miércoles, 28 de agosto de 2013

EGIPTO, SIRIA Y LOS LÍMITES DEL MODELO


El Oriente Próximo es y ha sido siempre, por su carácter de encrucijada, una zona de fractura, aquello a lo que los sociólogos se refieren como un “cleavage”, una cesura mal cerrada. Es tópico algo más que meramente geográfico decir que ahí convergen Oriente y Occidente –como nociones culturales, valgan lo que valgan- pero tampoco sería inexacto decir que desde ahí irradian uno y otro. En el Oriente Próximo está ahora candente –en Siria, en Egipto, puede que mañana en otros lugares,  incluso Turquía- la pregunta: ¿es preferible un autoritarismo elegido de raíz autóctona o un autoritarismo impuesto “con valores occidentales” (entrecomillo para salvar la contradicción en los términos)?

Egipto nos plantea, una vez más, la difícil elección entre una dictadura militar a nuestro gusto –es decir, una dictadura bajo cuya bota pueden llevarse pantalones cortos y bikinis en Sharm-El-Sheik- y un gobierno constitucional cuyo programa consiste, en síntesis, en acabar con toda constitución, tal como nosotros la entendemos. Un punto más allá, Siria se debate entre los estertores de un gobierno directamente criminal, incluso más criminal que la media de las dictaduras árabes, y un incierto frente revolucionario sobre cuyas inspiraciones ideológicas sabemos poco pero podemos imaginárnosla.

La pregunta anterior puede reformularse de modo más simple: ¿es posible la democracia liberal en el mundo musulmán? Y subrayo el calificativo de “musulmán” porque otras formulaciones son potencialmente erróneas. Es evidente que sí existe, y funciona, la democracia liberal en el mundo extraoccidental –con sus defectos, grados y matices, como ocurre en el propio Occidente también (se pueden poner muchas objeciones a la democracia de la India, pongamos por caso, o a la de Israel, pero tampoco son exactamente lo mismo las democracias nórdicas y las mediterráneas, o algunas de las de América del Sur)- luego ese calificativo resultaría demasiado amplio. Y, por el contrario, es demasiado estrecho el término “árabe” porque la inquietud cubre también países que son no árabes –nos inquietan el futuro de Turquía y el presente de Irán o de Paquistán, por ejemplo-. La gran duda, se quiera o no, es la compatibilidad entre democracia e Islam.

Hay quien, sospecho que con amplio fundamento, da la duda enteramente por resuelta: la respuesta es no, y por razones teológicas, además, que son las más inapelables. El Islam no conoce la noción de separación entre iglesia y estado, no reconoce ninguna “vida civil”. El Islam es sumisión a Dios, entera y por entero. El buen musulmán no puede despojarse nunca de su condición de tal y, sobre todo, no puede dejar de hacer nunca profesión de su fe, que no puede relegarse a cuestión privada. La extensión a la vida pública es inmediata: un régimen islámico es un régimen integral, en el que no caben aspectos laicos. Ciertos autores, además, nos previenen, no vaya a ser que nos llamemos a engaño: lo dicho es una característica del Islam tout court, no del Islam motejado de “radical”. Más allá, para algunos, semejante término carece de sentido, puesto que no habría un Islam “radical” por oposición a un Islam “moderado”, el Islam es el Islam, punto; después hay, ciertamente, musulmanes violentos y otros que no lo son en absoluto, pero nuestra tendencia a confundir los términos o nuestras ansias por buscar aliados potenciales nos estarían llevando a confundir al musulmán piadoso, temeroso de Dios y pacífico de condición con un entusiasta de la democracia de corte occidental. No es lo mismo. La tesis se completaría con otra advertencia: el paralelismo de Erdogan entre su vía islámica y la democracia cristiana es tramposo –de hecho, puede no ser más que un salvoconducto para lograr una compatibilidad con las propias leyes turcas que, a priori, se antojaba difícil- porque nos encontramos con una incompatibilidad a radice.

Dicen también los expertos que el Islam carece de las herramientas necesarias para su evolución. No tiene, ciertamente –al menos en el caso del Islam sunní- una clerecía, una estructura institucional y, sobre todo, carece de una teología en sentido occidental. Como nos recordaba Jon Juaristi en su día, citando al gran Benedicto XVI y su discurso de Ratisbona, olvidamos que la teología –ese “encuentro entre Atenas y Jerusalén”- es un producto tan occidental como la propia ciencia. Por supuesto que todas las religiones piensan a Dios, como todos los hombres piensan en su medio, pero así como la ciencia es pensar en el medio conforme a un método –este sí, oriundo y propio de Occidente- la teología es pensar a Dios como objeto racional, también conforme a método. Un método que va mucho más allá de la exégesis de los textos sagrados, más allá de esclarecer la verdad revelada para producir nueva verdad, algo que el Islam, por concepto, proscribe (pese a que hay nueva verdad, por supuesto, es claro que el Islam no ha permanecido inalterado durante catorce siglos).

