sábado, 28 de abril de 2012

En 1991

La historia es larga y tampoco voy a aburrirles contándosela. Solo diré que, en 1987, Keith Jarrett grabó para ECM Records el primer libro del Clave Bien Temperado. A finales del verano de 1991, en un lugar especial, con gente especial, escuché esa grabación muchas veces. El disco era de un amigo. Años después, lo encontré y lo compré. Tengo más, bastantes más, grabaciones del Clave Bien Temperado. Pero solo esta, solo Keith Jarrett ofreciendo un memorable tributo a Bach me lleva, como es lógico, a ese tiempo, ese lugar y esas personas, algunas ya idas para siempre. Sé que no soy nada original. Al fin y al cabo, ¿quién no posee objetos evocadores? La música es especialmente apta para ese efecto de evocación. Por supuesto, esa interpretación, en el mismo soporte, suena igual que aquel día. Y sonando igual, a nuestra memoria apenas le cuesta hacer presente el resto de la escena. Han pasado más de veinte años. Pero es igual, sé que siempre sucederá lo mismo, todas las veces que escuche a Keith Jarrett afrontar el monumental reto, no importa cuántos años más pasen. Siempre me llevará a aquel lugar, a ese morir del verano de 1991.

Hay más cosas que se hacen presentes en estos días y que también me llevan a esos tiempos. Vuelvo a vivir en una España menesterosa, acomplejada y a la que se mira por encima del hombro, como aprendiz de potencia. El país que quisimos ser o el que se nos antojó que éramos, el que pareció haber arraigado en estos veinte años parece haberse ido para siempre, sin dejar nada tras de sí, como un verdadero espejismo. Y en realidad, los cataclísmicos indicadores macroeconómicos no nos llevan, ciertamente, a hace veinte años, sino a sabe Dios cuándo.

La razón, sin embargo, nos dice que no puede ser cierto. Que no es cierto que nada haya quedado, que estemos de nuevo en 1991 –o sabe Dios cuándo- por mucho que suene la misma música u otra parecida. Que somos más. Que somos más ricos. Que tenemos autovías y trenes de alta velocidad, que tenemos multinacionales, que hablamos más idiomas… Nada de eso existía en 1991. Es verdad que los años de prosperidad trajeron tales vicios y desequilibrios que pueden hacer palidecer los logros y, peor aún, pueden reducirlos a la más absoluta irrelevancia. Puede ser que el pequeño, próspero y relativamente moderno país que hemos creado en estos veinte años no tenga aguante suficiente para no morir ahogado por completo por su enorme siamés, ese monstruo deforme, creado a base de excesos.

Pero puede ser también que, conforme es pauta general, sea el momento último el que más pese en el relato y, por tanto, tendamos a describir como tragedia lo que  no es sino un período con claroscuros. Solo porque como tragedia puede terminar.

Aún estamos a tiempo de caer en la cuenta de que no es que no hayan pasado veinte años. Es solo que suena la misma música, o una música parecida. Aún es tiempo de no reeditar aquellos horrorosos complejos, aquella mentalidad de país permanentemente avergonzado de sí mismo. Incluso si, admitámoslo, nos enfrentamos a la consumación de un fracaso, aún estamos a tiempo de no interpretarlo como un nuevo episodio del mismo fracaso eterno. De no entrar en una dinámica derrotista y cínica, tan española.


viernes, 20 de abril de 2012

El copago no es alternativo, es cumulativo

Una buena escritora reconvertida a diputada, Irene Lozano, nos deja este artículo, bien escrito, interesante… y que despista mucho a primera vista. Viene a decir Lozano, “copago, sí, pero después de haber hecho todos los deberes y haber eliminado los gastos superfluos”. Digo que despista porque ¿cómo no simpatizar con ese punto de vista, sobre todo ahora que nos invade la santa y justa indignación ante la perenne desvergüenza de nuestra mostrenca clase política? Dicho sea de paso, además, Lozano ironiza con esa cargante manía de los políticos populares de recurrir a los símiles garbanceros.

Pero Lozano incurre, a mi juicio, en un argumento falaz. El de presentar como alternativas cosas que son sanamente complementarias.

