martes, 27 de marzo de 2012

Cataluña: tiempos y espacios

Las elecciones en Andalucía y Asturias –que certifican que el PSOE puede estar en un estado agónico, pero ciertamente no muerto- han hecho pasar a un segundo plano la que, a mi juicio y el de otros, fue la noticia política de más alcance del fin de semana: el congreso de CDC en Reus. El motivo es que, si bien puede haber materias que tengan, ahora, mayor impacto coyuntural, debe considerarse absolutamente estructural que el partido que, hoy por hoy, es central –junto con el PSC y siempre en coalición con UDC- en Cataluña dé un giro programático que, creo, puede sin ambages tenerse por el más importante desde 1974.

La “cuestión catalana” es, asimismo con toda probabilidad, la más relevante que tiene planteada nuestro país en el medio y largo plazo. La más crítica y la que pone en tela de juicio el propio ser de España, como estado y como nación. De la respuesta a esa cuestión dependerá que exista un proyecto nacional español viable o que este no exista en absoluto y deba ser sustituido por otros que serán nacionales, quizá, pero definitivamente ya no españoles. Ya he comentado alguna vez que, en el bando claramente perdedor, me niego a apuntarme al manido giro lingüístico del Cataluña y España -separadas por una conjunción (bien pensado, quizá tenga su valor simbólico)- y, por tanto, a la petición de principio de que pueda existir una España que no contenga a Cataluña. En ausencia de Cataluña, a lo más que se puede aspirar es a tener un “resto de” que, como primera medida, habría de ser rebautizado.

Al caso, CDC se apunta, por lo menos programáticamente, al independentismo. Es verdad que so capa de “soberanismo”, eufemismo que apenas logra disimular que ya no se confía –por seguir, creo, el propio planteamiento convergente- en la viabilidad de una inserción de Cataluña en un estado compartido. “Soberanismo” pues, si se quiere, como independentismo no ofensivo o independentismo miedoso, en todo caso como superación neta del “autonomismo”. Me cuesta entender la referencia a Massachussets, eso sí. Creo que para que Cataluña llegara a encontrarse en la situación en que hoy se halla el bello estado de la Costa Este debería producirse, si no un proceso de devolución competencial a la Administración central sí, ciertamente, una asunción de lo que, en el caso de Massachussets es claro: su condición subsoberana, es decir, precisamente lo que, si hemos de creer a los distintos oradores, Cataluña desea dejar de ser. Resultaría cuando menos paradójico que el viaje soberanista terminara, pues, en un manso federalismo de corte norteamericano.

Los comentaristas glosan el peligro del quiebro con el siguiente razonamiento: al reorientarse de modo tan patente, CDC se escora respecto al mainstream del electorado catalán al que dice querer representar y, como consecuencia, deteriora los cimientos de su larga relación con UDC que, que se sepa, no se ha declarado soberanista o, al menos, no con el mismo alcance. ¿Maniobra tacticista, pues, para lograr lo que verdaderamente importa –y sí parece concitar un amplio consenso- que es el “soberanismo fiscal” o, al menos, la redefinición profunda de la relación entre Cataluña y el Estado desde la perspectiva financiera? Si es así, tras la de cal, siguiendo la inveterada costumbre, debería venir la de arena. El baño de realidad y el duro lunes tras el alegre fin de semana.

Soy de los que piensan que la “cuestión catalana” no es, o no es principalmente, una cuestión financiera ni, por tanto, que el nacionalismo catalán agite el espantajo de una independencia que, en el fondo, no desea como puro y simple medio de presión. El nacionalismo catalán, como todos, participa de un sentimentalismo no reducible a cifras y, asimismo como todos, es una ideología de carácter netamente emotivo. Yerran gravemente, por tanto, a mi entender, quienes piensan que los nacionalistas catalanes, al modo del piloto experto de Fórmula 1, apurará al máximo su frenada para, con seguridad, tomar la curva. Existe una noción muy extendida en el imaginario español, cimentada en sabe Dios qué, de un supuesto plus de prudencia de los catalanes –entiendo que por contraste con el resto de los homínidos peninsulares- que les lleva a conducirse sabiamente y que, por tanto, debería permitirnos confiar en una elusión de conflictos indeseables, aunque fuera en el último momento. No se sabe muy bien cuándo los catalanes –no digamos ya el resto de los homínidos a los que me refería- han ameritado semejante confianza.

