lunes, 2 de diciembre de 2013

Hay mil razones para modificar la Constitución. Cataluña, de momento, no es una de ellas.


Como todos los años, cuando se aproxima el aniversario del referendo constitucional de 1978, se reabre el debate sobre la reforma de la Constitución: su conveniencia, incluso su necesidad y su improbabilidad. En los periódicos proliferan artículos de prestigiosos constitucionalistas y entrevistas con políticos retirados, de los que participaron en el debate constituyente; unos y otros convienen en que la Constitución necesita algo más que retoques, unos y otros convienen en que no se dan las condiciones necesarias para acometer la empresa con razonables garantías de éxito.

El constitucionalismo comparado enseña que la normatividad efectiva de un texto constitucional depende de su capacidad de adaptarse a los tiempos. Ciertamente, la reforma de la letra –y la propia Constitución española es un ejemplo- no es la única vía por la que puede operarse la adaptación de la constitución a la realidad de cada momento; por vía de interpretación, especialmente si, como en nuestro caso, se dispone de un sistema de jurisdicción constitucional concentrada, o mediante cambios en otras leyes que forman parte del denominado “bloque de la constitucionalidad” (en España, al menos, los estatutos de autonomía y las normas reguladoras del régimen electoral) pueden inducirse auténticas mutaciones constitucionales. Pero esas vías son limitadas en su alcance, por una parte, y arriesgadas desde la perspectiva política en cuanto la constitución, reformada por cauces ajenos al formal, puede verse mermada en su legitimidad. La reforma, pues, se hace en algún momento imprescindible. Durante la vigencia de nuestro texto de 1978, los países de nuestro entorno han hecho, con toda naturalidad, reformas de calado diverso. La constitución portuguesa de 1976, tan próxima a la nuestra por tantos motivos, ha sido objeto de varias reformas, necesarias para traer la norma suprema desde la Revolución de los Claveles al ambiente del Portugal contemporáneo, que quizá también vive revoluciones, pero de otra especie.

Existe, creo, un razonable consenso en España en torno a la necesidad de acometer, más pronto que tarde, siquiera un mínimo de reformas que cabe calificar de técnicas: en síntesis, las analizadas en su día por el Consejo de Estado a petición del presidente Zapatero. Pero también existe la certeza de que las necesidades no paran ahí, sino que van más allá y es en ese más allá donde los consensos saltan por los aires. Me refiero, obvia y fundamentalmente, a la cuestión territorial, cuestión que, a su vez, es un eufemismo para referirse al encaje de Cataluña y, en otra medida, el País Vasco. Y aquí nos encontramos, quizá, con una diferencia respecto a otros aniversarios: el Partido Socialista apuesta sin ambages por afrontar una reforma como remedio al problema, bien es cierto que inarticulada.

 
No es probable que la propuesta de reforma –incluso suponiendo que llegara a concretarse en algo más que una colección de eslóganes- prospere. En primer lugar porque el Partido Popular no está por la labor pero también porque no se sabe muy bien dónde están, a fecha de hoy, los partidos centrales del arco político catalán. Entrar en una dinámica de reforma constitucional implicaría un viraje en el discurso político de CiU, o al menos de Convergencia, que no parece estar en esas claves.

En las actuales circunstancias, sería muy razonable acometer una reforma que, como dice UPyD, nos dote de un marco constitucional nuevo y válido para los próximos treinta años. Pero no está ni mucho menos claro que exista un proyecto compartido que lo soporte. Hay múltiples disensos, diversas concepciones sobre muchas cosas. Si se quiere paradójicamente, la operación de construcción del consenso es ahora más difícil que en los 70, precisamente porque hay más libertad, porque nada se presenta como necesario. No creo que sea necesario abonarse a la tesis de que la Transición fue un proceso “tutelado” o limitado para aceptar que, en aquel tiempo, existían condicionantes que hoy, venturosamente, no se dan. La Constitución de 1978 fue hija de lo posible, como todas, y el ámbito de lo posible es hoy, quizá, más amplio.

Es claro, por supuesto, que el más radical de los disensos es el que afecta a la definición misma del constituyente, que es precisamente lo que el problema catalán pone en cuestión. Por eso mismo la solución del Partido Socialista es, a mi juicio, errónea, al menos en el plano conceptual: el problema que plantea Cataluña no se puede tratar, en rigor, desde la Constitución o través de una reforma de la Constitución. Es posible que la búsqueda de un tratamiento jurídico de la cuestión exija un cambio constitucional, pero no será, en su caso, un cambio en la Constitución, sino de constitución. El problema que se plantea en Cataluña tiene un cariz pre-constitucional, en tanto es definición del propio constituyente. Para reconducirlo a una cuestión tratable mediante una reforma constitucional, es preciso un tratamiento previo, es preciso resituarlo. Es preciso, en pocas palabras, partir de que Cataluña seguirá siendo parte de España.

Se dirá, con buen criterio –asumo que con el criterio que sostiene el Partido Socialista- que la respuesta a si se quiere o no formar parte de España dependerá siempre de qué España se proponga. Dicho de otro modo, la reforma constitucional sí puede ser una vía de tratamiento del problema, en cuanto, precisamente, crearía las condiciones en las que la respuesta puede ser afirmativa. Esto, que es lógico, supone, a mi juicio, un error político; la reproducción, a otra escala, del mismo error cometido en 1978. ¿Tiene sentido pedir de Cataluña un posicionamiento ex ante, una expresión de voluntad? A mi juicio, lo tiene. Si se cree, verdaderamente, que el empeño es imposible y, por tanto, la reforma, sea la que sea, no cerrará el debate o, peor aún, lo cerrará en falso, no es que no merezca la pena acometer la reforma constitucional, es que podrá acometerse desde claves muy distintas.

España puede diseñarse para acomodar a Cataluña… o no. Y ello dependerá en buena medida de lo que quieran los catalanes y el resto de los españoles estén dispuestos a aceptar. Ciertamente, puede defenderse la inconveniencia de alterar en absoluto el marco institucional, pero no parece tener excesivo sentido avenirse a alterarlo y alterarlo gravemente, para resolver un problema que puede no tener solución, y parece contradictorio que quien la busca –la solución- se conforme sin explorar esa posibilidad. Hemos de saber si el empeño es inútil. La cuestión catalana debe ser tratada por derroteros diferentes. Hay mil razones para reformar la Constitución, todavía no puede concluirse que Cataluña sea una de ellas.

lunes, 28 de octubre de 2013

Rigoberto o el escapismo


En "El Héroe Discreto", la última novela de Vargas Llosa aparece toda una serie de viejos conocidos del universo vargallosiano: el sargento Lituma y los Inconquistables y, sobre todo, don Rigoberto -el de los Cuadernos- y su muy literaria familia, compuesta por su segunda esposa, Lucrecia, y el inquietante Fonchito, el niño que se obsesionaba con su madrastra y los dibujos de Egon Schiele y reaparece hecho ya un mocito, pero igual de peculiar.

En este libro, Vargas nos presenta muy a las claras a Rigoberto como el esteta escapista que es. Busca su sustento como abogado bien posicionado de una importante empresa de seguros pero, en cuanto puede, huye a refugiarse en un mundo de belleza en forma de libros, música culta y grabados (eróticos, por más señas). El estudio de Rigoberto en su ático limeño se nos aparece como una especie de atalaya, una suerte de torre de marfil donde rigen otras reglas, donde nada rompe la paz y el goce estético. A refugio de la grosería, la ordinariez y el mal gusto que, próspero o miserable, no importa la época, parecen siempre campar por sus respetos en el Perú (o España, tanto da). En su ático, Rigoberto anhela volver a una Europa que, desde Lima, parece antojársele una arcadia; la Europa, claro está, de sus ciudades literarias y de los museos donde cuelgan los cuadros de esos pintores que le fascinan.

Esa "huida hacia la belleza" es una cierta constante en la obra de Vargas. Me viene a la cabeza, ahora mismo, el protagonista de "Travesuras de la Niña Mala", cuyo solo afán era vivir en París. Vivir viendo París. Qué hacer para lograrlo es secundario, posiblemente algo convencional – en la novela, ser traductor para la UNESCO.

Estos personajes vargallosianos son algo así como exiliados interiores. Ajenos a un mundo que desprecian o que, en el mejor de los casos, les es indiferente, donde, todo lo más, buscan el imprescindible sobrevivir. No es, necesariamente, que no se desenvuelvan con soltura en el mundo exterior -Rigoberto, sin ir más lejos, es buen abogado, probo y alto funcionario, de plena confianza, en la aseguradora que le mantiene y a la que ofrece su máxima lealtad profesional- pero ahí no pasan de cumplidores; su querencia está en otro lugar. La alta cultura, la cultura con mayúscula ofrece un universo paralelo al que se huye, al que se escapa en cuanto se puede.

Rigoberto y compañía no son, desde luego, revolucionarios de ninguna clase. Les asquea, sí, el mundo –llamémosle real- en el que viven, pero no muestran interés alguno en cambiarlo. Lo dejan por imposible. No buscan, en su viaje estético, inspiración para acción de clase alguna fuera del mundo virtual, no tienen interés en desarrollar una actividad intelectual o en difundir ningún mensaje. Son estetas puros. La belleza y el solaz que proporciona se erigen en fines en sí mismos. ¿A quién le interesa este mundo feo cuando se puede gozar de uno mucho más hermoso sin más que asomarse, pongamos por caso, a los cuadros de Schiele? El alegato de que el mundo de los cuadros no existe es, por supuesto, mucho más que discutible. ¿O acaso no obtiene Rigoberto placeres sin cuento de la contemplación de sus grabados eróticos? Si se quiere decir, por ejemplo, que las mujeres que contempla y con las que fantasea carecen de encarnadura, se podrá estar de acuerdo, de ahí a afirmar que “no existen” media un trecho. De ciertos personajes literarios –por seguir con los ejemplos- se pueden predicar casi todas las virtudes de las compañías supuestamente reales y casi ninguno de sus defectos, lo que, no se negará, es una enorme ventaja.

