domingo, 26 de febrero de 2012

Grecia y el principio de realidad

No sé a ustedes, pero a mí el tema de Grecia y sus sucesivos rescates me tienen más que pasmado. Cuando hablo con gente cercana a mí y que anda involucrada en eso que llaman los “mercados” me dicen algo que cuadra bastante con lo que indica el sentido común: que Grecia está absolutamente quebrada y que no hay forma humana de que los griegos puedan devolver ningún porcentaje sensato de su deuda si quieren seguir comiendo al mismo tiempo e, incluso, ni siquiera si decidieran pasarse a una dieta más propia de ciertas sectas de la India que del Mediterráneo oriental (bueno, mis conocidos dicen, más bien, que Grecia está en “difol” (sic) –o, más exactamente que “va a hacer difol”- y yo me imagino que quieren decir eso, pero lo dicen así por la misma razón que llaman “bílions” a los miles de millones o hablan de “yipimorgan” para referirse a un banco americano cuyo nombre comienza con “J” –letra que, al menos hasta donde yo conozco, en inglés se llama más o menos “yei”-).

La razón por la que se ofrecen a Grecia sucesivos rescates –o se le obliga a aceptarlos, ya no sé- es porque, de no hacerlo, el país se enfrentaría a la insolvencia absoluta e igual se vería obligado a abandonar el euro. Y eso, parece, sería muy malo porque los “mercados” (los del “yipi”) se darían cuenta y temerían un “contagio”. Pero, salvo que mis conocidos me engañen –y no deben, porque son varios los que me cuentan lo mismo y, a su vez, dicen todos lo mismo que la prensa internacional y legiones de economistas- los “mercados” ya hace tiempo que se han dado cuenta de todo eso. ¿Entonces?

Hace tiempo que soy de la opinión, que ahora mucha gente parece compartir –y que tampoco hace falta ser muy avispado para sostener- de que Grecia no está en grado de elegir entre el bien o el mal. Grecia ha de elegir entre males, y males muy gravosos, además. Puede optar entre unos programas de ajuste draconianos que le traen un malestar cierto o la tragedia de una insolvencia abierta, probablemente liberándose de la camisa de fuerza que le supone el euro y apostándolo todo a una ganancia de competitividad posible, que no cabe presumir ni a la argentina ni a la islandesa, sino mucho más magra. Hasta hace poco, los eurócratas no querían ni oír hablar de esta última opción, pero va ganando ciertos visos de verosimilitud, en parte porque se atisba que puede ser más racional y en parte porque los rescates, onerosos, son soportados por opiniones públicas centroeuropeas cada día más renuentes, visto, además, que los gobiernos griegos carecen de la más mínima autoridad.

Hace unos días se ha conocido una propuesta de tres economistas españoles –que, a su vez, es tributaria de ideas ya esbozadas por otros- sobre un posible período interino de patrón bimonetaria euro/dracma durante “el tiempo imprescindible”. Me imagino que, roto el tabú, el “tiempo imprescindible” se tornaría un sine die o, mucho más ajustado al caso, un ad calendas graecas, con la dracma (inciso: sé que ahora se lleva más hablar de “el” dracma, pero consultado el DRAE veo que la palabra “dracma” es de género ambiguo, siendo su tercera acepción –“dracma” es una moneda, pero también una medida de peso- netamente femenina; a mí me suena mejor así) circulando como moneda única y el euro atesorado como depósito de valor.

