martes, 30 de diciembre de 2014

ELOGIO DE AMAZON


Interesante entrevista en El País de hoy (aquí) con el escritor y editor italiano Roberto Calasso. Una idea muy interesante: la repugnancia por los intermediarios y su rechazo a lo que denomina la “ideología Amazon” (la “ideología” del “acceso”).

Es cierto que el mundo contemporáneo se caracteriza por un “rechazo al intermediario”. Normalmente, rechazo tanto más intenso cuanto más lejos está ese intermediario del proceso creativo. Tomando como arquetipo la relación entre escritor y lector, tradicionalmente el autor estaba separado del destinatario final de su trabajo por tres escalones sucesivos, dos necesarios y uno contingente: el editor, el crítico y el librero. Editor y librero solían ser ineludibles, el crítico menos, pero su labor era importante: la gente conocía de los libros por las críticas, por las reseñas, por las pre-lecturas que, se suponía, hacía gente con  criterio a la que cabía atribuir cierta autoridad. De todos ellos, sin duda, el editor estaba y está más cerca de la creación literaria de la que, si hace correctamente su función, puede decirse que es legítimamente copartícipe. El libro que llega a manos del lector es el libro editado, el libro tamizado por alguien que, si además de ser un empresario cultural ama los libros, habrá mejorado el producto original. El librero era, en fin, el poseedor no sé si de la llave del éxito del autor, pero sí de las llaves de lo accesible al lector. Solo se podía leer aquello que había en las librerías a las que uno tuviera acceso. Por eso, antaño, los viajes a las grandes ciudades o a las ciudades más grandes que la de uno, o más surtidas, tenían siempre un aire festivo para los bibliófilos: al salir de la ciudad propia se rompía el círculo de las limitaciones impuestas por el elenco de librerías disponibles. Si, además, el viaje era más allá de las fronteras propias, a ciudades importantes en países con lenguas ajenas, la emoción era incluso más intensa. Se partía con la certeza de que las maletas pesarían más a la vuelta y se volvía con el pesar de no tener más espacio para cargar.

Estos tres roles han corrido diversa suerte. No todos los intermediarios han sido objeto de rechazo en la misma medida. Sin duda, es el librero quien se ha visto más perjudicado por la “accesibilidad ubicua” que ofrecen los sitios en internet y las librerías on-line. ¿Debe esto valorarse como un progreso? Claro que nada puede sustituir, para el bibliófilo verdadero, el ceremonial de la visita a la librería, el estar físicamente entre libros, tenerlos en las manos, percibir el olor del papel y la tinta, echar horas con ellos y, por supuesto, el placer se redobla cuando la librería está atendida por un librero competente, capaz de prestar ayuda, conversar sobre libros y encontrar lo inencontrable. Pero no es menos cierto que las librerías físicas imponían la limitación a la que me acabo de referir y que el propio Calasso no deja de reconocer: restringían el universo de lo posible. Umberto Eco en su Cómo se hace una tesis doctoral asumía como doctorando-tipo un habitante de una ciudad no muy grande (de hecho, toma como modelo su Alessandria natal) y, por tanto, con acceso limitado a fuentes bibliográficas; Eco admitía, por tanto, que no era realista para quien no tuviera la fortuna de vivir en un gran centro cultural y no tuviera los medios para desplazarse acometer ciertas investigaciones: la elección del tema de la tesis, para empezar, tenía que acomodarse a los recursos disponibles. Incluso una ciudad grande como Madrid, capital de un país con una lengua universal, presentaba importantes limitaciones cuando se trataba de acceder a libros sobre ciertos temas y, sobre todo, en otras lenguas (no hablo de lenguas exóticas, me refiero a idiomas tan significativos como el italiano o el portugués – sin que tampoco se pueda decir que los recursos en inglés, francés o alemán fueran generosos).

Los Amazon y demás centros on-line han pulverizado esos límites. Es cierto que no han desaparecido del todo –quien desee adquirir libros antiguos, por ejemplo, seguirá experimentando dificultades, pero incluso estas se verán mermadas gracias al “acceso infinito” que proveen páginas especializadas. Las librerías on-line no solo nos permiten acceder a todo lo que se publica en nuestro propio idioma tanto o más ágilmente que cualquier librería física, sino que permite acceder con pareja rapidez a obras en todas las lenguas que uno sea capaz de leer, prescindiendo de la muleta de la traducción. Gracias a los Amazon de este mundo, es posible para un particular crearse una biblioteca multilingüe propia sin necesidad de viajar a los grandes centros de edición.

Y eso es positivo, creo. La visita a la librería seguirá siendo uno de los grandes placeres de la vida –no digamos ya si la librería es hermosa, surtida y está en una de esas ciudades a las que siempre se quiere volver- pero la necesidad primordial está atendida ahora por fuentes con muchas menos limitaciones. Supongo que sigue habiendo diferencias entre el estudiante de Alessandria y el de Turín, pero el universo de materias sobre las que el primero puede hacer hoy su tesis se ha ampliado considerablemente.

Afirma Calasso, no obstante, que “sin embargo, no he notado que se haya producido un particular desarrollo, jóvenes que escriban una tesis magnífica…” Y es, probablemente, cierto, pero esto apunta a otro problema diferente, ya subrayado por diversos autores: información y conocimiento no son la misma cosa. El hecho de que los libros sean más accesibles y que lo sean en múltiples soportes, por sí, no garantiza que se lea más ni que se lea mejor. Incluso puede ocurrir –y no es improbable que esté ocurriendo- que la calidad de nuestro conocimiento se degrade. Pero eso no debería obstar a la bondad de que la información sea accesible. Si la accesibilidad de la información no despliega los resultados apetecidos –y esperables, en principio- o incluso si resulta en mayores carencias de las que había, en un conocimiento más superficial, es cosa que deberá remediarse por otras vías, pero no restringiendo la accesibilidad en sí. La conclusión bien puede ser que la hiperaccesibilidad de la información no solo no convierte en inútiles a los intermediarios, a los mediadores culturales sino que, al contrario, los convierte en más necesarios que nunca solo que de otra forma. Precisamente porque tenemos acceso a fuentes virtualmente inagotables de datos necesitamos más ayuda para sacar provecho de ellos, más ayuda para explotarlos y ordenarlos. Como es posible leerlo todo, nos viene mejor que nunca que nos enseñen a leer correctamente, con sentido crítico.