Es claramente inaceptable la delictiva resistencia de nuestra clase política a hincar el diente a la elefantiástica estructura administrativa de nuestro país y al despilfarro clientelar que la acompaña. Esto ha sido así siempre, con independencia de que pasáramos “buenos tiempos”. Cualquier gasto superfluo se financia con un impuesto innecesario, por tanto, detrayendo sin motivo válido parte del producto del trabajo de los ciudadanos. Es decir, robando. Sé que en España no tenemos costumbre de pensar en estos términos. Cualquiera que priva a otro antijurídicamente de sus bienes, máxime cuando emplea fuerza para ello, es percibido como un delincuente; si, además, delinque sin estar en estado de necesidad, lo doloso del delito inspira un juicio especialmente severo. Sin embargo, cuando el delincuente se arma de BOE, perpetra la ofensa desde una poltrona y los ofendidos se cuentan por millones, la cosa ya no merece un juicio tan severo y, por algún motivo, se transmuta en “ajustes presupuestarios”.

Nuestros políticos, como sugiere Lozano, deberían buscarse alguna ocupación decente –los que puedan- o acogerse al subsidio de desempleo, pero no deberían seguir robando impunemente. La sociedad civil debería exigirlo por todos los medios a su alcance. Si existiera. Sé que no sucederá, claro, pero sería bonito que un buen día las calles de Madrid o de Barcelona se llenaran de gente clamando no por pisos baratos o por empleos de por vida, sino por un urgente cambio constitucional que racionalice la gobernación de nuestro país. Que promueva la desaparición de instituciones inútiles, que reintroduzca principios de buen sentido en la gestión, que prohíba activamente el despilfarro y el acceso de los buscadores de rentas al presupuesto, que obligue a toda clase de entes pretendidamente privados a vivir de sus propios recursos y que consagre un principio de responsabilidad por lo que se hace con los recursos públicos. Que expulse de una vez de la vida española esa indecente idea de que el dinero público no es “de nadie”.

Nada de lo anterior es incompatible con otro principio muy sano: el de que cada cual ha de pagar los bienes que consuma, en la medida de sus posibilidades. Si es posible calcular un precio para un bien, aunque sea de producción pública, ese precio debe ser puesto de manifiesto. El denominado “copago” o, por mejor decir, la finalización del “gratis total” es muy saludable, y lo seguiría siendo incluso en plena bonanza.

Volvamos de nuevo al principio básico: nada hay “gratis”. Todo sale del producto del trabajo de los ciudadanos, que se ven forzosamente privados de él. ¿En razón de qué ha de renunciar una persona a su derecho natural al producto de su esfuerzo para pagar a otro algo que ese otro puede pagar por sí mismo en todo o en parte? ¿Por qué han de satisfacerse las medicinas o las consultas médicas a quien puede afrontar perfectamente su coste o parte de ese coste? Sé que los cálculos son complejos y, por tanto, que la traslación práctica del principio es complicada pero, ¿qué tiene de malo como tal, como principio?

¿Acaso hay algo erróneo en que un estudiante universitario poco aplicado deba pagar un coste incrementado por sus segundas y sucesivas matrículas? ¿Es que existe un derecho a que los demás te financien los estudios al ritmo que te venga bien? O, al contrario, ¿es que no existe un deber de retribuir el esfuerzo de los demás con el propio?

Lozano entiende que la racionalización administrativa es alternativa a la repercusión de los costes de los servicios públicos porque, claro, concibe la recepción de esos servicios como derechos. No discuto, claro, que pueda existir un derecho a que esos servicios existan –es así constitucionalmente- lo que sí cuestiono es que deba asumirse también como principio que esos servicios han de percibirse gratis en todo caso y, por tanto, pagarlos es una anomalía, incluso entre quienes pueden hacerlo. Ese punto de vista me resulta inaceptable. Es inaceptable porque, una vez más, soslaya que no hay servicios “públicos”. Hay servicios que unos ciudadanos prestan a otros a través de estructuras creadas al efecto. Soslaya, como siempre, el derecho al producto de nuestro propio esfuerzo.

Por lo visto, es natural que nuestro trabajo haya de ser puesto a disposición del Leviatán que, graciosamente, nos devolverá lo que tenga por conveniente. A mí me cuesta aceptarlo, sinceramente.

jueves, 19 de abril de 2012

"Entretenidos en polémicas lingüísticas"

Entro en este artículo publicado en El País llevado por el interés del tema –la existencia de dos candidatas a la RAE- y me topo con toda una perla. Una pequeña antología del pensamiento progre condensada.