Creo, sinceramente, que esto es de lo que se trata: de romper un tabú. Del valor de enfrentarse a lo desconocido. El euro fue, probablemente, un error económico y, en el caso de Grecia, además, un fraude. ¿Por qué, pues, empeñarse en mantenerlo contra viento y marea? Es posible que, en la mayoría de los casos –el español, el italiano…- el coste de la salida sea superior al del mantenimiento (segundo inciso: nótese que esto, probablemente, es algo dinámico, si los costes del mantenimiento son crecientes –en términos de bienestar de la población en el medio plazo, que es lo único que verdaderamente importa- puede ser que exista un punto de encuentro en el que la salida sea menos onerosa) pero, ¿por qué ha de ser así en el caso griego? El retorno de la dracma podrá ser un cataclismo muy probable pero, ¿cuál es la alternativa sino un cataclismo completamente cierto? También en estos días hemos conocido que, tras unos años de penar, Islandia empieza a asomar la cabeza –si por tal entendemos que los pepitos grillos de las agencias de calificación (último inciso: sería interesante saber cuánto duraría abierto, pongamos por caso, un centro de predicción de erupciones volcánicas que las predijera media hora después de haber ocurrido, y dejémoslo ahí…) les hayan subido la nota de “bono basura” a “bono menos basura”- y las comparaciones son inevitables. Por supuesto, las comparaciones enseguida llevan a la conclusión de que hay muy poco que comparar. Islandia y Grecia tienen poquísimo que ver la una con la otra. Pero la crisis griega y la crisis islandesa en cuanto a su gestión difieren aún más que Grecia e Islandia entre sí. Sencillamente porque mientras que en Islandia se aceptó desde inicio el principio de realidad, en Grecia –en la UE, por extensión- no.

Islandia hizo cosas que, en otro tiempo, le hubieran acarreado la invasión de sus acreedores. En estos tiempos, más civilizados, simplemente, el país se jugó, e implícitamente aceptó, ser declarado apestado por quienes antes les prestaban muchos “bílions” y tener que vivir de nuevo del bacalao. Pero Islandia tomó, como nación soberana, responsable y verdaderamente moderna, tras el oportuno debate democrático y maduro, la senda que entendió menos penosa para sus intereses y los de sus gentes. Cayeron sobre ellos maldiciones y anatemas pero parece que acertaron. La Islandia de antes de la crisis no ha vuelto ni volverá, pero la economía ha vuelto a crecer, siquiera modestamente, algo que no sucede ni parece que vaya a suceder en Grecia en un tiempo razonable.

La cuestión, obviamente, es que el principio de realidad va anudado al principio de responsabilidad. Si Grecia, si cualquier estado europeo, "hace difol”, la ley del mercado exigiría que quienes invirtieron sumas ingentes de dinero en financiar a un prestatario potencialmente insolvente sin las debidas precauciones afronten los resultados de sus políticas irresponsables. Porque la verdadera ley del mercado no es otra que el principio de responsabilidad: cada cual debe soportar las consecuencias de sus errores o malas prácticas. Durante muchos, muchos años, los políticos europeos han ignorado las nociones de realidad y responsabilidad y, al hacerlo, han extendido entre la ciudadanía del continente la idea de que, efectivamente, se puede vivir al margen de una y otra. La idea de que es posible escapar a las consecuencias de las propias acciones, sencillamente, negándolas, o de que se puede crear y mantener realidades virtuales, sin otro apoyo que el propio deseo. El propio euro y su gestión son un ejemplo sobresaliente. Sabíamos que ni la UE es una zona monetaria óptima ni existe entre los ciudadanos europeos –léase, los ciudadanos de los diferentes estados- una cohesión suficiente como para crear los mecanismos de solidaridad que presupone la unidad fiscal que, a su vez, exige una moneda común entre países que no forman una zona monetaria óptima por sí mismos. Aun así, dio igual.

