viernes, 27 de julio de 2012

La complejidad como coartada

Recientemente, oí a Manuel Conthe denunciar que la mayoría de las explicaciones que se dan sobre la crisis financiera pecan de simplistas y las atribuciones de responsabilidades que se fundan en ellas son sesgadas e injustas. Creo recordar que el ex gobernador del Banco de España venía, también, a decir algo parecido: que esto es muy complicado y que no es fácil dar razón de quién tiene culpa y quién no la tiene. Y, en fin, no faltan quienes, en una socialización de las culpas, nos recuerdan que, del mismo modo que todos disfrutamos la bonanza, todos somos un poco responsables del lío en el que nos hemos metido y que, en resumen, esto es una cuestión de valores, modos de hacer y costumbres del país en su conjunto.

Todas esas afirmaciones y otras por el estilo son pero que muy ciertas. Sin duda, la crisis que nos aqueja es un fenómeno extremadamente complejo. Sin duda, también, que nadie concede una hipoteca a alguien a quien lo le conviene si ese alguien no la acepta y, en fin, que es indudable que el cataclismo que estamos viviendo ha revelado una profunda crisis de valores y costumbres, aparte de una crisis estética de proporciones pavorosas, de la que es imperativo intentar salir.

Pero la complejidad de un fenómeno no debería ser, por sí, excusa para renunciar a entenderlo. Los fenómenos complejos requieren un particular esfuerzo para desentrañarlos y comprenderlos, pero eso no los convierte en incomprensibles. La alternativa a una comprensión imperfecta y una explicación simplista no es ninguna explicación, sino un análisis acorde con la dimensión del problema. Del mismo modo, la constatación de que las responsabilidades se encuentran muy repartidas no debe conducir a la conclusión de que todas las culpas quedan compensadas y, por tanto, que cualquier ejercicio de exigencia es redundante, sino a asignarlas con la debida precisión. Hay muchos responsables de muchas cosas, pero no todas las cosas son igual de graves y no todos los responsables lo son en el mismo grado. Esa es la parte que los abogados del pelillos a la mar parecen olvidar.

El recurso a la asimilación entre complejidad e incomprensibilidad es, por otra parte, familiar. Los nacionalistas vascos lo han empleado hasta la saciedad. Los que no son “de allí” están, supuestamente, incapacitados para comprender “la complejidad” del “conflicto”. Hay, con seguridad, muchas cosas muy difíciles de entender en el País Vasco pero, asimismo con seguridad, una de ellas no es la mandanga del “conflicto”. Es una técnica habitual entre sinvergüenzas, canallas y caraduras varios: declarar un tema en cuestión más allá de lo debatible, bien porque sí, bien a través del expediente piadoso de declararlo inasequible al entendimiento humano, en general o al entendimiento foráneo en particular.

En relación con la crisis puede ocurrir algo semejante en cuanto a que, siendo cierto que, como fenómeno económico-social es complicada, multidimensional, difícil de reducir a una o unas pocas variables explicativas, en algunos de sus aspectos es ofensiva, casi groseramente simple. La explicación, para ciertas cosas, es tan simple que asusta por la rotundidad; produce el pavor que, de un tiempo a esta parte, producen los absolutos. No nos engañemos, la crisis española no presenta esos glamurosos ribetes de quiebras a base de productos financieros maléficos de siglas impenetrables. Aquí hay ordinariez a raudales. Comportamientos de un cutre que asusta. La madeja se lía, claro, y vista en conjunto es una bola compacta de enredos pero, hilo a hilo, el panorama cambia un poco.

La tendencia al simplismo y a las explicaciones maniqueas es un mal muy español que tiende a empobrecer de un modo descorazonador la calidad de nuestro debate público. Pero las debidas advertencias contra esa tendencia indeseable y las llamadas  a la imprescindible higiene intelectual no deberían erigirse en excusas absolutorias inaceptables y menos aún en sugerencias de que es mejor renunciar al ejercicio de la razón. Insisto, “complejo” no es lo mismo que “incomprensible” y menos cuando uno alberga la sospecha de que, por elevación a los altares de la incomprensibilidad –donde mora el misterio de la santísima Trinidad y arcanos por el estilo- se pretende convertir en actos de Dios, inobjetables, actos muy humanos.

