El Oriente Próximo es y ha sido siempre, por
su carácter de encrucijada, una zona de fractura, aquello a lo que los
sociólogos se refieren como un “cleavage”, una cesura mal cerrada. Es tópico
algo más que meramente geográfico decir que ahí convergen Oriente y Occidente –como
nociones culturales, valgan lo que valgan- pero tampoco sería inexacto decir
que desde ahí irradian uno y otro. En el Oriente Próximo está ahora candente –en
Siria, en Egipto, puede que mañana en otros lugares, incluso Turquía- la pregunta: ¿es preferible
un autoritarismo elegido de raíz autóctona o un autoritarismo impuesto “con
valores occidentales” (entrecomillo para salvar la contradicción en los
términos)?
Egipto nos plantea, una vez más, la difícil
elección entre una dictadura militar a nuestro gusto –es decir, una dictadura
bajo cuya bota pueden llevarse pantalones cortos y bikinis en Sharm-El-Sheik- y
un gobierno constitucional cuyo programa consiste, en síntesis, en acabar con
toda constitución, tal como nosotros la entendemos. Un punto más allá, Siria se
debate entre los estertores de un gobierno directamente criminal, incluso más
criminal que la media de las dictaduras árabes, y un incierto frente
revolucionario sobre cuyas inspiraciones ideológicas sabemos poco pero podemos
imaginárnosla.
La pregunta anterior puede reformularse de
modo más simple: ¿es posible la democracia liberal en el mundo musulmán? Y
subrayo el calificativo de “musulmán” porque otras formulaciones son potencialmente
erróneas. Es evidente que sí existe, y funciona, la democracia liberal en el
mundo extraoccidental –con sus defectos, grados y matices, como ocurre en el
propio Occidente también (se pueden poner muchas objeciones a la democracia de
la India, pongamos por caso, o a la de Israel, pero tampoco son exactamente lo
mismo las democracias nórdicas y las mediterráneas, o algunas de las de América
del Sur)- luego ese calificativo resultaría demasiado amplio. Y, por el
contrario, es demasiado estrecho el término “árabe” porque la inquietud cubre
también países que son no árabes –nos inquietan el futuro de Turquía y el
presente de Irán o de Paquistán, por ejemplo-. La gran duda, se quiera o no, es
la compatibilidad entre democracia e Islam.
Hay quien, sospecho que con amplio fundamento,
da la duda enteramente por resuelta: la respuesta es no, y por razones
teológicas, además, que son las más inapelables. El Islam no conoce la noción
de separación entre iglesia y estado, no reconoce ninguna “vida civil”. El Islam
es sumisión a Dios, entera y por entero. El buen musulmán no puede despojarse
nunca de su condición de tal y, sobre todo, no puede dejar de hacer nunca
profesión de su fe, que no puede relegarse a cuestión privada. La extensión a
la vida pública es inmediata: un régimen islámico es un régimen integral, en el
que no caben aspectos laicos. Ciertos autores, además, nos previenen, no vaya a
ser que nos llamemos a engaño: lo dicho es una característica del Islam tout
court, no del Islam motejado de “radical”. Más allá, para algunos,
semejante término carece de sentido, puesto que no habría un Islam “radical”
por oposición a un Islam “moderado”, el Islam es el Islam, punto; después hay,
ciertamente, musulmanes violentos y otros que no lo son en absoluto, pero
nuestra tendencia a confundir los términos o nuestras ansias por buscar aliados
potenciales nos estarían llevando a confundir al musulmán piadoso, temeroso de
Dios y pacífico de condición con un entusiasta de la democracia de corte
occidental. No es lo mismo. La tesis se completaría con otra advertencia: el paralelismo
de Erdogan entre su vía islámica y la democracia cristiana es tramposo –de hecho,
puede no ser más que un salvoconducto para lograr una compatibilidad con las
propias leyes turcas que, a priori, se antojaba difícil- porque nos encontramos
con una incompatibilidad a radice.
