martes, 12 de marzo de 2013

Marías, Muñoz Molina y el problema de los intelectuales


El último libro de Antonio Muñoz Molina (“Todo lo que era sólido”) es un bello ensayo en el que el autor reflexiona sobre qué nos ha sucedido y, sobre todo, cómo pudimos no darnos cuenta. En su disertación, Muñoz Molina, aparte de evocar sus propios recuerdos de épocas más lejanas, se remonta al día a día de fecha tan reciente como el año 2007, mediante consulta a la hemeroteca de El País. La realidad de los diarios de esos días parece tan lejana y, al tiempo, arroja tanta luz que, en efecto, cuesta ver cómo no nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. Visto en perspectiva, resulta claro que la cosa terminó como tenía que terminar, como debimos caer en la cuenta de que iba a terminar. Pero lo cierto es que, entonces, solo hubo silencio, indiferencia, si no complacencia.

Muñoz Molina tiene el pudor de no imputar al universo mundo errores en buena medida propios y es el primero en admitir que los intelectuales, él incluido, tampoco anduvieron muy listos a la hora de denunciar, de avisar, de hacer lo que, al cabo, es su trabajo. El autor, ya digo, se incluye a sí mismo en la nómina de los que no estuvieron suficientemente despiertos y solo salva, por salvar a alguno, a El Roto, el humorista (¿editorialista gráfico, más bien?) de El País que, siempre incisivo, sí se comportó en todo momento como una solitaria Casandra.

Lean el libro de Muñoz Molina los que tengan ocasión. Se esté de acuerdo o se discrepe, se disfrutará de la prosa del de Úbeda, seguro. Pero, mire usted por dónde, hay quien se ha dado por aludido. Ni más ni menos que Javier Marías, este domingo, en su homilía de El País Semanal. Nuestro puede que más firme candidato al Nobel –premio que sí aceptará, porque es sueco (el premio, obviamente)- califica de injusta la crítica de Muñoz Molina y dice que la mayor parte de la nómina de colaboradores del diario en el que él escribe, él incluido, sí estuvo a la altura de las circunstancias. Cita, incluso, como ejemplo de atención a los acontecimientos, su libro “Los Villanos de la Nación”, una colección de artículos de prensa –todos ellos publicados en El País o su suplemento, si no me falla la memoria- que abarca, por cierto, un dilatado período temporal, porque -insisto, si no me falla la memoria- los textos más antiguos datan de mediados de los ochenta.
 
Me perdonará el ilustre novelista –y traductor, y ensayista y excelente articulista- pero me temo que la crítica de su colega académico tiene mucho de acertada. Nuestra supuesta intelectualidad, no sé si únicamente con la excepción de El Roto, pero sí con muchas menos que las que él reclama, se comportó como el sabueso de los Baskerville: no ladró o ladró bajito. Este es, desde luego, mi recuerdo personal, puede que errado, pero bastante coincidente con el de Muñoz Molina.
 
Y hay varias razones para que así fuera.
 
La primera y más obvia es la que el propio Antonio Muñoz Molina indica. Que los “intelectuales” –demos por buena la etiqueta para designar a personas tan diferentes como Vargas Llosa, Savater, Elvira Lindo o el propio Marías, todos incluidos por éste último en la nómina de los supuestos vigilantes- se dejaron llevar por la impresión de abrumadora prosperidad tanto como los demás. Sencillamente, no ladraron porque no oyeron entrar al criminal. Erraron tanto, aunque menos irresponsablemente, como otros que tenían el deber de estar atentos. Cada uno a sus cosas, a sus premios, a sus libros, a sus labores, en medio del río que nos llevaba, de dinero público. Raramente, además, los intelectuales españoles han solido ocuparse de cosas de intendencia. Claro que tanto tren a ninguna parte terminó oliendo a chamusquina, pero rara vez se criticó el exceso sino en lo que tenía de antiestético, que no es poco; antes al contrario, se saludaban las grandes cotas de prosperidad alcanzadas y, me temo, las reclamaciones, cuando las había, iban más bien por la vía de requerir lo que podríamos llamar pruebas de perfeccionamiento de la modernidad. La modernidad, en sí, se consideraba superada.