El rigobertismo –seguro que la actitud de don Rigoberto conoce precedentes y cuenta con denominaciones más precisas, pero así nos entendemos- es muy tentador. Que este  mundo, llámese “real” conforme a las convenciones, no es buen lugar para espíritus sensibles es cosa que merece poco comentario. No es tanto que el mundo sea un lugar malo. Es, sobre todo, que es un sitio feo. La vida, ya se sabe, es dura. Pero no es esto lo peor, lo peor es que, buena parte del tiempo, es desagradable. Estéticamente desagradable, quiero decir. Cualquiera que se asome, día a día, a los periódicos españoles, pongamos por caso, aparte de un lenguaje muchas veces basto y feo en sí mismo, se topará con un espectáculo muy ordinario, de mal gusto. Nuestra vida pública es así, grosera, bajuna, poco agradable. Y lo es a casi todos los niveles, para qué engañarnos.

Uno se pregunta si, más que buscar lo que difícilmente se va a encontrar y, sobre todo, más que cambiar lo que difícilmente tiene arreglo, no será mejor aplicarse a buscar un refugio rigobertiano. Construirse un pequeño espacio para poblarlo de cosas de verdad bellas y volver a él cada vez que no se pueda más, o cada vez que se pueda, simplemente. Igual esto es escapismo. Hedonismo, si se quiere. Pero no se me negará que es tentador, sí.

 

jueves, 10 de octubre de 2013

Martín de Riquer y el afán de erudición


Bonito homenaje de Mario Vargas Llosa a Martín de Riquer este pasado fin de semana (véase aquí). El decano de los académicos falleció hace unos días dejando tras de sí una obra ingente. Martín de Riquer dedicó lo mejor de su vida a las literaturas romances medievales. Era sabio en castellano y catalán, pero también en francés o provenzal. Ninguna voz de la romanía le era ajena. Al caso, Vargas Llosa, en cumplido a Riquer, le califica de “erudito” y lo incorpora a la nómina de los Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Borges, Ortega y demás. Ciertamente, si alguien puede ser llamado “erudito”, ése era Martín de Riquer. Un hombre que sabía mucho de muchas cosas. Ser erudito, en sí, ser instruido, no puede ser mala cosa. El calificativo es elogioso, a primera vista, y, sin embargo el propio Vargas Llosa se siente obligado a matizar que lo usa en tal sentido, que Martín de Riquer no era un acumulador de saberes inconexos, sino un verdadero sabio. No tenía solo información, sino conocimiento. La cautela viene a cuento porque la erudición tiene muy mala prensa en estos tiempos en los que hay pocos eruditos y la especie tiene toda la pinta de estar en vías de extinción.

Que ser erudito, incluso limitándose a un campo concreto de materias, por ejemplo las humanísticas, es crecientemente difícil parece poco discutible. Los hombres del Renacimiento, si de verdad existieron, habitaron, en efecto, el Renacimiento, cuando el cúmulo del conocimiento humano era menos pesado. Dejémoslo en que hoy habrá que contentarse con una cultura sólida, si se puede.

Ser verdaderamente erudito es empeño difícil, pero la aspiración sí podría existir. Ahora, lo que no parece haber es afán de erudición, sino todo lo contrario. La erudición, el conocimiento enciclopédico, no parece algo valioso sino más bien al revés. La educación formal, al menos la educación formal en España no solo no parece promover un amplio espectro de conocimiento sino que hace lo posible por impedirlo. En primera instancia, por supuesto, por el principio de especialización, que tiene su manifestación más clara, en la etapa superior, en la proliferación de grados y titulaciones. Antaño, todo el saber humano se agrupaba en pocas divisiones generales, de forma que, cualquiera que fuera la especialidad de cada cual, los currículos eran en buena medida comunes entre materias consideradas afines. Hoy, ocurre lo contrario. Ciencias y letras  son ya bastante estancas entre sí –dando lugar al falso problema de las “dos culturas”-, pero lo mismo va sucediendo dentro de cada uno de los ámbitos, entre sus crecientes subdivisiones. Si a eso se añade el empobrecimiento progresivo de la secundaria que proporcionaba un sustrato común, siquiera en unos mínimos, se concluye que quien desee tener no ya conocimientos profundos sino simplemente una perspectiva razonable de lo que antes se tenía por cultura exigible tendrá que luchar contra la estructura de cursos, asignaturas y exámenes que conforman el plan educativo. Por lo visto, alguien ha decidido que tomas apuntes en la escuela, pero estudias en tu tiempo libre.

 

Pero es que, más allá de todo lo anterior, el saber cosas es, parece, tenido por inútil. Supongo que se piensa que la evidencia de que nadie sabrá jamás tanto como querría convierte el empeño en absurdo desde el principio (afortunadamente, los médicos no enfocan igual su batalla, también perdida de antemano, contra la muerte).  No hay, por tanto que saber cosas, sino tener destrezas, dicen. La tesis viene reforzada por la accesibilidad de los datos; merced a la tecnología de la información, ésta no solo es infinita, sino que está inmediatamente disponible; por tanto, el saber cosas es más inútil que nunca, porque la inutilidad alcanza incluso a esas cosas que, por instrumentales, antes era necesario conocer.

Y, sin embargo, ¿cuándo fue más patente que información y conocimiento no son iguales? Al menos en el ámbito de las ciencias humanas, nada indica que la excesiva especialización sea positiva. Ciertamente, es difícil encontrar algo de bueno –y hasta se puede encontrar de malo- en la mera acumulación de datos, pero eso no es erudición en el buen sentido. Para que pueda hablarse de erudición, los conocimientos deben estar conexos entre sí. Afán de erudición y afán de entender bien pueden ser la misma cosa. Personalmente, dudo mucho que los fenómenos sociales puedan ser entendidos sino observándolos desde diferentes perspectivas, y esas perspectivas solo pueden ocuparse desde distintos ámbitos. Uno se topa demasiado a menudo con excelsos especialistas en nada.

Ya no hay, seguro, marañones. Y es poco probable, casi seguro, que vuelva a haberlos. No es fácil que surjan nuevos Martín de Riquer. Perseguimos al conocimiento, pero éste se expande más rápido y, como en la fábula, bien puede ser que, cuanto más corramos, más nos demos cuenta de que la fracción de lo sabido es más insignificante que nunca. Pero esa aparente paradoja es el mejor recordatorio de lo inseguro de nuestro conocimiento. Solo el afán de erudición, las ganas de saber cosas, nos puede poner ante la evidencia de lo poco que sabemos. Se erige en la mejor fórmula para combatir la falsa seguridad que provee la especialización excesiva: sí, vemos cada vez más claro, pero no nos damos cuenta de que ello se debe a que estamos cada vez más cerca del objeto estudiado y, por ello, vamos perdiendo perspectiva. ¿Puede ser buena la duda? ¿Es buena la inseguridad sobre el propio conocimiento? ¿No es absurdo decir que puede merecer la pena leer miles y miles de páginas solo para tener una mejor intuición de lo que no se sabe? Solo en apariencia. Precisamente, el acúmulo de conocimiento enseña que la inseguridad es connatural al mismo, al menos cuando de conocimiento del hombre sobre el hombre se trata. La inseguridad que genera la ignorancia informada es incómoda, pero es mucho menos peligrosa que la seguridad que ofrece esa ignorancia genuina que pasa por conocimiento profundo. 

La erudición, o el afán de erudición, no sería, entonces, un lujo innecesario –como todos los lujos- sino un método imprescindible. Ser Marañón es, probablemente, imposible en estos tiempos. Querer serlo de algún modo se antoja, sin embargo, necesario.

 

 

lunes, 30 de septiembre de 2013

Comprender y justificar


A propósito de la reciente película biográfica de Margaret von Trotta sobre Hannah Arendt, que actualiza la polémica desatada en su día por la publicación de Eichmann en Jerusalén, Javier Cercas escribía ayer (aquí) sobre la diferencia –bastante básica y bastante polémica- entre “comprender” y “justificar”. Un tema, por cierto, que le parece querido. Comprender, entender, no es justificar. En abstracto, la diferencia parece obvia, pero se vuelve compleja y crítica en nuestro trato cotidiano con el mal, o con aquello que nos parece serlo. A veces, incluso podemos estar emocionalmente incapacitados para distinguir planos y, por tanto, para aplicar correctamente la distinción (véase, en Cercas, la reflexión de Teodorov sobre otra de Primo Levi). Comprender, entender conlleva riesgos, por supuesto. Que comprender y justificar sean operaciones mentales distintas no quiere decir que estén inconexas. Entre la comprensión y la justificación median la empatía y sus peligros. El intelectual prevenido –Arendt, por ejemplo- es consciente de esto y sabe que no hay más remedio que correr ese riesgo: va implícito en una aproximación racional a las cosas.

Ya digo que, sin ánimo de entrar en honduras, es evidente que comprender y justificar son cosas diferentes. Comprender no solo no implica justificar sino que se puede intentar comprender aquello que, de entrara, no se encuentra justificable en absoluto. El ejemplo extremo nos lo ofrece, sin duda, el análisis del comportamiento criminal: se intenta comprender aquello que repugna, precisamente porque repugna, porque es la única forma sensata de diseñar mecanismos preventivos y no solo punitivos.

