lunes, 30 de septiembre de 2013

Comprender y justificar


A propósito de la reciente película biográfica de Margaret von Trotta sobre Hannah Arendt, que actualiza la polémica desatada en su día por la publicación de Eichmann en Jerusalén, Javier Cercas escribía ayer (aquí) sobre la diferencia –bastante básica y bastante polémica- entre “comprender” y “justificar”. Un tema, por cierto, que le parece querido. Comprender, entender, no es justificar. En abstracto, la diferencia parece obvia, pero se vuelve compleja y crítica en nuestro trato cotidiano con el mal, o con aquello que nos parece serlo. A veces, incluso podemos estar emocionalmente incapacitados para distinguir planos y, por tanto, para aplicar correctamente la distinción (véase, en Cercas, la reflexión de Teodorov sobre otra de Primo Levi). Comprender, entender conlleva riesgos, por supuesto. Que comprender y justificar sean operaciones mentales distintas no quiere decir que estén inconexas. Entre la comprensión y la justificación median la empatía y sus peligros. El intelectual prevenido –Arendt, por ejemplo- es consciente de esto y sabe que no hay más remedio que correr ese riesgo: va implícito en una aproximación racional a las cosas.

Ya digo que, sin ánimo de entrar en honduras, es evidente que comprender y justificar son cosas diferentes. Comprender no solo no implica justificar sino que se puede intentar comprender aquello que, de entrara, no se encuentra justificable en absoluto. El ejemplo extremo nos lo ofrece, sin duda, el análisis del comportamiento criminal: se intenta comprender aquello que repugna, precisamente porque repugna, porque es la única forma sensata de diseñar mecanismos preventivos y no solo punitivos.

La derecha española tiene, de antiguo, un problema con estas nociones –la izquierda, por el contrario, hace tiempo que no tiene mayor problema con noción alguna, desde que decidió abolir toda suerte de rigor en sus planteamientos- y me atrevo a decir que, en tanto no lo resuelva, nunca será esa “derecha moderna” que necesitamos. Es una derecha de planteamientos esencialistas, que parece incapaz de una aproximación analítica a los problemas. Su enfoque siempre parece ser de “principios”. Nadie discute, claro, que hay que tener principios en esta vida –hasta ahí podíamos llegar- pero, por definición, los principios no deberían entrar en juego cada cuarto de hora. Si lo hacen, no son principios, son reglas. Por tomar prestada una expresión de César Molinas, nuestra derecha sigue siendo mucho más joseantoniana que orteguiana.

La aparente renuncia a distinguir los planos del debate vicia profundamente el debate mismo. La derecha española –la única derecha española realmente existente- tiene graves problemas para llevar razón. En un sistema esencialmente de formas, en el que la escenificación del diálogo es algo muy parecido al diálogo mismo, “tener” y “llevar” razón, acaban siendo expresiones incluso más sinónimas en el lenguaje corriente. En el extremo, la negativa a exponer la propia postura conforme a pautas inteligibles priva de toda relevancia a la cuestión del “fondo”.

Tómese como ejemplo más actual la cuestión de Cataluña. Sabemos, sí, que el gobierno y el partido que lo sustenta se oponen a la secesión y también sabemos que se oponen a que haya en Cataluña una consulta sobre el tema. Pero no sabemos por qué lo hacen. Más aún, tampoco sabemos qué piensan acerca de por qué existe en Cataluña un movimiento separatista creciente. Incluso aunque se sustente una genuina visión joseantoniana de España y, por tanto, se crea a pies juntillas que la unidad de España es intangible, que estamos frente a una unidad de destino en lo universal y no ante una creación humana circunstancial –como todos los demás estados de la tierra, sin excepción- que subsistirá en tanto dé encarnadura jurídico-organizativa a un proyecto colectivo interesante,  es decir, incluso aunque se piense que, en última instancia, solo puede haber una confrontación directa que resuelva un problema irresoluble por otros medios, seguiría siendo interesante indagar en las razones del adversario.