Pensaba yo, inocente de mí, que el autor iba a presentarnos a las candidatas, reseñar sus méritos como escritoras, qué sé yo. Es verdad que el artículo se encuadra en una sección o lo que sea titulada “mujeres” y, por tanto, el dato de que Carme Riera y María Victoria Atencia sean féminas es relevante en contexto. Pero, no sé, imagino que aparte de felicitarse por su sexo, el autor deberá pensar que las susodichas atesoran alguna gracia que amerite sentarse con el resto de los académicos –empezando por las cinco académicas que, a la sazón, son escritoras e intelectuales como la copa de un pino, y personas muy destacadas en sus respectivos campos- y que permita entrever que algo aportarán a la Docta Casa.

Pero no, claro, siguiendo el manual, el autor aprovecha para sacudir a la Academia cuanto puede (era de prever, porque no parece haber institución más odiosa en ciertos ámbitos, supongo que por la pretensión de incidir muy aristocráticamente en algo tan "democrático" como la lengua). Para insistir en el tópico de que se trata de una institución muy rancia y necesitada de puesta al día. Puesta al día que se operaría por ensalmo, hay que suponer, si la mitad de los académicos, varones casi todos ellos, cedieran el asiento a una mujer. No sabemos si así tendríamos una RAE más eficaz, más adecuada a sus fines, más integrada con las academias hispanoamericanas o más prestigiosa. Tendríamos una RAE paritaria y eso “es bien”. El método de elección de los académicos es tachado de “endogámico y elitista”. A Dios gracias, cabe decir. Solo faltaba que pudiera sentarse en la Academia cualquier berzas. Las academias del Instituto de España, no solo la RAE, siguen siendo los escasos refugios del elitismo que quedan en nuestro país. Gracias al Cielo, insisto. Una institución que pretende nada menos que hacer recomendaciones que sigan los hablantes de un idioma con la sola fuerza de su prestigio se juega mucho si deja de ser percibida como elitista. Por supuesto que ese elitismo creará rechazo en quienes abominan del propio concepto de excelencia, pero tiene todo el sentido del mundo, para el común de los mortales, que se pueda percibir como excelentes a las personas que nos aconsejan.

No puedo dejar de transcribir el parrafito de cierre, que no tiene desperdicio: “Entretenidos en polémicas lingüísticas, incluidos los debates sobre género y lenguaje, los académicos no aplican aquello de que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por ello pierden de vista que la mitad, por lo menos, de los escritores, filólogos e intelectuales de este país tienen nombre de mujer. Una igualdad que se plasma en la sociedad y en la cultura, pero no en los sillones de la Real Academia Española”. “Entretenidos en polémicas lingüísticas” dice el andoba. ¿Y a qué demonios se supone que han de dedicarse los académicos de la RAE sino a “entretenerse en polémicas lingüísticas”? ¿A la revolución, quizá? ¿A impartir directrices sobre políticas de igualdad? Para eso ya hay múltiples instituciones estatales, autonómicas y municipales. Me parece disculpable que unos señores (incluidas las señoras, toma plural inclusivo y sexista) que tienen encomendado, básicamente, el cuidado de la norma del español se “entretengan” con cosas tan peregrinas como el género gramatical. Es más, hasta entendería que se enredaran con ello más de lo razonable, por puro apasionamiento. Aunque ello suponga preterir sus deberes para con la revolución en marcha.

Sería cómico, si no fuera tan indicativo de todo un modo de pensar. Un modo de pensar por el que todo, todas las instituciones, toda la sociedad han de verse imbuidos por un “proyecto” dotado de sentido. Una vez, una directora general de Televisión Española dijo que las cadenas públicas habían de responder a la “mayoría social” en sus informativos, del mismo modo que un fiscal general del Estado, eximio jurista, dijo que los jueces habían de considerar la coyuntura y los tiempos, el momento político, antes de decidir si procesaban o no a terroristas. A este tipo de gente le es enteramente ajena la idea de que las instituciones han de ser para lo que son y funcionar conforme al mandato con el que fueron creadas. Ésa es, creo, todavía hoy, la gran barrera ideológica que separa a unos y a otros. A liberales del resto, de socialistas de todos los partidos: la concepción del marco institucional como algo diferenciable de esa “sociedad” –esa que Margaret Thatcher, en una de sus frases inmortales, declaró no haber visto nunca- ese todo en el que se forman corrientes “mayoritarias”, ajenas a cualquier proceso ordenado de formación de opinión y que, por lo visto, son o deben ser irresistibles. La sociedad, si es algo, debería ser la suma de individuos e instituciones. No un ente dotado de voluntad propia (¿determinada por quién?) capaz de imponerse a unos y otras.