Así las cosas, concluyen algunos –insisto en que, probablemente, con fundamento- a lo más que podemos aspirar es a un sucedáneo. No hay ni habrá nunca una democracia digna de tal nombre bajo un gobierno islámico. Tendremos, ya digo, todo lo más, autocracias benévolas. Burla burlando, llegamos a la conclusión de que los Mubarak, Ben Ali y demás nos iban como anillo al dedo. Un punto más allá y terminamos concluyendo que incluso Gadafi y Sadam no eran opciones tan malas.

O quizá no. Quizá la “vía Erdogan” –y aviso que cuanto sigue está, para algunos, trufado de ingenuidad- no sea tan tramposa. Puede que sea muy voluntarista pensar que llegue a existir una integración plena de religión y estado a la occidental, pero sí es posible, quizá, una estanqueidad comunicada, a la israelí. Me explico, en ambos casos, la esfera de la religión y la esfera de lo civil son razonablemente disjuntas, la diferencia está en el grado de acomodo. Mientras que en un caso tenemos una separación estable, en otro tenemos una separación tensa. Las iglesias cristianas occidentales no reniegan del estado, el judaísmo ortodoxo sí, pero convive con él, dentro de unas reglas, por el momento razonables. 

Ciertamente, al final del día, el debate es de naturaleza teológica, doctrinal, más que política. El cristianismo se retiró a sus cuarteles de invierno empujado por las fuerzas de la razón, sí, pero también porque contaba con las palancas doctrinales necesarias –textos sagrados e intérpretes-. El caso español es paradigmático: la separación Iglesia-Estado se produce principalmente por voluntad de la Iglesia, no del Estado. ¿Puede el Islam dar ese paso? Probablemente, la respuesta es no. Como hemos comentado, quizá falta el utillaje conceptual necesario. Pero quizá sí tiene el suficiente como para aceptar una tensa convivencia en su seno.

 El mínimo aceptable es una tolerancia de la diferencia hacia dentro y unas relaciones pacíficas hacia afuera. Eso, más el sometimiento del poder a la validación periódica de las urnas –que tanto los que creen, aunque sean abrumadora mayoría, como los que no creen tengan voz- es suficiente. Por supuesto que es un test exigente pero, ¿es imposible? La razón dice que sí, pero la intuición dice que no. A veces se nos olvida que, cuando los sultanes garantizaban, desde Estambul, un mínimo institucional suficiente, era posible el cumplimiento razonable de las dos primeras condiciones. Los problemas eran otros. La pregunta, por tanto, vuelve a ser si el Oriente Próximo –o el mundo musulmán, por extensión- puede funcionar sin un sultán. Si podemos reemplazar al sultán por un entramado institucional mínimo. Ese, con sus notas de virulencia, era el empeño de Atatürk y, por el momento, con altibajos, pasando por horas difíciles, la historia es un éxito. Se dirá, con razón, que los turcos no son árabes, pero si admitimos el principio, habrá llegado, entonces sí, el momento de discutir los problemas de los árabes, no los del Islam.

Conviene no olvidar, por otra parte, que el gran problema contemporáneo de las relaciones internacionales –que lo es- está íntimamente conectado con el problema doméstico de los límites de nuestra propia tolerancia interna. Las tensiones sociales en el Oriente Próximo son el negativo de las que se viven en las periferias de las grandes ciudades europeas. El negativo porque la minoría aquí es mayoría allí, solo por eso. El fondo del problema viene a ser el mismo: la minoría inadaptada aquí es mayoría intolerante allí. Y, una vez más, el Islam como trasfondo.

Nuestra respuesta en el plano externo tiene, pues, conexiones profundas con nuestra situación interna. Los titubeos hacia afuera son proyección de escrúpulos ideológicos y de dudas metódicas muy fundamentadas. No sabemos qué hacer en Siria o en Egipto por los mismos motivos por los que no sabemos qué hacer en nuestros barrios. Porque nuestro discurso de convivencia con la diferencia quiebra fácilmente ante una diferencia verdadera. Egipto y Siria nos ponen claramente frente a los límites de nuestro modelo, por si no queremos verlos más de cerca.

viernes, 16 de agosto de 2013

Gibraltar: un legado muy molesto


Está claro que, con Gibraltar, el principio de la geografía puede con el de la historia. Por algún motivo –por varios, en realidad- los españoles (y hay que empezar por admitir aquí una generalización: por más que el “contencioso” venga siendo una constante en nuestra política exterior, es dudoso que esté realmente entre las preocupaciones de los españoles en general) no vemos fácil aquietarnos ante esta incompletitud de “nuestra” península, no más llamativa que otras y, desde luego, por idénticas causas: los vaivenes de esa historia que, visiblemente, ha ido alejando las fronteras europeas de cualquier concepto de naturaleza. Es más, la historia europea reciente ha mostrado reiteradas veces que conformarse con sus dictados es un rasgo de sensatez. Los esencialismos en materia de fronteras no llevan, por lo común, a nada bueno.