John Elliot, por ejemplo, está lejísimos de justificar el independentismo catalán y quizá más lejos aún de adscribirse a esas tesis tan de moda que parecen querer ver en España una especie de error histórico –lamentablemente para los abonados a la idea de excepcionalidad, para los románticos de uno y otro signo, parece ver, como tantos hispanistas, un país vulgar y corriente- necesitado de remedio; pero no porque se haya negado a estudiar las razones y sinrazones del catalanismo, sino precisamente porque se ha pasado su vida académica estudiándolas.

Puede pensarse que abogo porque nuestra derecha se haga menos antipática, porque dulcifique maneras. Desde luego, nada de malo vería en ello, pero me refiero a algo que va un punto más allá. Un cambio radical de aproximación a las cosas. Al final del día, en esta problemática relación entre comprender y justificar –en cómo se resuelve esa relación- estriba la diferencia entre un alma liberal y un alma conservadora (aunque el término “conservadora” quizá no le hace justicia a cierta derecha española que es, en rigor, dogmática, doctrinaria; irónicamente, a veces se acusa a la derecha patria de carecer de pedigree intelectual, cuando no es difícil identificar en ella una recurrencia en planteamientos que se remonta al siglo XIX si no antes).

lunes, 9 de septiembre de 2013

No nos han dado los juegos... Y mejor


Curioso, por las páginas físicas y digitales corren ahora ríos de sensatez. Leyendo a opinadores y expertos, casi se diría que era evidente que no podía ser, que de ningún modo Madrid podía aspirar a organizar los Juegos de 2020. Explicaciones parecidas hubo, siempre ex post, tras los fracasos de las candidaturas para 2012 y 2016. Así las cosas, uno se pregunta por qué demonios es tan difícil ver antes lo que se ve tan claro a toro pasado y por qué casi nadie, salvados cuatro locos –entre los que me cuento- la mayoría en foros informales, en Twitter sobre todo, dijo esta boca es mía. Por qué esa aterradora unanimidad, esa ausencia total de discrepancia. De hecho, uno de los avales que presentaba la candidatura de Madrid, como siempre, es el consenso búlgaro, la existencia, todo lo más, de disidencias menores, casi se diría que puestas adrede para dar a la encuesta un cierto halo de credibilidad. Cuando de una fiesta, sea del tipo que sea, se trata, en España las discrepancias están por debajo de los márgenes de error técnico de las encuestas. Siempre.

No tengo ni idea de por qué se gana y por qué se pierde en las asambleas esas del COI. Como tampoco sé por qué oscuros motivos asignan la UEFA, la FIFA y demás superestructuras deportivas sus eventos de trascendencia mundial. Me barrunto que se trata de organizar fantásticos negocios explotando vanidades. Todos los países quieren organizar juegos, especialmente aquellos cuyos políticos están en apuros. Algo hemos mejorado: antaño, cuando las cosas iban mal en Bordulia, los dirigentes bordulios solían dirigir expediciones contra Sildavia, o erigían fastuosos monumentos funerarios que quitaran el hipo a los locales y a los vecinos, previa esclavización de la población propia y ajena. Ahora, el político lanza la candidatura –siempre respaldado por el entusiasmo de su pueblo, al que estas cosas halagan- de su país o su ciudad a algún fasto; se hacen unos números incomprobables a veinte años vista, se hacen unas sumas y unas restas de agregados estadísticos y se acallan las conciencias de los pepitos grillos de turno, en el fondo también ellos atraídos por el tam-tam, por la gana de demostrar que “somos los mejores” y el ansia de tener “la atención del mundo” durante quince días.

Desde luego, uno no puede sino compadecerse ante la desilusión de tantos conciudadanos, con razón o errados, habían puesto en esta cuestión ciertas esperanzas deportivas, económicas o, más en general, vitales. Cabe preguntarse también qué será de los deportes minoritarios, esos que para vivir necesitan unos patrocinios que, por lo visto, el mismo deporte no justifica en sí, que solo se obtienen en el marco de “operaciones de estado” encaminadas a la obtención de un número mínimo de medallas que den cuenta del “extraordinario nivel”. Pero, por lo demás, yo no lo lamento.