La segunda razón, menos evidente para algunos, obvia para otros, es que esa intelectualidad que Marías cita tiene un denominador común: es intelectualidad de izquierdas. A Marías le parecerá un pleonasmo, pero el dato es relevante. La capacidad crítica de muchos de los autotitulados intelectuales españoles ha estado muy limitada desde los albores de la transición sencillamente porque, salvo unos pocos años, hemos tenido gobiernos siempre del lado correcto. Hemos vivido en la arcadia o, en todo caso, para algunos, en la convicción –corroborada por algún paréntesis de años oscuros en los que, entonces sí, la capacidad crítica reverdeció- de que no había alternativa posible. “Lo otro” era esa derecha del inframundo que Marías fustiga, domingo tras domingo, con el látigo de sus invectivas. Muñoz Molina elige el año 2007 como base para su comparación pero incluso él, a la hora de entonar su mea culpa, soslaya que, entonces, gobernaban los buenos. Hagan un ejercicio de comparación sobre la obra de un genio: Antonio Fraguas de Pablo, nuestro entrañable Forges, a lo largo de estos más de treinta años. Tan brillante como sectario, las viñetas de Forges, hoy otra vez aceradas, recuerdan a las de la transición tardía, cuando no había piedad con un gobierno cuyo único destino natural era caer y caer cuanto antes para que fuera posible –esto no se decía siempre así- el advenimiento de la democracia verdadera. El compromiso ideológico anestesia la capacidad crítica, así son las cosas. Criticables, si acaso, las políticas "involucionistas", “neoliberales” de la Comunidad de Madrid, quintaesencia de todos los males, pero nunca, o menos, los despropósitos que eran mal común del sistema autonómico, el despilfarro municipal y, por supuesto, el mal hacer de esos gobiernos centrales de signo correcto que, a tenor de lo visto, tampoco eran tan diferentes de los de signo incorrecto.

En todo caso, si Marías piensa que él mismo y otros hicieron lo suficiente, habrá que concluir que lo suficiente fue poco. El debate sobre el papel de los intelectuales en España es interesante. Con perdón del propio Marías, de Muñoz Molina y de otros relevantes hombres de letras y ciencias, no hay más remedio que concluir que, en España, la aristocracia del pensamiento y la cultura, si es que existe, goza de escaso predicamento. Umberto Eco se lamenta con frecuencia de que, en Italia, todos los lectores de periódicos juntos no alcanzan a una fracción mínima de quienes se informan solo por la televisión. Tampoco allí, se ve, es fácil apelar desde la razón y los argumentos sustentados a un cuerpo político adocenado; tampoco allí, por tanto, es fácil que el intelectual desempeñe un papel relevante. Pero, sin negar que esa sea la situación por el lado de la demanda, para mí quisiera yo la situación de Italia por el lado de la oferta.

Los vicios que Eco denuncia en Italia también, mutatis mutandis, los encuentra Muñoz Molina en España, iguales o transpuestos. Se lamenta el autor de cómo nuestro debate público ha sido degradado hasta niveles inimaginables, incluso en un país con tan poca tradición democrática como el nuestro, a través de esa figura tan espantosa del opinador a sueldo, el tertuliano profesional de estricta observancia partidaria. Pero quizá soslaya que el campo estaba abandonado, por completo, por una intelectualidad seria, no sectaria, docta y con capacidad de comunicación a la que debería haber dado voz una industria editorial consciente de su rol en una sociedad democrática.