No le pidamos a Amazon lo que no puede  ni pretende dar. Ya da bastante. Pone a nuestra disposición un caudal inagotable de recursos. Cumple perfectamente una función de intermediario creador de surtidos, quizá mejor de lo que nadie la ha cumplido nunca. A partir de ahí, ni sustituye al librero que vende mucho más que un libro –decir que un librero vende libros es tan banal como decir que el cocinero de un restaurante gastronómico vende alimentos- ni sustituye en sus funciones a los mediadores culturales. Si la oportunidad se pierde no es culpa de Amazon.

domingo, 28 de diciembre de 2014

OBJETIVOS REALISTAS: EL QUIJOTE DE REVERTE


Interesante, y contundente, la opinión de David Felipe Arranz (aquí) sobre la reciente edición del Quijote para jóvenes, patrocinada por la Academia, a cargo de Arturo Pérez-Reverte. El trabajo, presentado hace unos días y, creo, de mayoritaria aceptación, intenta acercar la obra de Cervantes a la juventud. No he leído la versión pero, según me pareció entender al propio Pérez-Reverte en alguna entrevista, en absoluto se trata de un  “Quijote corregido” sino más bien de un “Quijote abreviado”. No es que se haya adaptado el lenguaje cervantino –no más allá, supongo, de lo que se hace en otras ediciones contemporáneas- sino que se han suprimido buen número de pasajes interpolados, como los cuentos, que se apartan de lo que podemos considerar la acción principal: las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura y su sin par escudero.

A Arranz, esto le parece “una vergüenza”. En su opinión, el Quijote está escrito en un castellano –cervantino, nunca mejor dicho- perfectamente asequible y, por tanto, ejercicios como el del académico y novelista no hacen sino abundar en lo que, al fin y al cabo, no es más que una política que impulsa un retroceso cultural. Arranz une iniciativas como esta –lo que tilda de versiones “light”- al proceso de deterioro en la enseñanza de la literatura, en el que sería un hito la desaparición de las lecturas obligatorias. El Quijote tal cual hace ya mucho que no figura entre aquello que nuestros jóvenes escolares debían leer sí o sí, pero parece que otros clásicos han seguido la misma suerte. No sé si ocurre algo similar en otros países; me cuesta creer que un italiano pueda acabar la secundaria sin haber leído “Los Novios” pero, ciertamente, la exigencia del currículo francés de literatura ha bajado bastante, por lo que me dicen.

Conviene matizar que, según creo, no se acomete la adaptación del Quijote porque se considere difícil –que imagino que también- sino, sobre todo, porque los jóvenes lo encuentran, y los adultos lo corroboran, aburrido. Y quien dice el Quijote dice casi todo lo anterior a Harry Potter, me temo. No sé si la versión abreviada correrá mejor suerte, pero parece muy irrealista pretender que alguien con muy pocas o casi ninguna lectura a las espaldas, digamos a los quince años, acometa el Quijote con disfrute. A esa edad, si no se dispone ya de las herramientas de acceso a la cultura superior, concretadas en un hábito de lectura consolidado, dar el salto se antoja complejo.

Como se ha subrayado múltiples veces –la última, por Vargas Llosa en su Civilización del Espectáculo- el disfrute del arte y la cultura (y habría que empezar por matizar qué ha de entenderse por “disfrute”) que conforman el gran legado occidental requiere ciertas convenciones consolidadas de relación con la obra. El espectador, o lector, debe poner algo de su parte, algo que debe residir en su propio acervo y que se habrá adquirido necesariamente con esfuerzo y práctica. Es muy difícil, pongamos por caso, que quien solo está hecho a la posición pasiva propia del televidente, quien se ha criado exclusivamente en el visionado de imágenes que ya lo dan todo, entre en la convención propia del teatro o de la novela.

Se dice a menudo que nuestros jóvenes rehúyen el esfuerzo. Esto es solo parcialmente cierto. Lo que no parecen tolerar nuestros jóvenes es el aburrimiento, el esfuerzo carente de toda recompensa inmediata. En esto, por supuesto, no es que sean muy distintos de quienes les precedieron, es solo que la tolerancia de la sociedad hacia este modo de entender las cosas es superior. Se dice también que la supresión de todas esas aburridas lecturas obligatorias obedece a un propósito práctico: al menos aseguramos que no las aborrezcan y no les impedimos que, en el futuro, puedan cambiar de criterio. Lo que no termino de entender es cómo se espera que ese cambio de criterio pueda producirse. ¿Se caerán como Saulo en el camino de Damasco y, un buen día, descubrirán fascinados Los Miserables o La Familia de León Roch?

Arranz tiene buena parte de razón. La renuncia al Quijote entero tiene un aire de aceptación de la derrota. Su presentación editorial es algo así como la celebración de la resignación. Su alternativa sería, supongo, reintroducir el Quijote y otras lecturas obligatorias, tal cual, en el currículo. Tiendo a estar de acuerdo, pero también temo que eso no va a suceder. Hay que asumir que el precio por la extensión de la educación –cosa valiosa, por supuesto- es un deterioro, probablemente irreversible, de su calidad, al menos en lo que a humanidades se refiere. Hay que asumir que un Quijote abreviado es el único Quijote que muchos hispanohablantes van a llegar a conocer. Y eso es mejor que nada.

El afán de erudición ha muerto o, al menos, no se encuentra en los sistemas educativos occidentales ni es previsible que retorne, si es que ha estado ahí alguna vez. La cultura, para la mayoría, es y seguirá siendo espectáculo. Parece más realista centrarse en que, al menos, ese espectáculo sea de una mínima calidad. La generación de las videoconsolas no va a leer el Quijote, convenzámonos. No, en un mundo que detesta el saber por el saber, que necesita un fin utilitario inmediato para todo. Al menos, que sepan de las andanzas del caballero, en los ratos que les queden. Es magro consuelo, pero es consuelo al fin y al cabo. Hubo un tiempo en que el Quijote –su contenido, sus pasajes- formaba parte de la enciclopedia del español culto; era conocimiento común, del mismo modo en que, entre los ingleses formados, se podía uno referir a las obras de Shakespeare como a los libros de la Biblia (existían abreviaturas de los títulos, de uso tan corriente como las de los libros bíblicos, en efecto). Pero ese tiempo pasó para no volver. El riesgo es ahora que las figuras de don Quijote y Sancho; sus perfiles, que son algo así como el símbolo universal de la lengua española, se vuelvan irreconocibles para los jóvenes del país en el que fueron concebidos. Eso, creo, es lo que Pérez Reverte y compañía quieren evitar. Hacen lo que pueden, que probablemente no es del todo lo que les gustaría.