La derecha española tiene, de antiguo, un problema con estas nociones –la izquierda, por el contrario, hace tiempo que no tiene mayor problema con noción alguna, desde que decidió abolir toda suerte de rigor en sus planteamientos- y me atrevo a decir que, en tanto no lo resuelva, nunca será esa “derecha moderna” que necesitamos. Es una derecha de planteamientos esencialistas, que parece incapaz de una aproximación analítica a los problemas. Su enfoque siempre parece ser de “principios”. Nadie discute, claro, que hay que tener principios en esta vida –hasta ahí podíamos llegar- pero, por definición, los principios no deberían entrar en juego cada cuarto de hora. Si lo hacen, no son principios, son reglas. Por tomar prestada una expresión de César Molinas, nuestra derecha sigue siendo mucho más joseantoniana que orteguiana.

La aparente renuncia a distinguir los planos del debate vicia profundamente el debate mismo. La derecha española –la única derecha española realmente existente- tiene graves problemas para llevar razón. En un sistema esencialmente de formas, en el que la escenificación del diálogo es algo muy parecido al diálogo mismo, “tener” y “llevar” razón, acaban siendo expresiones incluso más sinónimas en el lenguaje corriente. En el extremo, la negativa a exponer la propia postura conforme a pautas inteligibles priva de toda relevancia a la cuestión del “fondo”.

Tómese como ejemplo más actual la cuestión de Cataluña. Sabemos, sí, que el gobierno y el partido que lo sustenta se oponen a la secesión y también sabemos que se oponen a que haya en Cataluña una consulta sobre el tema. Pero no sabemos por qué lo hacen. Más aún, tampoco sabemos qué piensan acerca de por qué existe en Cataluña un movimiento separatista creciente. Incluso aunque se sustente una genuina visión joseantoniana de España y, por tanto, se crea a pies juntillas que la unidad de España es intangible, que estamos frente a una unidad de destino en lo universal y no ante una creación humana circunstancial –como todos los demás estados de la tierra, sin excepción- que subsistirá en tanto dé encarnadura jurídico-organizativa a un proyecto colectivo interesante,  es decir, incluso aunque se piense que, en última instancia, solo puede haber una confrontación directa que resuelva un problema irresoluble por otros medios, seguiría siendo interesante indagar en las razones del adversario.

John Elliot, por ejemplo, está lejísimos de justificar el independentismo catalán y quizá más lejos aún de adscribirse a esas tesis tan de moda que parecen querer ver en España una especie de error histórico –lamentablemente para los abonados a la idea de excepcionalidad, para los románticos de uno y otro signo, parece ver, como tantos hispanistas, un país vulgar y corriente- necesitado de remedio; pero no porque se haya negado a estudiar las razones y sinrazones del catalanismo, sino precisamente porque se ha pasado su vida académica estudiándolas.

Puede pensarse que abogo porque nuestra derecha se haga menos antipática, porque dulcifique maneras. Desde luego, nada de malo vería en ello, pero me refiero a algo que va un punto más allá. Un cambio radical de aproximación a las cosas. Al final del día, en esta problemática relación entre comprender y justificar –en cómo se resuelve esa relación- estriba la diferencia entre un alma liberal y un alma conservadora (aunque el término “conservadora” quizá no le hace justicia a cierta derecha española que es, en rigor, dogmática, doctrinaria; irónicamente, a veces se acusa a la derecha patria de carecer de pedigree intelectual, cuando no es difícil identificar en ella una recurrencia en planteamientos que se remonta al siglo XIX si no antes).

lunes, 9 de septiembre de 2013

No nos han dado los juegos... Y mejor


Curioso, por las páginas físicas y digitales corren ahora ríos de sensatez. Leyendo a opinadores y expertos, casi se diría que era evidente que no podía ser, que de ningún modo Madrid podía aspirar a organizar los Juegos de 2020. Explicaciones parecidas hubo, siempre ex post, tras los fracasos de las candidaturas para 2012 y 2016. Así las cosas, uno se pregunta por qué demonios es tan difícil ver antes lo que se ve tan claro a toro pasado y por qué casi nadie, salvados cuatro locos –entre los que me cuento- la mayoría en foros informales, en Twitter sobre todo, dijo esta boca es mía. Por qué esa aterradora unanimidad, esa ausencia total de discrepancia. De hecho, uno de los avales que presentaba la candidatura de Madrid, como siempre, es el consenso búlgaro, la existencia, todo lo más, de disidencias menores, casi se diría que puestas adrede para dar a la encuesta un cierto halo de credibilidad. Cuando de una fiesta, sea del tipo que sea, se trata, en España las discrepancias están por debajo de los márgenes de error técnico de las encuestas. Siempre.

No tengo ni idea de por qué se gana y por qué se pierde en las asambleas esas del COI. Como tampoco sé por qué oscuros motivos asignan la UEFA, la FIFA y demás superestructuras deportivas sus eventos de trascendencia mundial. Me barrunto que se trata de organizar fantásticos negocios explotando vanidades. Todos los países quieren organizar juegos, especialmente aquellos cuyos políticos están en apuros. Algo hemos mejorado: antaño, cuando las cosas iban mal en Bordulia, los dirigentes bordulios solían dirigir expediciones contra Sildavia, o erigían fastuosos monumentos funerarios que quitaran el hipo a los locales y a los vecinos, previa esclavización de la población propia y ajena. Ahora, el político lanza la candidatura –siempre respaldado por el entusiasmo de su pueblo, al que estas cosas halagan- de su país o su ciudad a algún fasto; se hacen unos números incomprobables a veinte años vista, se hacen unas sumas y unas restas de agregados estadísticos y se acallan las conciencias de los pepitos grillos de turno, en el fondo también ellos atraídos por el tam-tam, por la gana de demostrar que “somos los mejores” y el ansia de tener “la atención del mundo” durante quince días.

Desde luego, uno no puede sino compadecerse ante la desilusión de tantos conciudadanos, con razón o errados, habían puesto en esta cuestión ciertas esperanzas deportivas, económicas o, más en general, vitales. Cabe preguntarse también qué será de los deportes minoritarios, esos que para vivir necesitan unos patrocinios que, por lo visto, el mismo deporte no justifica en sí, que solo se obtienen en el marco de “operaciones de estado” encaminadas a la obtención de un número mínimo de medallas que den cuenta del “extraordinario nivel”. Pero, por lo demás, yo no lo lamento.

En primer lugar, porque no creo que el espectáculo de grosería infinita, la continua ofensa a la inteligencia de nuestros dirigentes, de nuestras lamentables elites políticas, empresariales y deportivas merezca éxitos que puedan usufructuar. Se dice, por ejemplo, que es patético cómo habla inglés la alcaldesa de Madrid. Eso se hubiera solucionado recurriendo al español –salvo a Rajoy, supongo que por imposibilidad manifiesta, a nadie se le ocurrió que igual no estaba tan mal emplear la lengua de 400 millones de personas y medio COI antes de hacer el ridículo expresándose en otra como un niño de primaria-; no, lo patético fue el propio discurso, lo que dijo, no solo cómo lo dijo. No puede merecer recompensa la insistencia en tópicos gastados, en una imagen del país que es preciso esforzarse en superar.

No lo lamento porque me resulta indeseable esta importancia concedida al deporte. Como si ese descollar en lo banal pudiera compensar carencias graves en otros campos. Como si fuera igual acumular medallas olímpicas y nobeles de física. El deporte como cimiento de la identidad nacional, como único campo en el que es posible exhibir orgullo patrio. Nos tienen que conceder los juegos “porque somos una potencia deportiva”.

No lo lamento porque no creo que merezca premio la exhibición de provincianismo y acriticidad en torno a esta cuestión. Lo dicho, ni una palabra de los discrepantes, pero tampoco una reflexión acerca de qué piensan de verdad por ahí fuera. El triunfo de Tokio no ha extrañado en ningún sitio, salvo aquí, porque solo aquí llegamos a creernos que Madrid fuera la favorita. Y solo había que leer algún medio de fuera. Curioso, hacen falta cosas así para descubrir que, todavía, este sigue siendo un país ensimismado, preso de clichés de de otro tiempo. Entre los telediarios de estos días y los viejos NO-DO median solo los colores. Y, pues, ¿qué han de ver los demás sino el “país simpático” que nos empeñamos en ser? ¿En qué nos hemos concentrado todos estos años sino en ser el “país de la fiesta”? Pues eso somos, el país de la fiesta. No otra cosa. El eterno aspirante a la modernidad. El país del que, cuarenta años después –cuarenta años, se dice pronto- se sigue hablando como una “nueva democracia”, de un país “muy cambiado”. Y no es que nos tengan manía, ni mucho menos –hace tiempo que dejamos de tener entidad suficiente para eso, salvo en algún lugar del mundo con problemas parejos a los nuestros los odios son privilegios reservados a las grandes potencias-; simplemente, recogemos lo que sembramos.

Y, precisamente –y vamos a la última y más importante razón-, nada ayuda a la percepción de España como país sólido el fundar el crecimiento en continuas alharacas. En el “modelo Barcelona”. La ciudad que, para seguir en el mapa, parece necesitar cada día un festival. La alusión a los Juegos como “motor de crecimiento” apunta, una vez más, a los pilares del modelo de siempre, el modelo de la inversión pública, la infraestructura, la construcción y el trabajo precario. El que genera rápidos y volátiles ingresos fiscales y permite mantener las elefantiásicas estructuras administrativas que son marca de la casa. El modelo del trabajo sordo, el paso a paso, la contención del gasto, la iniciativa privada innovadora no parece atractivo. ¿No hay paciencia suficiente? ¿No se adapta a los valores patrios? No, sencillamente no da réditos a la velocidad que se precisa. El ritmo al que se construye un país robusto de verdad –el mejor país del mundo para vivir, que España podría serlo, por qué no- un país denso no es el del comisionista, el del buscador de rentas o el del político de corto vuelo.