Es posible, no obstante, que, mirada de cerca, la cuestión sí tenga algunos perfiles propios.

En primera instancia, claro, está la singularidad misma del caso. Europa es rica en rarezas y microestados, la mayoría enclavados en territorios de otros –es decir, rodeados por ellos- pero Gibraltar es el único caso de realidad pseudocolonial –es verdad que, técnicamente, no es una colonia, sino una dependencia de ultramar del Reino Unido- que queda en Europa. Ese carácter capitidisminuido, no soberano, dependiente de una metrópoli, es buena parte de su anomalía. Gibraltar mediante, parece, el Reino Unido dispone de una frontera no natural con España. Lo cierto es que, de nuevo, técnicamente, es inicierto que España y el Reino Unido compartan frontera porque, por ese estatus de dependencia de ultramar, Gibraltar no es el Reino Unido. Pero tampoco es una Andorra, pequeña pero soberana. Es más que una colonia, pero menos que un país. No es una realidad consolidada.

Estamos, pues, ante una rareza jurídica a la que, desde luego, es posible aproximarse con mentalidad exegética, partiendo del Tratado de Utrecht, viendo en qué se cumple y en qué no, y por quién. Pacta sunt servanda, desde luego, y el Tratado se mantiene –firme como una roca,  nunca mejor dicho- en vigor entre los estados signatarios o sus sucesores, como mandan los cánones. Sí, pero es que hablamos de un tratado de 1713. Ya sabemos que hay quien guarda todavía agravios de la guerra de sucesión española –en casa, sin ir más lejos- y que la letra sigue siendo la letra. Pero no sé yo si tiene excesivo sentido el pretender atenerse a la letra de un tratado en el que, para empezar, un rey dispone de un trozo de su reino como si fuera una finca, en tanto que señor de vidas y haciendas, y se lo cede a perpetuidad a otro rey. Un lenguaje anacrónico, como mínimo. Hay quien destaca que lo que se cedió no es tanto la soberanía sobre el peñón como la propiedad del mismo. El enfoque patrimonialista de la relación rey-reino entonces vigente tampoco necesitaba de otros formalismos.

Más sentido tiene, ciertamente, enfocar la cuestión desde una perspectiva política. ¿Y, pues, qué quiere España en relación con Gibraltar? ¿La soberanía? Gráficamente, ¿que vuelva a ondear la bandera en lo alto del peñón? ¿O más bien unas relaciones aceptables? ¿No es quizá lo segundo el camino más corto –o más seguro- hacia lo primero? ¿Son posibles, en primera instancia, esas buenas relaciones?  

Lo que, en estos tiempos, justifica la posición española no son tanto –que también, sí- los títulos de derecho internacional, sino la posible respuesta a una pregunta ¿es Gibraltar una realidad simbiótica y más bien parasitaria? Si nos atenemos al discurso oficial de los políticos de la Roca, se trata de lo primero: Gibraltar es un próspero enclave que exporta prosperidad a su deprimida comarca limítrofe. Habría simbiosis, por tanto, España proveería a Gibraltar de cuanto necesita desde una perspectiva material y Gibraltar contribuye a paliar las escandalosas cifras de paro del Campo que lleva su nombre. La realidad que describe la Guardia Civil es bien otra, sin embargo, y apunta más bien a un parasitismo palmario: la próspera economía del Peñón no sería tal sin un abuso continuo de las leyes españolas, sin el contrabando, sin negocios oscuros y sin dar acogida y puerto seguro a entes de dudosa reputación.

Por tanto, el problema no es de legitimidad de origen (tratado) sino de legitimidad de ejercicio (realidad parasitaria).

Hay, no obstante, una dimensión adicional de la cuestión que no es posible dejar de recordar: la psicológica. La continua disputa entre españoles y británicos fue un clásico de la Edad Moderna. Y Gibraltar es el recuerdo permanente de que ganaron ellos. No tanto por sus méritos como por nuestros defectos. Aún hoy, probablemente, lo que más nos irrita de ese empecinamiento que muestran en defender lo que consideran suyo –por el más inapelable de los derechos, que es el de conquista, en el fondo- es nuestra incapacidad para hacer lo propio. En nuestro fuero interno, cuando nos llegamos, en el colmo del absurdo, a plantear la posibilidad de un conflicto, sabemos que ellos lo aceptarían y nosotros, probablemente, no. Con toda la ventaja de nuestro lado, por la cercanía, porque son nuestras aguas, o eso decimos, llegado el caso, su armada se haría a la mar –una vez más- para defender su derecho o lo que ellos consideran tal. Con las de perder o con las de ganar, eso es lo mismo. La lectura atenta de la historia enseña que nuestros marinos nunca fueron menos pero, ¿qué decir de la decisión de quienes los mandan? Gibraltar activa nuestros complejos, por desgracia. Más que ninguna otra realidad.

Es un legado más de la historia, sí, pero un legado muy molesto.