martes, 9 de julio de 2013

Por lo menos, saber algo de algo


Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde son dos economistas españoles, profesores en el extranjero, en la London School of Economics el uno y en la Universidad de Pennsylvania el otro. El domingo, en el suplemento salmón de El País, publicaron un interesantísimo artículo sobre la educación –creo que, en rigor, se referían más bien a la  educación universitaria, aunque sus argumentos son extensivos a otras etapas- en España (véase aquí). Aparte de criticar, con pleno fundamento, el toma y daca que, respecto a la educación, se traen los partidos mayoritarios y las sucesivas reformas, los autores se centran, con mérito, en el fondo: clase de religión aparte, aquí poco se debate sobre qué y cómo se enseña.

Garicano y Fernández-Villaverde se desenvuelven profesionalmente en un entorno universitario anglosajón, muy distinto al español y en el que, ciertamente, se valoran habilidades que en el estudiante español no solo no se potencian, sino que son preteridas, si no ignoradas. Mientras que un estudiante inglés o americano jamás podrá licenciarse sin haber escrito páginas y páginas de documentos propios a partir de investigaciones bibliográficas, es perfectamente posible que su homólogo en una facultad española haga toda la carrera sin abrir un solo libro, viviendo de los dichosos apuntes. Es difícil no dar la razón a los dos economistas: el sistema educativo español sirve para cualquier cosa excepto para formar espíritus críticos. Se continúa primando el estudio memorístico –caricaturizado en las “listas de ríos”- y, por tanto, el desarrollo de conocimientos sobre el de habilidades intelectuales, empezando por la más elemental de todas, que es un correcto dominio del idioma (y un idioma se domina cuando se habla, lee y escribe con solvencia, claro). Y eso, por supuesto, no es el mejor caldo de cultivo para el desarrollo científico del país o para su desarrollo, a secas.

Convengo con Garicano y Fernández-Villaverde en casi todo. Empero, creo que  caben algunos matices.

El primero es que una cosa es que la memoria no deba, quizá, ser el eje de la enseñanza y otra, bien diferente, que pueda ser simplemente dejada de lado como una potencia menor. Guste o no, es palmario que se sabe lo que se recuerda y lo que no, no. Qué hay que saber es lo discutible, por supuesto, pero también parece patente que hace falta un armazón mínimo mental en el que colgar todos los desarrollos que habrán de venir después. Las “listas de ríos”, como se suele decir con menosprecio –aparte un ejercicio, en sí, tan bueno o tan malo como cualquier otro a la hora de ejercitar algo que es ejercitable- resultan imprescindibles para muchas cosas. Y, lamentablemente, cuando se está en disposición de entender cuáles son esas cosas es ya tarde para aprender las listas. De mis tiempos de bachiller –a caballo entre la escolástica nacionalcatólica que se iba y la modernidad pedagógico socialista que no terminaba de llegar- recuerdo unos libros curiosos cuyos capítulos llevaban títulos tan rabiosamente modernos como “aspectos sociales del siglo XVIII”… cuando los destinatarios de la cosa no tenían, normalmente, mucha idea de qué pasaba en el mundo en el siglo XVIII ni eran capaces de imaginárselo porque les faltaba la más elemental secuencia de eventos cronológicos que es el marco de cualquier estudio histórico. Sin duda, es mucho más meritorio leer y entender con aprovechamiento la Crítica de la Razón Pura y la República que pretender aprenderse de memoria sus respectivos resúmenes, pero ayuda mucho, muchísimo, saber que Kant y Platón no fueron contemporáneos, por ejemplo.

 Eso que llamamos “cultura” es, desde luego, mucho más que una mera colección de nociones disjuntas. Nadie es culto, simplemente, por saber muchas cosas de muchas disciplinas, pero nadie lo es, tampoco, sin unos mínimos mimbres que permitan poner en funcionamiento eficazmente las habilidades necesarias para esa operación compleja que es comprender el mundo en el que se vive – de todas las definiciones de cultura, creo que esa es la más práctica.

Garicano y Fernández-Villaverde podrían muy válidamente objetar, no obstante –porque supongo que no negarán que es función del sistema educativo proveer esos mínimos- que estas cuestiones no obstan a su argumento principal y deben estar resueltas al acabar la secundaria.