Un país que distinga cultura de espectáculo, que apueste de veras por la educación, por la creatividad empresarial, por instituciones sólidas y respetadas, por la sociedad civil, por el camino largo, el mérito y la excelencia es un país mucho más aburrido y, sobre todo, que se mueve más despacio, pero con una dirección marcada. No nos han dado los juegos y yo me alegro. Hora era de que nos quedáramos a solas con nosotros mismos, para afrontar nuestros problemas sin muletas. Y a los que los quieren a toda costa, por la razón que sea: vendrán cuando otras cuestiones estén resueltas, no al contrario.

viernes, 6 de septiembre de 2013

No estamos mejor que hace un año


Hace un año, justo después de la diada, escribía esto. Hay que reconocer que Artur Mas me hizo caso en una cosa: dio la puntilla a una legislatura que, apenas nacida, quedó moribunda por alteración sustancial de sus ejes programáticos. A buen seguro, el presidente no buscaba ni cumplir conmigo, ni con otra gente que le pedía elecciones ni con su conciencia; buscaba otras cosas, una mayoría aplastante, y de todos es conocido que marró el tiro por bastante.  

La dinámica que se generó tras esas elecciones, tan debidas desde la perspectiva de los principios como inoportunas desde una perspectiva táctica ha agravado las cosas, si por “agravar”  entendemos profundizar en el desasosegante y muy oneroso curso de conflicto con el Estado. Velis nolis, sea porque esas son sus convicciones, sea porque así se lo exige su continuidad, la agenda de Mas y su gobierno ha estado completamente marcada por un despliegue efectista, una sucesión de gestos en pos de una fecha mítica, 2014 que, desde ayer, parece que ha dejado de serlo tanto. 

Sí parece que se están dispensando los eufemismos –lo cual aporta claridad, limita el espacio para las posturas ambiguas y, por eso mismo, crea tensiones en el catalanismo, que es de todo menos homogéneo (signo de salud)- y el evanescente “derecho a decidir” muta poco a poco en “independencia”. Esto, en sí, malo no es. A partir de aquí, tenemos aficionados a los fatalismos que ven la independencia de Cataluña inevitable por una cuestión generacional –cuyo efecto no debe ser despreciable, pero quizá tampoco sobrevalorada- y quienes, por el contrario, la ven imposible, quimérica, por falta de impulso colectivo real.

Esta misma mañana el diario El País, con buen criterio, decía que entre la situación presente y la independencia aún cabe una gama de grises. Cierto. Pero la duda real sigue estando donde estaba: ¿desea, realmente, Cataluña situarse en alguno de esos grises? La apelación a la independencia sugiere, desde luego, que la respuesta es no y, entonces, no habrá más solución que el conflicto: que Cataluña desee ser independiente no obliga a los demás a hacer nada por facilitarlo. El criticado inmovilismo de Rajoy estaría plenamente justificado. Si todo proyecto político realmente existente pasa por la secesión, ni tiene sentido la consulta –puesto que ya se está actuando como si hubiera sido emitida la respuesta- ni tiene sentido, desde luego, dar paso alguno para solucionar el rompecabezas. 

Vuelvo a lo que argüía hace un año. Una cosa es no desear la independencia de Cataluña –o, en general, no desear la incomodidad de Cataluña con su marco político- y otra bien distinta que se esté dispuesto a hacer lo que sea para evitarla. Para el acomodo de Cataluña en el marco estatal caben múltiples soluciones, pero hay que encontrar una que satisfaga a Cataluña y satisfaga también al resto de los españoles. Que no inviabilice el estado, para empezar.  

Los constitucionalistas “progresistas” suelen razonar como si los marcos políticos y jurídicos fueran infinitamente adaptables, siempre maleables. No creo que afirmar que eso no es cierto lo convierta a uno en un conservador retrógrado. Existen límites a lo que el resto de España puede hacer. Eso sí, si existen también límites a lo que Cataluña pueda aceptar, entonces sí que explorarlos es imperativo. 

En Barcelona no tenemos un discurso que parezca reconocer la noción de límite ni que, en general, permita entender nada más que el que se da la discusión por zanjada y en Madrid tenemos el no-discurso, la no-política, la no-reacción. Puede, claro, que ambas posturas estén impostadas. Puede, simplemente, que esta cuestión se esté tratando a la española, es decir, por cauces ajenos a la transparencia y a lo que sería propio en una democracia deliberativa madura.

Pero no, no parece que estemos mejor que hace un año.

miércoles, 28 de agosto de 2013

EGIPTO, SIRIA Y LOS LÍMITES DEL MODELO


El Oriente Próximo es y ha sido siempre, por su carácter de encrucijada, una zona de fractura, aquello a lo que los sociólogos se refieren como un “cleavage”, una cesura mal cerrada. Es tópico algo más que meramente geográfico decir que ahí convergen Oriente y Occidente –como nociones culturales, valgan lo que valgan- pero tampoco sería inexacto decir que desde ahí irradian uno y otro. En el Oriente Próximo está ahora candente –en Siria, en Egipto, puede que mañana en otros lugares,  incluso Turquía- la pregunta: ¿es preferible un autoritarismo elegido de raíz autóctona o un autoritarismo impuesto “con valores occidentales” (entrecomillo para salvar la contradicción en los términos)?

Egipto nos plantea, una vez más, la difícil elección entre una dictadura militar a nuestro gusto –es decir, una dictadura bajo cuya bota pueden llevarse pantalones cortos y bikinis en Sharm-El-Sheik- y un gobierno constitucional cuyo programa consiste, en síntesis, en acabar con toda constitución, tal como nosotros la entendemos. Un punto más allá, Siria se debate entre los estertores de un gobierno directamente criminal, incluso más criminal que la media de las dictaduras árabes, y un incierto frente revolucionario sobre cuyas inspiraciones ideológicas sabemos poco pero podemos imaginárnosla.

La pregunta anterior puede reformularse de modo más simple: ¿es posible la democracia liberal en el mundo musulmán? Y subrayo el calificativo de “musulmán” porque otras formulaciones son potencialmente erróneas. Es evidente que sí existe, y funciona, la democracia liberal en el mundo extraoccidental –con sus defectos, grados y matices, como ocurre en el propio Occidente también (se pueden poner muchas objeciones a la democracia de la India, pongamos por caso, o a la de Israel, pero tampoco son exactamente lo mismo las democracias nórdicas y las mediterráneas, o algunas de las de América del Sur)- luego ese calificativo resultaría demasiado amplio. Y, por el contrario, es demasiado estrecho el término “árabe” porque la inquietud cubre también países que son no árabes –nos inquietan el futuro de Turquía y el presente de Irán o de Paquistán, por ejemplo-. La gran duda, se quiera o no, es la compatibilidad entre democracia e Islam.

Hay quien, sospecho que con amplio fundamento, da la duda enteramente por resuelta: la respuesta es no, y por razones teológicas, además, que son las más inapelables. El Islam no conoce la noción de separación entre iglesia y estado, no reconoce ninguna “vida civil”. El Islam es sumisión a Dios, entera y por entero. El buen musulmán no puede despojarse nunca de su condición de tal y, sobre todo, no puede dejar de hacer nunca profesión de su fe, que no puede relegarse a cuestión privada. La extensión a la vida pública es inmediata: un régimen islámico es un régimen integral, en el que no caben aspectos laicos. Ciertos autores, además, nos previenen, no vaya a ser que nos llamemos a engaño: lo dicho es una característica del Islam tout court, no del Islam motejado de “radical”. Más allá, para algunos, semejante término carece de sentido, puesto que no habría un Islam “radical” por oposición a un Islam “moderado”, el Islam es el Islam, punto; después hay, ciertamente, musulmanes violentos y otros que no lo son en absoluto, pero nuestra tendencia a confundir los términos o nuestras ansias por buscar aliados potenciales nos estarían llevando a confundir al musulmán piadoso, temeroso de Dios y pacífico de condición con un entusiasta de la democracia de corte occidental. No es lo mismo. La tesis se completaría con otra advertencia: el paralelismo de Erdogan entre su vía islámica y la democracia cristiana es tramposo –de hecho, puede no ser más que un salvoconducto para lograr una compatibilidad con las propias leyes turcas que, a priori, se antojaba difícil- porque nos encontramos con una incompatibilidad a radice.

Dicen también los expertos que el Islam carece de las herramientas necesarias para su evolución. No tiene, ciertamente –al menos en el caso del Islam sunní- una clerecía, una estructura institucional y, sobre todo, carece de una teología en sentido occidental. Como nos recordaba Jon Juaristi en su día, citando al gran Benedicto XVI y su discurso de Ratisbona, olvidamos que la teología –ese “encuentro entre Atenas y Jerusalén”- es un producto tan occidental como la propia ciencia. Por supuesto que todas las religiones piensan a Dios, como todos los hombres piensan en su medio, pero así como la ciencia es pensar en el medio conforme a un método –este sí, oriundo y propio de Occidente- la teología es pensar a Dios como objeto racional, también conforme a método. Un método que va mucho más allá de la exégesis de los textos sagrados, más allá de esclarecer la verdad revelada para producir nueva verdad, algo que el Islam, por concepto, proscribe (pese a que hay nueva verdad, por supuesto, es claro que el Islam no ha permanecido inalterado durante catorce siglos).

Así las cosas, concluyen algunos –insisto en que, probablemente, con fundamento- a lo más que podemos aspirar es a un sucedáneo. No hay ni habrá nunca una democracia digna de tal nombre bajo un gobierno islámico. Tendremos, ya digo, todo lo más, autocracias benévolas. Burla burlando, llegamos a la conclusión de que los Mubarak, Ben Ali y demás nos iban como anillo al dedo. Un punto más allá y terminamos concluyendo que incluso Gadafi y Sadam no eran opciones tan malas.