Cuando un fenómeno se analiza, incluso científicamente, como “económico” o “social” –tanto más si, además, es “complejo”- es más fácil olvidar que no es más que un cúmulo de  comportamientos humanos agregados. Las conductas colectivas o sociales son complicadas de juzgar desde una perspectiva ética –o jurídica-, las conductas individuales no. Igual es por eso.

viernes, 13 de julio de 2012

Defensa apasionada del Derecho administrativo

Una de las tendencias más persistentes en el sector público en los últimos treinta y tantos años ha sido lo que se ha dado en llamar la “huida del Derecho administrativo”. Desde el punto de vista organizativo, ello se ha traducido en la cada vez más frecuente atribución de funciones públicas, incluso de potestades de imperio, a entes progresivamente más alejados de las estructuras administrativas tradicionales, con capacidad de operar en Derecho privado y, con frecuencia, atendidos por personal no estatutario, sino laboral, no siempre seleccionado de conformidad con las técnicas tradicionales. En última instancia, especialmente en lo tocante a la intervención del Estado (en sentido amplio, es decir, comprendiendo las tres, cuatro o cinco administraciones que pueden llegar a concurrir en un territorio –si no les salen las cuentas, piensen cuántas administraciones gravitan sobre un ciudadano de un municipio cualquiera de la isla de la Palma, por ejemplo-) en la economía, se recurre directamente a ropajes mercantiles, mediante las múltiples sociedades públicas o semipúblicas que operan en nuestro país. Desde el punto de vista procedimental, por supuesto, se produce una progresiva relajación de los rigores propios del procedimiento administrativo que, en los casos extremos, está ausente: la administración, por tanto, se hace presente entre nosotros sin sujeción a ninguna de las cautelas que, cuando actúa sin disfraces, la embridan. El perro va suelto, sin bozal.

Este proceso ha venido, claro está, avalado por la palabra mágica: “modernidad”. La administración napoleónica tradicional –ésa que operaba desde rígidos departamentos ministeriales, estructurados como regimientos militares y servida por cuerpos de funcionarios reclutados a través de procesos competitivos de rigor, en ocasiones, mítico; esa que para gastar un duro tenía que pasar por engorrosos trámites y vistobuenos de otros cuerpos de funcionarios- era delenda por ineficaz, por caduca, por tradicional. Lo que requería un país moderno era una administración ágil, a imagen y semejanza de la existente en otros países que poco, o nada, tenían que ver con nuestro sistema jurídico y nuestras venerables tradiciones (inciso: quizá poca gente sepa que nuestro actual Consejo de Estado, por ejemplo –el principal órgano consultivo de la nación- es heredero directo del Consejo de Castilla, y lleva funcionando la friolera de quinientos y pico años, o que el Banco de España es solo cuatro años más joven que los Estados Unidos). Es más, incluso los organismos internacionales (siempre tan confiables, ellos, tan poblados de viejas glorias y de empleados de lujo siempre conexos con la realidad) solían recomendarnos, si no la desadministrativización, sí una pretendida despolitización de ciertas funciones, mediante su atribución a entes “autónomos” o “independientes”. Como si depender, en última instancia, de un gobierno que, a su vez, responde ante el parlamento, fuera un estigma.

Fuera de España se puede aprender muchas cosas, y las organizaciones internacionales hacen muchas recomendaciones dignas de atención. Pero, mira tú por dónde, éstas se han seguido con especial fruición. ¿No resulta sospechoso que los políticos sean tan entusiastas de este tipo de tendencias? ¿Que tengan un gusto tan marcado por estructuras “eficientes” y totalmente ajenas a los mecanismos tradicionales de control?

La realidad es que las premisas de partida son falsas. Una función administrativa no se ve más o menos perjudicada por su adscripción a un determinado órgano de la administración o a un ente semiautónomo. Hay abundantes experiencias de injerencia política indebida en instituciones teóricamente “independientes”, como las hay de funcionamiento escrupulosamente conforme a Derecho en departamentos de corte puramente clásico (¿Ejemplos? Muchos. La Dirección General de Seguros -un departamento ministerial- ha sido un supervisor tan bueno o mejor que la CNMV, que es un organismo autónomo. Y hay muchos más ejemplos). Y tampoco es cierto que el procedimiento administrativo, incluso aplicado con rigor, tenga por qué suponer ninguna clase de freno a la eficiencia. Es, ciertamente, un freno a la eficiencia y un derroche la intervención de la administración, bajo cualquier ropaje, en asuntos que no la competen, y la omnipresencia de la acción pública.