Igual las cosas son más bien lo que parecen. Y lo que parece es que el nacionalismo catalán, impelido por sus propias dinámicas, va comiéndose los tiempos, en un movimiento acelerado, hacia un conflicto frontal con el resto de España. Se dirá, con razón, que también el resto de España debería hacer algo por evitar ese conflicto, si es que tiene (que debería tener) interés en ello. Es una pena que en Cataluña se hayan declarado antitaurinos, pero seguro que tienen presente que a los toros hay que dejarles espacio. Por lo mismo, si se quiere que un adversario, real o figurado, muestre su flexibilidad o pueda rehuir un conflicto hay que dejarle espacio para ello. Bien es cierto, claro, que se puede no tener ningún interés en eludir un conflicto. Se puede, incluso, desear provocarlo.

Y el nacionalismo catalán, insisto, ha empezado a comerse los tiempos y también los espacios. Puede ser un error o un simple síntoma.

domingo, 18 de marzo de 2012

En Alemania hay pobres

Hace ya unos días me llamó la atención cierta información dada en el telediario de máxima audiencia de Televisión Española, que venía a insistir en cierta línea detectable en ese medio y en otros afines a la izquierda española (inciso: curiosamente, en la etapa zapaterista, la televisión pública en España había alcanzado, a mi juicio, encomiables cotas de neutralidad que, cosa paradójica, parece haber perdido de modo súbito tras el cambio de gobierno, pero escorándose al lado no esperable, es decir, hacia el color político del perdedor – perdedor de las elecciones, claro, cuyos partidarios trufan los servicios públicos en general). El corresponsal de TVE en Berlín venía a contarnos que en Alemania hay pobres.

Así, como lo leen. En Alemania hay gente, bastante gente que, para estándares alemanes, gana poco dinero. Es, por tanto, pobre en Alemania. Parece que la cifra que marca el umbral de la pobreza allí está en torno a los novecientos euros mensuales. Y es mucha, se ve, la gente que llega a duras penas a esa cuantía. Así pues, no todos los alemanes pueden comprarse un bólido y veranear en Mallorca. Van justitos y eso, claro, que, como para la mayoría de los europeos, el sueldo es para gastos de bolsillo, porque de buena parte de las cosas de comer –educación, sanidad, transportes y demás- ya está el contribuyente, o sea los alemanes que sí ganan algo más, a través del “estado de bienestar” (que, en ocasiones, parece que es menos generoso que el andaluz, pongamos por caso).

Y esto, ¿por qué es una noticia que merezca ocupar un par de minutos en el informativo de máxima audiencia de la cadena pública española, habiendo tantas cosas que contar –incluso cosas que pasan en Alemania-? ¿Acaso no es un poco banal la noticia? Ciertamente, a uno le da por pensar que el corresponsal de TVE en Berlín no va a pasar a los anales del periodismo de investigación por desvelar que no todos los alemanes viven igual. Pero tampoco en un secreto de qué se trata. Lo que el periodista trata de hacer es poner de manifiesto la cara oculta del paraíso germano, la trampa tras las acomplejantes, por bajas, cifras de paro: Alemania logra esos brillantes registros porque tiene empleos basura que remunera con bajos salarios (¡así, cualquiera! Proclamará más de uno). Y, puesto que Alemania se autopostula como modelo a seguir, como pauta que deben aplicar los demás, el liderazgo germano queda así desenmascarado y deslegitimado; por extensión, quedan deslegitimadas también las políticas seguidistas, que se avienen ciegamente al diktat alemán y a las nada veladas instrucciones de la Bundeskanzlerin.

¿Alemania hace trampas, entonces? No, más bien nos muestra un cuadro bastante realista de lo que es una economía productiva.

Lo que se deduce del análisis del intrépido corresponsal es que los alemanes parecen percibir salarios en función del valor de los servicios que prestan. Idea que buena parte del resto de Europa tiende a percibir como descabellada pero que no se antoja exenta de lógica, a poco que se piense. Dicho de otro modo, su mercado de trabajo tiende a formar precios de modo sensato. Alguien que aporta poco percibe poco. Un trabajo de escaso valor añadido recibe una remuneración magra, en tanto que otro de alto valor es remunerado en mayor cuantía. Por estos pagos preferimos sobrepagar algunos empleos, asegurando que mucha gente no perciba salario ninguno. La cuenta cuadra igual y el discurso sindical de los “derechos” queda a salvo, pero está por ver que, amén de tener algún sentido económico, se trate de algo socialmente más justo.

