domingo, 29 de enero de 2012

Tienes derecho a...

Me viene llamando la atención desde hace tiempo una campaña de publicidad, creo que de una marca de refrescos, cuyo eslogan dice algo así como “tenemos derecho a soñar y a que se haga realidad (lo soñado, se entiende)” o cosa por el estilo. Perdón si no transcribo con escrupulosa fidelidad, pero creo que lo que entrecomillo sí refleja la idea.

El anuncio me parece llamativo porque me parece todo un epítome de ese tipo de mentalidad infantil que está en buena medida detrás de nuestra ruina presente. Dudo mucho que el publicista que compuso el eslogan tuviera en mente otra cosa que lanzar un mensaje calificable de “optimista” –creo que esta noción del “optimismo” es la que está detrás de la campaña- y, en suma, no hacía más que atender a las reglas de su oficio, en el que lo primordial es halagar la vanidad del futuro consumidor, hacerle sentir especial, poseedor de derechos sagrados que, en suma, vienen a concretarse en uno, como los mandamientos: consumir lo que le dé la gana cuando le dé la gana.

A mí, ya digo, por el contrario, me levanta cierto sarpullido eso de toparme cada dos por tres con un mensaje que no solo considero falso, sino desviado. Claro que todos tenemos derecho a soñar, por supuesto, faltaría más. Pero no tenemos derecho a que nuestros sueños sean, se hagan, se conviertan en realidad por el solo hecho de que los soñemos, de que los deseemos. Tenemos derecho, sí, a perseguirlos, a intentar que devengan reales, a luchar por ellos y a que nadie lo impida. La diferencia que va de procurar a conseguir parece menor –en contexto, una sutileza prescindible- pero a mí se me hace, ni más ni menos, un abismo.

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América –lo más parecido a un credo del liberalismo político que existe, si tal expresión tuviera algún sentido- es muy explícita al respecto: “We hold these truths to be self-evident, that all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain inalienable Rigths, that among these are Life, Liberty and the Pursuit of Happiness ”. Los autores pusieron una enorme dosis de juicio en dos términos: el participio “created” en el giro “created equal” y el “the Pursuit of” delante de “Happiness”. Los seres humanos no son iguales ni tienen derecho a ser felices. Son creados iguales y tienen derecho a procurar ser felices. No es lo mismo. Los términos están adecuadamente elegidos para equilibrar, en una declaración solemne, la ambición con la humildad, discernir lo que debe esperarse de una comunidad política de lo que ojalá nadie hubiera esperado jamás de ella.

Nadie, excepto nosotros mismos, es responsable de aquello que lleguemos a ser y de que nuestro proyecto vital, cualquiera que sea –es decir, el aquello a lo que nosotros mismos decidamos anudar nuestra felicidad- tenga éxito. Es deber de todos, por el contrario, que nada se interponga indebidamente entre nuestras intenciones y nuestros resultados. Es, claro, un desiderátum, pero un desiderátum bien diferente que el de pretender hacer felices e iguales a todos, como si tal cosa fuera posible. Lo primero es un deseo noble y factible, al menos en cierto grado; lo segundo una pretensión cargada de ecos totalitarios.

El eslogan de la campaña de marras abunda en un mensaje del todo diverso: el mensaje que todos, en especial los jóvenes, llevamos oyendo años y años. Tenemos derecho a un resultado y, por ende, los demás vienen obligados a procurárnoslo. Un mensaje perverso, que está, insisto, en las bases de nuestra menesterosa situación de hoy. Un mensaje que, creo, está también en la raíz misma de la sensación de frustración que embarga a tanta gente. Si tengo derecho a que mis sueños se hagan realidad, ¿cómo es que me encuentro tan distante de ellos? ¿Por qué no solo no se han hecho presentes sino que cada vez parece que se alejan más? El ciudadano-cliente se ve decepcionado del mismo modo, en el mismo plano, que si hubiera comprado un producto defectuoso lo que, si bien se piensa, está cerca de ser verdad.

Alguna otra vez he planteado mi duda inicial, luego resuelta, ante el movimiento de los “indignados” en sus distintas versiones (me refiero, claro, a los indignados occidentales, y en particular a los domésticos, que solo un bastardo interés en desinformar puede asimilar a quienes, en otras latitudes, han corrido riesgos verdaderos y liderado revueltas preñadas de justicia); me preguntaba si aquellas expresiones de ira lo eran de ira ciudadana sin apellidos o, más bien, reclamaciones de ciudadano-cliente. ¿Qué se reclamaba, el derecho a soñar o a lo soñado? Lo segundo, me malicio.

