lunes, 31 de diciembre de 2012

El verdadero sur

Escribo desde la tranquilidad de los salones de un parador nacional. Los empleados, muchos más que huéspedes, están atentos a las necesidades de los clientes, pese a que hoy estaban convocados a la huelga. El parador está en el noroeste de España y, como todos los que jalonan la ruta entre Madrid y Galicia –Tordesillas, Benavente, Puebla de Sanabria, Villafranca del Bierzo…-, está amenazado de cierre total o parcial. Por la ventana del salón en el que tecleo, en una torre almenada, puede verse el paisaje, diríase que triste, pero que a mí me parece hermoso, de nuestro verdadero sur.

Creo recordar que la imagen se la debo a ese gran cronista que es Enric Juliana: en España, el verdadero sur discurre a lo largo de la raya de Portugal. La ruta de la Plata es la ruta de la desesperanza. Tierras vaciadas, que no vacías, que han quedado lejos de todo. Justas de oportunidades, el turismo es una de sus pocas bazas. Un turismo, claro, que tiene que ser especial. Precisamente, ese turismo que nos preciamos tanto de buscar, el turismo culto de fuera de estación que busca iglesias románicas, castillos bajomedievales, cocina regional excelsas o estancias lingüísticas para aprender español en el solar de la lengua. Un turismo que representa una fracción magra de esos casi sesenta millones de almas que, según estadísticas, vienen a vernos cada año. La mayoría, para qué engañarse, no se aventuran mucho por el interior; prefieren quedarse panza arriba en las costas… Y que no nos falten.

El verdadero sur, dice Juliana. Y dice bien. La España del desarrollo –ahora parada, pero que ya volverá a tomar impulso- se asemeja al Egipto faraónico, con su estrecha franja de prosperidad rodeada de desierto, pero con dos Nilos: la autopista del Mediterráneo y el Ebro.  Eso y el gran polo excéntrico que es Madrid, unido a los ejes de prosperidad por los cordones umbilicales de las autovías radiales. Fuera de eso todo es sur. Pero el sur geográfico cuenta, al menos, con su propia viveza, con una potencia demográfica suficiente, núcleos urbanos notables y bolsas autónomas de bienestar. Cuenta, además, con la conciencia de sur, propia y ajena, que crea en todos una sensación de imperativo histórico, de injusticia que es preciso reparar sin tardanza. El resto de España se siente, por decirlo así, culpable del atraso secular de su sur propiamente dicho y se aplica a repararlo… Pero nadie se ve impelido a remediar el abandono de ese oeste que es el sur verdadero.

¿Qué sitio le queda en el ajedrez de esta España “plural” a lo que, en suma, no deja de ser España sin apellidos? Será que, andando por tierras del Duero, se pone uno noventayochista sin quererlo. Las cabezas preclaras del Levante dicen que es hora de que este país empiece a pensar con la cabeza y que bascule, de una vez y para siempre, hacia el Mediterráneo. Las inversiones, los planes, los proyectos de futuro, deben orientarse a la productividad, volcándose en esos dos ejes que decía. Cada euro que se desvía hacia lo que no tiene remedio nos aparta de la prosperidad deseada. Y puede que sea cierto, claro. Así lo hicimos durante muchos años. Los años de las grandes migraciones hacia Bilbao, hacia Madrid, hacia Barcelona… Es ciertamente paradójico que los progresistas de la democracia pidan que, de una vez y para siempre, se dé carta de naturaleza al estado de cosas que nos legó la dictadura.

Supongo que es difícil contrargumentar. Todos deberíamos, quizá, irnos a Madrid, o a disfrutar del calorcillo del Levante. Y terminar de vaciar estas tierras, para que queden a merced de esos vientos que erosionan las almenas de esos castillos que los turistas cultivados vienen a ver. Historias de condes, marqueses, fueros y batallas que suenan más a fantasía que a realidad. El relato de nuestro verdadero sur se escribe en tonos épicos, que es el modo en que se habla de las desgracias en que se acrisolan virtudes heroicas.