O quizá no. Quizá la “vía Erdogan” –y aviso que cuanto sigue está, para algunos, trufado de ingenuidad- no sea tan tramposa. Puede que sea muy voluntarista pensar que llegue a existir una integración plena de religión y estado a la occidental, pero sí es posible, quizá, una estanqueidad comunicada, a la israelí. Me explico, en ambos casos, la esfera de la religión y la esfera de lo civil son razonablemente disjuntas, la diferencia está en el grado de acomodo. Mientras que en un caso tenemos una separación estable, en otro tenemos una separación tensa. Las iglesias cristianas occidentales no reniegan del estado, el judaísmo ortodoxo sí, pero convive con él, dentro de unas reglas, por el momento razonables. 

Ciertamente, al final del día, el debate es de naturaleza teológica, doctrinal, más que política. El cristianismo se retiró a sus cuarteles de invierno empujado por las fuerzas de la razón, sí, pero también porque contaba con las palancas doctrinales necesarias –textos sagrados e intérpretes-. El caso español es paradigmático: la separación Iglesia-Estado se produce principalmente por voluntad de la Iglesia, no del Estado. ¿Puede el Islam dar ese paso? Probablemente, la respuesta es no. Como hemos comentado, quizá falta el utillaje conceptual necesario. Pero quizá sí tiene el suficiente como para aceptar una tensa convivencia en su seno.

 El mínimo aceptable es una tolerancia de la diferencia hacia dentro y unas relaciones pacíficas hacia afuera. Eso, más el sometimiento del poder a la validación periódica de las urnas –que tanto los que creen, aunque sean abrumadora mayoría, como los que no creen tengan voz- es suficiente. Por supuesto que es un test exigente pero, ¿es imposible? La razón dice que sí, pero la intuición dice que no. A veces se nos olvida que, cuando los sultanes garantizaban, desde Estambul, un mínimo institucional suficiente, era posible el cumplimiento razonable de las dos primeras condiciones. Los problemas eran otros. La pregunta, por tanto, vuelve a ser si el Oriente Próximo –o el mundo musulmán, por extensión- puede funcionar sin un sultán. Si podemos reemplazar al sultán por un entramado institucional mínimo. Ese, con sus notas de virulencia, era el empeño de Atatürk y, por el momento, con altibajos, pasando por horas difíciles, la historia es un éxito. Se dirá, con razón, que los turcos no son árabes, pero si admitimos el principio, habrá llegado, entonces sí, el momento de discutir los problemas de los árabes, no los del Islam.

Conviene no olvidar, por otra parte, que el gran problema contemporáneo de las relaciones internacionales –que lo es- está íntimamente conectado con el problema doméstico de los límites de nuestra propia tolerancia interna. Las tensiones sociales en el Oriente Próximo son el negativo de las que se viven en las periferias de las grandes ciudades europeas. El negativo porque la minoría aquí es mayoría allí, solo por eso. El fondo del problema viene a ser el mismo: la minoría inadaptada aquí es mayoría intolerante allí. Y, una vez más, el Islam como trasfondo.

Nuestra respuesta en el plano externo tiene, pues, conexiones profundas con nuestra situación interna. Los titubeos hacia afuera son proyección de escrúpulos ideológicos y de dudas metódicas muy fundamentadas. No sabemos qué hacer en Siria o en Egipto por los mismos motivos por los que no sabemos qué hacer en nuestros barrios. Porque nuestro discurso de convivencia con la diferencia quiebra fácilmente ante una diferencia verdadera. Egipto y Siria nos ponen claramente frente a los límites de nuestro modelo, por si no queremos verlos más de cerca.

viernes, 16 de agosto de 2013

Gibraltar: un legado muy molesto


Está claro que, con Gibraltar, el principio de la geografía puede con el de la historia. Por algún motivo –por varios, en realidad- los españoles (y hay que empezar por admitir aquí una generalización: por más que el “contencioso” venga siendo una constante en nuestra política exterior, es dudoso que esté realmente entre las preocupaciones de los españoles en general) no vemos fácil aquietarnos ante esta incompletitud de “nuestra” península, no más llamativa que otras y, desde luego, por idénticas causas: los vaivenes de esa historia que, visiblemente, ha ido alejando las fronteras europeas de cualquier concepto de naturaleza. Es más, la historia europea reciente ha mostrado reiteradas veces que conformarse con sus dictados es un rasgo de sensatez. Los esencialismos en materia de fronteras no llevan, por lo común, a nada bueno.

Es posible, no obstante, que, mirada de cerca, la cuestión sí tenga algunos perfiles propios.

En primera instancia, claro, está la singularidad misma del caso. Europa es rica en rarezas y microestados, la mayoría enclavados en territorios de otros –es decir, rodeados por ellos- pero Gibraltar es el único caso de realidad pseudocolonial –es verdad que, técnicamente, no es una colonia, sino una dependencia de ultramar del Reino Unido- que queda en Europa. Ese carácter capitidisminuido, no soberano, dependiente de una metrópoli, es buena parte de su anomalía. Gibraltar mediante, parece, el Reino Unido dispone de una frontera no natural con España. Lo cierto es que, de nuevo, técnicamente, es inicierto que España y el Reino Unido compartan frontera porque, por ese estatus de dependencia de ultramar, Gibraltar no es el Reino Unido. Pero tampoco es una Andorra, pequeña pero soberana. Es más que una colonia, pero menos que un país. No es una realidad consolidada.

Estamos, pues, ante una rareza jurídica a la que, desde luego, es posible aproximarse con mentalidad exegética, partiendo del Tratado de Utrecht, viendo en qué se cumple y en qué no, y por quién. Pacta sunt servanda, desde luego, y el Tratado se mantiene –firme como una roca,  nunca mejor dicho- en vigor entre los estados signatarios o sus sucesores, como mandan los cánones. Sí, pero es que hablamos de un tratado de 1713. Ya sabemos que hay quien guarda todavía agravios de la guerra de sucesión española –en casa, sin ir más lejos- y que la letra sigue siendo la letra. Pero no sé yo si tiene excesivo sentido el pretender atenerse a la letra de un tratado en el que, para empezar, un rey dispone de un trozo de su reino como si fuera una finca, en tanto que señor de vidas y haciendas, y se lo cede a perpetuidad a otro rey. Un lenguaje anacrónico, como mínimo. Hay quien destaca que lo que se cedió no es tanto la soberanía sobre el peñón como la propiedad del mismo. El enfoque patrimonialista de la relación rey-reino entonces vigente tampoco necesitaba de otros formalismos.

Más sentido tiene, ciertamente, enfocar la cuestión desde una perspectiva política. ¿Y, pues, qué quiere España en relación con Gibraltar? ¿La soberanía? Gráficamente, ¿que vuelva a ondear la bandera en lo alto del peñón? ¿O más bien unas relaciones aceptables? ¿No es quizá lo segundo el camino más corto –o más seguro- hacia lo primero? ¿Son posibles, en primera instancia, esas buenas relaciones?  

Lo que, en estos tiempos, justifica la posición española no son tanto –que también, sí- los títulos de derecho internacional, sino la posible respuesta a una pregunta ¿es Gibraltar una realidad simbiótica y más bien parasitaria? Si nos atenemos al discurso oficial de los políticos de la Roca, se trata de lo primero: Gibraltar es un próspero enclave que exporta prosperidad a su deprimida comarca limítrofe. Habría simbiosis, por tanto, España proveería a Gibraltar de cuanto necesita desde una perspectiva material y Gibraltar contribuye a paliar las escandalosas cifras de paro del Campo que lleva su nombre. La realidad que describe la Guardia Civil es bien otra, sin embargo, y apunta más bien a un parasitismo palmario: la próspera economía del Peñón no sería tal sin un abuso continuo de las leyes españolas, sin el contrabando, sin negocios oscuros y sin dar acogida y puerto seguro a entes de dudosa reputación.

Por tanto, el problema no es de legitimidad de origen (tratado) sino de legitimidad de ejercicio (realidad parasitaria).

Hay, no obstante, una dimensión adicional de la cuestión que no es posible dejar de recordar: la psicológica. La continua disputa entre españoles y británicos fue un clásico de la Edad Moderna. Y Gibraltar es el recuerdo permanente de que ganaron ellos. No tanto por sus méritos como por nuestros defectos. Aún hoy, probablemente, lo que más nos irrita de ese empecinamiento que muestran en defender lo que consideran suyo –por el más inapelable de los derechos, que es el de conquista, en el fondo- es nuestra incapacidad para hacer lo propio. En nuestro fuero interno, cuando nos llegamos, en el colmo del absurdo, a plantear la posibilidad de un conflicto, sabemos que ellos lo aceptarían y nosotros, probablemente, no. Con toda la ventaja de nuestro lado, por la cercanía, porque son nuestras aguas, o eso decimos, llegado el caso, su armada se haría a la mar –una vez más- para defender su derecho o lo que ellos consideran tal. Con las de perder o con las de ganar, eso es lo mismo. La lectura atenta de la historia enseña que nuestros marinos nunca fueron menos pero, ¿qué decir de la decisión de quienes los mandan? Gibraltar activa nuestros complejos, por desgracia. Más que ninguna otra realidad.