El “tenemos derecho a que nuestro sueño –a veces, nuestro delirio- se haga realidad” se nos aparece muchas veces, so capa de muchas y muy variadas formulaciones, con múltiples sujetos. “Nuestro pueblo tiene derecho a…” dice el nacionalista, “tienes derecho a…” dice el socialista, buscando el arrobo que, en el destinatario, tiene siempre esa segunda persona. “Tienes derecho a…” tú, tú mismo, uti singuli, tu condición ciudadana acaba de elevarse. La palabra del socialista de cualquier partido surte su función performativa y te trae felicidad, te trae derechos, hace avanzar, progresar.

Pero es mentira. Es mentira y te darás cuenta, como dijo Margaret Thatcher, en cuanto se acabe el dinero de los demás, amén de la parte proporcional del tuyo.

miércoles, 25 de enero de 2012

Demagogia barata

Reconozco que me produce cierto pasmo la desvergüenza con la que determinados medios informan sobre el proceso contra Garzón. Y más pasmo todavía las reacciones de ciertas asociaciones que uno tenía –y tiene- por respetables y que muestran su apoyo al magistrado, lo que, en sí, me parece muy legítimo, haciéndose eco de eslóganes y frases sesgadas. El pasmo se añade a la sorpresa cuando, en particular, algunas de esas asociaciones van por el mundo de paladinas de los estados de Derecho.

Hasta donde yo conozco, que no es mucho, nadie encausa a Garzón “por perseguir los crímenes del Franquismo” sino por hacerlo, en su caso, sin atender a las reglas procesales oportunas. Según tengo entendido, en su supuesta desviación de los procedimientos aceptables –cualquiera que fuese el fin perseguido, pongamos que plausible- el magistrado pudo llegar a violar algo tan sagrado como el derecho del procesado a comunicarse con su abogado al amparo del secreto (sobra la aclaración, quizá, pero conviene recordar que el secreto profesional no protege derechos del abogado, sino del cliente). Y eso es gravísimo.

El Sr. Garzón es inocente, claro está, hasta que se pruebe su culpabilidad, y la gente tiene todo el derecho del mundo a discrepar y opinar sobre lo fundado de la causa en su contra. Pero una cosa es proclamar a los cuatro vientos que el juez es inocente y que nada sólido se le demanda –lo que debería, por cierto, llevar a confiar en una pronta absolución- y otra bien distinta que, despachando como menores las tremendas acusaciones, se diga que la causa se le abre “por investigar los crímenes del Franquismo”, como dando a entender que lo noble de los fines valida por completo los métodos empleados. Es lo que media entre una discrepancia legítima y una presión indecente al tribunal juzgador llevada por una concepción del estado de Derecho –y del Derecho en general- que, como mínimo, cabe considerar desviada.

Si siempre es condenable esta recurrente falta de matices, esta tendencia a enmierdar los debates públicos asegurando que ni por casualidad sean posibles no ya los consensos sino ni siquiera las discusiones racionales, no por repetida resulta menos miserable la querencia, especialmente de la izquierda, por la estigmatización del adversario mediante el recurso al anatema de la afinidad con el franquismo. Algo que solo conoce un paralelismo evidente en el caso de los nacionalistas, que transforman ipso facto al discrepante –cualquiera que sea el motivo- en enemigo de la nación o sospechoso de falta del debido patriotismo (si es enemigo interior) o de claras simpatías opresoras (si es enemigo exterior). Claro está que mientras que el nacionalismo es, por construcción, inasequible a la razón, con la izquierda, como hija de la Ilustración, todavía cabía albergar alguna esperanza.

Es cierto que nuestro debate público es, en general, de un nivel lamentable y suele estar plagado de insultos a la inteligencia, a menudo descarados. Pero la facilidad con el que el bando que se considera a sí mismo quintaesencia de lo correcto cae en nuestra versión cañí de la reductio ad Hitlerum es irritante.

Algunas prestigiosas asociaciones de derechos humanos, a las que hay que suponer bienintencionadas, por su parte, nos proveen una nueva prueba de cuánto conviene, antes de hablar, tener alguna idea de sobre qué se habla. A buen seguro, aciertan muchas veces en sus denuncias y admoniciones, pero meten la pata sin paliativos en otras. Y, cuando lo hacen, se desacreditan. Existen otras asociaciones, ciertamente, que no pueden desacreditarse, puesto que eso, por definición, solo es asequible a quien goza de algún crédito.

Hasta para ser demagogo hay que ser elegante.

domingo, 22 de enero de 2012

Sobre la corrupción

Interesante la tercera de hoy en ABC, de Antonio Garrigues, sobre la corrupción y sus peligros. Se refiere el autor, sobre todo, a la corrupción política, aunque también a la financiera, y pondera la transparencia como remedio de una y otra.