Yo estoy con ellos. Por lo demás, me doy por vencido.

lunes, 8 de diciembre de 2014

CONSTITUCIÓN: RAZONES PARA TEMER LA REFORMA

Con cierto aire de liturgia o por lo menos de costumbre, llega el 6 de diciembre y se habla de reformas constitucionales. Los periódicos le dedican al asunto editoriales, artículos de fondo y columnas o publican entrevistas con especialistas. La cosa se viene repitiendo desde hace bastantes años. El nacimiento de la infanta Leonor incorporó abiertamente al debate la cuestión sucesoria –la cuestión de la discriminación de la mujer en el ámbito sucesorio, para ser exactos- y la ola fue creciendo. Poco después de llegar al poder, José Luis Rodríguez Zapatero pidió al Consejo de Estado, entonces presidido por Rubio Llorente, un informe sobre reformas necesarias o convenientes. El alto organismo consultivo identificó tres o cuatro áreas de mínimos sobre las que, se supone, no hubiera sido difícil encontrar el necesario consenso. La reforma o supresión del Senado forma parte de ese elenco mínimo de cuestiones, por ejemplo. En los últimos tiempos, las voces que claman por un cambio en el texto, incluso las que lo consideran ineludible, son cada vez más. La reforma constitucional se presenta por algunos como remedio a los grandes problemas patrios: el deterioro institucional y la cuestión catalana.

La diferencia respecto a otros años la marca el PSOE: por vez primera, el principal partido de la oposición no solo se declara abiertamente partidario de la reforma constitucional en abstracto sino que cuenta con un proyecto en concreto, que está dispuesto a tratar con los demás grupos políticos. El PP, por su parte, parece negarse rotundamente, imagino que con sus razones que, como es habitual, se niega a exponer, prefiriendo, como es ya su consolidada costumbre, ofender la inteligencia de sus votantes con el recurso a frases hechas y lugares comunes.

La opinión publicada, al menos la de Madrid, parece partidaria del cambio. Me resulta más difícil interpretar la posición de la de Barcelona, que no sé si está en esta clave o en otras distintas. Incluso quienes reconocen que, por sí, una reforma de la Constitución  no tiene por qué traer consigo las soluciones a los problemas que nos aquejan parecen encontrar en el proceso constituyente, por el mero hecho de ser, virtudes terapéuticas. En parecidos términos a los que se emplearon para alabar el proceso sucesorio que llevó al trono a Felipe VI, se habla de la capacidad de generar “ilusión”, “sensación” de movimiento, etc. No es que los promotores del cambio hayan perdido la cabeza y desconozcan que este tiene riesgos sino que creen que la perpetuación del actual estado de cosas tiene más riesgos todavía. Y puede que tengan razón, claro.

Creo que nadie con sentido común puede desconocer que la Constitución del 78, siendo, con diferencia, el mejor instrumento de organización jurídico-institucional con el que España ha contado nunca, adolece de defectos, unos más graves que otros. Algunos de esos defectos proceden de su propio diseño; otros, sencillamente, han resultado ser tales por la evolución de las cosas. Quizá es más justo decir que la Constitución presenta determinadas deficiencias técnicas en algunos aspectos y que ha quedado desactualizada en otros. Y claro que hay, también, algo más que un poco de verdad en la idea de que conviene, periódicamente, renovar el pacto constituyente haciendo participar de él a las generaciones que, por edad, no pudieron incorporarse al mismo en su día. Existe, además, una razón quizá más técnica pero no por ello menos importante que aconseja la adaptación periódica: que no se modifique la constitución formal no implica que no mute la constitución material, que puede hacerlo por diferentes vías; es el caso de España. El entramado normativo que llamamos “constitución” en un sentido material –que está integrado por las disposiciones que conforman el llamado “bloque de la constitucionalidad” y por un conjunto amplio y difuso de normas, actos y costumbres- ha cambiado en España a ojos vista en estos casi cuarenta años y es evidente que no siempre lo ha hecho de modo ordenado ni coherente. Si la constitución formal no se adapta, si deja de recoger en su seno por lo menos la parte fundamental de la constitución material se corre un riesgo de falta de normatividad de la norma suprema y eso es peligroso.

Dicho todo lo anterior, personalmente tengo, al menos, cuatro reservas que me hacen temer tanto o más que desear una reforma y que me llevan a compartir la prudencia del Gobierno (siendo generosos, vamos a poner que lo del Gobierno sea prudencia).

La primera es que no creo en los poderes taumatúrgicos de la ley, de ninguna ley, la constitución incluida. Pensar que el cambio constitucional hará desaparecer como por ensalmo ciertos defectos de nuestro sistema institucional es ilusorio. No niego que determinados mecanismos puedan mejorarse pero hay cosas que ni dependen ni dependerán nunca de las leyes. Y la reforma de las leyes puede ofrecer a los responsables políticos la excusa perfecta para no hacer reformas en otros campos o, simplemente, para no afrontar la responsabilidad que ya les compete bajo la ley vigente. En realidad, la reforma primordial que necesita España para gozar de un mejor clima institucional no consiste en mejorar los resortes del Estado sino en retirarlo de múltiples ámbitos de la vida colectiva. Necesitamos menos Estado y eso, por razones obvias, no se consigue con leyes sino con valientes decisiones políticas.

La segunda de mis razones tiene que ver con la idea del proceso en sí como catalizador, como algo ilusionante. Es verdad que la misma idea de “proceso constituyente” conlleva la de “oportunidad”. Una reforma constitucional nos hace sentirnos un poco adanes, claro. Pero un proceso así, especialmente cuando no se dispone de un planteamiento previo encierra también numerosos peligros. Lo advertían ayer mismo en El País Mario Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo: algunos, especialmente los liberales, tuvieron que tragarse más de un sapo, en aras del consenso, para parir el texto del 78. Esto a menudo se olvida. Izquierdas, nacionalismos regionales, derecha conservadora claman contra la constitución, la desprecian, algunos la denuncian como impuesta. Se permiten el lujo de denostarla. Al parecer, se presume que a quienes no lo hacemos nos encanta, nos parece un texto perfecto. Esto, ya digo, a menudo se olvida. Los nuevos revisionismos tienden a pintar la Constitución como una imposición de unos sobre otros: del españolismo sobre el regionalismo, de la derecha sobre la izquierda. Por eso,  a quienes ahora claman por su reapertura ni se les pasa por la cabeza que haya quien quiera revisar el consenso en su integridad. A menudo se cita como ejemplo, cómo no, la cuestión territorial. Un porcentaje no despreciable de españoles creen que irían mejor servidos con un estado unitario; sin embargo, esos españoles son sistemáticamente ignorados y su opinión tenida por inexistente. Esos españoles tienen motivos para temer que cualquier reforma no solo no acerque la constitución a sus deseos sino que, al contrario, la aleje más todavía. Así, la propia idea de que el proceso pueda abrirse no solo no resulta ilusionante para algunos sino hondamente preocupante: se va querer, probablemente, revisar un consenso pero no en su totalidad, ni mucho menos; determinadas partes que concedieron no podrán recuperar nada de lo concedido y, muy al contrario, tendrán que conceder más aún. Confieso que me encuentro en ese grupo. Tengo razones para temer que cualquier reforma de la Constitución no solo no la hará más afín a los postulados liberales sino que más bien será al revés.

