Como usuario, el único inconveniente que soy
capaz de encontrarle a esa maravilla de la técnica y monumento al despropósito
financiero que es el AVE es que, en algunas cosas, se parece al avión. Y es que
el encanto principal del tren reside sobre todo en no ser un avión. El viaje en
avión –antaño un placer de la vida- ha devenido una de las peores sevicias; hay
pocas experiencias más desagradables, sobre todo si el viaje es entre ciudades
principales, que suelen disponer de aeropuertos grandes, alejados del centro y
llenos de incontables molestias.
No quiero exagerar puesto que hasta que el
viaje en tren de alta velocidad se convierta en algo tan espantoso queda
tiempo, creo, si es que alguna vez llega a suceder, no lo quiera el Cielo. Pero
la cosa apunta maneras, malas maneras. Hace ya tiempo que el servicio de
comidas –supongo que por el acortamiento de los tiempos de viaje, que impiden
una atención decente- adoptó “formato avión”, es decir, en bandejas
individuales con contenido plastificado y recalentado. Y para acceder a los
trenes hay que pasar controles de seguridad, infinitamente más livianos que los
aeroportuarios, por supuesto, pero hay que pasarlos. Los solícitos empleados
informan sobre las estaciones con parada en español y en un macarrónico inglés
al que se añade, en los trayectos hacia o desde Barcelona o Valencia, un
catalán –o valenciano, según toque y según gustos- espantoso, con lo que se
consigue, entre otras cosas, que se tarde lo suyo en contar el cuento entero.
Una estación de ferrocarril y un aeropuerto no
son lo mismo y no solo por lo evidente. Mientras que un aeropuerto –al menos un gran aeropuerto
internacional- está, por definición, en ninguna parte, o en todas, que al caso
es lo mismo, una estación ferroviaria es un edificio que existe, está integrado
en un tejido urbano y opera a escala humana. De una estación de ferrocarril se
entraba y se salía por el propio pie. Suelen dar a calles ordinarias, normales,
no hay –no había, ya digo, hasta que el AVE a Cuenca empezó a dejarle a uno en
cualquier sitio menos en Cuenca- solución de continuidad entre el viaje en tren
y el resto de la vida.
La omnipresencia del inglés, que lo
homogeneiza todo –y no desconozco, ya digo, la extrema utilidad de esto- lo
dota de ajenidad también. La cartelería en la lingua franca extraña el espacio,
lo sustrae del resto del entorno y lo aísla. Establece una cesura que antes no
existía. Crea un mundo aséptico, extraño al entorno, donde se aplican otras
reglas distintas. Un país de nunca jamás.
El avión, ya digo, lleva de ningún sitio a
ningún sitio o, si se prefiere, del mismo sitio al mismo sitio. El avión
conecta entre sí un montón de lugares –que forman la red básica de eso que se
da en llamar “mundo globalizado”- parecidos. Llegar a un aeropuerto es no
llegar a ninguna parte. El viaje en tren, sin embargo, nos sumergía en una
realidad verdadera, no virtual. Al incorporarnos al sistema ferroviario, el
viaje adquiría dimensión cultural. Ya no es todo homologable. En todas partes,
los trenes circulan sobre raíles, pero lo hacen por distintos países en todos
los sentidos, por una geografía de caminos continuos y no de puntos aislados
por enormes vanos.
Al abandonar el mundo de mentira del
aeropuerto, ese mundo de lengua única y de costumbres uniformes, para tomar el
tren se accede a la verdadera dimensión de los seres humanos, a su gran
riqueza. Nuestra vida se desarrolla a escalas pequeñas, con paradas en todas
las estaciones, identificadas con carteles en mil lenguas de ortografías
fascinantes. Las estaciones de ferrocarril tienen un poder evocador inmenso porque,
precisamente porque el viajero –que llega o se va- y el que no viaja –quien despide
o recibe- llegan a tocarse, incluso podían seguir haciéndolo mientras el tren
cogía velocidad, son silos de emociones. Nada de eso es posible en el mundo de
la alta velocidad. La despedida tiene que ser desde lejos, y la emoción del
reencuentro ha de posponerse. La fascinación de la llegada a la ciudad inmensa
y nueva no puede vivirse igual porque el viajero, antes, ha de salir de su
cápsula.
No es bueno que los trenes devengan aviones.
No es bonito que las estaciones terminen siendo aeropuertos terrestres. Las
estaciones son, o eran, hermosas, los aeropuertos jamás lo pretendieron porque,
por su dimensión, nadie puede pararse a contemplarlos.