La noción de “corrupción” aparece muy a menudo acotada a su sentido más estricto, a fenómenos de naturaleza netamente delictiva, con frecuencia ligados al ámbito de lo público y sus inmediaciones –los partidos políticos, fundamentalmente-. Me interesa más, no obstante, la cuestión desde una perspectiva más general. La corrupción, si se quiere, como una propiedad –o dolencia, o patología o característica maligna- de cualquier sistema social. Y esto abarca algo más que el estrecho marco de lo penal.

Un sistema es, en este sentido, tanto más corrupto cuanto más se alejan sus reglas efectivas de funcionamiento de las reglas estatuidas. En el extremo, los sistemas más corruptos dejan esas reglas convertidas en letra hueca, llegando a desarrollar una institucionalidad paralela que deja a la “oficial” en algo meramente nominal. Dicho así suena, quizá, demasiado abstracto, pero no me refiero más que a ese fenómeno tan familiar, esa sensación de que las cosas son “de verdad” diferentes a lo que parecen. De que las decisiones, sobre todo las más trascendentes, se toman por razones distintas a las públicamente proclamadas y de que, por tanto, ante cualquier eventualidad, la pregunta pertinente es “aquí con quién hay que hablar”. En este tipo de sistemas surge, de modo natural, el rol del intermediario, del medrador profesional entre el mundo real y el mundo oficial, entre el mundo verdadero y el mundo proclamado, y la corrupción sistémica se concreta, por tanto, fácilmente en sus manifestaciones política y económica.

¿Es España un país “corrupto” o, por continuar con la caracterización de la corrupción como “propiedad”, presenta un grado elevado de corrupción? Pues, creo, si se consultan las clasificaciones de entidades y centros de investigación que miden estas cosas, parece que sí, por contraste con los países a los que queremos o deberíamos querer asemejarnos y que no en exceso si se nos compara con otros que, ciertamente, tienen peor suerte. Diríase que el grado de corrupción en España marida razonablemente con la percepción intuitiva de los españoles y con la posición general del país en el mundo, existiendo, por cierto, una nada sorprendente correlación inversa –por lo general, los países que más descuellan en todos los ámbitos gozan también de ambientes institucionales más limpios, con algunas excepciones-.

Creo que en esto, como en tantas otras cosas, el nuestro es un país dual. Nuestro pequeño reino es, ya se sabe, suficientemente grande como para alojar en su seno una aún más pequeña pero moderna e industriosa nación europea más o menos asimilable a las demás en la que las cosas son, generalmente, lo que parecen, y los libros de reglas son letra viva; pero también a un mastodonte ineficiente, aculturado en el pesebrismo y en la perpetuación –convenientemente actualizados según las modas- de usos y costumbres caducos. Esa segunda España ha sido y sigue siendo el reino del enterado, del que sabe lo que hay y qué tecla tocar. Es, no hay que extrañarse, el reino que señorean los políticos, pero también, en parte, ese capitalismo cutre patrio, trufado de tipos que cuestan mucho más de lo que valen y que han hecho oficio del desenvolverse en los aledaños del poder político.

Hace unos días, en un diario electrónico, Luis Garicano glosaba un libro de reciente aparición, a cargo de Mariano Guindal –un relato de la transición económica y, en general, de la historia económica contemporánea- y ponía de manifiesto cómo, a partir del documentado trabajo del periodista, era fácil entender por qué España está donde está y cuáles eran, y siguen siendo, las diferencias esenciales entre el “capitalismo español” y el capitalismo sin apellidos. El incentivo natural que el sistema capitalista ofrece a la innovación y al espíritu empresarial –que no es otro que la expectativa del beneficio- se aviene mal con un país en el que existen caminos mucho más directos, y a la abrigo de toda competencia, para llegar al mismo resultado, a saber: el medro en las cercanías de quien está en grado de decidir, por razones que raramente tienen que ver con el mérito o la utilidad de las ideas, quién prospera y quién no.

No hace falta decir que no son esas las reglas proclamadas. Las reglas dicen que vivimos en una democracia avanzada, sometida al Derecho, en el que la actividad económica discurre por vericuetos libres, sin más interferencias públicas que las imprescindibles, precisamente, para asegurar que el juego discurra por cauces cabales. Y, a veces, quienes las proclaman parece que se las creen. Pero algunos sabemos que no es así o, peor, que no es así para todos. Eso es corrupción.