Y esto liga con la tercera razón: Cataluña. Convengo con las opiniones que dicen que cuestión catalana y reforma constitucional deberían separarse. Esto no implica negar, en absoluto, que una reforma constitucional pueda formar parte de una solución a la cuestión de Cataluña o incluso ser esa solución en sí misma. El problema es que hoy por hoy, dado el tono y el tenor de las reivindicaciones del nacionalismo catalán, nada indica que ello pueda ser así. Casi todos convenimos en que el Título VIII, diseñado esencialmente para resolver los problemas vasco y catalán,  ha dado de sí muchas cosas, unas mejores y otras peores pero, desde luego, no ha resuelto esos problemas y, más bien, ha creado otros cuantos. Una reforma constitucional en respuesta al desafío que viene de Cataluña podría incurrir en el mismo error. Podría no resolver y ni siquiera paliar el problema catalán e inducir múltiples otros problemas en el resto del territorio. Quizá una precondición para explorar una solución constituyente podría ser que la propia Cataluña lo pidiera cosa que, ya digo, hoy no sucede. Salvo el PSC y ciertas voces que no parecen mayoritarias en la sociedad civil, nadie en Cataluña parece apostar por esa vía. Tampoco está claro qué se pediría de Cataluña a cambio esa reforma. Igual suena algo grosera la expresión “a cambio de”, pero es que un quid pro quo es la misma esencia de un pacto. Intuyo que el PSC y compañía se conforman con paz, es decir, con que Cataluña, acomodada, se reconozca pacíficamente española. Situación que se asemeja mucho a esas negociaciones internacionales en las que una parte, como premio a sus esfuerzos, obtiene de la otra su propio reconocimiento, es decir, el resultado y objetivo de la negociación para una parte es lo que debería ser una premisa: que dicha parte existe. Sé que suena exótico eso de “pedir” algo a Cataluña, toda vez que la premisa básica del ejercicio es que a Cataluña hay que “darle” cosas –algo que, a buen seguro, tendrá que ser así, por el mismo principio; quien nada está dispuesto a dar, malamente puede afirmar que negocia-, pero creo, y no soy el único, que las cosas podrían y quizá deberían plantearse en términos más equilibrados. En todo caso, por muchas vueltas que se le hayan dado, en absoluto puede afirmarse, creo, que la cuestión esté suficientemente clara como para que se pueda dar por hecho que el mejor tratamiento es una reforma constitucional; eso debería ser la conclusión y no la premisa.

La última de mis razones en orden pero ni mucho menos en importancia es que me inspira pavor la perspectiva de ver una norma como la Constitución tocada por las manos de una clase política tan intelectualmente indigente como la que tenemos. Incluso si viene asesorada por representantes de nuestra menesterosa universidad y por otros “juristas de reconocido prestigio” al uso. Si la propuesta parte del PSOE, un partido que banaliza absolutamente todo lo que toca, la inquietud es máxima. Creo que era Jiménez de Parga –no sé si de ciencia propia o citando a algún otro autor- quien decía que a la constitución hay que aproximarse siempre con cautela y mano temblorosa, movido por un cierto temor reverencial. Por supuesto que una constitución no es más que un texto jurídico, pero si hay algo que, en el orden cívico, pueda adjetivarse de “sagrado” es un texto constitucional. Al fin y al cabo, una constitución es el cimiento de un ordenamiento; nada puede ser más dañino que el error, la frivolidad o la solución apresurada salvo quizá la intención torcida –muy propia de quienes nos gobiernan y quienes, se supone que lealmente, se les oponen-. Si el texto ha de reformarse, uno desearía que acometieran la empresa hombres y mujeres sabios, cabales, con profundos conocimientos jurídicos y cultura suficiente, algo que, precisamente, no abunda entre nuestra cansina, basta, inculta y mediocre clase política y sus adláteres. Ojalá me equivoque, pero resulta difícil confiar en el éxito de un empeño semejante cuando se acomete por quienes, cada vez que abren la boca, ofenden al idioma y a la inteligencia a partes iguales. Da miedo, mucho miedo.

 
Coda: releo el artículo que, sobre este mismo tema (aquí) publiqué hace casi un año y veo que digo prácticamente lo mismo, lo que puede ser síntoma de mis pocos recursos aunque también de lo poco que, en el fondo, cambian las cosas.
 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

DE ESPALDAS A LA RONDA DE NOCHE


Contemplen esta foto que acompaña a un tuit. Como toda instantánea, puede que sea engañosa. Puede que los chicos hayan atendido a las explicaciones del guía o del profesor que les haya presentado la obra y, tras contemplarla, estén distraídos, con sus móviles. Pero lo que se ve es aterrador. El cuadro del fondo, sí, es “La Ronda de Noche”, una de las obras maestras de Rembrandt, uno de esos cuadros inconfundibles. Puesto que es “La Ronda de Noche”, hay que concluir que la foto se tomó en su casa habitual, el Rijksmuseum o puede, también, que fuera en algún otro lugar donde estuviera temporalmente expuesta en préstamo. Los chicos y chicas de la fotografía –yo diría que tienen entre doce y quince años, probablemente son de la misma clase o en todo caso han ido en grupo- están concentrados en sus móviles. No miran el cuadro. Es como si no estuviera. El desdén es absoluto. Ni uno, ni uno solo parece sentirse atraído, capturado por la magia de uno de los cuadros más bellos y más famosos nada menos que de Rembrandt. Las tres chicas en primer plano parecen compartir alguna imagen o curiosidad en el teléfono. Si no fuera por eso, los miembros del grupo tampoco parecerían interactuar entre sí. No se hablan, no se miran, no bromean, no hacen chascarrillos.

Es patético.

Supongo que los campeones de la educación en aptitudes podrán sentirse orgullosos y estar contentos. Parece evidente que los chicos de la foto se desenvuelven muy bien con la tecnología. Y es también evidente que en internet hay profusa información sobre “La Ronda de Noche”, sobre Rembrandt, sobre el Rijksmuseum, sobre Ámsterdam y sobre muchas cosas. Es evidente, por tanto, que cuando los chicos quieran saber algo del asunto, tendrán todos los recursos a su alcance y, acreditadamente, la destreza que se precisa para explotarlos. No tengo ningún motivo para afirmar ni para creer que su falta de interés en la obra que cuelga de la pared a sus espaldas vaya a impedirles, en el futuro, ser excelentes técnicos en cualquier materia. Personas productivas, mucho mejor preparadas que sus padres, supongo. Sí me permito dudar que vayan a ser competentes ciudadanos. Pero lo que más duele es ver cómo a estos chicos les están robando.

 
“La Ronda de Noche” es un cuadro. Verlo, en un sentido inmediato, requiere unos pocos segundos. Es posible, casi seguro, que los chicos lo hayan visto. Es muy probable que ni siquiera pudieran evitarlo. Es un cuadro de gran formato. Entraran por donde entraran a la sala –casi seguro que al entrar iban mirando al móvil, pero en algún momento levantarían la vista, supongo, para hacerse un retrato, para no tropezar o, menos probablemente, para hablar con algún compañero- tuvieron que verlo.