La lógica dice que el principio de realidad no puede ignorarse para siempre. Cabe preguntarse, entonces, a qué obedece ahora la contumacia, el deseo de perseverar en el yerro. Sobre todo cuando, en verdad, ese principio de realidad ya parece haberse impuesto y, por tanto, ha convertido los aparentes esfuerzos en hacer como que no en una impostura de lo más impúdico.

lunes, 20 de febrero de 2012

Francia

Como el dinosaurio de Monterroso, cuando despertamos –del sueño, de la borrachera de país rico- Francia aún seguía ahí. Y ahí sigue, como siempre, entre cerca y lejos. Poniendo de manifestó cómo de honda es esa sima que separa a los países con buen pasar, como España, de las naciones verdaderamente grandes. Quizá porque nuestros padres y abuelos hicieron tan rápido la hombrada de sacarnos del subdesarrollo en unas pocas décadas para transformarnos, con crisis y todo, en uno de los ¿quince, veinte?, qué más da, países más prósperos del mundo nos creímos que sería mucho más fácil colarse entre los ¿siete, diez? de cabeza. Entre los que cuentan de verdad, cuentan siempre. Y entonces nos faltaron las fuerzas. O empezamos a caer en que la distancia no era ya de larguras, sino de profundidades.

España ya tiene volumen. Lo que le falta, ahora, es densidad.

Y de todos esos sueños nos despierta Francia. Las burlas de los guiñoles, ¿duelen porque son sañudas o porque son francesas? Al fin y al cabo, no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, ¿cierto? La prensa anglosajona no nos llama dopados, es verdad, pero nos llama cosas peores, cada día, edición tras edición, los últimos cuatro o cinco años. Dejemos aparte que las reacciones sean menos furibundas porque no van contra nuestros iconos deportivos (van, por cierto, contra el país en su conjunto, imbuidas de prejuicios que casi cabría calificar de raciales, lo que tiene su miga). Nos molestan especialmente las críticas o las puñaladas que vienen de Francia. Igual habría que verlo con otro prisma. Uno no se burla de lo desconocido, porque no tiene gracia. Al menos, al otro lado de Pirineos, somos familiares.

Las razones para la envidia, sana, puñetera o ambas, cuando de Francia se trata, son múltiples, qué duda cabe. Empezando por el reparto de tierras. A ver, si no, quedando no cerca sino al lado, tan pegados que el viento lo tendría complicado para elegir, a ellos les tuvo que tocar diez veces más superficie cultivable, una tierra amena surcada de ríos caudalosos y navegables, y a nosotros un pedregal acastillado, con quinientos y pico metros de altitud media, donde llueve cuando Dios quiere y nunca a gusto de todos. Mala suerte.

Climas y suelos aparte, ellos supieron gobernar mejor su vida. En algún momento, hace algo más de doscientos años, dejamos de ir a la par, tomaron ventaja y hasta hoy, alcanzando verdadero virtuosismo en el arte de hacer de la necesidad y la propia debilidad virtudes. Seguro que habrá tesis sesudas sobre los porqués, y la historia de Francia y España –dicen algunos que, en suma, la misma historia, porque, se mire del lado que se mire, no se puede contar la una sin la otra- da para muchas especulaciones, pero tengo para mí que la diferencia estriba en la gran apuesta de unos y otros. Francia apostó por ser Francia y acertó. España apostó por una idea medieval y se perdió. No sé en qué momento los reyes de Francia concluyeron que el tiempo de la cristiandad había pasado y era la hora de las naciones. Quizá es, sencillamente, que la nation par excellence nació y vivió con tan perpetua sensación de amenaza que la urgencia de su salvación no daba para pensar en nada más. Al menos, eso es lo que me da siempre por pensar cuando evoco la figura del cardenal Richelieu, el muñidor de la Francia moderna, o de Francia a secas, capaz de tener a Europa en jaque, alianzas contra natura mediante si fuere necesario, espoleado por una perenne sensación de amenaza proveniente de todas partes. Hostil a todo y a todos a fuerza de sentir la hostilidad por los cuatro puntos cardinales.