Algunos se empeñan en ver –siempre hay optimistas- en la profunda crisis que atravesamos, por aquello de que es una crisis “de modelo”, el remedio. Libre de la costra que lo oprime, que se desmoronará por el peso de su propia ineficacia, nuestro paisito podrá desarrollar su potencial, económico y social, con dinamismo. Ojalá fuera cierto y quizá estamos a punto de empezar a verlo. Hasta ahora, más parece que nuestros enterados patrios se hayan puesto al frente de la manifestación, provocando una suerte de movimiento lampedusiano para que las nuevas reglas, sean las que fueren, sean tan nominales como las anteriores.

Que nunca nada sea lo que parece, que siempre haya alguien que sepa lo que los demás no saben.

domingo, 8 de enero de 2012

Furor por las primarias

Un año electoral americano lo es en un doble sentido: un año en el que hay elecciones y el período de tiempo que los elegibles invierten en trabajar sus candidaturas. Mes arriba, mes abajo, eso es lo que mediará entre los caucus de Iowa y las primarias de New Hampshire y la votación presidencial del 6 de noviembre. Un muy largo lapso en el que los candidatos, incluso antes de serlo –en la fase de candidatos a candidato- deberán someterse a múltiples escrutinios, una y otra vez, y a miles y miles de preguntas, indagaciones sobre sus ideas políticas y preferencias personales, etc. Un verdadero tour de force. Es verdad que, esta vez, limitado en exclusiva al partido Republicano, ya que los Demócratas cuentan con un presidente en ejercicio que, como es habitual, pugnará por su reelección.

Siempre es apasionante atender al espectáculo de la primera democracia del mundo desplegando sus mecanismos institucionales. Y, aunque no tan antiguos como pudiera pensarse, los procesos de primarias han llegado a ser elementos consustanciales a esa institucionalidad. No sé qué periodista comentaba no hace mucho en televisión que, en los Estados Unidos, el arraigo de las primarias es tal que, hoy, sería poco menos que impensable que la cúpula de cualquiera de los partidos políticos intentara promover un candidato sin pasar previamente por la yincana (inciso: se me hace rarísimo lo que acabo de escribir, pero leo en el Panhispánico de Dudas que esta es la forma española recomendada para "gymkhana" -que así escrito también se las trae-) de las primarias –colección de elecciones primarias propiamente dichas y caucus, dependiendo del estado-; y ya no digamos lo que sucedería si una determinada dirigencia partidaria pretendiera imponer como candidato presidencial a quien hubiera sido derrotado en el proceso previo, a quien no se hubiera presentado o a quien, habiéndolo hecho, se hubiera retirado.

Son abundantes las voces que manifiestan una sana envidia ante el contraste con nuestra escuálida democracia patria, en la que los jerifaltes de los partidos y sus camarillas imponen sus deseos, parece, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo o pasándose por el arco de triunfo las preferencias de la militancia, cuando estas han sido expresadas. Se subraya que, en nuestras recientes elecciones generales, concurrieron un candidato que jamás hubo de pasar una elección interna –porque el PP no practica esas artes, digámoslo así- y otro que, casi peor, surgió de una pantomima, de un simulacro en un partido que, abonado a las primarias como gesto –algo es algo, piensan algunos- las cuenta por fiascos. Las primarias no son habituales en el seno de los partidos políticos españoles, creo, al menos en los partidos más relevantes. Y hay quien cree que no solo deberían ser habituales, sino obligatorias. Como si la celebración de primarias fuera implícita en el mandato constitucional de que la organización y funcionamiento de los partidos políticos han de ser democráticos.

Las elecciones primarias son divertidas, sí, y fuente de mucho entretenimiento, sobre todo para periodistas. Pero tampoco es cosa, me parece, de arrojar a las tinieblas de la democracia de baja calidad a quienes, sencillamente, empleen otros mecanismos institucionales para la selección de candidatos a magistraturas.

La elección primaria, como cualquier institución de democracia directa –el referendo, sobre todo- se beneficia, sin duda, del carisma que comporta el que en ellas se hace lo que, al parecer, y con evidente reduccionismo, se percibe como lo más democrático del mundo: votar. Si por algunos fuera, estaríamos votando, a diestro y siniestro, todo el día. Nos sentiríamos más realizados y nuestras instituciones, las que fuese, gozarían de una legitimidad absoluta. Cabe preguntarse, entonces, si muchas de ellas servirían para algo.

