El último libro de Antonio Muñoz Molina (“Todo
lo que era sólido”) es un bello ensayo en el que el autor reflexiona sobre qué
nos ha sucedido y, sobre todo, cómo pudimos no darnos cuenta. En su disertación,
Muñoz Molina, aparte de evocar sus propios recuerdos de épocas más lejanas, se remonta al día a día de fecha tan reciente como el año 2007, mediante consulta a la
hemeroteca de El País. La realidad de los diarios de esos días parece tan
lejana y, al tiempo, arroja tanta luz que, en efecto, cuesta ver cómo no nos
dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. Visto en perspectiva, resulta claro
que la cosa terminó como tenía que terminar, como debimos caer en la cuenta de
que iba a terminar. Pero lo cierto es que, entonces, solo hubo silencio, indiferencia,
si no complacencia.
Muñoz Molina tiene el pudor de no imputar al
universo mundo errores en buena medida propios y es el primero en admitir que
los intelectuales, él incluido, tampoco anduvieron muy listos a la hora de
denunciar, de avisar, de hacer lo que, al cabo, es su trabajo. El autor, ya
digo, se incluye a sí mismo en la nómina de los que no estuvieron suficientemente
despiertos y solo salva, por salvar a alguno, a El Roto, el humorista
(¿editorialista gráfico, más bien?) de El País que, siempre incisivo, sí se
comportó en todo momento como una solitaria Casandra.
Lean el libro de Muñoz Molina los que tengan
ocasión. Se esté de acuerdo o se discrepe, se disfrutará de la prosa del de
Úbeda, seguro. Pero, mire usted por dónde, hay quien se ha dado por aludido. Ni
más ni menos que Javier Marías, este domingo, en su homilía de El País Semanal.
Nuestro puede que más firme candidato al Nobel –premio que sí aceptará, porque
es sueco (el premio, obviamente)- califica de injusta la crítica de Muñoz
Molina y dice que la mayor parte de la nómina de colaboradores del diario en el
que él escribe, él incluido, sí estuvo a la altura de las circunstancias. Cita,
incluso, como ejemplo de atención a los acontecimientos, su libro “Los Villanos
de la Nación”, una colección de artículos de prensa –todos ellos publicados en
El País o su suplemento, si no me falla la memoria- que abarca, por cierto, un
dilatado período temporal, porque -insisto, si no me falla la memoria- los
textos más antiguos datan de mediados de los ochenta.
Me perdonará el ilustre novelista –y
traductor, y ensayista y excelente articulista- pero me temo que la crítica de
su colega académico tiene mucho de acertada. Nuestra supuesta intelectualidad,
no sé si únicamente con la excepción de El Roto, pero sí con muchas menos que
las que él reclama, se comportó como el sabueso de los Baskerville: no ladró o
ladró bajito. Este es, desde luego, mi recuerdo personal, puede que errado,
pero bastante coincidente con el de Muñoz Molina.
Y hay varias razones para que así fuera.
La segunda razón, menos evidente para algunos,
obvia para otros, es que esa intelectualidad que Marías cita tiene un
denominador común: es intelectualidad de izquierdas. A Marías le parecerá un
pleonasmo, pero el dato es relevante. La capacidad crítica de muchos de los autotitulados
intelectuales españoles ha estado muy limitada desde los albores de la
transición sencillamente porque, salvo unos pocos años, hemos tenido gobiernos siempre
del lado correcto. Hemos vivido en la arcadia o, en todo caso, para algunos, en
la convicción –corroborada por algún paréntesis de años oscuros en los que,
entonces sí, la capacidad crítica reverdeció- de que no había alternativa
posible. “Lo otro” era esa derecha del inframundo que Marías fustiga, domingo
tras domingo, con el látigo de sus invectivas. Muñoz Molina elige el año 2007
como base para su comparación pero incluso él, a la hora de entonar su mea
culpa, soslaya que, entonces, gobernaban los buenos. Hagan un ejercicio de
comparación sobre la obra de un genio: Antonio Fraguas de Pablo, nuestro
entrañable Forges, a lo largo de estos más de treinta años. Tan brillante como
sectario, las viñetas de Forges, hoy otra vez aceradas, recuerdan a las de la
transición tardía, cuando no había piedad con un gobierno cuyo único destino natural
era caer y caer cuanto antes para que fuera posible –esto no se decía siempre
así- el advenimiento de la democracia verdadera. El compromiso ideológico
anestesia la capacidad crítica, así son las cosas. Criticables, si acaso, las
políticas "involucionistas", “neoliberales” de la Comunidad de Madrid,
quintaesencia de todos los males, pero nunca, o menos, los despropósitos que eran mal
común del sistema autonómico, el despilfarro municipal y, por supuesto, el mal
hacer de esos gobiernos centrales de signo correcto que, a tenor de lo visto,
tampoco eran tan diferentes de los de signo incorrecto.
En todo caso, si Marías piensa que él mismo y
otros hicieron lo suficiente, habrá que concluir que lo suficiente fue poco. El
debate sobre el papel de los intelectuales en España es interesante. Con perdón
del propio Marías, de Muñoz Molina y de otros relevantes hombres de letras y
ciencias, no hay más remedio que concluir que, en España, la aristocracia del
pensamiento y la cultura, si es que existe, goza de escaso predicamento.
Umberto Eco se lamenta con frecuencia de que, en Italia, todos los lectores de
periódicos juntos no alcanzan a una fracción mínima de quienes se informan solo
por la televisión. Tampoco allí, se ve, es fácil apelar desde la razón y los
argumentos sustentados a un cuerpo político adocenado; tampoco allí, por tanto,
es fácil que el intelectual desempeñe un papel relevante. Pero, sin negar que
esa sea la situación por el lado de la demanda, para mí quisiera yo la
situación de Italia por el lado de la oferta.
Los vicios que Eco denuncia en Italia también,
mutatis mutandis, los encuentra Muñoz Molina en España, iguales o
transpuestos. Se lamenta el autor de cómo nuestro debate público ha sido
degradado hasta niveles inimaginables, incluso en un país con tan poca
tradición democrática como el nuestro, a través de esa figura tan espantosa del
opinador a sueldo, el tertuliano profesional de estricta observancia
partidaria. Pero quizá soslaya que el campo estaba abandonado, por completo,
por una intelectualidad seria, no sectaria, docta y con capacidad de
comunicación a la que debería haber dado voz una industria editorial consciente
de su rol en una sociedad democrática.
Quizá Muñoz ha sido injusto al minusvalorar
los esfuerzos ajenos, pero Marías, al reivindicarlos pone de manifiesto su
lamentable futilidad y apunta a otro de nuestros grandes problemas o, si se
quiere, otra cara del mismo: nuestra carencia de élites competentes,
comprometidas y con influencia. Algo mucho más tradicional, incluso, que las
miserias de nuestra balanza de pagos.