A partir de ahí, Francia devino una idea necesaria para la civilización, un elemento axial del mainstream de la cultura europea, mientras España se ensimismaba y se regionalizaba. El vecino odioso, el rival a muerte, añadió a sus gracias la de invasor y, por tanto, catalizador de todas las iras patrias y, al tiempo, se tornó oscuro objeto de deseo. Ser profrancés o antifrancés, para nuestra desgracia, devino una especie de cesura básica, un eje fundamental de la política española durante siglo y medio. Y eso joroba.

De Francia han venido muchas cosas y la mayoría buenas. De Francia aún tenemos muchísimo que aprender. Y estoy convencido de que, en Francia, España interesa. A ratos, hasta gusta. Ya sabemos que gustar, admirar y respetar no son sinónimos. Francia no nos ve como un par. Lógico, porque no lo somos, y dejar de creérnoslo es el mejor acicate para llegar a serlo. Si queremos dejar, algún día, de ser esa “democracia joven”, ese país “de chispa”, ese país “simpático”, hagamos por serlo. Si queremos callar bocas de graciosos sin gracia, ya sabemos cuál es la receta: más tours, más mundiales, más torneos de tenis y todavía menos positivos, más severas leyes antidopaje.

París aún está lejos. Si creímos que estaba cerca, nos equivocamos. Hay que seguir caminando.

lunes, 13 de febrero de 2012

Creencias intocables

Las declaraciones de ciertos políticos, algunos, al tiempo, eminentes juristas sobre la sentencia que condenaba al juez Garzón por el caso de las escuchas a abogados me han traído a la cabeza dos de las obras más afamadas de Jean-François Revel: El Conocimiento Inútil (1988, editado en España en 1992), y La Gran Mentira (2000). En esas obras, Revel reflexionaba sobre el totalitarismo comunista y sobre cómo su realidad jamás estuvo escondida, jamás fue inasequible o fue hurtada al común conocimiento. Existieron, desde época temprana, pruebas abundantes sobre lo criminógeno –lo esencial, que no accidentalmente criminógeno- del totalitarismo estalinista. Revel apuntaba cómo durante muchos, muchos años, incluso hoy, la acumulación de evidencias fue perfectamente inútil, puesto que en ningún caso se consiguió no ya la condena generalizada, sino ni tan siquiera el desprestigio que, en buena lógica, hubiera debido arrostrar una doctrina tan dañina para los seres humanos en tantos lados.

A menor escala, y en otro orden más doméstico, causa idéntico pasmo cómo el Partido Socialista en nuestro país puede seguir blasonando de defensor intachable e incansable de la democracia y los derechos ciudadanos, cuando su historia está trufada de episodios que hay que ser muy generoso para calificar solo de oscuros; episodios que no solo son evidentes sino que nadie se ha tomado jamás la molestia de negar. Es, supongo, innecesario. El sentido de superioridad moral de quienes profesan ciertas creencias es totalmente inmune a cualquier indicio de que semejante superioridad pueda no estar demasiado fundada.

Los mecanismos mentales –ciertamente prodigiosos- que se emplean para reducir cualquier evidencia fáctica a la más absoluta irrelevancia son diversos. El más común es, desde luego, hurtar la propia creencia a la misma noción de falsabilidad. Por apabullante sea el cúmulo de pruebas que evidencien que unas determinadas ideas nunca han funcionado, jamás, en ninguna parte, puede no ser bastante para falsar las ideas en cuanto tales. Se tratará de una cadena, casi infinita, eso sí, de simples errores de aplicación, incapaces por sí mismos de probar lo erróneo del principio teórico. La izquierda es buena y virtuosa, y gobierna en interés del ciudadano, especialmente del más desfavorecido (como la derecha es mala y corrupta, y defiende intereses bastardos y antidemocráticos). El hecho de que, recurrentemente, los gobiernos de izquierda hayan traído cifras estratosféricas de paro, fracaso escolar o hayan degradado los mecanismos de igualdad de oportunidades entre otras calamidades que se ceban muy en particular con los más débiles y de que, a su amparo, hayan prosperado como chinches toda suerte de arribistas, nuevos ricos y buenos para nada no prueba más, si acaso, que determinados gobiernos de izquierda aplicaron mal el ideario, en sí intachable.