Mirar “La Ronda de Noche” es una operación intelectual mucho más compleja. Mirar el cuadro con pleno aprovechamiento –haciendo de ello una experiencia estética- exige unos ciertos conocimientos previos. Paradójicamente, para mirarlo bien hay que haberlo visto antes, en fotografías, en libros, en catálogos… fuentes que informan sobre el cuadro, sobre Rembrandt, sobre la pintura en general. Solo desde ese previo acopio es posible mirar, ver y gozar. En ausencia de todos esos pasos anteriores, un museo no se distingue demasiado de un almacén.

La mayor parte de los conocimientos necesarios para mirar correctamente “La Ronda de Noche” pertenecen al campo de las “listas de ríos”, es decir, son conocimientos –no aptitudes: para educar el gusto y disponer de un mínimo criterio cultural no se exige emular a Rembrandt ni saber pintar en absoluto-, datos, nociones puras y duras sin ninguna aplicación práctica inmediata. No sé si se puede ser mejor ingeniero disponiendo de esos conocimientos, sí creo que se puede ser mejor médico o abogado, pero en ningún caso la relación entre los conocimientos y la mejora es obvia ni directa. En otras palabras, aquello que haría que los chicos se sintieran atraídos por “La Ronda de Noche”, que no pudieran apartar la vista del cuadro, forma parte del ámbito de lo suprimible, de lo inútil y, por tanto, de aquello que, si no ha salido ya de los currículos, lo hará pronto.

Ya digo que esto me parece un robo. Un robo cruel. Las teóricas generaciones mejor preparadas que, desde cierto punto de vista, sin duda lo son, están siendo privadas del acceso a la cultura superior, no sé hasta qué punto de modo intencionado o simplemente como consecuencia de unos métodos pedagógicos para los que nadie propone una enmienda seria. Y esto es grave, muy grave. En primera instancia, por supuesto, a una escala puramente individual: las nuevas generaciones afrontan un empobrecimiento espiritual del que son responsables, por supuesto, las que las precedieron. Las mismas personas que se responsabilizaron de vestirlos, alimentarlos y enseñarles a manejar con destreza aparatos electrónicos debieron, deben, proveer a esos adolescentes los medios para disfrutar de la contemplación de “La Ronda de Noche”. Al menos, darles la oportunidad. Es muy grave también, claro, a escala social. La cultura, la cultura superior –no hay que ir muy lejos en la definición: me estoy refiriendo al arte y las disciplinas humanísticas en sus grandes tradiciones, conforme a los cánones que todos tenemos en mente y que, por mucho que el término se haya malbaratado, aún nos vienen a la cabeza cuando oímos hablar de “cultura”- es básica en la formación del espíritu crítico. En su ausencia, no hay debate riguroso posible, no hay democracia avanzada posible.

Una generación que no puede acceder a las grandes obras del pensamiento y del arte, que, parafraseando a Vargas-Llosa, no puede ir más allá de una cultura (y una civilización) del espectáculo está condenada a vivir una democracia del espectáculo también.

 

viernes, 28 de noviembre de 2014

SOBRE EL USO DE "RÉGIMEN"


Tras consagrar un término tan resonante como “casta” para referirse a casi todo el mundo menos ellos, los amigos de Podemos empiezan a popularizar el uso, hasta ahora minoritario y siempre despectivo, de “régimen” para referirse al orden político sustentado en la Constitución del 78. “Régimen” es, sin duda, un vocablo lleno de resonancias. En sí, claro, no denota más que un conjunto de normas –desde la perspectiva jurídica- o un conjunto de instituciones y formas de hacer –desde la perspectiva política- y resulta un aceptable sinónimo de “sistema”. Las connotaciones, por supuesto, son muy diferentes y, ya digo, no positivas en contexto. Para los españoles de mi edad o mayores la palabra régimen casi siempre ha ido acompañada del calificativo “anterior”; siempre que se usaba “régimen” era para referirse al régimen por antonomasia: el surgido de las armas, el impuesto, el nacionalcatólico, el superado, el franquista.

Motejar el sistema constitucional del 78 de “régimen” equivale, por tanto, a deslegitimarlo, acercarlo, en el imaginario colectivo, a aquello tan rechazable. Por supuesto, el uso del término liga con otra idea, esta no exclusiva de Podemos sino bastante extendida en ámbitos de la izquierda, incluso la socialista: la de la Transición (con mayúscula, pues me refiero también a la transición por antonomasia) como transacción vergonzante. Fue Zapatero –el malhadado- quien empezó abiertamente a coquetear con esta idea tan peligrosa. No tanto con la noción de la Transición como pacto, que lo fue, sin duda, sino con la del carácter no virtuoso de ese pacto. La Transición es un pacto del que, hasta hace no mucho, se blasonaba. Podemos y compañía, por el contrario, hablan de ello como una suerte de error –por ser generosos- que hay que rectificar. El consenso, la negociación y, en fin, la no imposición de puntos de vista, antes elogiadas, se presentan ahora como algo sucio, como un esconder porquería inmunda bajo las alfombras.  Se nos dice, y no sin razón, que la corrupción que vivimos entronca con la falta de ruptura, que la plutocracia franquista se perpetuó entre nosotros porque la Transición y el régimen del 78 perpetuaron usos y costumbres. No se hizo la limpieza pertinente. Y claro que hay en eso algo, bastante de verdad. Se omiten, sin embargo, muchas cosas, y la media verdad se erige, como todas las medias verdades, en la más odiosa de las mentiras.

Personalmente, no obstante, el uso de la palabra “régimen” no me evoca tanto la imagen de un franquismo agonizante como de una monarquía moribunda. Sí, el vocabulario y las imágenes a las que uno se asoma estos días traen a la cabeza los estertores de la monarquía Alfonsina. El fin del régimen del turno, de la restauración. Si uno relee discursos de aquel tiempo  –amén de darse cuenta de cuánto ha perdido la oratoria patria- se topa de inmediato con esa idea transversal de “esto no da más de sí”. En efecto, había en España, por aquel entonces, un régimen político agotado, incapaz de evolucionar, sustentado en dos partidos turnistas que representaban un moderantismo inane, podridos de corrupción, trufados de caciquismo. Extramuros del sistema –denunciando, entonces, que era hora de terminar con el “régimen”- esperaban las grandes promesas de la época: la extrema derecha y la extrema izquierda. Opciones que, me permito recordarlo, hoy, desde la distancia y comprobada su capacidad criminógena, se nos antojan delirantes pero parecían entonces la verdadera solución, la verdadera alternativa a la “democracia burguesa” y encendían los corazones y los entusiasmos de la juventud de finales de los años 20 y los años 30 (no están tan lejos: hablo de nuestros abuelos).