Creo que este debate no tiene nada de bizantino. La progresiva desadministrativización de la actividad pública ha traído consigo resultados nefastos. El primero, por supuesto, que sea prácticamente imposible, hoy, conocer la dimensión real del sector público y, por extensión, el tamaño real de su deuda. La proliferación de pesebres para colocar personajes que no podrían encontrar nunca empleos de igual remuneración en el sector puramente privado –pero tampoco hacer frente a un proceso selectivo para funcionarios- se vería mucho más dificultada si todos, o casi todos, los procedimientos administrativos y las estructuras orgánicas estuvieran sometidos al régimen jurídico que les es propio.

Resulta un tanto paradójico que, ahora que llegan los debates sobre los recortes presupuestarios, se centren sobre las funciones y órganos propiamente administrativos que son, por lo común, los más útiles, aquellos que prestan servicios o desempeñan tareas necesarias, incluso esenciales o, como mínimo, conocidas. Poca noticia llega sobre qué se tiene previsto hacer con toda esa paradministración que opera como la verdadera agencia de colocación de los partidos políticos –al fin y al cabo, la capacidad de absorción de cargos de la administración tradicional está razonablemente tasada-, si es que se tiene previsto hacer algo.

En este capítulo es, creo, recomendable un back to basics. Un volver a las esencias que no tiene por qué suponer la reaparición de viejos defectos. El “vuelva usted mañana” no es la administración, sino su caricatura. Ninguno de los vicios históricamente atribuidos a la administración napoleónica son consustanciales a la misma. Si los funcionarios son perezosos, negligentes o atienden con desdén, existen los procedimientos disciplinarios; no está escrito en ningún sitio que quien no desempeña función de imperio alguna haya de disfrutar de un puesto inamovible; como no está escrito que un procedimiento para adquirir una remesa de papel haya de ser igual de riguroso que la licitación para la construcción de un puente. La administración, en su configuración tradicional no tiene por qué ser lenta, ineficaz o una pesada carga.

Y, desde luego, lo que no tiene que ser la administración es una herramienta al servicio de ningún partido ni persona. Ha de ser, desde luego, dirigida por cargos electos, responsables ante el parlamento en última instancia, pero debe servir con objetividad a los intereses generales. Esto no es un mero desiderátum sino que me atrevo a afirmar que ocurre la mayor parte de las veces, y ocurre más en la administración tradicional que en el nuevo mundo paradministrativo. Pero es que, además, si algo enseña la experiencia, es que la técnica jurídica o la ciencia de la organización administrativa siempre son insuficientes allí donde falta el sustrato ético mínimo. El político irrespetuoso con la autonomía administrativa no se detendrá nunca ante obstáculos tan lábiles como las normas de organización. Qué más les dará a algunos que la ley proclame solemnemente que el Banco de España, por ejemplo, o la Comisión Nacional de la Energía han de ser “independientes” o “autónomos”. Siempre habrá vías de presión. Esos comportamientos han de ser frenados desde otra esfera: la judicial que, esta sí, disfruta –pese a los denodados intentos de cierto partido por evitarlo- de una independencia de otra naturaleza.

Creo que nuestro viejo –y, para algunos, querido- Derecho administrativo aún puede darnos algunas buenas respuestas. Se inventó para tratar con la bestia, no lo olvidemos.

jueves, 12 de julio de 2012

Rumbos y programas

Esta semana he leído algunos interesantes comentarios sobre ciertas declaraciones del ex canciller alemán Gerhard Schröder. El antecesor de Merkel explicaba cómo consiguió enderezar el rumbo de una Alemania que no terminaba de digerir el tremendo esfuerzo de la reunificación. Schröder cuenta cómo se diseñó una agenda de reformas de amplio calado, que se combinaron con políticas coyunturales destinadas a que la economía cambiara de cara, sin ahogarse en el camino. El que se quedó en el camino fue el propio canciller, por cierto, que tuvo que dar paso a la actual mandataria –que, en su primera legislatura, recuérdese, estuvo al frente de una gran coalición-. Al caso, no me llamó tanto la atención el contenido de las medidas adoptadas por el gobierno alemán –que, supongo, serían las que se consideraron adecuadas al difícil momento que vivía la economía germana- como la aparente obviedad de que formaban un plan coherente.

Como regla general, toda actividad de gestión de recursos, si se pretende racional, requiere de un plan. Siquiera con la simple finalidad de saber para qué demonios se gestiona, con qué fin se administra. Los objetivos perseguidos con una actividad gerencial pueden ser múltiples, dependiendo de la materia de que se trate y el contexto. Y, desde luego, el criterio es extensible a la gestión política, no solo en un concepto estrecho, esto es gestión política entendida como gestión de la política económica o administración de la cosa pública, sino también en el más amplio de gestión política como “gobierno” lato sensu, es decir, llevanza de la dirección del Estado. En puridad, un programa electoral o un discurso programático de investidura, por ejemplo, revisten, o deberían revestir, ese carácter de planes directores de una actividad que se debería querer presentar como coherente, como racional, sin perjuicio de que esa coherencia deba apreciarse desde una perspectiva ideológica. Hay políticas de izquierda, políticas de derecha… y políticas simplemente sin sentido, deslavazadas o meramente reactivas.

