política exterior -o, al menos, la política europea- de un país con intereses tan complejos se haya contraído, en una noche memorable según unos y para olvidar según otros, a un "no sin la City".

Resulta un tanto paradójico que se pretenda proteger a la City negando la firma de un tratado… que deja intactos todos los demás que el Reino Unido ya ha suscrito. La amenaza de Bruselas ya existe, y a la vista está que la City la conjura bastante bien. Paradojas de la vida, es el único caso relevante en el mundo de plaza financiera básica en una moneda que no se usa en ella.

Se ha dicho, con razón, que la elección de Londres como centro financiero mundial debe mucho al correcto ambiente creado por las autoridades. Un clima favorable a los negocios, con las reglas imprescindibles (mutatis mutandis y a una escala mucho menor, lo que dice querer hacer -y parece estar haciendo con relativo éxito- Aguirre en la comunidad de Madrid). Pero no se dice que Londres contaba ya con importantes ventajas. De entrada, por supuesto, que la City ya existía, y existe el sistema jurídico y judicial inglés y, claro, existen americanos y asiáticos que, a la hora de establecer una cabeza de puente en Europa, prefieren hacerlo en un país que les es grato como su antigua madre patria o donde, al menos, hablan el idioma –aceptemos que lo que se habla en la City sea inglés-. Todos esos factores están ahí, con euro o sin él. Será, pues, muy difícil que otra plaza se erija en rival de Londres. Los grandes centros financieros mundiales son muy pocos (dos o tres). Las demás plazas solo pueden aspirar a ser satélites. Es costosísimo desmontar toda una industria que, aun siendo global, también requiere sus proximidades, llevándola a otro lugar, aunque diste unos pocos cientos de kilómetros. Con los proveedores de servicios financieros -concepto ya en sí muy complejo- que son el corazón de la City tendrían que viajar múltiples industrias auxiliares, desde abogados a organizadores de eventos, que habrían de readaptarse a las nuevas condiciones "ambientales". Reproducir el pequeño vaticano angloparlante parece muy difícil en París, Ámsterdam, Frankfurt, Bruselas o Madrid mismo, por citar solo algunos ejemplos. La alternativa, si la hay, sería más bien una realidad policéntrica, ciertamente menos eficiente.

Ahora bien, si algo podría, de verdad, dañar a la City, es el establecimiento de barreras de cualquier clase entre el Reino Unido, que es su envoltorio físico, y el mercado al que verdadera y predominantemente sirve: Europa. Es verdad que la City es un centro financiero global y, por tanto, literalmente, presta servicios a escala mundial. Pero las grandes compañías extraeuropeas que tienen allí su sede la conciben como cabecera de la región del mundo que abarca desde Irlanda al Oriente Medio –que eso es “Europa”: una colección de husos horarios-.

Si de verdad se identifica el interés nacional británico con los intereses de la City, lo que, por otra parte, es una petición de principio, es probable que el señor Cameron hubiera debido hacer un cierto ejercicio de contención antes de lanzarse a tumba abierta entre los vítores de los menos templados de sus correligionarios.

martes, 6 de diciembre de 2011

La Constitución y su vigencia

La Constitución española cumple hoy treinta y tres años, si tomamos como referencia la fecha de su refrendo popular. La devaluación de los calificativos que se sigue de su sobo permanente por nuestros políticos y demás fauna aficionada al verbo hueco hace que algunas afirmaciones tales como la de que ese texto es la garantía de nuestras libertades, o, por el mero hecho de ser, la mejor constitución que nos hemos dado jamás suenen vacuas. Pero son ciertas. Tan ciertas como que bastarían unas horas en las que la vigencia del texto del 78 estuviera suspendida para que cobráramos plena conciencia de ello.

No se trata de un prodigio técnico y, desde luego, es hija de lo posible. Y también, por qué no decirlo, de una cierta improvisación. Dos modificaciones en tantos años son muy pocas, y contrastan vivamente con los cambios que, de cuando en cuando, sufren las normas fundamentales de los países vecinos. Sin ir más lejos, la constitución portuguesa, prácticamente contemporánea de la nuestra, ha conocido no menos de siete revisiones, que la han traído desde el ambiente post-revolución de los claveles a la realidad del Portugal de hoy. La Constitución –tanto la Constitución formal como el bloque de la constitucionalidad, es decir, las leyes básicas que la desarrollan- debería experimentar un importante aggiornamento.