Dicen también los expertos que el Islam carece
de las herramientas necesarias para su evolución. No tiene, ciertamente –al
menos en el caso del Islam sunní- una clerecía, una estructura institucional y,
sobre todo, carece de una teología en sentido occidental. Como nos recordaba
Jon Juaristi en su día, citando al gran Benedicto XVI y su discurso de
Ratisbona, olvidamos que la teología –ese “encuentro entre Atenas y Jerusalén”-
es un producto tan occidental como la propia ciencia. Por supuesto que todas
las religiones piensan a Dios, como todos los hombres piensan en su medio, pero
así como la ciencia es pensar en el medio conforme a un método –este sí,
oriundo y propio de Occidente- la teología es pensar a Dios como objeto
racional, también conforme a método. Un método que va mucho más allá de la
exégesis de los textos sagrados, más allá de esclarecer la verdad revelada para
producir nueva verdad, algo que el Islam, por concepto, proscribe (pese a que
hay nueva verdad, por supuesto, es claro que el Islam no ha permanecido
inalterado durante catorce siglos).
Así las cosas, concluyen algunos –insisto en
que, probablemente, con fundamento- a lo más que podemos aspirar es a un
sucedáneo. No hay ni habrá nunca una democracia digna de tal nombre bajo un
gobierno islámico. Tendremos, ya digo, todo lo más, autocracias benévolas.
Burla burlando, llegamos a la conclusión de que los Mubarak, Ben Ali y demás
nos iban como anillo al dedo. Un punto más allá y terminamos concluyendo que
incluso Gadafi y Sadam no eran opciones tan malas.
O quizá no. Quizá la “vía Erdogan” –y aviso
que cuanto sigue está, para algunos, trufado de ingenuidad- no sea tan
tramposa. Puede que sea muy voluntarista pensar que llegue a existir una
integración plena de religión y estado a la occidental, pero sí es posible,
quizá, una estanqueidad comunicada, a la israelí. Me explico, en ambos casos,
la esfera de la religión y la esfera de lo civil son razonablemente disjuntas,
la diferencia está en el grado de acomodo. Mientras que en un caso tenemos una
separación estable, en otro tenemos una separación tensa. Las iglesias
cristianas occidentales no reniegan del estado, el judaísmo ortodoxo sí, pero
convive con él, dentro de unas reglas, por el momento razonables.
Ciertamente, al final del día, el debate es de
naturaleza teológica, doctrinal, más que política. El cristianismo se retiró a
sus cuarteles de invierno empujado por las fuerzas de la razón, sí, pero
también porque contaba con las palancas doctrinales necesarias –textos sagrados
e intérpretes-. El caso español es paradigmático: la separación Iglesia-Estado
se produce principalmente por voluntad de la Iglesia, no del Estado. ¿Puede el
Islam dar ese paso? Probablemente, la respuesta es no. Como hemos comentado,
quizá falta el utillaje conceptual necesario. Pero quizá sí tiene el suficiente
como para aceptar una tensa convivencia en su seno.
Conviene no olvidar, por otra parte, que el
gran problema contemporáneo de las relaciones internacionales –que lo es- está
íntimamente conectado con el problema doméstico de los límites de nuestra
propia tolerancia interna. Las tensiones sociales en el Oriente Próximo son el
negativo de las que se viven en las periferias de las grandes ciudades
europeas. El negativo porque la minoría aquí es mayoría allí, solo por eso. El
fondo del problema viene a ser el mismo: la minoría inadaptada aquí es mayoría
intolerante allí. Y, una vez más, el Islam como trasfondo.
Nuestra respuesta en el plano externo tiene,
pues, conexiones profundas con nuestra situación interna. Los titubeos hacia
afuera son proyección de escrúpulos ideológicos y de dudas metódicas muy
fundamentadas. No sabemos qué hacer en Siria o en Egipto por los mismos motivos
por los que no sabemos qué hacer en nuestros barrios. Porque nuestro discurso
de convivencia con la diferencia quiebra fácilmente ante una diferencia
verdadera. Egipto y Siria nos ponen claramente frente a los límites de nuestro modelo,
por si no queremos verlos más de cerca.