Las respuestas españolas y aun europeas a la crisis pecan de eso, de falta de coherencia, de ausencia de objetivos. Son meramente reactivas y, por ello, no es que parezcan responder alocadamente a los acontecimientos, sino que responden a ellos sin más. O eso parece. En este sentido, nos encontramos en las antípodas del planteamiento al que me refería más arriba: no vamos sino adonde nos quieran llevar.

Con frecuencia, se acusa a los mercados de irracionales, cuando no directamente de estar manipulados por oscuros intereses conspirativos. La realidad es, me temo, más simple: los mercados se orientan en exclusiva en razón de expectativas que se actualizan de modo constante, buscando siempre los agentes maximizar su beneficio. Los mercados no paran mientes en juicios morales ni consideran otras variables. No tienen por qué, es bueno que así sea y, en todo caso, basta con entenderlo y asumirlo. A menudo, enfrentados a un antagonista de la naturaleza que sea, tendemos a olvidar que comprender sus motivaciones es extremadamente útil, y suele tener más sentido adaptar nuestro comportamiento a éstas que pretender cambiarlas.

No parece muy sensato pretender que los demás se paren a buscar una coherencia en nuestras decisiones que nosotros mismos no somos capaces de encontrar o que no somos capaces de transmitir. ¿Verdaderamente hay alguien capaz de entrever un eje director de las políticas españolas y europeas de respuesta a la crisis? ¿Se sabe, a ciencia cierta, cuál es el objetivo? Es difícil, porque este no parece ser otro que responder a las demandas ajenas. Y, lógicamente, si uno hace de la reacción ante las peticiones de terceros el norte de su propio actuar, no puede extrañarse de terminar al capricho de esos terceros.

España no ha propuesto a “los mercados” ni al mundo un discurso coherente. Porque no es un discurso coherente una sucesión de “paquetes” de medidas, a cual más pretendidamente contundente. Lo que convierte una sucesión en un discurso es un hilo conductor, y ese hilo conductor no existe. Todo lo más, se explicitan objetivos que, en el mejor de los casos, son intermedios. ¿Hemos perfilado, de alguna manera, cuál ha de ser nuestro punto de destino? ¿Existe un equivalente a la agenda Schröder? No afirmo ni que sí ni que no, lo que sí afirmo es que, de existir, ni este gobierno ni, desde luego, el que le precedió ha sido capaces de explicitarla nunca.

Si alguien, de veras, cree que una pura y simple colección, por extensa que sea, de medidas forma un programa, le costará distinguir el navegar a vela del ir a la deriva. La diferencia se contrae a una noción fundamental: la de rumbo.

miércoles, 4 de julio de 2012

Traducciones técnicas

Manuel Conthe, a propósito de una obra de Krugman, se refiere aquí a uno de mis temas favoritos: la cuestión de la traducción. Contra lo que pudiera pensarse, siendo a priori menos compleja que la traducción estrictamente literaria, la calidad de las traducciones de los libros de corte científico o ensayístico –me refiero al ensayo técnico- suele ser pésima, al menos en los campos sobre los que yo leo con más frecuencia, que son los relativos a las ciencias sociales. Me imagino que se debe, claro, a que no es fácil hallar traductores doble o triplemente competentes –en la materia en cuestión, en la lengua de origen y en la lengua a la que vierten-. No, al menos, a los costes que pueden sufragar las magras tiradas de este tipo de obras en España. En muchos casos, la mala calidad de la traducción es tan evidente que no es necesario acudir al original para caer en ello.

Sobre la traducción, sus condiciones y su misma posibilidad, han corrido ríos de tinta. Ha habido grandes traductores que son también excelentes traductólogos. Es un empeño muy complejo, sin duda. A veces, puede que un imposible. Una traducción es siempre aproximada. El objetivo razonable para la traducción es obtener un texto interculturalmente equivalente, o lo más equivalente posible. Al menos en teoría, esa equivalencia debería ser más fácil de alcanzar en textos, como es el caso del ensayo, de género didáctico, en los que, en principio, predomina el lenguaje en su función referencial. O, dicho de otro modo, sí debería ser esperable de un traductor de ensayo que logre verter a la lengua de destino el mismo contenido informativo del original.  A partir de ahí, claro, queda hacerlo con un texto que, en lo posible, atienda también a las demás funciones del lenguaje, nunca ausentes, haga justicia a la calidad del autor y resulte decente en la lengua final.