Las sociedades del norte de Europa no se han pasado al liberalismo económico salvaje, precisamente, pero tampoco han alcanzado su estatus presente mediante una suerte de reedición del milagro de los panes y los peces. Hace tiempo que decidieron que limitar la eficiencia de los mercados de factores –el trabajo, el principal- no era el camino adecuado. Los “derechos” se salvaguardan después, ya en sede fiscal, mediante las políticas tributarias que financian los servicios que han hecho famosas a esas sociedades, servicios que, por cierto, en ocasiones palidecen al lado de los que, a crédito, se prestan en otros países. Todo ello, por supuesto, combinado con una ética del esfuerzo y la austeridad desconocidos en el mundo Mediterráneo.

Lo verdaderamente grave de todas esas pseudonoticias es que alimentan la idea de que hay alternativa. No me refiero, por supuesto, a las políticas de Merkel, que es posible que la haya, a la existencia de alternativas a un modelo centrado en el esfuerzo, en el que generación y redistribución estén netamente separadas. Parece que se insiste –al estilo de los socialistas en la campaña andaluza- en que, si cerramos los ojos y aguantamos la respiración, esto pasará o, todo lo más, pasará con cambios menores. Será posible, por tanto, conservar lo medular de la idea tan grata a la izquierda de que lo que uno haga no tiene por qué tener efecto alguno en lo que uno obtenga, de que lo que se recibe pueda no estar en absoluto relacionado con lo que se aporta.

En síntesis, lo que nos vienen a decir es que tiene futuro esta sociedad en la que parece mejor ningún empleo que un mal empleo.

domingo, 4 de marzo de 2012

Guías de lenguaje no sexista

Iba a darme más que por satisfecho por hoy y casi por toda la semana con el artículo que antecede a este cuando me topo con una gran noticia difundida en los telediarios, en prensa –y por Arturo Pérez-Reverte a través de su cuenta de Twitter-. El pasado jueves, el pleno de la RAE suscribió un artículo de D. Ignacio Bosque (enlazado aquí) en el que el citado académico ofrece un análisis sobre nueve guías, de otras tantas instituciones –incluidas, por cierto, universidades públicas- sobre el “lenguaje no sexista”. En apenas dieciocho páginas, el texto despacha con mesura y elegancia ese monumento a la idiotez que vienen siendo las recomendaciones que se ofrecen en los foros más insospechados para evitar la discriminación de la mujer (rectius, para impedir que se vea mermada su “visibilidad”).

No comentaré el artículo en detalle porque lo procedente es leerlo y poco podría añadir a lo que dice de modo muy certero el propio Bosque. Supongo que tampoco hace falta apuntar que está muy bien escrito. Insisto también en que es moderado en su crítica, puesto que cuando se es demoledor en el fondo no hay por qué castigar con la forma. Además, parece que esto de la guía de recomendación se ha erigido en todo un estilo literario, porque aparte de que la muestra seleccionada por Bosque contiene casi media docena de panfletos, no todos son exactamente iguales.

Nadie, y menos la RAE, niega que persisten situaciones de discriminación de la mujer. Y tampoco hay nadie con dos dedos de frente que niegue que el lenguaje, como producto social que es, puede ser empleado de modo sexista como, en general, puede ser empleado para reforzar cualquier discriminación. Pero, por lo común, el lenguaje es discriminatorio en su uso, no en su estructura. Tomemos como ejemplo el elemento contra el que se dirige, a menudo, la cruzada antisexista: el uso del masculino como genérico, como inclusivo. Hay lenguas que no lo conocen porque, sencillamente, desconocen el género como lo conocemos en español o en otras lenguas próximas. Por supuesto que en esas lenguas existe también el lenguaje sexista y discriminatorio, y las sociedades que las usan también discriminan –de hecho, es muy curioso (o no) que la discriminación de la mujer o la de ciertos grupos sean verdaderos invariantes en todas las sociedades humanas o, al menos, mucho más universales que las categorías gramaticales-.

Bosque se pregunta qué clase de competencia tienen en materia de lengua las autoridades emisoras de esas guías en las que no es ya que no participe la Academia o algún instituto con cierta solvencia, sino que, por lo común, ni siquiera se recaba el auxilio de lingüistas profesionales. ¿Qué extraño motivo lleva a una institución como una dependencia de un gobierno autonómico o un sindicato a meterse en esas camisas de once varas? Respuesta: la patente ideológica.