Entonces también se hacían discursos grandilocuentes. Mucho. La moderación verbal no ha sido nunca una virtud española, ya se sabe. No nos sirve con la mera descripción de las cosas que, incluso cuando de por sí pinta un panorama horroroso, se nos hace siempre insuficiente. Ya decía Josep Pla –el buscador de adjetivos- que Azorín no escribía en castellano, aunque lo parecía, porque era insuficientemente barroco. Una realidad por sí poco agradable, convenientemente cargada de epítetos se vuelve apocalíptica. Y eso se nos da muy bien. Somos los reyes de la metáfora, como nos recuerda alguien hoy en El País, a propósito de Podemos –a falta de programa, metáforas-.

Era verdad que el “régimen de 1876” no daba más de sí. Pero había dado de sí, bastante. Se optó por juzgar el régimen por lo que no era, es cierto, pero se soslayó en todo momento lo que sí fue, y que la España de 1930 tenía poco que ver con la de 1876. Desde luego, se consiguió que la de 1940 fuera, en muchos aspectos, peor que la de mediados del siglo XIX. Arrastrados por el lenguaje grandilocuente, la querencia por las metáforas y otros vicios –quizá superados por el “espíritu del tiempo”, si es que tal cosa ha existido alguna vez-, los responsables políticos y los intelectuales de aquella hora fueron incapaces de transar, de poner en marcha un mecanismo para sacar al sistema de su esclerosis, salvando lo que tenía de bueno que, como mínimo, al menos en sus épocas mejores, incluía la exclusión del recurso a la violencia que caracterizó el siglo precedente.

La comparación que hago es en sí misma una exageración, soy consciente. El sistema del 78 está en profunda crisis, pero nada comparable al marasmo de los últimos días de Alfonso XIII. Pero la palabra “régimen” hace volar la mente a lo leído sobre aquellos días. La democracia española es aún joven. La modernidad española, también. Nuestra modernidad –pongamos que empiece convencionalmente tras la Guerra de la Independencia- se caracteriza por despeñarse en las encrucijadas. Por eso no presenta una línea de continuidad. La excepción, mal que pese a algunos, es, precisamente, el nacimiento del régimen del 78. Ahora estamos inmersos en una profunda crisis en la que, sí, por qué no decirlo, afloran algunos problemas irresueltos en aquellos días. Pero la circunstancia de que ciertos problemas quedaran sin resolver –simplemente se aplazaran- en 1978 no justifica impugnar el proceso entero.

 

sábado, 1 de noviembre de 2014

UNA PETICIÓN DE PRINCIPIO


A lo largo de esta semana se han publicado algunos artículos interesantes sobre la cuestión catalana, en particular, uno de Elisa de la Nuez y Javier Gomá (colaboradores habituales del excelente blog “Hay Derecho”) en el diario El Mundo (aquí), muy en la línea del que glosaba yo hace unos días, del propio Gomá en el citado blog, por cierto, en interesante polémica con Luis Garicano (mi propio artículo y el vínculo a los de Gomá y Garicano, aquí). También otro, del que no dispongo de copia electrónica, de Borja de Riquer en La Vanguardia del día 30 de octubre. Es este el que me interesa comentar hoy. Riquer recupera una tesis que no es novedosa, pero está bien traída y que él expone muy bien. En síntesis, y espero no traicionar al autor: el nacionalismo español tiende a interpretar la crisis territorial como una crisis de estado, e incluso está dispuesto a admitir, en ocasiones, que España es un estado fracasado o, por lo menos, un estado no tan exitoso como sus modelos –señaladamente, Francia, nuestro modelo por excelencia desde principios del siglo XVIII-, pero soslaya que, en realidad, el fracaso de España lo es como nación, cosa que no pugna sino más bien conlleva el fracaso del estado –al menos cuando la construcción de este parte del presupuesto (erróneo, al parecer) de que la nación existe- pero es algo distinto, probablemente más profundo y tanto vale decir que más grave. Solo desde el reconocimiento de esta realidad, quiero entender a Riquer, tendrá solución el problema territorial, si es que alguna vez tiene alguna.

La tesis de Riquer, ya digo, no es nueva y es, desde luego, intelectualmente atractiva. Vaya por delante que el concepto de nación es suficientemente equívoco como para que resulte muy difícil operar cabalmente con él –aquel que dijo que era un concepto “discutido y discutible” tenía tanta razón como escaso sentido de la oportunidad y el contexto- o, dicho de otro modo, permite sostener tesis aparentemente contradictorias, bastando a ello definiciones distintas. Cuando Riquer dice que España ha fracasado como nación, ¿a qué se refiere? Probablemente a que la idea de España no ha logrado concitar en torno a sí apegos sentimentales del tipo de los que sí despiertan las nociones de Francia, Alemania o, por lo visto –y de lo que se trata- Cataluña, por poner solo unos cuantos ejemplos. No se trata, imagino, de que una nación tenga que ser culturalmente homogénea. Suiza o la propia Alemania no lo son –tampoco lo es Italia- y nadie discute –quizá sí en el caso de Italia- que sus historias como naciones son historias de éxito.

España, según ciertas tesis, se asimilaría más a Bélgica o Yugoslavia. Sería un mero agregado, un estado y nada más. No hay españoles sino de pasaporte como nunca hubo casi ningún yugoslavo y es cuestionable que siga habiendo belgas. No se contempla la posibilidad de que los españoles sean como los suizos, en versión más pobre.

Hay que aceptar, por evidente, que, en efecto, España no está tan perfectamente acabada, desde cierto punto de vista, como puedan estarlo otras naciones de nuestro entorno. Pero no, esto no es Yugoslavia, creo, e intentaré explicar por qué.

España no es una mera construcción artificial porque, en su caso, el fracaso de la idea de nación ha sido parcial. Hay multitud de españoles que no conocen más nación que España o que, sin perjuicio de sus particularidades, viven su condición de españoles como no problemática y, desde luego, entienden que esa es una condición nacional. Eso es así no solo en la España puramente castellana o en la España central, sino también en múltiples zonas y regiones ajenas al núcleo de la castellanidad, incluidas, por supuesto, el País Vasco y Cataluña. En el caso particular de Cataluña hay, es innegable, amplias capas de población que no reconocen más condición nacional que la catalana, pero también sigue habiendo grupos muy numerosos de personas que, o bien se reconocen puramente españoles, o bien viven su españolidad, de modo no problemático, como corolario de su catalanidad (inciso: el problema del nacionalismo para aceptar la propia complejidad interna de sus territorios es también proverbial, pero esto es otro asunto). España es un país plural, sí, pero no al modo de Suiza.