La segunda de las cuestiones que cabe matizar es el diferente panorama que, al menos a primera vista, viven en España las distintas ciencias. Los autores que comentamos son economistas y, por tanto, científicos sociales, área en la que, me temo, nuestras universidades no descuellan. ¿Es el panorama igual en las ciencias experimentales, en el derecho, en las humanidades…? Da la sensación de que la respuesta es no. Los científicos españoles no parecen adolecer en absoluto de taras en su formación. Padecen, eso sí, los rigores presupuestarios. No investigan porque no pueden. Luego nuestra universidad sí es, aquí, capaz de formar científicos excelentes. Según tengo entendido, los españoles más citados por sus homólogos –el índice de presencia en citas es una buena medida del desarrollo científico- son los matemáticos. La formación de los ingenieros españoles es famosa por lo terrible y, ciertamente, es posible que haya mucho de sinsentido –o de corporativismo tácito- en ese tour de force que son los primeros cursos de nuestras escuelas, cuya función, se puede sospechar, no es tanto formar ingenieros como seleccionarlos. Ahora bien, al más puro estilo de las escuelas francesas de las que derivan, el método podrá tenerse por poco eficiente, pero no puede tildarse de poco eficaz: España produce ingenieros excelentes, cuya competencia está acreditada en multitud de proyectos en el extranjero. Otro buen ejemplo son nuestros profesionales sanitarios: ellos son la espina dorsal de nuestro excelente sistema de salud. Es  difícil cuestionar la formación médica, entiendo, en el país que lidera la clasificación mundial de transplantes y se realizan las intervenciones quirúrgicas más audaces.

 Muy distinto es, ciertamente, el panorama de nuestras humanidades y nuestras ciencias sociales –que es, supongo, lo que les duele a nuestros autores-. Con las debidas y honrosas excepciones, salvados endemismos, España no produce excelsos historiadores, lingüistas, juristas, politólogos o economistas. El español es lengua amparada por la licencia de ignorar en demasiados ámbitos y, sobre todo en ciencias sociales en sentido más estricto (sociología, economía, ciencia política) es muy raro que las obras de autores extranjeros citen autores españoles. Es, quizá, aquí donde más justificadas se encuentran las críticas de Garicano y Fernández-Villaverde a las carencias metodológicas.  

Pero hay más, sin duda. Como carreras “con salidas”, escasamente vocacionales, estas disciplinas se han convertido en un verdadero repositorio de estudiantes que solo quieren un título, poco importa cuál. Son, además, carreras baratas desde el punto de vista de los medios, que pueden ofrecerse en múltiples campus a la vez y, por tanto, marcos naturales para esa industria del enseñar y ser enseñado, o hacer como qué, en que ha devenido nuestra universidad. Son, además, por supuesto, ciencias del hombre y, como tales, campo abonado para las ideologías y, por extensión, para los partidismos.

Las facultades de ciencias del hombre se convierten con extrema facilidad en reflejos de las sociedades en las que abren sus puertas. Una sociedad que, como la española, glorifica la mediocridad, recela del espíritu crítico y premia las adhesiones ciegas difícilmente puede acoger centros que cumplan la función básica de estimular un debate fecundo y una conciencia activa en torno a los problemas que más preocupan a la gente: los que les atañen como seres humanos. Nuestras ciencias humanas, además, acumulan retraso. Es posible, bajo una dictadura, practicar con aprovechamiento la medicina o la ingeniería –también el derecho, algún derecho- pero no es posible hacer buena historia, una ciencia política digna de tal nombre o practicar disciplinas filosóficas. Antes o después, el espíritu crítico –que siempre hay algo- topa con barreras. Antaño no podíamos, ahora no queremos.

Tenemos, en suma, el sistema educativo que queremos tener. Cuando unos hablan de “modernizar” se refieren a que haya ordenadores en las aulas y cuando otros hablan de “excelencia” quieren decir que la religión sea evaluable. Pero nadie quiere un sistema moderno ni excelente. En este terreno, como en tantos otros, la revolución ciudadana, la llegada de la modernidad verdadera –esa que jamás nos llegó del todo- sigue pendiente. Entre tanto, quizá no esté mal saberse los ríos. Al menos, por saber algo de algo.