La evidencia, ya digo, es que es frecuente que ni siquiera se alcancen esos mínimos y que uno se tope con frases y giros que no es ya que estén en español incorrecto, sino que provocan una absoluta perplejidad. Y no siempre es fácil intuir, mediante un proceso mental de traducción inversa a partir de una hipótesis sobre el error probable, qué pudo haber querido decir el autor. Eso exige, claro, disponer siquiera de intuiciones sobre la lengua de partida, lo que no siempre es posible. Y es que hay que partir, por supuesto, de la recomendación de Eco allí donde podamos: a poco que lo que vayamos a leer tenga una mínima trascendencia para nosotros, si nos es posible leer al autor en su lengua original, hagámoslo. La traducción, por perfecta que sea y por admirable que pueda resultar, ha de tenerse siempre por un mal necesario.

Muy a menudo, cuando se trata de ciencias humanas –cuando se trata de saberes, en general- la lengua de partida es la lengua inglesa. Ocurre incluso cuando el autor no tiene esa lengua como lengua materna. Y el inglés, ya se sabe, lleva mala vida.

Puede parecer paradójico, pero parece evidente que, a medida que el inglés avanza como lingua franca, como nuevo latín, va deviniendo una suerte de objeto inerte. Una lengua que mucha gente chapurrea, otros muchos hablan con corrección gramatical pero casi nadie la cultiva o se aproxima a ella como, antaño, solía acometerse el estudio de las lenguas extranjeras. Los estudiantes de inglés suelen tener –y tampoco es que esto sea irrazonable- interés en adquirir un vehículo de comunicación, no tanto una lengua en sentido propio, con todas sus implicaciones, con todo lo que conlleva. Conocer en profundidad una lengua supone dominar varios de sus registros y, necesariamente, algún grado de familiaridad con la cultura a la que sirve de soporte lo que, en el caso del inglés, supone un empeño notable, a poco que se considere la cantidad de países –y muy diversos, por cierto- en los que el inglés es lengua materna, o lengua básica de cultura, de capas muy amplias de la población, si no de todas.

La cuestión, en fin, es que los angloparlantes existen. Y ellos hablan una lengua real, tan viva y tan compleja como pueda serlo cualquier otra, no una especie de código estereotipado con vocabulario reducido. Todo esto puede ser irrelevante para el común de los mortales pero no, ciertamente, para un traductor. La circunstancia de que el inglés sea una lengua mucho más conocida que otras –por poco inglés que se sepa en España o en otros países con poblaciones tenidas por incompetentes para los idiomas, es mucho más que francés, que alemán o que swahili- ello no convierte su traducción en un ejercicio menor o al alcance de cualquiera.

Por consiguiente, quien pretenda verter un texto en inglés sobre economía, digamos al español, debería disponer de una serie de talentos. El primero de ellos es saber español. Algo que no debería darse por hecho por la mera circunstancia de que el candidato a traductor lo tenga como lengua materna. Eso, normalmente, solo quiere decir que se conoce el español mejor que cualquier otra lengua, pero cuando uno quiere dedicarse a trabajar con el idioma, los términos relativos deben ser sustituidos por algo más absoluto. Todos tenemos experiencias suficientes para acreditar que la competencia lingüística no debe darse nunca por supuesta. Traducir a un autor competente en su lengua siendo incompetentes en la nuestra es una tarea imposible. El segundo de los talentos es saber inglés. Saber inglés de verdad. Parece, de nuevo, de Perogrullo, pero no lo es. El traductor de inglés ha de conocer la lengua inglesa –y sus variedades- mejor no ya que un lector medio, sino mejor, por supuesto, que un lector avisado y dominador del idioma. Finalmente, es recomendable saber algo de economía. Digo “recomendable” porque, a diferencia de los talentos lingüísticos, los talentos técnicos pueden suplirse mediante el recurso a asesores expertos –lo que, antaño, se llamaban “revisiones”, vamos-.

Podríamos resumir diciendo que, así como el fin de la traducción es producir un texto culturalmente equivalente, el traductor debería ser, él mismo, un equivalente del autor, con la importante diferencia de que no se requiere la misma competencia para escribir una obra que para reescribirla. Aunque, a veces, según la obra y según el autor, no se anda demasiado lejos.