El estado de Derecho en España funciona, pero muestra deficiencias a las que no tenemos por qué acostumbrarnos ni hay por qué asumir como si fueran actos de Dios. Los padres de la Constitución no eran infalibles y, simplemente, ni tan siquiera podían prever cómo iba a discurrir el devenir de esa democracia neonata de la que nada se sabía. Hoy sí sabemos cosas. Sabemos lo que funciona y lo que funciona peor. Y deberíamos hacer por arreglarlo.

Existen instituciones, como el Senado, que son perfectamente inútiles en su configuración actual. Y, por supuesto, que puedan ser útiles en alguna otra debería tomarse más como una pregunta que como una hipótesis: bien puede ser que lo mejor sea suprimirlas, porque tampoco se trata de elementos necesarios de la arquitectura orgánica. Hay pruebas constantes de lo grave que es la injerencia política en el ámbito del poder judicial, incluyendo –con abuso de lenguaje- al Tribunal Constitucional en ese saco, y serían necesarias reformas en este sentido. O, en fin, una vez más, unas elecciones, en este caso generales, han puesto de manifiesto una realidad que es percibida como injusta por la mayoría, cual es la de la insuficiente proporcionalidad del sistema. Es probable que la realidad política española tampoco aconseje una proporcionalidad rabiosa. Si se me pregunta, diré que no soy partidario de disolver el problema de los nacionalismos periféricos en el mar proceloso de los grandes números –que, a veces, parece de lo que se trata-, pero sí creo que debe darse un cauce para que los “terceros nacionales en discordia” obtengan una representación no ya decente, sino simplemente acorde con el apoyo popular del que disfrutan.

Son solo ejemplos. Y, ya digo, es posible que algunos de los objetivos pudieran cubrirse sin abordar ni tan siquiera reformas de la Constitución formal, sino que podría ser bastante con tocar otras piezas del entramado que crea la constitución en sentido material; pero creo que sería mejor abordar la reforma en la sede adecuada y con el rango que corresponde.

Resulta un tanto ingenuo, no obstante, hablar de posibles reformas de la Constitución y omitir las referencias a los dos grandes asuntos que, siendo verdaderos pilares de la construcción de nuestro estado, tienen más capacidad de crear cesuras sociales, de dividir. Quizá, claro, son en sí mismos la explicación de por qué nadie se atreve a abordar ni tan siquiera las modificaciones menores. Me refiero a la organización territorial y, secundariamente, a la cuestión de la monarquía.

En cuanto a lo primero, son numerosas y autorizadas las voces que afirman que la realidad constitucional, la constitución material, ha desbordado con mucho la intención del constituyente e, incluso, que se halla en pugna con la Constitución formal. Es, en efecto, cuestionable que España sea hoy, de veras, un estado unitario organizado a través de comunidades autónomas. Se trata, más bien, de un estado funcionalmente federal. En sí, no es malo que la realidad evolucione, incluso que lo haga por vías imprevistas –más aún, cuando los textos se fosilizan, no cabe otra fórmula de avance que por vía de hecho- pero hay que asumir que, más pronto que tarde, la reforma se hará necesaria porque no será ya que el texto original esté amparando una realidad diferente a la inicialmente prevista, sino que habrá perdido vigencia. Si no adaptamos la Constitución a la realidad del país –lo que, por cierto, también puede consistir en adaptar la realidad del país a la Constitución- nos arriesgamos a que esta quede hueca.

Es posible, claro, que un debate neoconstituyente en materia territorial derive en un debate básico sobre la cuestión de la unidad de España. Pero soy de la opinión, en primer lugar, de que no abordar una polémica no la resuelve ni siempre es posible la conllevancia orteguiana –si es que alguna vez lo fue- y, en segunda instancia, de que los que creemos en la conveniencia de que nuestro país permanezca unido y en que aún existen lazos de afecto en todas las regiones españolas que permiten sustentar una organización jurídico-política unitaria no como mero artificio sino como expresión de una nación, compleja (como casi todas, excepto algún enclave caribeño, quizá) pero única, iríamos mucho mejor servidos en un debate con las cartas boca arriba. Fuera de campo abierto, toda la iniciativa la lleva “el otro bando”, de eso no cabe la menor duda.