En primer lugar, porque no creo que el espectáculo de grosería infinita, la continua ofensa a la inteligencia de nuestros dirigentes, de nuestras lamentables elites políticas, empresariales y deportivas merezca éxitos que puedan usufructuar. Se dice, por ejemplo, que es patético cómo habla inglés la alcaldesa de Madrid. Eso se hubiera solucionado recurriendo al español –salvo a Rajoy, supongo que por imposibilidad manifiesta, a nadie se le ocurrió que igual no estaba tan mal emplear la lengua de 400 millones de personas y medio COI antes de hacer el ridículo expresándose en otra como un niño de primaria-; no, lo patético fue el propio discurso, lo que dijo, no solo cómo lo dijo. No puede merecer recompensa la insistencia en tópicos gastados, en una imagen del país que es preciso esforzarse en superar.

No lo lamento porque me resulta indeseable esta importancia concedida al deporte. Como si ese descollar en lo banal pudiera compensar carencias graves en otros campos. Como si fuera igual acumular medallas olímpicas y nobeles de física. El deporte como cimiento de la identidad nacional, como único campo en el que es posible exhibir orgullo patrio. Nos tienen que conceder los juegos “porque somos una potencia deportiva”.

No lo lamento porque no creo que merezca premio la exhibición de provincianismo y acriticidad en torno a esta cuestión. Lo dicho, ni una palabra de los discrepantes, pero tampoco una reflexión acerca de qué piensan de verdad por ahí fuera. El triunfo de Tokio no ha extrañado en ningún sitio, salvo aquí, porque solo aquí llegamos a creernos que Madrid fuera la favorita. Y solo había que leer algún medio de fuera. Curioso, hacen falta cosas así para descubrir que, todavía, este sigue siendo un país ensimismado, preso de clichés de de otro tiempo. Entre los telediarios de estos días y los viejos NO-DO median solo los colores. Y, pues, ¿qué han de ver los demás sino el “país simpático” que nos empeñamos en ser? ¿En qué nos hemos concentrado todos estos años sino en ser el “país de la fiesta”? Pues eso somos, el país de la fiesta. No otra cosa. El eterno aspirante a la modernidad. El país del que, cuarenta años después –cuarenta años, se dice pronto- se sigue hablando como una “nueva democracia”, de un país “muy cambiado”. Y no es que nos tengan manía, ni mucho menos –hace tiempo que dejamos de tener entidad suficiente para eso, salvo en algún lugar del mundo con problemas parejos a los nuestros los odios son privilegios reservados a las grandes potencias-; simplemente, recogemos lo que sembramos.

Y, precisamente –y vamos a la última y más importante razón-, nada ayuda a la percepción de España como país sólido el fundar el crecimiento en continuas alharacas. En el “modelo Barcelona”. La ciudad que, para seguir en el mapa, parece necesitar cada día un festival. La alusión a los Juegos como “motor de crecimiento” apunta, una vez más, a los pilares del modelo de siempre, el modelo de la inversión pública, la infraestructura, la construcción y el trabajo precario. El que genera rápidos y volátiles ingresos fiscales y permite mantener las elefantiásicas estructuras administrativas que son marca de la casa. El modelo del trabajo sordo, el paso a paso, la contención del gasto, la iniciativa privada innovadora no parece atractivo. ¿No hay paciencia suficiente? ¿No se adapta a los valores patrios? No, sencillamente no da réditos a la velocidad que se precisa. El ritmo al que se construye un país robusto de verdad –el mejor país del mundo para vivir, que España podría serlo, por qué no- un país denso no es el del comisionista, el del buscador de rentas o el del político de corto vuelo.