Lo de tomarla con la lengua no solo no es nuevo sino que es algo bastante recurrente. El lingüista Víctor Klemperer mostró cómo la primera tarea a la que se aplicaron los nazis tras su llegada al poder –antes, incluso, de empezar a promulgar leyes raciales- fue un profundo ejercicio de adaptación de la lengua alemana a las nuevas circunstancias. En mucha menor medida, o con menos éxito, Mussolini hizo lo propio con el italiano. Casi cabría decir que los dictadores en todas las latitudes han sentido una irrefrenable tendencia a decir a la gente cómo tenía que hablar, incluso más que sobre qué.

Lingüistas y filósofos del lenguaje nos han enseñado que éste tiene, en ocasiones, una función denominada "performativa". Es decir, no se limita a nombrar la realidad, sino que la crea. Esto es particularmente cierto de algunos sublenguajes, como el lenguaje jurídico. Cuando la ley, o los contratos, dicen, por ese decir, realizan. Lo que se dice, es. En ocasiones, las mentalidades totalitarias parecen haber creído en semejante capacidad performativa más allá de lo razonable, hasta el punto de atribuir al solo lenguaje poderes taumatúrgicos. Así, pongamos por caso, si no decimos la discriminación, esta dejará de existir, no será.

Sí que tiene sentido preguntarse qué clase de realidad sería una realidad de la que no se pudiera hablar. Esta creencia en que se pueden borrar las cosas, los hechos, dejando de hablar de ellos ha sido, ya digo, muy querida por totalitarios y manipuladores en todas las épocas. Si, por ejemplo, no quieres que un determinado grupo social (judíos, gitanos, homosexuales, lo que toque…) sea percibido como humano, no hables de ellos como humanos. No los califiques con adjetivos propios de los seres humanos. De-constrúyelos lingüísticamente, en una palabra.

Las guías para un lenguaje “no sexista” que vapulea elegantemente Bosque son patéticas y por eso mismo inofensivas. Nadie en sus cabales habla así, salvo algunos políticos en público (Bosque subraya cómo algunas de las guías analizadas incluso asumen como natural su aplicabilidad solo en contextos "oficiales" es decir, se encaminan a crear una especie de jerga administrativo-documental que nadie pretende ver convertida en lengua hablada -supongo que algo similar sucede con la normalización de topónimos, esa que nos lleva a escribir Lleida donde leemos y decimos Lérida). Son irritantes, en especial, porque escarnecen y trivializan algo tan serio como la lucha de las mujeres por su igualdad. Pero son solo la punta del iceberg de algo mucho más serio y a menudo menos perceptible por menos grosero: el lenguaje “políticamente correcto”. “Políticamente correcto” es una mala traducción, creo, de politically correct. Lo ortodoxo sería “socialmente correcto” o, simplemente, “no ofensivo”. En esta materia podrían elevarse a categoría las reflexiones de Bosque sobre la anécdota del lenguaje no sexista. De nuevo, hay que insistir en que existe un fondo de sensatez en la pretensión de expurgar el lenguaje de fórmulas ofensivas, dañosas, que constituyen o perpetúan discriminaciones o, sencillamente, que no se compadecen con la realidad social. Llamar “invidente” a un ciego no hará que vea –habrá que ver, por cierto, si al ciego le molesta ser llamado así-, y nos parece un tanto ridículo pero ¿nos parece igual de ridículo oír motejar de “minusválido” a un discapacitado? Recuerdo perfectamente que una vez cayó en mis manos una cartilla de ahorros de los años cincuenta en la que se podía leer, como recomendación al usuario, el guardar para cuando fuera "viejo e inútil” (y, ahora que recuerdo, los quintos que no pasaban los exámenes médicos militares eran declarados, en mis tiempos "no aptos" pero abiertamente "inútiles" en los de mi padre). Tal cual. Con o sin guías, no me imagino yo a una entidad de ahorro contemporánea sugiriendo a sus clientes que vayan poniendo eurillos en la cuenta para cuando sean “viejos” e “inútiles”.