Quienes claman a favor de las primarias y denuncian los abusos de las jerarquías de los partidos parecen olvidar que esas jerarquías no suelen ocuparse a través de intrigas palaciegas o mediante golpes internos. Esas cosas pueden suceder pero, de cuando en cuando, también sucede que los partidos celebran congresos, reúnen a sus órganos de dirección, etc. Es decir, funcionan como instituciones que cuentan con mecanismos de legitimación de sus dirigencias. Dirigencias a las que se encomiendan múltiples tareas, entre ellas la de proveer candidatos. No veo qué hay de ilegítimo, en línea de principio, en que una dirección -llámese comité ejecutivo, junta o lo que toque- elegida en un congreso, llegadas las elecciones de turno, presente a los candidatos, si así lo prevén los estatutos correspondientes.

En los Estados Unidos no sucede así, es cierto. Pero es que allí no existen los partidos políticos en el mismo sentido que en Europa. No como organizaciones permanentes, mediadoras entre la esfera de lo privado y la esfera de lo público, como entes paraestatales, si se quiere. Los partidos políticos americanos son más bien agrupaciones de electores. Son muchas, muchísimas las diferencias entre el aparato institucional norteamericano y la mayoría, por no decir todos, los europeos –que difieren entre sí, pero tienen más cosas en común-. Ambos tienen virtudes y defectos. La elección primaria suple allí la carencia de una burocracia partidaria tecnificada –especializada en esa tarea mediadora entre sociedad y estado, quiero decir- del mismo modo que las agencias federales han de suplir la carencia de una administración netamente distinguible de su dirección política, dando continuidad a la acción ejecutiva que, en Europa, solemos encomendar a los ministerios y sus funcionarios.

La importación de figuras propias de un sistema –el norteamericano- a otro en el que no son naturales –el europeo- no está exenta de riesgos. A mi juicio, lo importante es disponer de mecanismos institucionales coherentes que funcionen como un todo sin descartar, por supuesto, que el sistema pueda ser cambiado en su integridad o en aspectos verdaderamente esenciales de sus líneas. No estoy muy seguro, por ejemplo, de que las primarias sean el mejor de los remedios contra lo que se percibe como una excesiva endogamia partidista y contra un peso desmesurado de las jerarquías. Aparte de que tiene todo el sentido del mundo esperar que una dirigencia determinada promueva a los afines no ya al partido sino a esa concreta dirigencia (que, por cierto, habrá que suponer que, al menos en algún momento, hubo de ser también afín a la mayoría de la militancia, dado que, por lo común, habrá surgido de un congreso), la experiencia muestra que el candidato surgido en primarias, más “querido” por las bases, suele estar más lejos del mainstream de la sociedad, esa que forma ese gran grupo de electores que no pertenece a ningún partido ni se declararía abiertamente simpatizante de cualquiera de ellos. También hay que subrayar, claro, que mal funcionan las primarias cuando los requisitos para poder concurrir a ellas son tan gravosos que más vale esperar al siguiente congreso y presentarse al cargo orgánico correspondiente.

Ya digo que las primarias me parecen extrañas a los sistemas europeos de partidos y en especial al español. Pero me parecen más extrañas todavía a las democracias parlamentarias, como es todavía, al menos nominalmente, la española. En otras ocasiones, ya me he referido a la subversión del modelo formal que, de modo evidente, está teniendo lugar en nuestro país. Nuestro sistema constitucional, centrado teóricamente en el parlamento, apenas logra a estas alturas disimular el fuerte desplazamiento hacia una suerte de presidencialismo nucleado no ya en torno al ejecutivo, sino a la persona de su presidente. Pocos han sido los medios que, en las últimas elecciones generales, se han resistido a la tentación de presentarlas como un pulso directo Rubalcaba-Rajoy, al más puro estilo de las presidenciales de cualquier república americana o las francesas. La circunstancia de que lo realmente se iba a elegir era una cámara legislativa parecía dejarse de lado como un formalismo menor –algo así como lo que ocurre, de nuevo, en las presidenciales americanas: nadie para mientes en que lo que realmente se elige es un “colegio de electores”, dado que la elección del presidente sigue siendo formalmente indirecta-, trámite enojoso para aquello de lo que realmente se trata.

La lógica de las primarias refuerza, a mi entender, ese desplazamiento que no sé si es deseable y que, probablemente, merecería alguna discusión. Una cosa es que la tendencia tenga mucho de natural –al fin y al cabo, vivimos en una “era del ejecutivo” desde que los estados se convirtieron en gigantescas empresas de servicios- y otra que deba reforzarse todavía más, añadiendo a los apoyos mediáticos que naturalmente se le prestan nada menos que el soporte de unos mecanismos institucionales de nuevo cuño.

Por lo demás, ver unas primarias americanas es como ver una superbowl: entretenido, pero rarísimo.

viernes, 6 de enero de 2012

Moral aparte...