Un país que distinga cultura de espectáculo, que apueste de veras por la educación, por la creatividad empresarial, por instituciones sólidas y respetadas, por la sociedad civil, por el camino largo, el mérito y la excelencia es un país mucho más aburrido y, sobre todo, que se mueve más despacio, pero con una dirección marcada. No nos han dado los juegos y yo me alegro. Hora era de que nos quedáramos a solas con nosotros mismos, para afrontar nuestros problemas sin muletas. Y a los que los quieren a toda costa, por la razón que sea: vendrán cuando otras cuestiones estén resueltas, no al contrario.

viernes, 6 de septiembre de 2013

No estamos mejor que hace un año


Hace un año, justo después de la diada, escribía esto. Hay que reconocer que Artur Mas me hizo caso en una cosa: dio la puntilla a una legislatura que, apenas nacida, quedó moribunda por alteración sustancial de sus ejes programáticos. A buen seguro, el presidente no buscaba ni cumplir conmigo, ni con otra gente que le pedía elecciones ni con su conciencia; buscaba otras cosas, una mayoría aplastante, y de todos es conocido que marró el tiro por bastante.  

La dinámica que se generó tras esas elecciones, tan debidas desde la perspectiva de los principios como inoportunas desde una perspectiva táctica ha agravado las cosas, si por “agravar”  entendemos profundizar en el desasosegante y muy oneroso curso de conflicto con el Estado. Velis nolis, sea porque esas son sus convicciones, sea porque así se lo exige su continuidad, la agenda de Mas y su gobierno ha estado completamente marcada por un despliegue efectista, una sucesión de gestos en pos de una fecha mítica, 2014 que, desde ayer, parece que ha dejado de serlo tanto. 

Sí parece que se están dispensando los eufemismos –lo cual aporta claridad, limita el espacio para las posturas ambiguas y, por eso mismo, crea tensiones en el catalanismo, que es de todo menos homogéneo (signo de salud)- y el evanescente “derecho a decidir” muta poco a poco en “independencia”. Esto, en sí, malo no es. A partir de aquí, tenemos aficionados a los fatalismos que ven la independencia de Cataluña inevitable por una cuestión generacional –cuyo efecto no debe ser despreciable, pero quizá tampoco sobrevalorada- y quienes, por el contrario, la ven imposible, quimérica, por falta de impulso colectivo real.

Esta misma mañana el diario El País, con buen criterio, decía que entre la situación presente y la independencia aún cabe una gama de grises. Cierto. Pero la duda real sigue estando donde estaba: ¿desea, realmente, Cataluña situarse en alguno de esos grises? La apelación a la independencia sugiere, desde luego, que la respuesta es no y, entonces, no habrá más solución que el conflicto: que Cataluña desee ser independiente no obliga a los demás a hacer nada por facilitarlo. El criticado inmovilismo de Rajoy estaría plenamente justificado. Si todo proyecto político realmente existente pasa por la secesión, ni tiene sentido la consulta –puesto que ya se está actuando como si hubiera sido emitida la respuesta- ni tiene sentido, desde luego, dar paso alguno para solucionar el rompecabezas. 

Vuelvo a lo que argüía hace un año. Una cosa es no desear la independencia de Cataluña –o, en general, no desear la incomodidad de Cataluña con su marco político- y otra bien distinta que se esté dispuesto a hacer lo que sea para evitarla. Para el acomodo de Cataluña en el marco estatal caben múltiples soluciones, pero hay que encontrar una que satisfaga a Cataluña y satisfaga también al resto de los españoles. Que no inviabilice el estado, para empezar.  

Los constitucionalistas “progresistas” suelen razonar como si los marcos políticos y jurídicos fueran infinitamente adaptables, siempre maleables. No creo que afirmar que eso no es cierto lo convierta a uno en un conservador retrógrado. Existen límites a lo que el resto de España puede hacer. Eso sí, si existen también límites a lo que Cataluña pueda aceptar, entonces sí que explorarlos es imperativo. 

En Barcelona no tenemos un discurso que parezca reconocer la noción de límite ni que, en general, permita entender nada más que el que se da la discusión por zanjada y en Madrid tenemos el no-discurso, la no-política, la no-reacción. Puede, claro, que ambas posturas estén impostadas. Puede, simplemente, que esta cuestión se esté tratando a la española, es decir, por cauces ajenos a la transparencia y a lo que sería propio en una democracia deliberativa madura.

Pero no, no parece que estemos mejor que hace un año.