Las creencias, como decía Ortega, no se tienen. En las creencias se está. Las creencias habitan en un supramundo ideal, al que no se remonta la razón.

“Diga lo que diga la sentencia, es inocente”. O, “no necesito leer la sentencia para estar en desacuerdo con ella”. Estas dos perlas, referidas a la mentada sentencia de Garzón, han sido vertidas por sendos dirigentes de la izquierda española, tenido por bastante berzas el uno, fino jurista el otro. Una sentencia es, por definición, la subsunción de unos hechos en un mandato imperativo. El tribunal ha de rellenar el primer vano de la expresión “si resulta que… entonces…” donde el segundo vano es una consecuencia jurídica. Una operación delicada, susceptible de error, desde luego, pero también, siquiera teóricamente, de acierto. ¿Cómo es posible, pues, afirmar, que “diga lo que diga” la sentencia un reo es inocente? Se podrá decir que es inocente a pesar de lo que diga la sentencia, es decir, se podrá afirmar que está errada. O bien, se está afirmando que el reo en cuestión goza de una presunción de inocencia indestructible, es decir, que su inocencia es una verdad infalsable por los ordinarios medios que aplican los tribunales humanos.

Lo que, creo, afirman tanto el berzas como el fino jurista –y otros como ellos- es, en efecto, que la conducta del reo en cuestión no debe, no puede ser juzgada –puesta en relación- con el ordenamiento jurídico tal cual, del que resulta la base del “si resulta que… entonces…” sino que su conducta está ideológicamente validada, es conforme a un determinado sistema de creencias que tiene la propiedad de hacer irrelevantes las pruebas. Es inútil el conocimiento como es inútil el propio juicio. La ideología anula no ya la jurisdicción del tribunal, sino la jurisdicción de la misma razón humana.

domingo, 5 de febrero de 2012

Apertura abierta

En el ajedrez, la secuencia de primeros lances del juego –los primeros movimientos- recibe el nombre de “apertura”. Según tengo entendido, los estudiosos clasifican las aperturas en “abiertas”, “semiabiertas” y “cerradas”. Se denominan “abiertas” aquellas en las que el jugador que lleva la iniciativa, el que juega con blancas, comienza moviendo su peón de rey a la casilla cuatro de rey. A ello suele seguir un despliegue agresivo de sus piezas, presionando fuertemente sobre el centro del tablero. En otras palabras, en la apertura “abierta”, el blanco, haciendo valer su iniciativa, deja claras desde el principio sus intenciones, sin lugar a la timidez o a las posturas precautorias.

En símil ajedrecístico, podemos calificar también de “abierta” la apertura de legislatura que nos ha dispensado Rajoy. A la chita callando, y aunque la omnipresencia en el debate público de la cuestión económica haya podido hacer que la cuestión pase a un segundo plano, el gallego y su partido han lanzado un fortísimo envite ideológico en materias tales como educación, justicia o política exterior. Materias algunas sobre las que, junto con la política cultural, la izquierda ha venido cimentando su poderío, su preeminencia en el terreno de las ideas.

La progresiva asimilación de las políticas económicas del centro-derecha y del centro-izquierda, sintetizada en la suerte de pacto por el que el estado de bienestar –bandera de la socialdemocracia- queda constitucionalizado, se vuelve intocable de hecho (hasta ahora, claro) y, a cambio, la izquierda renuncia a sus programas máximos aceptando el marco de la economía de mercado ha llevado a mucha gente a pensar que las ideologías son cosa del pasado, que da igual, en suma, que gobiernen unos u otros puesto que, al fin y al cabo, las diferencias son de matiz. Ciertamente, cuan relevante es una diferencia o cómo de estrechos son los matices es cosa opinable, pero yo discrepo de semejante punto de vista. Las ideologías importan, y mucho. Es más, creo que es un enorme triunfo de la izquierda, precisamente, el que no nos demos cuenta.