Curioso el panorama ante las ya famosas medidas de fin de año de Rajoy.

Por una parte, el fondo de la cuestión: un déficit público que ya se prevé mayor que lo anunciado por el gobierno anterior y que impele a la adopción de decisiones “penosas”, de medidas “urgentes” y “transitorias”. La más penosa de esas decisiones, claro, la subida del impuesto sobre la renta. Nadie parece poner seriamente en cuestión que lo acuciante de la situación impone remedios perentorios y terminantes. Es lo que hay que hacer y no parece haber demasiadas alternativas. En todo caso, hay quien expresa, justificadamente, preocupación por el efecto que semejante detracción de renta de los contribuyentes pueda tener en la capacidad de éstos de gastar y, por tanto, en la ya escuálida demanda.

Se critica, con toda razón, el muy explicable pero reprobable comportamiento del ahora presidente y hasta anteayer candidato. Es evidente que Rajoy se planteó la elección entre una encomiable sinceridad –el anuncio de que venían mal dadas a su debido tiempo- con un posible “efecto Cameron”, es decir, una pérdida de apoyos electorales achacable, incluso, a una posible reacción instintiva del electorado –la de negar su voto al heraldo de las malas noticias, aun a sabiendas de que esas noticias son veraces y de que los ajustes son ineludibles- y lo que hoy tiene: ser acusado de mendaz a las primeras de cambio. A la vista está que eligió lo segundo. No cabe, creo, tener por exculpatorias las referencias a un déficit “mayor de lo previsto” cuando, al tiempo, ese mayor déficit se achaca a unas comunidades autónomas que, en su mayoría, ya gobernaba el partido de Rajoy desde hace suficiente tiempo como para haberse hecho una idea suficientemente cabal, si no de la realidad de las cuentas, sí de los grandes números, lo bastante al menos para saber, a ciencia cierta, que las previsiones de Salgado eran más voluntarismo que otra cosa.

Estamos ante un cálculo, pues, maquiavélico y moralmente reprochable. La mentira –o la ocultación de la verdad, que a veces equivale a lo mismo- es un arma política, cuyo uso comporta importantes efectos colaterales, como se dice ahora. Puede ser eficaz, pero no es neutra. Esto lo sabe Rajoy, claro, e imagino que contará con que semejante aldabonazo en sus primeras horas sea un lujo permisible, con toda la legislatura por delante para recuperar la credibilidad lesionada. Cálculo, pues, pragmatismo puro y duro.

La paradoja, como ha subrayado, entre otros, Ignacio Camacho, con su habitual brillantez estriba en que, en su más que previsible –y moralmente sustentada- denuncia, la recién estrenada oposición no tiene más remedio que entrar en contradicción consigo misma. Ha de impugnar su propio programa electoral. Porque, en efecto, si algún guión pareció seguir el primer paquete de medidas económicas de la era Rajoy fue el del programa electoral del Partido Socialista. Situación kafkiana, por tanto, la de los políticos de izquierda, que han de afear al Gobierno su impostura… al darles la razón a las primeras de cambio.

Y, en fin, curiosa situación la de los propios votantes del Partido Popular. Al menos la de sus votantes informados. También la de sus medios simpatizantes. Nadie dudaba, creo, que Rajoy, nada más llegar a la Moncloa, habría de tomar medidas gravosas. Es más, hasta se urgió, en determinados medios, un acortamiento del período transitorio y una pronta toma de posesión en aras de que esas medidas pudieran ser adoptadas cuanto antes. Me pregunto en qué podría pensar el personal que consistieran esas “medidas gravosas”. Supongo que, muy humanamente, muchos confiaban –confiábamos- en que el pato lo pagaran otros. Quizá pudo cogernos con la guardia baja, por tanto, el que la primera andanada se dirigiera directamente contra el castillo de proa de nuestros bolsillos. Pero, ¿a qué hacerse los engañadizos? ¿Acaso alguien se habría atrevido a descartar de plano subidas impositivas –a elegir, la figura: IVA, quizá, pero también IRPF, ¿por qué no?- por más que Rajoy las negara incluso enfáticamente?

Insisto, incluso la prensa que le era más afín, la que le sostuvo durante la campaña y reclamó el voto para él argumentó que Rajoy podría estar haciendo lo que, a las pruebas me remito, estaba haciendo, es decir, eludir el “efecto Cameron”. Bastaban un poco de sentido común, la cifra estimada como probable del déficit público –esa que ahora parece como haber caído del cielo, pero nadie descartaba no ya como posible, sino incluso como escenario moderado- y los compromisos asumidos con Bruselas –esos sí, sobre estos no caben maquiavelismos de vía estrecha- para llegar a la conclusión de que el juego del PP era bastante transparente.