La segunda de las grandes cuestiones, el “monarquía sí, monarquía no” es la cuestión soterrada, la no-cuestión por excelencia. La pregunta que, por nunca formulada, jamás fue respondida. Desconozco qué piensa, en realidad, el personal sobre este tema, y supongo que no se trata exactamente de si el Rey es popular –que lo es, parece- o no. Quizá en la real casa deberían empezar a pensar si no es conveniente afrontar el riesgo, que bien puede consistir en lograr sobrevivir a una reforma constitucional profunda sin que el tema se ponga tan siquiera en cuestión, logrando renovar una legitimidad de origen ahora que se empiezan a ver las orejas al lobo de una erosión en la legitimidad de ejercicio.

Y, en fin, una última cuestión. Sería harto deseable que en los colegios españoles se leyera y estudiara la Constitución, cosa que no sé si se hace, pero creo que no. Un artículo por día cubre el curso entero –algunos pueden leerse del tirón y otros bien merecen una semana, eso sí-. Quizá incluso más interesante que la propia lectura sería que alguien enseñara a los escolares cómo se lee la Constitución. Existen dos constituciones en el mismo texto: la constitución dogmática y la constitución orgánica. La de los valores, los derechos y las obligaciones y la que define la arquitectura institucional del Estado. Pues bien, no están en un mismo nivel. La constitución no es plana. La constitución orgánica es para la otra.

En suma porque somos una nación libre y soberana y porque creemos en la libertad, la igualdad y la justicia (para nosotros y para todos los demás pueblos del mundo) hemos creado un Estado que debe imperativamente garantizar (es para) a los españoles y a los extranjeros sus derechos su dignidad, su libertad, la igualdad y sus derechos a la vida, a la libertad de conciencia y de expresión, a la intimidad personal y familiar, a reunirse, asociarse, participar en los procesos políticos, formar familias, etc. y todo ello conforme a un orden social justo.

El Estado y sus poderes son para los ciudadanos, y no al revés. Allí donde es al contrario, el estado existe, pero la constitución no. Ese estado será ilegítimo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

En Finlandia hablan finlandés

Hoy, en el suplemento dominical de los diarios del grupo Vocento, se publican unas entrevistas con altos responsables en materia de política educativa de algunos de los países que, al parecer, descuellan en las evaluaciones PISA. Si no me falla la memoria hablamos de la ultradestacada Finlandia, Suecia, Corea del Sur y Singapur. También entrevistan a un representante de los Estados Unidos, pero no me consta que este país obtenga resultados particularmente brillantes en la enseñanza preuniversitaria.

De cuando en cuando, los periodistas españoles suelen ir a preguntar a estos países que parecen tener la piedra filosofal del éxito educativo por los porqués. Y, la verdad, creo que bien podrían ahorrarse el viaje, porque la respuesta es casi siempre la misma. La incómoda pero evidente verdad es que el primer paso consiste, desde luego, en mandar al baúl de los recuerdos ideológicos el malhadado modelo Logse (inciso: la izquierda ha hecho, en España, mucho daño en muchos campos, pero en ninguno como en este; no pierdo la esperanza de que algún día, pague por ello, aunque alguno será ya en efigie).

Al caso, amén de esa conclusión, que admite ya poco debate, me temo, resulta de particular interés el comentario del representante finés. Finlandia es, en muchos campos, un país-milagro pero, ya se sabe, en ninguno como en este de la calidad de la enseñanza. Pues bien, dice el funcionario entrevistado que ellos ponen el acento, muy especialmente, en la comprensión lectora. Es decir, dan por hecho que el eje de todo aprendizaje es el aprendizaje de la lengua. En su caso, además, es mejor decir “las lenguas”. Finlandia es un país con dos lenguas oficiales, ambas minoritarias, el finés y el sueco –este último como lengua materna de un exiguo porcentaje de la problación-, por lo que, además de dominar las propias, los finlandeses se ven irremisiblemente abocados a estudiar otras en profundidad, empezando por el insoslayable inglés.