Tordesillas, Benavente, Puebla de Sanabria, Villafranca del Bierzo, Verín… Olvídense de los puntos cardinales. Tiene razón Juliana: todo eso está en el sur.

Feliz año nuevo.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Filosofía (mínima) de las convenciones contables

Es una reflexión banal, desde luego, pero nunca deja de sorprenderme el aire de barrera real, casi física, que reviste un cierre de año. Al fin y al cabo, algo meramente convencional. A esa convención que es el calendario –el año astronómico tiene, sí, algo más de 365 días, pero no deja de ser un acuerdo eso de designar un “primero” y un “último”- se superpone esa otra convención potentísima que son las reglas de la contabilidad.

Se dice que la contabilidad refleja la realidad económica. Año a año, conforme a las reglas contables, se miden el patrimonio, los resultados y las demás magnitudes financieras. Es más, las normas jurídicas que disciplina la contabilidad dicen algo así como que ésta deberá arrojar la “imagen fiel” de todas esas cosas. Pero lo cierto es que los instrumentos contables no miden la realidad sino que la crean. En efecto, ¿dónde reside, si no, esa realidad mensurable ajena a las propias cuentas? ¿Hay, de veras, otro beneficio distinto del que se desprende de los libros? Cuando se discute sobre cuentas, se discute sobre si las convenciones contables han sido bien o mal aplicadas, no sobre si se ha acertado, o no, al mensurar realidades. Las más de las veces, cuando decimos que una determinada magnitud está “mal” contabilizada, la comparamos… con otra magnitud “bien” contabilizada.

Es verdad que existe una realidad física, extracontable, la realidad del inventario. Pero esa realidad es, como tal, inaprehensible. Ha de ser tamizada por las convenciones para devenir, si se me permite, realidad “real”, realidad contable. Unas cajas en un almacén son eso, unas cajas en un almacén. Solo una vez mensuradas, desmaterializadas y pasadas por las convenciones devienen “existencias”, una magnitud contable con carta de naturaleza. Antes, solo son realidad bruta, precontable, inexistente.

Nuestra vida es un continuo que la contabilidad parcela en ciclos, que nos terminan pareciendo tan naturales como las estaciones. Los ejercicios. El ejercicio contable y las operaciones que han de hacerse a su inicio y a su fin –las que, en suma, terminarán componiendo el resultado del año- son la máxima expresión de la convención. La actividad empresarial, por lo común, se desarrolla de modo indefinido en el tiempo. Su resultado solo sería mensurable, en principio, por diferencia entre lo que se puso y lo que se obtenga. Pero las necesidades humanas y las mentalidades no se avienen fácilmente con semejante estado de cosas. Hemos de adaptar las empresas sin límite temporal a nuestra propia finitud. Por eso, año a año se hace una especie de fin del mundo a cuenta.
Pero la potencia de la convención es tal que es como si el mundo acabara de veras, como si entre el 31 de diciembre y el 1 de enero no mediara esa nada que media –no media nada, no hay cesura- sino una barrera invisible. El 1 de enero no está en otro año; está, desde este lado, en otra dimensión, la ultratumba de lo no contabilizado, de los objetivos que aún no han empezado a aplicarse, de los presupuestos aún posibles.

El año que viene es irreal porque aún no tiene diario. Es ya año. Pero aún no es ejercicio. También el tiempo ha de ser tamizado por las convenciones contables. No sabemos pensar de otro modo, creo.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Siempre las lenguas