Si yo fuera su asesor de campaña, me atrevería a decir, por tanto, que Rajoy hizo lo correcto. Porque la trascendencia de una mentira depende mucho de si ha sido creída. El coste real en credibilidad que se enfrenta al evidente beneficio político es menor, porque no creo que, de veras, el elector popular –al menos el elector informado- pueda, legítimamente, sentirse engañado. Es más, siendo un poco cínicos, hasta podríamos hablar de mentira piadosa. Claro, que si yo fuera asesor de Rajoy –cosa que no soy, por fortuna para Rajoy y quizá para mí- sería un político profesional, no un consejero moral.

martes, 3 de enero de 2012

Por una monarquía aburrida

Hace apenas unos días, decía que creo que la cuestión monarquía-república debería ser, más pronto que tarde, sometida a debate si no de modo aislado, sí en unión, en todo caso, de un número limitado de cuestiones esenciales, que no permitan soslayar el tema diluyéndolo en una revisión general. La mayor parte de los abogados de la discusión abierta suelen ser republicanos, supongo que en la confianza de que de un planteamiento directo de la cuestión solo podría derivarse un cambio de régimen. No es mi caso. Si estoy a favor de que los españoles puedan, si así lo desean, discutir su forma de estado es por pura y simple higiene, no porque considere que la monarquía sea delenda. De hecho, es más bien lo contrario.

La monarquía, en tanto sistema fundado esencialmente en un privilegio –el derecho de una familia a ocupar, de modo hereditario, la jefatura del estado- admite poca justificación teórica. Pugna claramente con el principio de igualdad. Por eso, no me consta que, en los últimos tiempos, se haya instituido monarquía alguna. Todo lo más, las monarquías existentes en Europa y Asia, más alguna africana, van logrando sobrevivir. La monarquía es una institución anacrónica. ¿Significa eso que es irracional y debe ser imperativamente abolida? No, o no necesariamente.

En su magistral The English Constitution, Walter Bagehot muestra cómo las instituciones inglesas, el arquetipo de las instituciones democráticas contemporáneas, nacen de la práctica. Las instituciones políticas son susceptibles de un diseño conforme a pautas teóricas, pero también tienen una dimensión histórica y, sobre todo, una dimensión utilitaria. Las instituciones políticas existen y pueden continuar existiendo en tanto sirven eficazmente a algún propósito. Y Bagehot mostraba cómo la Corona, fuera o no, ya entonces, acorde con el signo de los tiempos –empezaba a no serlo cuando él escribía, allá por 1865-67- revestía una evidente utilidad dentro del sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que, en suma, resulta ser el sistema político inglés. Como parte dignificada del marco constitucional, la Corona revestía un enorme potencial simbólico, ajeno a la contingencia propia del devenir partidista. El anacronismo del carácter hereditario, la escasa coherencia teórica, debe ceder ante la utilidad práctica máxime cuando, como el propio Bagehot muestra, la persona del rey en sí, quién ciña la corona, es un tema de relevancia escasa. Estos mismos criterios de relevancia práctica, criterios funcionales en suma, los emplea Bagehot para demostrar la, a su juicio, superioridad del sistema inglés “de gabinete” –en el que el poder ejecutivo lo ostenta un comité del parlamento- sobre el sistema americano de neta y rígida separación de poderes, conforme a los exactos principios teóricos montesquinianos.

Trayendo las bases del análisis de Bagehot a nuestro aquí y ahora, la cuestión es, ¿reviste la corona –en España, un poder constituido más- alguna utilidad? ¿Proporciona coherencia al sistema y, por tanto, se justifica? A mi juicio, la respuesta a ambas preguntas es “sí”. Creo que las funciones constitucionalmente atribuidas a la Corona (escribo ahora con mayúsculas porque me refiero a la precisa institución, tal como queda definida en el Título II de nuestra Constitución) son necesarias o, cuando menos, muy convenientes. La función simbólica y representativa del monarca es, creo, muy valiosa. Si, además, es posible incardinar la monarquía presente –por más que se trate de una institución de nuevo cuño- en un devenir histórico, obtenemos también la doble ventaja de la tradición, en un país que carece de tradiciones políticas sólidas, y la transversalidad: la Corona es una institución compartida y común, históricamente, a todos los territorios de España, en todos los tiempos. Cánovas decía que, como la religión católica, la monarquía formaba parte de la “constitución histórica” de España, es decir, de un conjunto limitado de realidades que, por consustanciales a la nación, toda constitución normativa debería respetar. Discrepo de la postura canovista, desde luego, pero eso no impide conceder a la Corona una cierta ventaja, la que podríamos denominar, en símil boxístico, la del campeón frente al challenger: es la institución alternativa la que tiene que demostrar su utilidad o, al menos, la que debe ofrecer perspectivas de mejora que justifiquen el experimento.