Quizá Muñoz ha sido injusto al minusvalorar los esfuerzos ajenos, pero Marías, al reivindicarlos pone de manifiesto su lamentable futilidad y apunta a otro de nuestros grandes problemas o, si se quiere, otra cara del mismo: nuestra carencia de élites competentes, comprometidas y con influencia. Algo mucho más tradicional, incluso, que las miserias de nuestra balanza de pagos.

lunes, 4 de marzo de 2013

Italia - España


Curioso panorama el de Italia. Como no hay un claro vencedor, el resultado puede ser la ingobernabilidad, o bien lo que parece ser el peor de los mundos, vaya usted a saber por qué: nuevas elecciones. Digo curioso porque en la II República parece ser la mayor de las desgracias lo que en la I era el pan nuestro de cada día. Entre 1946 y primeros de los noventa, Italia nunca conoció algo parecido a lo que en el resto del mundo se entendía por mayoría, había elecciones cada poco y no eran infrecuentes coaliciones pluripartitas de cuatro, cinco o más partidos. Los teóricos acuñaron para Italia el término “democracia consociativa”, por oposición a “democracia de alternancia”, que era la democracia a secas en el resto del mundo. El vocablo venía a significar que en Italia gobernaban todos con todos o, dicho de otro modo, que siempre gobernaban los mismos.

Ya digo que no se percibía como una tragedia. Era algo característico de Italia, tan particular como el menguadísimo valor de su moneda. Se pagaban veinticinco o treinta mil liras por una cerveza y Andreotti era siempre primer ministro o ministro de otra cosa. Y así andaba il belpaese, con sus problemas eternamente irresueltos, en una inestable estabilidad que la prosperidad reducía a enfermedad crónica.

Un buen día, ya se sabe, todo aquello se fue al garete. El tinglado multipartidista, que no el impulso lampedusiano. Porque mayorías hubo, pero eso nos significó que Italia se hubiera vuelto una democracia como las otras. Parece que la diferencia que media entre aquel particular estado de cosas, aquella democracia consociativa, de la I República y el estado terminal de la II es la que va de un orden viciado a ningún orden en absoluto. Existía, sí, un cierto orden en aquel aparente desbarajuste de la segunda mitad del siglo XX. El sistema, viciado, ya digo, se nucleaba en torno a la Democracia Cristiana y, en menor medida, al Partido Socialista. Los extremos quedaban fuera. Era el resultado natural en un mecanismo que se construyó específicamente para neutralizar al único Partido Comunista de Occidente con opciones reales de gobierno.

La situación presente es muy distinta. De las minorías significativas, solo una, la izquierda de Bersani, es funcional. El resto parece antipolítica o política a la griega: Berlusconi o Grillo.
 

Esa es, hoy por hoy, todavía, la gran diferencia entre España y otras democracias del sur: el sistema, denostado, detestado, odiado –a tenor de las encuestas- sigue en manos de los grandes partidos, que aún tienen capacidad para operarlo. Este fin de semana he leído al director de una conocida empresa de estudios demoscópicos elogiar el buen sentido de los españoles, evidenciado, se conoce, por su poca querencia a opciones exóticas, extremas o simplemente novedosas. Este mismo profesional notaba cómo el famoso movimiento del “15 M”  no fue en absoluto antisistema, sino prorreforma del sistema. Con mejores o peores argumentos, con más o menos fundamento, se procuraba una depuración del sistema, no una enmienda a la totalidad.

Que el pueblo español tiene poco de revolucionario no es novedad. Y podría, desde luego, confiarse en que nuestros políticos, de querer, hallarían buena acogida para cualquier impulso reformista o como mínimo la paciencia con que se están topando recortes y torpezas. Los partidos políticos españoles no han agotado su caudal de confianza, están seriamente dañados, pero no desahuciados.

A priori, por tanto, cabría pensar que resulta más fácil que España supere su crisis política que Italia la suya. Pero nada garantiza que ocurra así. Los partidos políticos españoles han dado sobradas muestras de su capacidad para perder oportunidades e Italia ha probado, a su vez, reiteradas veces, que puede in extremis, salir de los trances o hacer como que sale, que no siempre es fácil allí distinguir lo que es de lo que parece. Quizá lo más probable es que uno y otro país continúen ofreciendo al mundo nuevas versiones de sí mismos. No querer, no poder, da un poco lo mismo.