Es un legado más de la historia, sí, pero un legado muy molesto.

martes, 9 de julio de 2013

Por lo menos, saber algo de algo


Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde son dos economistas españoles, profesores en el extranjero, en la London School of Economics el uno y en la Universidad de Pennsylvania el otro. El domingo, en el suplemento salmón de El País, publicaron un interesantísimo artículo sobre la educación –creo que, en rigor, se referían más bien a la  educación universitaria, aunque sus argumentos son extensivos a otras etapas- en España (véase aquí). Aparte de criticar, con pleno fundamento, el toma y daca que, respecto a la educación, se traen los partidos mayoritarios y las sucesivas reformas, los autores se centran, con mérito, en el fondo: clase de religión aparte, aquí poco se debate sobre qué y cómo se enseña.

Garicano y Fernández-Villaverde se desenvuelven profesionalmente en un entorno universitario anglosajón, muy distinto al español y en el que, ciertamente, se valoran habilidades que en el estudiante español no solo no se potencian, sino que son preteridas, si no ignoradas. Mientras que un estudiante inglés o americano jamás podrá licenciarse sin haber escrito páginas y páginas de documentos propios a partir de investigaciones bibliográficas, es perfectamente posible que su homólogo en una facultad española haga toda la carrera sin abrir un solo libro, viviendo de los dichosos apuntes. Es difícil no dar la razón a los dos economistas: el sistema educativo español sirve para cualquier cosa excepto para formar espíritus críticos. Se continúa primando el estudio memorístico –caricaturizado en las “listas de ríos”- y, por tanto, el desarrollo de conocimientos sobre el de habilidades intelectuales, empezando por la más elemental de todas, que es un correcto dominio del idioma (y un idioma se domina cuando se habla, lee y escribe con solvencia, claro). Y eso, por supuesto, no es el mejor caldo de cultivo para el desarrollo científico del país o para su desarrollo, a secas.

Convengo con Garicano y Fernández-Villaverde en casi todo. Empero, creo que  caben algunos matices.

El primero es que una cosa es que la memoria no deba, quizá, ser el eje de la enseñanza y otra, bien diferente, que pueda ser simplemente dejada de lado como una potencia menor. Guste o no, es palmario que se sabe lo que se recuerda y lo que no, no. Qué hay que saber es lo discutible, por supuesto, pero también parece patente que hace falta un armazón mínimo mental en el que colgar todos los desarrollos que habrán de venir después. Las “listas de ríos”, como se suele decir con menosprecio –aparte un ejercicio, en sí, tan bueno o tan malo como cualquier otro a la hora de ejercitar algo que es ejercitable- resultan imprescindibles para muchas cosas. Y, lamentablemente, cuando se está en disposición de entender cuáles son esas cosas es ya tarde para aprender las listas. De mis tiempos de bachiller –a caballo entre la escolástica nacionalcatólica que se iba y la modernidad pedagógico socialista que no terminaba de llegar- recuerdo unos libros curiosos cuyos capítulos llevaban títulos tan rabiosamente modernos como “aspectos sociales del siglo XVIII”… cuando los destinatarios de la cosa no tenían, normalmente, mucha idea de qué pasaba en el mundo en el siglo XVIII ni eran capaces de imaginárselo porque les faltaba la más elemental secuencia de eventos cronológicos que es el marco de cualquier estudio histórico. Sin duda, es mucho más meritorio leer y entender con aprovechamiento la Crítica de la Razón Pura y la República que pretender aprenderse de memoria sus respectivos resúmenes, pero ayuda mucho, muchísimo, saber que Kant y Platón no fueron contemporáneos, por ejemplo.

 Eso que llamamos “cultura” es, desde luego, mucho más que una mera colección de nociones disjuntas. Nadie es culto, simplemente, por saber muchas cosas de muchas disciplinas, pero nadie lo es, tampoco, sin unos mínimos mimbres que permitan poner en funcionamiento eficazmente las habilidades necesarias para esa operación compleja que es comprender el mundo en el que se vive – de todas las definiciones de cultura, creo que esa es la más práctica.

Garicano y Fernández-Villaverde podrían muy válidamente objetar, no obstante –porque supongo que no negarán que es función del sistema educativo proveer esos mínimos- que estas cuestiones no obstan a su argumento principal y deben estar resueltas al acabar la secundaria.

La segunda de las cuestiones que cabe matizar es el diferente panorama que, al menos a primera vista, viven en España las distintas ciencias. Los autores que comentamos son economistas y, por tanto, científicos sociales, área en la que, me temo, nuestras universidades no descuellan. ¿Es el panorama igual en las ciencias experimentales, en el derecho, en las humanidades…? Da la sensación de que la respuesta es no. Los científicos españoles no parecen adolecer en absoluto de taras en su formación. Padecen, eso sí, los rigores presupuestarios. No investigan porque no pueden. Luego nuestra universidad sí es, aquí, capaz de formar científicos excelentes. Según tengo entendido, los españoles más citados por sus homólogos –el índice de presencia en citas es una buena medida del desarrollo científico- son los matemáticos. La formación de los ingenieros españoles es famosa por lo terrible y, ciertamente, es posible que haya mucho de sinsentido –o de corporativismo tácito- en ese tour de force que son los primeros cursos de nuestras escuelas, cuya función, se puede sospechar, no es tanto formar ingenieros como seleccionarlos. Ahora bien, al más puro estilo de las escuelas francesas de las que derivan, el método podrá tenerse por poco eficiente, pero no puede tildarse de poco eficaz: España produce ingenieros excelentes, cuya competencia está acreditada en multitud de proyectos en el extranjero. Otro buen ejemplo son nuestros profesionales sanitarios: ellos son la espina dorsal de nuestro excelente sistema de salud. Es  difícil cuestionar la formación médica, entiendo, en el país que lidera la clasificación mundial de transplantes y se realizan las intervenciones quirúrgicas más audaces.

 Muy distinto es, ciertamente, el panorama de nuestras humanidades y nuestras ciencias sociales –que es, supongo, lo que les duele a nuestros autores-. Con las debidas y honrosas excepciones, salvados endemismos, España no produce excelsos historiadores, lingüistas, juristas, politólogos o economistas. El español es lengua amparada por la licencia de ignorar en demasiados ámbitos y, sobre todo en ciencias sociales en sentido más estricto (sociología, economía, ciencia política) es muy raro que las obras de autores extranjeros citen autores españoles. Es, quizá, aquí donde más justificadas se encuentran las críticas de Garicano y Fernández-Villaverde a las carencias metodológicas.  

Pero hay más, sin duda. Como carreras “con salidas”, escasamente vocacionales, estas disciplinas se han convertido en un verdadero repositorio de estudiantes que solo quieren un título, poco importa cuál. Son, además, carreras baratas desde el punto de vista de los medios, que pueden ofrecerse en múltiples campus a la vez y, por tanto, marcos naturales para esa industria del enseñar y ser enseñado, o hacer como qué, en que ha devenido nuestra universidad. Son, además, por supuesto, ciencias del hombre y, como tales, campo abonado para las ideologías y, por extensión, para los partidismos.

Las facultades de ciencias del hombre se convierten con extrema facilidad en reflejos de las sociedades en las que abren sus puertas. Una sociedad que, como la española, glorifica la mediocridad, recela del espíritu crítico y premia las adhesiones ciegas difícilmente puede acoger centros que cumplan la función básica de estimular un debate fecundo y una conciencia activa en torno a los problemas que más preocupan a la gente: los que les atañen como seres humanos. Nuestras ciencias humanas, además, acumulan retraso. Es posible, bajo una dictadura, practicar con aprovechamiento la medicina o la ingeniería –también el derecho, algún derecho- pero no es posible hacer buena historia, una ciencia política digna de tal nombre o practicar disciplinas filosóficas. Antes o después, el espíritu crítico –que siempre hay algo- topa con barreras. Antaño no podíamos, ahora no queremos.

Tenemos, en suma, el sistema educativo que queremos tener. Cuando unos hablan de “modernizar” se refieren a que haya ordenadores en las aulas y cuando otros hablan de “excelencia” quieren decir que la religión sea evaluable. Pero nadie quiere un sistema moderno ni excelente. En este terreno, como en tantos otros, la revolución ciudadana, la llegada de la modernidad verdadera –esa que jamás nos llegó del todo- sigue pendiente. Entre tanto, quizá no esté mal saberse los ríos. Al menos, por saber algo de algo.

 

 

jueves, 6 de junio de 2013

¿NEOLIBERAL, NEOCONSERVADOR Y NACIONALISTA?


Hace no mucho, no recuerdo en qué diario, Antonio García-Santesmases caracterizaba al Partido Popular y su acción política como neoliberal en lo económico, neoconservadora en lo social y nacionalista –española, se entiende-. Decía también, eso sí, que se trata de un partido previsible, que no engaña demasiado en sus planteamientos.

Siendo García-Santesmases un politólogo fino, a lo mejor peca de trazo un poco grueso, quizá porque, más que describir caracteres de un planteamiento ideológico imputa pecados. A ello apuntan los “neos”, prefijos que, como es sabido, tienen por función neutralizar cuanto de noble y respetable pueda haber en el calificativo al que acompañan. Ser “liberal” o, incluso, ser “conservador” puede ser hasta de buen tono; ser “neo” lo que sea, ciertamente, no. Me barrunto que el profesor no los usa de modo enteramente científico.

Al caso, a juzgar por lo que se ve, se lee y se oye, no parece injusto motejar de “conservadora” a nuestra derecha. Incluso sería más ajustado, a veces, tildarla de reaccionaria. Si, como se dice y es esperable, en el PP conviven varias almas, en materias sociales y de costumbres parece claro cuál es la predominante. Cierto es que hay poco paso de las palabras a los hechos y, por tanto, no creo que pueda hablarse de un involucionismo, pero tampoco puede esperarse que determinados asuntos –cosas que algunos querrán entender como “progreso”- ocupen posiciones elevadas en la agenda. La regla tiene sus excepciones, claro está, como muestra el supuesto debate sobre el aborto.