La trinchera ideológica no ha desaparecido, sino que se ha desplazado, precisamente hacia esas cuestiones en las que, a primera vista, no se ventilan dineros. Por cierto que no es casualidad que la izquierda haya terminado replegada, en lo que a sus posiciones fuertemente ideológicas se refiere, en aquellas cuestiones a las que es más difícil encontrarles un hilo de conexión con el bienestar material de los ciudadanos.

Decía, en fin, que es en cuestiones tales como la educación, las políticas culturales o, incluso, la política exterior, donde la izquierda se ha acantonado y ha venido ejerciendo un dominio muy evidente, incluso en aquellos pocos años en los que no ha ostentado el gobierno. A través de su señorío sobre la educación, las industrias culturales o los valores que inspiran las políticas sociales, la izquierda –la izquierda socialista, se entiende, como única izquierda realmente existente- ha podido jugar a esa referencia siniestra de la “mayoría social”, arrogarse la representación natural de una sociedad modelada a su imagen y semejanza que, en buena lógica, debe expresarse a través de una mayoría parlamentaria acorde, salvo situaciones meramente patológicas, condenadas a lo episódico. La “mayoría social” es, por supuesto, transversal, abarca todos los aspectos de la vida colectiva y no para mientes ante divisiones artificiosas como las que sustentan los estados de derecho: deben plegarse a ella todos los poderes del Estado. Cuando Alfonso Guerra declaró muerto a Montesquieu no hacía ninguna figura retórica sino una declaración de intenciones. Ninguno de los contrapoderes que pueden equilibrar el cuadro quedó libre de embates y si, mal que bien, alguno resistió –como el poder judicial- no sin daños, otros rindieron plaza, de una vez y para siempre, como los cuerpos de la Administración pública.

Por múltiples motivos, la derecha nunca ha logrado equilibrar la balanza. En parte por sus propios complejos y porque, naturalmente, ha sido la primera promotora de esa idea del “ocaso de las ideologías” que excusaba muy convenientemente de explicitar la propia, y en parte porque no ha dispuesto del tiempo preciso. El aznarismo también quiso ser una cierta revolución, pero terminó abruptamente, y a Zapatero –él también inclinado a las aperturas abiertas, creo- le faltaron horas para resguardar en sagrado lo mejor del acervo, en especial, esas leyes educativas que aseguran que nunca, bajo ningún concepto, la noción de “mérito” pueda comenzar a roer el hermoso edificio del igualitarismo.

Rajoy se lanza, parece, a tumba abierta hacia la confrontación. Y hace bien. Le va mucho en ello. Es cierto que, ahora mismo, el Partido Popular disfruta de un poder al que no se le pone el sol, sin precedentes para la derecha española. Y es también cierto que el grado de postración por el que pasa el Partido Socialista tampoco tiene igual en la historia reciente. Pero, precisamente por ello, precisamente porque solo sobre los pilares ideológicos de las “materias indoloras” puede el socialismo aspirar a cimentar un futuro renacer, Rajoy debe pugnar por reequilibrar la historia.

Es dudoso que esa “mayoría social” que autorizaría moralmente a la izquierda para modelar a su gusto elementos esenciales de nuestro marco de convivencia exista. Es dudoso que haya existido alguna vez, por lo menos hasta el punto de reducir a la irrelevancia cualquier otra visión de la vida. La sociedad española es compleja y acoge múltiples puntos de vista legítimos que, al menos, no deberían encontrarse con el monolito de una cultura “correcta” que excluye por sistema a buena parte de ellos. Socialistas y nacionalistas –en sus propios ámbitos- se han acostumbrado a reducir todas las demás perspectivas a meramente toleradas. Y eso es una disfunción que debe corregirse.