La Academia debe limpiar, fijar y dar esplendor. Y es obvio que no podrá hacerlo cerrando sus puertas a mujeres que descuellan en sus campos del saber o en sus artes y que usan primorosamente el español. Por eso no lo hace. Por eso hace no tanto estaba sola Carmen Conde, hoy son cinco mujeres, mañana serán siete y algún día, claro, la mitad o más. Porque no se trata de cómo cambia la sociedad en sus bases. Se trata de cómo cambia en sus elites. Y no es cierto que las mujeres hayan conquistado, todavía, todos los espacios que les corresponden. Los ayatolás de la igualdad cometen el error de darla por conseguida porque está en el BOE. Como si los techos de cristal no existieran, como si las cátedras de filología estuvieran paritariamente distribuidas por el mero hecho de que “la mitad” de los filólogos son mujeres.

Banalizar, banalizar, banalizar. Solemnizar lo obvio, banalizar lo trascendente. Esa es la biblia del progre. Una vez y otra. Cansinos, coño.

martes, 17 de abril de 2012

Estética real

Hace no mucho –y perdón por la autocita- anotaba (aquí) que la monarquía seguía pareciéndome una buena idea como tal, especialmente en la España de aquí y ahora, a condición de que fuera capaz de evolucionar hacia una institución fuertemente dignificada, dignificada hasta el aburrimiento. La monarquía solo es útil y está exenta de riesgos cuando la persona del rey, en realidad, es irrelevante, cuando la corona oculta por completo la cabeza coronada. En las magistraturas unipersonales, claro, es difícil distinguir magistratura y magistrado, pero de eso se trata, de encontrar una persona adecuada para servir de sostén a una corona.

Decía también que no me parecía que D. Juan Carlos I estuviera por la labor, y lo ha vuelto a demostrar. La historia de los Borbones pone en evidencia que el peor enemigo de la corona ha solido ser el rey mismo, y su majestad parece no querer ser la excepción en su linaje.

Es posible que la progresiva normalización de los tiempos haya resultado en una relajación de costumbres o, más probablemente, que esa misma normalización haya traído consigo una menor reverencia de los medios por la persona del rey. En suma, no es que D. Juan Carlos haga o deje de hacer ahora, sino que ahora sabemos mejor lo que hace. Y lo que hace le indispone con buena parte de la sociedad, siquiera por motivos puramente estéticos. Únase lo turbulento de la vida familiar últimamente y se tiene un cóctel perfecto para una impopularidad que puede resultar muy dañina para la institución.

Todo sumado, el balance de Juan Carlos I en su desempeño es, seguramente, muy positivo. Las excepcionales circunstancias en que se desenvolvieron los primeros compases de su reinado requirieron, sin duda, de especiales cualidades y de un desempeño muy por encima de lo esperable en una persona que, al fin y al cabo, no cuenta con otro mérito para su magistratura que el de su nacimiento –ya decía Bagehot que no es sensato esperar mucho de los reyes-. Su talento político se vio reforzado por una evidente facilidad para hacerse querer por su pueblo. Un rey joven, cercano y en nada parecido a lo que, de siempre, España había entendido por un rey. Quizá esa fue la clave de un éxito que se resume bien en la manida frase de que España no es un país monárquico, sino juancarlista.

Sin duda el rey ha seguido desempeñando sus funciones constitucionales con muy razonable acierto y ha prestado otros servicios menos obvios al país, extremadamente valiosos, ya en la etapa de normalidad de nuestra democracia –si es que tal cosa se ha dado-. Pero, al tiempo, su figura ha sufrido una fuerte erosión. La familia, ahora extendida, ha sustituido a la vieja corte como conjunto de elementos añadidos a la Corona, que en nada la complementan y sí pueden resultar muy dañinos. Y el hombre, físicamente cada vez más deteriorado, parece día a día menos constreñido por la prudencia que da la inseguridad. Como si todo diera ya igual, las meteduras de pata son cada día más groseras, sea en forma de desavenencias conyugales públicas, viajes a sabe Dios dónde sabe Dios cuándo y otras lindezas.

