Hace no mucho, no recuerdo en qué diario,
Antonio García-Santesmases caracterizaba al Partido Popular y su acción
política como neoliberal en lo económico, neoconservadora en lo social y
nacionalista –española, se entiende-. Decía también, eso sí, que se trata de un
partido previsible, que no engaña demasiado en sus planteamientos.
Siendo García-Santesmases un politólogo fino, a lo mejor peca de trazo un poco grueso, quizá porque, más que describir
caracteres de un planteamiento ideológico imputa pecados. A ello apuntan los “neos”, prefijos que, como es sabido, tienen por función neutralizar cuanto de
noble y respetable pueda haber en el calificativo al que acompañan. Ser
“liberal” o, incluso, ser “conservador” puede ser hasta de buen tono; ser “neo”
lo que sea, ciertamente, no. Me barrunto que el profesor no los usa de modo enteramente científico.
Al caso, a juzgar por lo que se ve, se lee y
se oye, no parece injusto motejar de “conservadora” a nuestra derecha. Incluso
sería más ajustado, a veces, tildarla de reaccionaria. Si, como se dice y es
esperable, en el PP conviven varias almas, en materias sociales y de costumbres
parece claro cuál es la predominante. Cierto es que hay poco paso de las
palabras a los hechos y, por tanto, no creo que pueda hablarse de un
involucionismo, pero tampoco puede esperarse que determinados asuntos –cosas
que algunos querrán entender como “progreso”- ocupen posiciones elevadas en la
agenda. La regla tiene sus excepciones, claro está, como muestra el supuesto
debate sobre el aborto.
Más problemática es la asignación de la
etiqueta de “nacionalista”. Hablamos siempre de nacionalismo español, claro,
que es el que se imputa, porque de otros se blasona. El PP tiene o aspira a tener, desde luego, un
discurso nacional –una de sus grandes fortalezas electorales estriba, sin duda,
en ser percibido en todo el país como un bloque homogéneo- lo cual no tendría,
por sí, que equivaler a tener un discurso nacionalista salvo, claro, desde la
perspectiva de cierta izquierda para la que el mero hecho de pretender que
pueda existir ese discurso, como el de que algo pueda ser calificado de
“nacional” o de “español” sin apellidos es ya una muestra de nacionalismo. Para
la izquierda española, por lo visto, los españoles estamos condenados a la
identidad problemática y, por tanto, el mero hecho de afirmarnos como tales es
ya sospechoso, especialmente para los españoles que viven en territorios donde
otra identidad –esta sí, vigente y no marcada- deviene obligatoria. Quizá,
pensarán algunos, cabe encontrar otra prueba de cargo de nacionalismo español,
aún más concluyente, en abogar por una recentralización de competencias en el
Estado o por la no desaparición de estructuras territoriales –como las
diputaciones- ajenas a la lógica autonómica, de pura descentralización
administrativa. Aparte de que algunos de estos cargos son solo parcialmente
imputables al PP –que yo sepa, no ha hecho postura oficial de ningún rescate
competencial, por ejemplo- ¿acaso no caben razones para cuestionar la
organización territorial española sin entrar en esencialismos? No me considero
un nacionalista (español) y sí creo que existen poderosos argumentos para
defender una revisión del modelo territorial que, al menos parcialmente,
implique una recentralización de competencias, entre otras cosas porque estamos
en el siglo XXI y ya no es necesario que determinadas funciones, si se
desempeñan desde una instancia central, requieran estructuras mastodónticas.
Trasladar automáticamente la cuestión al campo del conflicto de identidades –que
evidentemente, se da y desempeña un papel, pero que no tiene por qué ser
central ni único- es una forma de hurtar el debate.
Pero, sin duda, la imputación -en ciertos casos, eso es- menos
justificada es la de “liberal” en lo económico. Anécdotas aparte y más allá de
que el gobierno actual dedique sus desvelos a cumplir puntualmente los
requerimientos de Bruselas haciendo en cada momento lo que se exija, el
compromiso del PP con un genuino liberalismo económico es, como mínimo,
cuestionable. Solo una concepción muy grosera del liberalismo puede permitir
argüir lo contrario. Poca iniciativa cabe detectar en el PP a la hora de
reformar de veras el asfixiante sistema fiscal, por romper los oligopolios que
lastran los mercados o, de nuevo, por reformar una estructura territorial –de
nuevo, por razones que nada tienen que ver con el nacionalismo- que ahoga a la economía
productiva. Al igual que sus predecesores en el poder –que no posan de
liberales, eso sí- nada hace el PP por mejorar la calidad de nuestro estado de
derecho, por limitar la profusión de normas, por crear seguridad jurídica, por
potenciar un poder judicial útil e independiente.
Lo que se puede deducir de todo esto, aunque
ya lo sabíamos es que el PP, quizá no siendo como García-Santesmases lo pinta
no cubre el hueco de una derecha no conservadora, no nacionalista y
genuinamente liberal. Una derecha que hace falta.