Se me dirá que lo dicho resulta de perogrullo. Al fin y al cabo, ¿puede dudarse de que casi todos nuestros conocimientos académicos los obtenemos leyendo? Y eso incluye, claro, los conocimientos denominados “científicos”. Nadie discute que el ser humano posee diversas destrezas, muchas de ellas útiles en el aprendizaje pero, al menos en lo tocante a las enseñanzas que normalmente se aprenden en las escuelas, pero lo sobresaliente de las habilidades lingüísticas en el proceso parece cosa que admite poca discusión. Me anticipo a decir, por si cupiera alguna duda, que aprendizaje “lingüístico” y “memorístico” no son la misma cosa, y que los textos con los que nos enfrentamos pueden tener los más variados alcances, ámbitos y soportes. Pero no eso no obsta a la conclusión: la lengua es, con mucha diferencia, nuestro principal vehículo de comunicación de todo, conocimientos incluidos. Esta verdad no parece, sin embargo, evidente en España.

A menudo, nos produce pasmo la aparente facilidad con la que los nórdicos, especialmente finlandeses, aprenden idiomas extranjeros. Y buscamos múltiples explicaciones menos, claro está, las que peor nos dejan en la comparación: esfuerzo, constancia y renuncia a expedientes fáciles. Si aceptamos la similitud entre las lenguas como un criterio sobre facilidad en su adquisición, habrá que convenir en que un finés no parte en buena posición. En efecto, mientras que a un español su lengua materna le instala en una familia lingüística, la romance, con un altísimo grado de similitud léxica y no demasiado lejos, en términos de vocabulario, del inglés –por influencia del francés en aquella lengua- (es verdad que aprender una lengua no es aprender palabras, y que el inglés dista, estructuralmente, de parecerse a ninguna otra lengua civilizada, pero algo es algo), un finés nace aislado por completo. El finlandés, estonio aparte, apenas tiene parientes en Europa y es, para empezar, un extraño tanto a las lenguas escandinavas (germánicas, por cierto) como al ruso. Tampoco los lapones hablan un idioma próximo. ¿Cómo lo hacen, pues?

Es probable que el mimo y el esfuerzo en el cultivo de su propia lengua, por extraña que sea, ayude. Y es que, supongo, la capacidad lingüística, considerada en abstracto, también es susceptible de entrenamiento. En sentido contrario, cabe presumir que, quien no llegue a tener un dominio razonable de la lengua propia, tendrá mucha más dificultad con las ajenas.

Los estudiantes españoles no obtienen, según es conocido, buenos resultados en el informe PISA. Y especialmente, en comprensión de lo que leen. No parece fácil que, si esto último no mejora, pueda mejorar nada de lo demás. Imagino que el mejor camino para esa mejora es, claro está, la atención prioritaria a la lengua en los currículos, tanto desde el punto de vista de su estudio como, sobre todo, de su uso. Lo que tendrá que combinarse con un mayor nivel de exigencia, una menor tolerancia ante la palmaria falta de calidad en la expresión y la dejadez.

Ahora bien, convendría, supongo, apoyar los esfuerzos escolares también desde fuera. No cabe esperar que los estudiantes de primaria y secundaria desarrollen un especial cariño por el idioma –o, al menos, una conciencia de su importancia (especialmente en un país que, como el nuestro, cuenta con el recurso de una lengua de alcance mundial)- si no encuentran a su alrededor pruebas de lo mismo. Desconozco cómo es la conciencia lingüística de los finlandeses, pero intuyo por sus resultados escolares que el asunto debe preocuparles: hablan una lengua minoritaria y la cuidan con mimo. El contraste con los españoles no puede ser más vivo. Como si, por alguna extraña razón, tuviéramos perfectamente asumido que el español ya no nos necesita, que es tan grande que bien puede hasta dejar de hablarse en su propio solar, mostramos el más absoluto desdén por lo que, si bien se piensa, no deja de ser nuestro patrimonio más valioso.

Nuestros periodistas van, preguntan, y se vuelven con verdades del barquero. Un vistazo a los mismos diarios en los que trabajan –especialmente a los suplementos que parecen hechos por periodistas más jóvenes- les daría muchas más pistas.