El catalán es una lengua. Esto debería ser una obviedad, pero no lo parece. Igual que el español, el gallego, el vasco o el japonés. Una lengua en la que piensa, siente y se expresa gente que la tiene por materna. Ni es un idioma de mentira, inventado por separatistas conjurados ni es una suerte de espíritu nacional destilado, como parecen pensar unos y otros. “Un pueblo, una lengua, un estado” parece ser una de las querencias favoritas de todos los nacionalistas que en el mundo son, frente a la palmaria evidencia de que es una terna que casi nunca se da junta. Las fronteras lingüísticas raramente coinciden con las estatales –aunque los estados, o las regiones, den nombre distinto a la variedad dialectal que se habla dentro de sus fronteras, por aquello de darle más lustre (sin entrar en casos patrios de catalanes y valencianos, véase, si no, qué es eso que llaman “moldavo” sino el rumano que hablan en Moldavia, por poner solo un ejemplo)- y, por supuesto, hay pueblos que se reconocen como tales en medio de verdaderos guirigáis idiomáticos o perdidos en mares de dialectos (suizos, en el primer caso, o alemanes en el segundo) y gentes que no quieren compartir ni el aire y están condenados a compartir una misma lengua o casi, como serbios y croatas.

Las lenguas no entran en la agenda política hasta muy tarde. A los monarcas absolutos y autoritarios no pareció inquietarles nunca en exceso la diversidad lingüística en su territorio. Carlos V dejó bien aleccionado a su hijo sobre lo arriesgado de permitir disensos en materia religiosa en sus estados, pero siempre le importó una higa la lengua que hablaran sus súbditos. Como nos enseñó el malogrado Juan Ramón Lodares, la lengua, en realidad, solo le importó, desde siempre, a la Iglesia. “A cada uno, en su lengua”, así predicaron los apóstoles. Allí donde fueron, los misioneros cristianos aprendieron las lenguas locales. Gracias a los clérigos sobrevivieron las lenguas amerindias de la América hispana. ¿Súbito interés filológico? No, anticipación a los tiempos. Los buenos padres sabían que quien controla los decires controla las ideas. Su interés no estaba en las palabras sino en los contenidos, porque no hay otros contenidos que los que las palabras dicen. La humanidad, parcelada en mil lenguas ininteligibles no tenía otro medio de acceso a las ideas que el que proporcionaban el latín o, más corrientemente, su traductora: la Santa Madre Iglesia. ¿Es casual que la única literatura escrita, por ejemplo, en euskera durante cientos de años fueran, precisamente, misales libros de piedad?

Los estados llegaron tarde a esta convicción. Hasta que no tomaron conciencia de sí mismos, no decidieron que también querían conformar mentes. Y para ello inventaron la educación obligatoria. Entonces nació la política lingüística. El principio era ahora el inverso –ya no se conservarían las lenguas fuera de la elegida- pero, si se quiere paradójicamente, por muy similares motivos. La lengua única estatal barrería todas las demás, las reduciría a la irrelevancia volviéndose lengua de enseñanza y de relación con el nuevo y verdaderamente todopoderoso señor. Fue la Francia revolucionaria, claro, la pionera en estas lides. Imitada luego por las repúblicas americanas y por todos los estados neonatos. Tuvo política lingüística todo estado que se lo podía permitir. La supervivencia de las lenguas regionales fue más cuestión de impotencia que otra cosa.

Esta es la historia. Pero la manipulación no cesa. La batalla por la lengua, allí donde se da, es enconada como pocas. Porque es la batalla por las mentes. Lo que se llama “normalización lingüística” –téngase por “normal” lo que se quiera- no es más que una batalla por el control de la lengua como vehículo.

Es absurdo negar que una lengua compartida es, o puede ser, cimiento de convivencia, no por la lengua en sí, sino por el universo referencial que se expresa en ella. Lo que une no es compartir la lengua, sino compartir la enciclopedia. Pero hay evidencias sobradas de que, fácil o difícil, la cuestión lingüística no tiene por qué resultar crítica. Los suizos, de nuevo, han construido un universo referencial común a partir de un mosaico lingüístico relativamente complicado –digo “relativamente” porque lo de la suiza tetralingüe es una broma si se compara con cualquier gran estado asiático, por ejemplo-, pero no estoy seguro de que mexicanos y argentinos compartan más referencias que españoles y portugueses.