La lengua, como ente vivo y patrimonio social, dicta de manera muy particular cuándo un término es un eufemismo prescindible y cuándo el término eludido se ha convertido en inadmisible. Y sí, es lícito que se intente influir en ese proceso, porque es lícito que se intente influir en los hechos que la lengua nombra. Pero resulta muy sospechosa la tremenda querencia que tienen algunos por la normalización lingüística. Últimamente, allí donde hay un debate de palabras, ahí están los más interesados en manipular conciencias. A veces, lealmente, concurriendo con el esfuerzo por restañar heridas. Otras veces no. Queriendo pura y simplemente influir en la realidad por el viejo proceso de influir en sus nombres.

El plante de Rajoy

La declaración del otro día de Rajoy, fijando el objetivo de déficit público para este año en una cifra que ya se hace suficientemente cuesta arriba, pero superior en todo caso a la comprometida por el Gobierno anterior da pie a varias reflexiones.

La primera, la inmediata, es sobre el gesto en sí considerado. Si duda, es arriesgado. Ya sabemos que disentir en público del diktat de los eurócratas conlleva múltiples amenazas, entre ellas las penas del purgatorio de unos “mercados” que pueden irritarse y, de un zarpazo, hundir los Pirineos, dejando la península Ibérica a la deriva. Ya he comentado alguna otra vez lo chocante que me resulta esta consideración de los “mercados”, a veces como omniscientes, a veces como ciegos. ¿Acaso los mercados pueden valorar mal el reconocimiento explícito de que España no puede hacer precisamente lo que, según todos los comentaristas, ya se sabe que no puede hacer? Entre el antes y el después de la declaración de Rajoy no media más que la aceptación por este de una realidad que, por lo visto, estaba ante los ojos de todo el mundo. La duda es, más bien, si ese cinco y mucho por ciento es creíble, porque el esfuerzo que se requiere para alcanzarlo partiendo de los terroríficos números del año pasado es titánico. Ésa debe ser, supongo, la duda que corroa a los mercados. Sobre la posibilidad de alcanzar el cuatro con cuatro creo que no albergaban casi ninguna.

Porque lo que Rajoy no ha impugnado, en absoluto, es el principio de que el déficit debe ir reduciéndose y tampoco, que yo sepa, la cifra mágica del tres por ciento como meta para el final del 2013. En suma, su discrepancia está estrictamente circunscrita a la meta volante. No sé si los socialistas querrán ver en esto alguna similitud con las propuestas de campaña de Pérez Rubalcaba y, por ende, una rectificación del PP –que se oponía tajantemente a solicitar la renegociación de los objetivos de déficit o, al menos, a proclamar intenciones al respecto-. Similitudes las hay, claro, pero también diferencias, y muy importantes. La primera y principal, desde luego, es la ausencia de cuestionamiento alguno del compromiso de reducir el déficit al número convenido en el plazo convenido. Como digo, al menos por ahora, el gobierno Rajoy solo modifica un objetivo intermedio. La segunda, asimismo muy relevante es que Rajoy no comparece como puro y simple incumplidor, sino, al menos, con cierta tarea hecha. Pide –en rigor, se toma- árnica presupuestaria tras acometer una subida de impuestos, una reforma financiera (o un nuevo capítulo de esta) y la mayor reforma laboral de la historia reciente. Todo ello hace pensar que el compromiso gubernamental es creíble y que, por tanto, sí es posible que Rajoy, cuando dice cinco coma ocho, esté diciendo eso, y no algo a medio camino entre el cuatro y el nueve. Y, finalmente, claro, está el cómo: un golpe de autoridad que pocos esperarían de esta nación postrada y humillada, un gesto que cabe calificar como de soberanía mínima pero al que estamos muy desacostumbrados.

Y este último elemento me permite ligar con la segunda parte del análisis. Algunos analistas han apuntado estos días como España cursa especialmente mal en esta crisis no ya por sus fundamentos económicos, sino por su muy escaso peso político. Se comenta, en concreto, como Italia, con reformas de menor calado, consigue mejores efectos –medidos por descensos más notables de su prima de riesgo- y, se dice (ayer mismo, creo John Müller en El Mundo), ello obedece a una abundancia y buen uso de capital político, es decir, a que se dispone de líderes cualificados y muy reconocidos en la Unión Europea, señaladamente, los dos Marios, Monti –actual primer ministro y ex comisario europeo- y Draghi –presidente del BCE-; algo de lo que España carece (inciso: sin negar la plausibilidad del argumento, tengo para mí que las reflexiones ignoran, o dejan de lado, cosas algo que me parecen elementales como que, por más que haya devenido en hábito lo de faltar al respeto a Italia, todavía es una potencia industrial con un tejido empresarial que para nosotros lo quisiéramos en nuestros páramos).