Más problemática es la asignación de la etiqueta de “nacionalista”. Hablamos siempre de nacionalismo español, claro, que es el que se imputa, porque de otros se blasona.  El PP tiene o aspira a tener, desde luego, un discurso nacional –una de sus grandes fortalezas electorales estriba, sin duda, en ser percibido en todo el país como un bloque homogéneo- lo cual no tendría, por sí, que equivaler a tener un discurso nacionalista salvo, claro, desde la perspectiva de cierta izquierda para la que el mero hecho de pretender que pueda existir ese discurso, como el de que algo pueda ser calificado de “nacional” o de “español” sin apellidos es ya una muestra de nacionalismo. Para la izquierda española, por lo visto, los españoles estamos condenados a la identidad problemática y, por tanto, el mero hecho de afirmarnos como tales es ya sospechoso, especialmente para los españoles que viven en territorios donde otra identidad –esta sí, vigente y no marcada- deviene obligatoria. Quizá, pensarán algunos, cabe encontrar otra prueba de cargo de nacionalismo español, aún más concluyente, en abogar por una recentralización de competencias en el Estado o por la no desaparición de estructuras territoriales –como las diputaciones- ajenas a la lógica autonómica, de pura descentralización administrativa. Aparte de que algunos de estos cargos son solo parcialmente imputables al PP –que yo sepa, no ha hecho postura oficial de ningún rescate competencial, por ejemplo- ¿acaso no caben razones para cuestionar la organización territorial española sin entrar en esencialismos? No me considero un nacionalista (español) y sí creo que existen poderosos argumentos para defender una revisión del modelo territorial que, al menos parcialmente, implique una recentralización de competencias, entre otras cosas porque estamos en el siglo XXI y ya no es necesario que determinadas funciones, si se desempeñan desde una instancia central, requieran estructuras mastodónticas. Trasladar automáticamente la cuestión al campo del conflicto de identidades –que evidentemente, se da y desempeña un papel, pero que no tiene por qué ser central ni único- es una forma de hurtar el debate.

Pero, sin duda, la imputación -en ciertos casos, eso es- menos justificada es la de “liberal” en lo económico. Anécdotas aparte y más allá de que el gobierno actual dedique sus desvelos a cumplir puntualmente los requerimientos de Bruselas haciendo en cada momento lo que se exija, el compromiso del PP con un genuino liberalismo económico es, como mínimo, cuestionable. Solo una concepción muy grosera del liberalismo puede permitir argüir lo contrario. Poca iniciativa cabe detectar en el PP a la hora de reformar de veras el asfixiante sistema fiscal, por romper los oligopolios que lastran los mercados o, de nuevo, por reformar una estructura territorial –de nuevo, por razones que nada tienen que ver con el nacionalismo- que ahoga a la economía productiva. Al igual que sus predecesores en el poder –que no posan de liberales, eso sí- nada hace el PP por mejorar la calidad de nuestro estado de derecho, por limitar la profusión de normas, por crear seguridad jurídica, por potenciar un poder judicial útil e independiente.

Lo que se puede deducir de todo esto, aunque ya lo sabíamos es que el PP, quizá no siendo como García-Santesmases lo pinta no cubre el hueco de una derecha no conservadora, no nacionalista y genuinamente liberal. Una derecha que hace falta.

 

 

martes, 7 de mayo de 2013

Liberalismo, austeridad y recortes


Una costumbre habitual de la izquierda es motejar de “liberal” toda política que se considera dañina, injusta y antisocial. Y es más frecuente aún anteponer el prefijo “neo” que vacía de todo contenido, de todo eco, de nobleza a un término que, a fin de cuentas, está emparentado con “libertad” –vocablo no condenable aunque no haya consenso sobre qué significa-. Más aún, la condena directa de “liberal” resultaría problemática, sobre todo, a quien profesan ideologías que no son sino herejías del liberalismo decimonónico y que guardan, respecto a él, una relación pareja a la que las religiones semíticas posteriores mantienen con el judaísmo: se condena, pero no es posible tirar todo el Antiguo Testamento a la basura.

Son, en particular, “neoliberales” y, por tanto, condenables sin paliativos por ese motivo –por la razón adjetiva, más allá de su sustancia- las políticas “de austeridad” que, por lo que se ve, se hacen equivaler a políticas de “recortes sociales”. Más aún, se dice, la penosa coyuntura que atraviesan las economías europeas se aprovecha por la conspiración neoliberal que no cesa para asestar el golpe de gracia al odioso estado de bienestar. El neoliberal, animado por su codicia y sus prejuicios, no descansa y aprovecha cualquier ocasión para cebarse en los más débiles y privarles de sus muy escasas conquistas.

Esta forma de pensar, por llamarlo de alguna manera, además de incurrir en el vicio corriente de identificar el liberalismo con el capitalismo salvaje y dar por hecho que cualquier persona que manifieste liberal tiene que comulgar con los catecismos de ciertas universidades americanas caricaturiza posiciones está profundamente errada.

Es cierto que los liberales son amigos de la austeridad, cualquiera que sea la coyuntura, referida a la administración de lo público. Y ello porque para los liberales la cuestión fiscal es algo más que una cuestión técnica y no puede reducirse a los debates entre keynesianos y no keynesianos sobre la conveniencia de tal o cual nivel de gasto público. La cuestión fiscal es una verdadera cuestión moral. Puede expresarse en términos thatcherianos, de puro sencillos: la propiedad privada –el derecho al producto del propio trabajo- es uno de los fundamentos básicos de la libertad personal y forma parte del núcleo esencial de los derechos humanos. El estado, que es algo necesario por muchos motivos, se financia con impuestos, actuales o futuros –la deuda es un impuesto futuro- que no tienen más origen posible que la detracción de recursos de los individuos (recordémoslo una vez más: no existen “países”, no existen “sociedades”, solo existen individuos y familias; lo demás son ficciones jurídicas o de otro tipo). Por tanto, el aparato estatal y todos sus “servicios” son financiados privando a los ciudadanos de algunos de sus derechos básicos. Ciertamente, esto es justificable y hay buenas razones por las que los ciudadanos deben, ya que así les conviene, renunciar o limitar algunos de sus derechos, puesto que esta es la única forma de obtener ciertos bienes –entre ellos, bienes que realizan en la práctica de ciertos niveles de solidaridad con ciudadanos menos afortunados-. El abuso fiscal, empero, en forma de impuestos innecesarios –y lo son todos los que financian gastos superfluos, excesivos o insuficientemente justificados– es inmoral y solo el monopolio que los estados ejercen sobre la ley positiva permite diferenciarlo del robo en cualquiera de sus formas. El expolio fiscal no es, moralmente, diferente del robo por parte un particular; si acaso es más condenable por los abusivos medios de los que disfruta quien lo perpetra, pero las leyes lo hacen de distinto grado. Eso no cambia las cosas, simplemente caracteriza a los legisladores.

Lo dicho hasta aquí se desenvuelve en el terreno de los principios, pero no veo qué tiene que ver con las políticas prácticas que se pueden contemplar en la  Unión Europea. ¿Acaso hemos mejorado algo? ¿Hay, en efecto mayor “austeridad” en el sentido de un manejo más decente de las finanzas públicas? A mi modo de ver, las supuestas políticas de “austeridad” lo son más bien de cuadre contable. Austeridad y déficit cero no son lo mismo, que se sepa. Lo que los funcionarios de Bruselas –señores estos que algún día deberán presentarnos, por cierto- piden a los gobiernos es que empaten ingresos con gastos y, de salida, casi todos han incrementado sustancialmente los impuestos y han comenzado a recortar en los gastos que les han resultado más asequibles, que no son necesariamente los más superfluos. Si un gobierno apurado fiscalmente detrae más renta a sus ciudadanos y, además, retira en primera instancia gastos que tienen una justificación –o, al menos, más justificación que otros- igual mejora los números, pero profundiza en la indecencia.

España provee un ejemplo bastante patente. La urgencia de los cuadres contables llevó al gobierno actual, nada más alcanzar el poder, a elevar sustancialmente los impuestos pero toda calma parece poca a la hora de reformar unos aparatos estatales que, a todas luces, son excesivos. ¿Está siendo “austero” el gobierno español? Tengo mis dudas. Estará siendo, quizá, un eficiente administrador de determinadas políticas, pero en tanto no acometa otro tipo de reformas, no puede ser calificado de virtuoso.

Desde una perspectiva liberal lo urgente no es, desde luego, el cuadre contable –ese vendrá de suyo- sino restaurar la justicia y la moralidad en las finanzas públicas, que es un problema diferente  y que lleva consigo debates de largo alcance. Los gobiernos europeos, el español al menos, siguen negándose a adoptar esa perspectiva. No son liberales, es obvio. Son estatistas apurados. Tan estatista como esa izquierda que reclama que nunca paren los atropellos fiscales y para la que el derecho al producto del trabajo no es tal. Es solo que no les llega para pagar todo lo que querrían.

Estén tranquilos, por tanto, los biempensantes. La revolución liberal no va ganando.

lunes, 22 de abril de 2013

Aeropuertos y estaciones


Como usuario, el único inconveniente que soy capaz de encontrarle a esa maravilla de la técnica y monumento al despropósito financiero que es el AVE es que, en algunas cosas, se parece al avión. Y es que el encanto principal del tren reside sobre todo en no ser un avión. El viaje en avión –antaño un placer de la vida- ha devenido una de las peores sevicias; hay pocas experiencias más desagradables, sobre todo si el viaje es entre ciudades principales, que suelen disponer de aeropuertos grandes, alejados del centro y llenos de incontables molestias.