En España no hay un problema lingüístico. Nunca lo hubo. Existe el capítulo lingüístico de un problema político. El problema no son el catalán, el gallego o el vasco –tampoco el español-. El problema es que, en cuestión de lenguas, es como más fácilmente asoma la vena totalitaria del “normalizador” de turno. Porque no se “normalizan” lenguas, salvo en el sentido técnico de dotarlas de una gramática, un diccionario y una ortografía; se normalizan personas, se normalizan costumbres, se normalizan pensamientos. Lo que el político llama “anormal” –puesto que lo que ha de normalizarse no puede sino ser eso- suele ser, más sencillamente, no coincidente con sus ficciones o con sus delirios. El filólogo Víctor Klemperer (sí, el hermano del afamado director) nos explicó cómo lo primero que hicieron los nazis al llegar al poder, antes incluso de promulgar leyes raciales, fue “normalizar” la lengua alemana, expurgarla de malos usos, convertirla en la herramienta de pensar del buen alemán; Stalin, georgiano él, rusificó todas las repúblicas soviéticas, también lingüísticamente… Y los caudillos de las nuevas repúblicas invierten ahora el proceso, proscribiendo el ruso que, mal que bien, ya era la lengua adquirida.

Me han explicado muchas veces que “normalizar” es “nivelar”, es “volver a poner las cosas en su sitio”, es favorecer la lengua preterida para que pueda seguir existiendo. Más aún, cuando la lengua preterida es, además, una lengua “menor” –es decir, con menos hablantes, menos extendida (léase catalán frente a castellano o flamenco frente a francés)- normalizar es, en realidad “desnivelar”, discriminar positivamente, como se dice en neolengua administrativa. La lengua preterida no debe ser puesta al nivel de la otra, porque, en símil boxístico, las tablas favorecen al campeón, sino que debe ser favorecida. Suena de lo más angélico, pero no me lo creo. La “política lingüística” es fuente de toda suerte de abusos. Así ha sido siempre.

En mi opinión, en materia de lenguas, los estados –las administraciones- deberían ser rígidamente aconfesionales. El concepto de “lengua oficial” resulta odioso cuando deja de ser meramente funcional, es decir, cuando pasa la raya del necesario concepto de aquella lengua en la que la administración se relaciona con los ciudadanos, esto es, del código que utiliza para sus menesteres domésticos. Todo lo demás es exceso. Los Estados Unidos carecen de una lengua oficial nacional, y tampoco existe una en la mayoría de los distintos estados. La cuestión se orienta por oferta y demanda. Los estados con grandes masas de hispanohablantes empiezan a producir su documentación oficial en español, y el estado de California ofrece, por ejemplo, la posibilidad de examinarse del carnet de conducir en docenas de lenguas.

Supongo que habrá quien objete que este modo de actuar conduciría a la desaparición de muchas lenguas, por ¿inútiles? Sí, por inútiles. Una lengua es inútil cuando todas sus funciones son ya desempeñadas por otra y, sí, lo normal es que la gente opte por una u otra. Puede. Pero es que una lengua no es un insecto protegido. Una lengua es una creación cultural humana, a disposición de sus hablantes. Pero, claro, el simple imaginar la lengua, la encarnación del Volksgeist, reducida a mera contingencia provoca sarpullido en ciertos espíritus sensibles. ¿La patria, el pueblo, la trascendencia de la nación, “disponibles”? ¡Horror! No es posible.

“Una lengua, un pueblo, un estado”. Lo siento, pero me parece algo para grabar en las hebillas de un ejército agresor. Además, es mentira, coño. Siempre lo ha sido.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El fin de semana de los patriarcas

Fin de semana para la nostalgia en el campo socialista. Confieso que he tenido que recurrir más de una vez a los pies de foto para saber quién era quién en las varias estampas de González y sus ministros de aquellos –a juicio de algunos- maravillosos años. Yo era muy pequeño y muchos de ellos han cambiado bastante. Treinta años hace ya de aquella toma de posesión, tras una victoria electoral de las que solo se dan por incomparecencia del contrario, como fue el caso.