Por tanto, incluso admitiendo que la idea nacional española ha sufrido avatares muy notables y padecimientos –especialmente durante el siglo XX- con pocos paralelismos en otros lugares de Europa, afirmar que España es una nación fracasada o que España no ha sido capaz de crear españoles es ir, quizá, demasiado lejos. Sigue siendo más ajustado decir que existen sectores de  la población –que incluso pueden ser mayoritarios en sus respectivas regiones, concentrados, de hecho, en el País Vasco y en Cataluña- que, efectivamente, no reconocen en España más que un estado. Dicho de otro modo, una cosa es reconocer que los nacionalismos periféricos existen y ocupan un espacio político significativo –lo cual tendrá las consecuencias que haya de tener y se puede, desde cierto punto de vista, interpretar como un fracaso parcial del proceso de nacionalización- y otra bien diferente decretar la inexistencia de España como nación y su pleno fracaso histórico.

Mi segunda objeción a la tesis de Riquer tiene que ver con su carácter antihistórico. Apoyándose en ilustres pensadores, incluido Ortega –que hablaba mucho, ya se sabe- Riquer sostiene que no es que España no sea una nación sino que no ha llegado a serlo, esto es, que no lo ha sido nunca o que ha sido permanentemente una nación in fieri. Y esto es muy cuestionable. Si lo que se quiere decir es que el problema catalán y vasco existen desde hace mucho tiempo, parece necesario concordar, si bien tampoco es del todo ajustado decir que han estado ahí “siempre” y siempre con la misma virulencia. La tesis de Riquer, ahora, no solo no suena extraña, sino que no será difícil, ya digo, que suscite simpatías –en Cataluña y fuera-; es probable que haya muchos españoles que, enfrentados con la cuestión de si la suya es una nación, alberguen dudas intelectuales honestas. La misma tesis, en 1980, hubiera sido probablemente descartada de plano o, por lo menos, hubiera sido tenida por exótica. Con los apellidos que se quiera, la idea de España como nación no hubiera sido, en esa época, tenida por problemática en la medida que lo es hoy.

Y es que, y he ahí base de mi segunda objeción a la tesis de Riquer, es posible que España adoleciera de un endeble proceso de construcción nacional, pero es incuestionable que, como pocos países Europeos, vive un proceso de patente des-nacionalización, al menos en algunas de sus regiones, e incluso puede decirse que en todas, por la vía de la absoluta pasividad. No me atrevo a afirmar que una nacionalidad deba construirse, lo que es cierto es que en España no se construye, al menos por lo que hace a la nación española, sí ciertamente en lo que toca a los nacionalismos periféricos. Por razones que tienen que ver con el proceso de descentralización, pero no solo con este –tienen tanto, o más, que ver con los traumas patrios y, muy especialmente, con el rol de la izquierda en la pedagogía política- España no se halla, en cuanto a su construcción nacional, en su estado más pleno, sino que ha desandado camino. Por la vía, ya digo, del ataque y la falta de defensa.

Es difícil hablar de fracaso en la consecución de lo que no se busca. La ausencia de una realidad nacional española no es, como Riquer parece querer sugerir, un hecho histórico patente, del que solo cabe tomar razón, sino una tesis polémica, interesada y conscientemente introducida en el debate por los nacionalismos periféricos que, como es obvio, no se comportan respecto a ella como observadores neutrales. No, no estamos ante un hecho incontrovertible y admitido por nuestras mejores cabezas, sino ante una verdadera petición de principio.

lunes, 13 de octubre de 2014

MIENTRAS ESPERAMOS NUEVAS ÉLITES


Este fin de semana, en parte al socaire de la fiesta nacional, ha sido pródigo en reflexiones “en tono noventayochista o del catorce”. Reflexiones un punto desesperadas o, cuanto menos, un punto pesimistas acerca de este país y su destino inmediato. Y, ciertamente, el momento no invita al optimismo. Contra el panorama de fondo que forman la amenaza de recesión que viene de Europa y el sempiterno problema catalán se juntan la crisis del ébola –la propia desdicha de que el virus anide entre nosotros y, cómo no, la consabida exhibición de mal gusto de nuestra infame clase política- y la mierda que rebosa del pozo sin fondo de las cajas de ahorros. Hay autores que nos aperciben de que el pesimismo no es buena receta para nada y que caer en la desesperación no conduce a ningún sitio. Hay quien nos recuerda que este país puede ser como Dinamarca, si queremos. Es posible, pero hoy por hoy se aprecia una notoria carestía de daneses por estos andurriales. Y fabricar daneses lleva años. Todos estamos razonablemente de acuerdo en que el cambio que este país necesita solo puede operarse a través de una reforma profunda de la educación –la educación en sentido lato, no meramente la política escolar, que también- y un cambio de valores y prioridades. El problema es que a nadie se le oculta que esas cosas llevan años.

¿Cómo solucionar en un plazo relativamente corto nuestro problema más acuciante que es el de la falta de élites? La respuesta, claro, es de ninguna manera. Este país no puede generar de la noche a la mañana la aristocracia ciudadana y de mérito que le viene faltando desde que gobernaban los Austrias mayores. No podemos, de un día para otro, recuperar los años perdidos. Es probable que algo mejore con el cambio generacional –con el propio aire de novedad- pero tampoco es conveniente hacerse demasiadas ilusiones. Una cosa es que las nuevas generaciones estén técnicamente mejor preparadas para muchas cosas y otra bien diferente que hayan, que hayamos, asumido enteramente otros paradigmas.

Cabe, eso sí, algún paliativo. Algo se puede hacer para limitar el deterioro institucional, si se quiere. Ciertamente, las técnicas organizativas no pueden suplir enteramente las carencias de un sustrato de valores, como ha quedado bien acreditado en estos años en los que la importación de patrones foráneos, como la proliferación de administraciones presuntamente independientes, ha resultado inútil, pero algo pueden ayudar. El nudo gordiano de la crisis institucional española se encuentra en los partidos políticos y ello por dos motivos: porque su propia organización interna es defectuosa y porque ocupan mucho más espacio del que les corresponde. En ambos aspectos se puede progresar significativamente.

Las líneas que habría de seguir una reforma del sistema de partidos ya han sido expuestas reiteradamente. Es necesario democratizar su funcionamiento, por una parte y hacer transparente su financiación, por otra. “Democratizar” los partidos no equivale necesariamente a hacer obligatorias las elecciones primarias para proveer los principales cargos –tampoco aquí democracia equivale a votar, lisa y llanamente- sino a que, realmente, las estructuras sean permeables, hacia dentro y hacia fuera. Existan o no elecciones primarias, no parece razonable, por ejemplo, que se pueda imponer a la presentación de candidaturas a los cargos orgánicos el requisito de obtener un número de avales o apoyos previos inasequible a quien no controla los propios recursos organizativos. Entre el asamblearismo y la organización cerrada al más puro estilo del partido comunista soviético existe una amplia gama de grises. En la cuestión financiera tampoco hay demasiado lugar a equívocos: admisibilidad de distintas fuentes –con predominio de las privadas en detrimento progresivo de las públicas, que solo deberían cubrir mínimos-, riguroso control –probablemente a cargo de un órgano distinto del inútil Tribunal de Cuentas actual, quizá incardinado en el poder judicial- y, por supuesto, severísimas sanciones a la transgresión.