No quiero exagerar puesto que hasta que el viaje en tren de alta velocidad se convierta en algo tan espantoso queda tiempo, creo, si es que alguna vez llega a suceder, no lo quiera el Cielo. Pero la cosa apunta maneras, malas maneras. Hace ya tiempo que el servicio de comidas –supongo que por el acortamiento de los tiempos de viaje, que impiden una atención decente- adoptó “formato avión”, es decir, en bandejas individuales con contenido plastificado y recalentado. Y para acceder a los trenes hay que pasar controles de seguridad, infinitamente más livianos que los aeroportuarios, por supuesto, pero hay que pasarlos. Los solícitos empleados informan sobre las estaciones con parada en español y en un macarrónico inglés al que se añade, en los trayectos hacia o desde Barcelona o Valencia, un catalán –o valenciano, según toque y según gustos- espantoso, con lo que se consigue, entre otras cosas, que se tarde lo suyo en contar el cuento entero.

Pero donde más se nota este efecto de “avionización” es en la transformación de las estaciones. En la estación de Atocha, por ejemplo, existe una “terminal de llegadas” y una “terminal de salidas” y solo los viajeros pueden acceder a los andenes. Y los carteles están en inglés. Seguro que todo esto está bien (inciso: está muy bien, que al fin y al cabo un cartel es para orientarse), claro, pero ya no es lo mismo.

Una estación de ferrocarril y un aeropuerto no son lo mismo y no solo por lo evidente. Mientras que un aeropuerto –al menos un gran aeropuerto internacional- está, por definición, en ninguna parte, o en todas, que al caso es lo mismo, una estación ferroviaria es un edificio que existe, está integrado en un tejido urbano y opera a escala humana. De una estación de ferrocarril se entraba y se salía por el propio pie. Suelen dar a calles ordinarias, normales, no hay –no había, ya digo, hasta que el AVE a Cuenca empezó a dejarle a uno en cualquier sitio menos en Cuenca- solución de continuidad entre el viaje en tren y el resto de la vida.

La omnipresencia del inglés, que lo homogeneiza todo –y no desconozco, ya digo, la extrema utilidad de esto- lo dota de ajenidad también. La cartelería en la lingua franca extraña el espacio, lo sustrae del resto del entorno y lo aísla. Establece una cesura que antes no existía. Crea un mundo aséptico, extraño al entorno, donde se aplican otras reglas distintas. Un país de nunca jamás.

El avión, ya digo, lleva de ningún sitio a ningún sitio o, si se prefiere, del mismo sitio al mismo sitio. El avión conecta entre sí un montón de lugares –que forman la red básica de eso que se da en llamar “mundo globalizado”- parecidos. Llegar a un aeropuerto es no llegar a ninguna parte. El viaje en tren, sin embargo, nos sumergía en una realidad verdadera, no virtual. Al incorporarnos al sistema ferroviario, el viaje adquiría dimensión cultural. Ya no es todo homologable. En todas partes, los trenes circulan sobre raíles, pero lo hacen por distintos países en todos los sentidos, por una geografía de caminos continuos y no de puntos aislados por enormes vanos.

Al abandonar el mundo de mentira del aeropuerto, ese mundo de lengua única y de costumbres uniformes, para tomar el tren se accede a la verdadera dimensión de los seres humanos, a su gran riqueza. Nuestra vida se desarrolla a escalas pequeñas, con paradas en todas las estaciones, identificadas con carteles en mil lenguas de ortografías fascinantes. Las estaciones de ferrocarril tienen un poder evocador inmenso porque, precisamente porque el viajero –que llega o se va- y el que no viaja –quien despide o recibe- llegan a tocarse, incluso podían seguir haciéndolo mientras el tren cogía velocidad, son silos de emociones. Nada de eso es posible en el mundo de la alta velocidad. La despedida tiene que ser desde lejos, y la emoción del reencuentro ha de posponerse. La fascinación de la llegada a la ciudad inmensa y nueva no puede vivirse igual porque el viajero, antes, ha de salir de su cápsula.

No es bueno que los trenes devengan aviones. No es bonito que las estaciones terminen siendo aeropuertos terrestres. Las estaciones son, o eran, hermosas, los aeropuertos jamás lo pretendieron porque, por su dimensión, nadie puede pararse a contemplarlos.

viernes, 19 de abril de 2013

Thatcher y las ideologías


El fallecimiento y las honras fúnebres de Margaret Thatcher –probablemente, uno de los políticos más grandes que a mi generación le ha sido, hasta ahora, dado conocer- han reavivado la polémica sobre su figura y herencia. Hoy mismo en Expansión la glosa sir Howard Davies. ¿Ocultaban sus presuntos éxitos el germen de los males presentes? Lo cierto es que sigue despertando adhesiones inquebrantables, fuera del Reino Unido, sobre todo –siempre es más fácil elevar a la categoría de mito al gobernante que no se padece y a aquel al que se puede contemplar desde lejos, fuera de las mezquindades del día a día- y odios africanos, también en casa y fuera. No hay desgracia británica contemporánea que no pueda, con mínimo esfuerzo, atribuírsele.

Han pasado más de veinte años, así que el ejercicio de atribución retrospectiva de responsabilidades puede hacerse un tanto a capricho. En fin, personalmente me apunto a la legión de admiradores, pero lo que quiero es subrayar otra cosa: el análisis de la figura nos permite incidir en algo tan evidente como a menudo ignorado cual es la importancia de las ideologías. La valoración del legado de Thatcher, como el de cualquier político no es otra cosa que una opinión, una posición política.

Es recurrente la mención de que sus políticas crearon desigualdad. Y, a menudo, eso se cita como malo en sí mismo. Se olvidan, sin embargo, dos cosas: el primero que la desigualdad es un concepto relativo. No es lo mismo ser pobre en Alemania que en Bolivia. Si un ciudadano dispone de mil unidades de renta y otro de una y se doblan sus disponibilidades, será evidente que la desigualdad –medida por diferencias- habrá crecido, toda vez que, si antes, el más rico tenía 999 más que el más pobre, ahora tendrá 1.998 pero, ¿la situación ha empeorado? Más allá, lo relevante, según posiciones, no es tanto si hay o no desigualdad cuanto si ésta es justa o injusta. Bill Gates y Carlos Slim son inmensamente más ricos no ya que cualquiera de sus conciudadanos, sino que cualquiera de sus congéneres humanos. ¿Proceden sus riquezas de lo mismo? ¿Es igual inventar el sistema operativo más corriente del planeta que ganar concursos de telefonía pública de transparencia cuestionable? Todas estas cuestiones no son irrelevantes y no tienen respuestas apriorísticas.

Más allá de cuestiones triviales –nadie sensato cuestiona, por ejemplo, que es malo que haya gente que pase verdadera necesidad, es un mal físico para quien la padece y un mal moral para quien la contempla- casi ningún problema social complejo admite una solución “científica” satisfactoria, lo que es tanto como decir que no admite “una” solución. Los problemas sociales solo admiten soluciones, o tratamientos, políticos. Siguiendo con el ejemplo de la desigualdad, el nivel de ésta que una sociedad estará dispuesta a tolerar es altamente variable, dependiendo de múltiples factores, entre ellos, qué grado de libertad personal está dispuesta a ceder la ciudadanía para lograr aminorarla. Es probable que muchas de las características de la sociedad norteamericana que los europeos percibimos como indeseables no sean tales para los propios americanos y viceversa. Es sencillamente absurdo plantearse si los americanos, o los europeos, están en lo cierto o errados. Sus diferentes situaciones, probablemente, revelan distintos conjuntos de preferencias colectivas, mayoritarias, inconmensurables.

Esto, que parece muy claro, a menudo no lo está. La economía y los discursos económicos nos ofrecen a diario perspectivas de ello. Es frecuente que los gobiernos, sean del signo que sean, nos planteen a menudo sus políticas económicas no ya como las mejores sino como “las únicas posibles” o “las correctas”. Sin embargo, de una política económica, o de cualquier otra, solo puede predicarse que es “correcta” en cuanto conduce efectivamente a un fin, mediato o inmediato, que en absoluto está predeterminado por la ciencia económica sino que, por lo común, es dado a priori y es netamente político. Es irrelevante que el fin sea ampliamente compartido o, incluso  que, por ser tenido por evidente, su carácter ideológico, cultural, no científico, quede oculto. Tómense, por ejemplo, las ideas de “progreso” o “bienestar”. ¿Acaso tienen algo de obvias, de evidentes, de invariantes culturales? Creo que la respuesta es no.

La circunstancia de que, a izquierda y derecha, los discursos se hayan homogeneizado enormemente no es, quizá, tanto signo de la pérdida de importancia de los planteamientos ideológicos como indicio de algo peor: que a menudo nos instalamos en la peor de las confusiones porque creemos que, por usar la misma palabra, hablamos de lo mismo. ¿Por qué asumimos que, cuando se habla de “prosperar” todo el mundo habla de la misma cosa?

Todo el mundo desea una “sociedad justa” o, al menos, todo el mundo proclama desearlo. Pero hay demasiadas evidencias de que no todo el mundo entiende lo mismo por ello. ¿Es la sociedad británica post-thatcheriana más injusta que otras sociedades europeas? Eso depende de lo que se tenga por injusto, claro. A diferencia de otros políticos, eso sí, Thatcher jamás ocultó qué entendía  ella por “injusto”; nunca pretendió que su política fuera “razonable” sino coherente, acorde con sus principios. La mayor parte de los políticos, en especial los de derechas, “rebaja” su perfil ideológico, presentando aquello que “quiere” hacer como “lo que hay que” hacer. Thatcher, por el contrario, exponía ese perfil, de forma que el ciudadano entendiera que otras políticas eran posibles, pero no iban a ser la suya.