En su discurso a la familia, el González transmutado en patriarca dijo lo esperable: que el partido debe volver a hilar un discurso de mayoría. Debe recentrarse. Porque el ex presidente opina, me temo, lo que otros conmilitones y muchos observadores, que el PSOE se encuentra completamente desarbolado, víctima del colosal error de convertir el tacticismo en estrategia, de renunciar por completo a cualquier clase de núcleo básico de ideas –llámense “principios” si se prefiere- para devenir una especie de sustancia maleable hasta el infinito, capaz de las contorsiones más inverosímiles en busca de alianzas imposibles. Así las cosas, el que fue no ya partido vertebrador de la izquierda, sino quizá de la democracia española en su conjunto, entró por méritos propios en una crisis que va más allá de la que aqueja a la socialdemocracia europea en general.

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que algunos temimos que el PSOE pudiera resultar una versión perfeccionada del PRI. Un tiempo en que no solo parecía cosechar mayorías holgadas en las urnas –abrumadoras, más que holgadas- sino que disfrutaba de una hegemonía en simpatías y afinidades que hoy resulta difícil de creer. Si el predominio de la izquierda en ámbitos culturales, universitarios, intelectuales, sociales, etc. parece hoy incuestionable, solo hay que hacer algo de memoria para recordar esa sensación de monolitismo, de imposibilidad de alternativa en ningún ámbito. Esa fuerte sensación de mayoría “natural” que lo invadía todo. Desde esa perspectiva, el cambio o era anecdótico o era contra natura, pero no podía ser otra cosa.

Da la sensación de que la mayoría absoluta del PP en 2000 sumió al mundo socialista –además de en la histeria- en un estado de pavor ante lo que ya no podía considerarse una mera grieta en ese aparentemente sólido edificio. El PSOE –y entiéndase por tal no solo el partido, sino el amplísimo conglomerado de intereses que representa- pudo, entonces, reaccionar de diversas maneras. Quizá lo más sensato hubiera sido asumir pura y simplemente las reglas ordinarias de la democracia, aceptando que, siendo uno de los partidos llamados a representar el mainstream de nuestra sociedad, quizá no era el único. Sentarse a esperar, en suma, que ocurriera lo que terminó por ocurrir, es decir, la formación de una nueva mayoría favorable. Pero no, el PSOE no decidió eso. Decidió perderse. Decidió no afrontar el obstáculo, sino rodearlo. Abandonar el centro y atacar por las alas. Maniobra de alto riesgo, aparentemente brillante en primera instancia, de resultado catastrófico después.

El retorno al centro del campo puede revelarse penoso (inciso: quizá CiU podría escarmentar en cabeza ajena…), tomar tiempo y reflexión. Una reflexión que bien puede equivaler a una refundación. El socialismo español debe asumir errores, y debe asumir que su “destino manifiesto” estaba impregnado de un tremendo coyunturalismo. Que su carácter de “partido elegido” obedecía en buena medida a que no había elección posible.

No sé si es casual que, en el fin de semana del homenaje a González, El Mundo haya publicado una entrevista extensa con Aznar. Suena a contraprogramación. Erigido también en patriarca, su tono es de estadista. Sus preocupaciones están en la suerte de su legado –dilapidado por ese Zapatero que, me temo que a ambos lados, es epítome de todos los males- y en España. Ciertamente, no en el partido, que goza de excelente salud. Ahora son ellos los que ganan elección tras elección por incomparecencia, incluso perdiendo votos en números absolutos. Pero tienen enfrente la nada. Supongo que el propio Aznar soñó más de una vez con esto, en aquellos lejanos finales de los ochenta, cuando el socialismo se antojaba inexpugnable.

Es paradójico pero, ahora, cuarenta años después, se pregunta uno si no le ha ido mejor al centro-derecha sin otra legitimidad que la de ejercicio o a un centro-izquierda empachado de legitimidad de origen. En el fin de semana de los patriarcas las cosas no son, ciertamente, como nos las hubiéramos imaginado en aquel tiempo en el que los tipos de la foto aún no peinaban canas.