Es innegable que nuestro país adolece de graves carencias en sus procesos de selección de elites políticas. Es especialmente cierto, además, que por las razones que fuere esas carencias se hacen más patentes allí donde son más dañinas, que es en el ámbito comunitario, allí donde se toman las decisiones no estrictamente doméstica que más nos afectan en el día a día. Pero no es solo que, para nuestra desdicha, no tengamos otra cosa que ofrecer que una colección de pesos ligeros cortos de idiomas. Hay un problema de planteamiento, de actitud o de diseño de la política europea y exterior que es lo que hace, precisamente, que gestos como el de Rajoy el otro día resulten un punto chocantes, por inhabituales.

Vaya usted a saber por qué, España ha aceptado mansamente unas limitaciones en su actuar que no le corresponden por peso económico, demográfico, cultural y, en fin, por peso político en sentido amplio. La diplomacia socialista acuñó y aceptó, supongo que en parte desde el complejo y en parte desde la propia problematicidad con que afronta la noción misma de “España” la izquierda española, la tesis de la “potencia media”. Esa tesis se traduce, a efectos prácticos, en que España puede ser un actor relevante en un ámbito doméstico-regional, pero nunca en un ámbito global. Nuestro destino, por tanto, era intentar encajarnos de algún modo en una política exterior comunitaria in fieri en la que terminarían disolviéndose las diplomacias de países como el nuestro. En otras palabras, el servicio exterior español –y con él toda la administración y el partido socialista, al menos- asumieron que las decisiones relevantes se toman en Bruselas. La breve etapa Aznar pudo suponer un viraje, pero creo que el retorno de los socialistas al poder reforzó la doctrina hasta niveles insospechados (véanse, si no, giros en política sobre Gibraltar o en política cubana).

A mi juicio, el planteamiento es completamente erróneo –y comparto plenamente, en este sentido, las tesis de Emilio Lamo de Espinosa de las que se hace eco hoy mismo José Antonio Zarzalejos (véase)-. Está claro que para saber si España es o no una “potencia media” habrá que tener claro qué es eso. Y está claro también que España no es Estados Unidos, ni Rusia, ni China, ni Francia, ni el Reino Unido… Pero tampoco es un país que tenga que resignarse a salir de paseo con carabina. España es uno de los países, atendidos todos los factores, más relevantes del mundo. Insisto, “atendidos todos los factores”, es decir, la combinación de muchos elementos –peso económico, presencia exterior, historia, posición geográfica, población, potencial militar, entre otros, descollando, claro, la lengua-. Suficientemente relevante como para tener una red de intereses propios, diferenciables de los europeos en conjunto, por más que, seguro, serán muy a menudo compatibles.

Pero es que incluso en el supuesto de que no se comparta esta impresión sobre lo erróneo del planteamiento, no hay más remedio que admitir que a la tesis de la “potencia media” le está fallando la premisa mayor, que es la existencia de una política genuinamente europea en la que subsumirse. Será todo lo lamentable que se quiera, pero no puede decirse que el espectáculo de la gestión de la crisis económica, por no hablar de los papelones en las sucesivas crisis internacionales den cuenta sino de un conjunto de intereses nacionales, a veces enfrentados, impuestos conforme a las reglas tradicionales de un rancio intergubernamentalismo, apenas disimuladas. La tesis de la “potencia media” nos arriesga en este marco, me temo, a la pura y simple subordinación.

No creo que afirmar que España se gobierna desde Madrid implique necesariamente una traición a la acusada vocación europeísta de nuestro país. No se trata, como bien se apunta en el artículo de Zarzalejos enlazado de resucitar un “que inventen ellos”. Se trata, tan solo, de jugar al mismo juego que los demás con las mismas cartas. Es más, quizá lo mejor que podemos hacer por el proyecto europeo es abandonar de una vez por todas este europeísmo naïf, acrítico e incondicional. Durante demasiados años, no ha habido mejor argumento para obtener en España una patente de corso que afirmar que determinada cuestión venía de Bruselas, y ya ni siquiera nos preocupamos en examinar si, de veras, viene de allí o la capital comunitaria es, más bien, un centro de reexpedición de paquetería procedente de Berlín.