Es verdad las funciones comentadas podrían ser también desempeñadas, acaso con ventaja, por un jefe de estado electo y, de hecho, son funciones habituales de los jefes de estado. Creo que existen, no obstante, tres razones por los que una jefatura de estado coronada seguiría siendo preferible.

La primera es, lógicamente, la pérdida automática de aquellas características de arraigo histórico y territorial que acabo de citar como ventajas de la monarquía. Soy consciente, no obstante, de que esta ventaja solo puede ser apreciada de modo secundario, es decir, una vez que se pueda razonar una preferencia por la monarquía con base en otros fundamentos. Por lo mismo, no valdría en absoluto por sí misma como razón para descartar un sistema alternativo.

Más enjundia tiene, como segunda razón –y principal razón teórica- la difícil coexistencia de una presidencia de la república con una jefatura de gobierno como la española. Según se sabe, nuestra presidencia del gobierno está modelada sobre el sistema del canciller alemán. Es inexacto, en España, hablar de un “primer ministro” e, incluso, de un “presidente del consejo de ministros”. Por diseño constitucional y por práctica, el presidente del gobierno ha ido evolucionando hacia una suerte de órgano constitucional sui géneris, parte, sin duda, del poder ejecutivo, pero distinguible netamente dentro de éste, de suerte que, del rey abajo, no es exagerado decir que nos topamos con un sistema peculiar. Una suerte de “monarquía presidencialista y federal”. Si ha de conservarse este rol de un jefe de gobierno omnipresente, todo apunta a que un jefe de estado electo devendría un presidente “a la alemana”. Es decir, un órgano constitucional que, máxime cuando su elección es indirecta, queda tremendamente disminuido en sus capacidades simbólicas. El caso de Alemania es, ya digo, paradigmático. El canciller ocupa todo el espacio visible, de forma que el Bundespräsident apenas existe, poco o nada aporta.

La tercera de las razones es, probablemente, coyuntural. Hasta ahora, nuestra democracia ha mostrado una probada falta de capacidad para la provisión de magistraturas libres del tinte partidista. Hay razones fundadas para sospechar que una presidencia de la república, siempre que su elección dependiera del sistema de partidos, correría la misma suerte que viene padeciendo el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General u otros importantes cargos, dignificados o meramente funcionales, pero de los que se esperaba una apariencia de imparcialidad que no han sido capaces de obtener. Es imposible, por otra parte, no tener presente la triste experiencia de la II República y la desdichada presidencia de D. Niceto Alcalá-Zamora, aunque es cierto que el precedente es lejano y no tendría por qué repetirse. Con toda probabilidad, un jefe de estado electo de modo directo al estilo del presidente portugués, por ejemplo, aun propuesto originalmente por los partidos –incluso aunque la presidencia llegara concebirse como fin del cursus honorem y, por tanto, aunque el presidente hubiera podido desempeñar antes cargos de naturaleza partidista- tendría mejor vida. Pero ello nos devuelve al debate anterior sobre la posible necesidad de atemperar el rol del presidente del gobierno.

Según comentaba ayer, en Expansión, Tom Burns Marañón, la “crisis del yerno” puede haber puesto de manifiesto que, quizá, los españoles estén pasando del folclórico juancarlismo a un cierto monarquismo de corte racional. La Corona, parece, no solo no ha salido dañada del envite, sino reforzada. ¿Aprecian los españoles más al Rey que antes? No lo creo. No niego que D. Juan Carlos cuente con un sincero cariño de los españoles, desde luego, pero no parece que su popularidad personal, ahora que van cayendo los velos y se empieza a hablar sin tapujos sobre las oscuridades que le rodean, haya podido crecer. Hay razones para pensar, por el contrario, que los españoles pueden estar valorando la institución de la Corona y el valor de la estabilidad en su continuidad, incluso aunque empiecen a albergar más que dudas sobre la idoneidad personal de su titular.

Nada podría hacer más bien a la Corona que la rutina, desde luego. Puede parecer paradójico, pero lo mejor que nos puede pasar es que el Príncipe de Asturias llegue a ser rey algún día por la pura, simple e indiscutida operación de los mecanismos institucionales. Lo merezca o no. Eso, salvo casos extremos, es poco relevante. Una monarquía aburrida, encarnada por personas transparentes -en el más pleno sentido del término-. Ésa es la monarquía que cabe defender.