Tampoco ha sabido destacar el rey en la elección de compañías y aficiones. Quizá tampoco aquí cabía esperar mucho, la verdad. Hubiera sido un punto sorprendente que un hombre de sus querencias y forma de ser hubiera frecuentado compañías mucho más excelsas de las que ha solido. Pero el conjunto es estéticamente demoledor, sin duda.

Todas las instituciones tienen una imagen que conservar, qué duda cabe. Porque esa imagen forma parte del aspecto simbólico. Pero en el caso de la Corona, que es casi enteramente un símbolo, esa dimensión se vuelve crítica en grado sumo. El rey parece, sorprendentemente, ignorarlo.

sábado, 7 de abril de 2012

Fantasmagorías pascuales

Sé que esto que voy a decir está muy visto y muy analizado, pero pocas cosas hay que me despierten sentimientos más encontrados que las muestras de religiosidad popular en la Semana Santa. Por supuesto, respeto profundamente los sentimientos religiosos de todo el mundo y soy consciente de que se trata de materia delicada porque donde unos ven espectáculo turístico de más o menos interés otros ven genuinas muestras de piedad o la manera por excelencia en la que dar testimonio de su fe. Poca broma, pues.

Espero, por tanto, que no se me malinterprete.

Empezaré por decir que, sin dejar de admirar la soberbia técnica imagineros y escultores en el riquísimo patrimonio de imágenes que se muestra estos días por toda España, se me hace difícil encontrar belleza, en un sentido puramente estético, en casi ninguna de ellas. Su frecuente hiperrealismo es de lo más turbador, en un espectáculo escatológico que me inquieta, más que otra cosa. Supongo, claro, que son piezas para conmover, que no para ser contempladas desde la serenidad. Para excitar la devoción de, supongo también, quien ya la sienta. Me pregunto qué encuentran los, como yo, no devotos que justifique el innegable interés turístico de procesiones, pasos y demás manifestaciones. ¿Es la religión como folclore? ¿O como espectáculo sociológico? La religión es cualquier cosa menos folclore, me temo. Y si inquietantes me resultan las imágenes –entrando en lo sociológico- más inquietante aún me resulta la visión de la devoción popular. La gente reverenciando esas imágenes. No tengo, claro, nada en contra de la reverencia por las imágenes en sí misma. Me inquieta, sí he de reconocerlo, cualquier exhibición masiva de fervor religioso. La religión, cualquiera que sea, en su dimensión social, tiene una enorme capacidad de intimidación para ciertas personas, entre las que me cuento. Supongo que es la conciencia de lo que los seres humanos son capaces de hacer por sus creencias –por sus creencias en general, muy especialmente por las religiosas-, estatus motivador que, que yo sepa, jamás han alcanzado sus ideas. O que tengo muy presentes los ensayos de Ferlosio sobre la guerra y la evidencia de que, cuando Dios es contendiente, no se hacen prisioneros.

La inquietud es, lógicamente, máxima ante esas manifestaciones de religiosidad, propias casi en exclusiva de estas fechas –al menos, a mí no me constan semejantes prácticas en otras épocas del calendario litúrgico- rayanas en lo grotesco o grotescas, pura y simplemente, en las que el dolor físico aparece omnipresente con su trasfondo penitencial y expiatorio. Es evidente que no hay expiación sin pena, y no hay pena sin dolor. La automortificación no está, pues, exenta en absoluto de lógica. Pero las exhibiciones de dolor físico, real, perceptible inmediatamente por los sentidos contrastan de modo muy vivo, como un grito de primitivismo, con un entorno netamente simbólico, en el que el sufrimiento se representa, se significa por múltiples medios, algunos fuertemente abstractos y siempre distintos de su actualización. La visión, pues, del dolor, a menudo atroz, autoinfligido –puede que simbólico también, puede que también representación, como en estas imitaciones realistas del propio martirio de Cristo (hay gente que se hace crucificar unas horas en algunas latitudes del orbe católico), pero siempre real- convierte a mis ojos la cuestión en algo que solo generosamente cabe calificar de siniestro.

Como si anduvieran fantasmas en procesión. Excitan la fe de unos. Los temores de otros.