Más importante, empero, es lo segundo: toda vez que es un poco infantil esperar milagros de unas organizaciones que, como todas, tienden a expandirse y perpetuarse, lo inteligente es disminuir el volumen de influencia de los partidos en la vida española. Por una serie de razones, en parte imputables a ellos mismos y en parte imputables a la bisoñez de una sociedad poco hecha a la vida en democracia, los partidos políticos en España han pasado con mucho la frontera en su función de mediadores entre sociedad y estado para devenir estado tout court. El estado es, hoy, un estado de partidos, una suerte de estado corporativo. No hay tal íter estado-partidos-sociedad, puesto que los dos primeros términos son, de hecho, uno. Y esto, incluso en el seno de una sociedad que propende poco al asociacionismo y, en general, carece de un sistema sólido de generación de élites como la española es mejorable.

En primera instancia, por supuesto, mediante la reforma del sistema electoral. Por supuesto que no cabe esperar, tampoco, milagros de esto. Con toda probabilidad, los mismos partidos que hoy señorean el sistema de listas cerradas y bloqueadas por provincias dominarían ampliamente cualquier otro, sencillamente por la falta de alternativas. Pero un sistema de distritos uninominales –por tanto, mayoritario por naturaleza- cabalmente definido ofrece un hueco para los “errores”, para que se cuelen propuestas alternativas y, sobre todo, para romper el mandato imperativo: el diputado deberá siempre responder ante sus electores, que no serán muchos. Una campaña ceñida a un pequeño distrito –a un conjunto de pueblos en una provincia rural o incluso a  menos que un barrio en Madrid o Barcelona- ofrece cierta igualdad de armas. Por supuesto que, fuera del control de los partidos políticos tradicionales, anidan también el populismo y la irracionalidad –que no son desconocidos dentro de estos- pero merece la pena correr el riesgo. ¿Cuántos ciudadanos respetables y con ganas de trabajar por el común presentarían sus candidaturas a través de un sistema que no exigiera pasar por las horcas caudinas del sistema de partidos? No sé, quizá no muchos, pero se podría ver.

En segundo lugar, es preciso reforzar la división de poderes en sentido amplio. El actual Consejo General del Poder Judicial debería ser eliminado de la faz de la tierra por irreformable y sustituido por un órgano con capacidades limitadas: los jueces no deben ser gobernados sino administrados. Los órganos directivos de las administraciones independientes de cariz técnico, suponiendo que deban existir y ser algo más que simples departamentos desconcentrados –algo no probado en la mayoría de los casos, dado que no proveen, la mayoría de las veces, ninguna ventaja apreciable respecto a estructuras más tradicionales- deben proveerse a través de sistemas de filtrado de candidatos,  de modo que la elección de los órganos políticos se limite a lo ya aceptable. Eso incluye, por supuesto, a los tribunales Constitucional y de Cuentas.

Y, en fin, es necesario, sencillamente, reducir el ámbito de lo político entendido como sinónimo de lo “público”. El sector público debe reducir sustancialmente su tamaño y debe devolverse, por tanto, a la sociedad y al mercado la capacidad de decisión sobre un gran número de materias hoy intervenidas. No podemos, quizá, asegurar el buen funcionamiento de partidos y administraciones, pero sí podemos disminuir el ámbito de lo que se somete a su control.

La pregunta vuelve a ser, claro, quién le pone el cascabel al gato. Perdida la ocasión de la gran crisis –las crisis son también oportunidades- va a ser muy difícil que la iniciativa surja del propio Leviatán. Pero no nos engañemos, esto sí podría hacerse y hacerse rápido… mientras esperamos el advenimiento de esas élites sanamente patriotas, cultas y formadas, dispuestas a cambiar este país de una vez y para siempre.

lunes, 6 de octubre de 2014

CAJAMADRID Y EL CALLEJÓN DEL GATO


El escándalo de las tarjetas de Cajamadrid, con todo lo que tiene de soez, de bajuno, de cutre, me ha llevado a pensar, miren ustedes, en el Retrato de Dorian Gray. Ya se sabe, Dorian Gray, joven y apuesto, se daba a la vida muelle, sin freno moral alguno, en la confianza de que un retrato que tenía en un desván reflejaba los estragos que, en su persona, debería haber causado tanta inmundicia. Cuando, al cabo de los años, descubre el retrato, la visión solo puede inspirar asco. A la sociedad española puede haberle ocurrido algo parecido. La exhibición de impudicia y la explosión de incompetencia del desastre de las cajas de ahorros han sido algo así como abrir el desván para destapar el retrato que reflejaba los vicios de una sociedad que, anestesiada por el bienestar endeble, adicta a la droga de la deuda y la inflación de activos se comportó como un Dorian Gray colectivo. El retrato siempre estuvo ahí, pero no lo mirábamos. Viéndolo ahora, produce repugnancia.

Sí, esos directivos incompetentes, trincones, horteras son nuestra imagen devuelta por un espejo de los del Callejón del Gato. Son el producto de una sociedad carente de valores cívicos elementales, que desdeña el mérito como fundamento del éxito, una sociedad de nuevos ricos que, al cabo, mide ese éxito casi exclusivamente en dinero. Una sociedad que, a fuerza de odiar el concepto de élite y pervertirlo, termina gobernada por sus heces. Según dicen, había hasta ochenta y seis ejecutivos y altos cargos agraciados con las dichosas tarjetitas, de diversos credos y obediencias políticas y sindicales, de diversa formación y ocupación… y solo tres dejaron de hacer uso de la prebenda, en la más que razonable convicción de que ahí debía haber gato encerrado. ¿No es eso un maravilloso retrato de la sociedad española? Tres, solo tres personas de más de ochenta se comportaron conforme prescribe una ética de la responsabilidad. Y es probable que fueran tenidos por los tontos del grupo. Curiosa unanimidad, ¿verdad? Ya digo, sin distinción de ideologías.

Hagan la prueba: repartan tarjetas al azar por la calle, entre sus amigos y conocidos. No se limiten a gente presumiblemente ignorante, si quieren. Repártanlas entre quienes, a su juicio, tengan perfecto entendimiento de qué es eso, de qué se trata y de qué impactos fiscales tiene o debería tener –así se aproximarán, sobre poco más o menos, a la composición del consejo de Cajamadrid que, además de varios economistas de relumbrón, albergaba especialistas en fiscalidad, incluido algún secretario de Estado de Hacienda-. Y díganles a los agraciados que, además de gratuita, la cosa es opaca, que disfrutan de impunidad absoluta. Y, sobre todo, no lo olviden, por si alguno les pone algún reparo moral –que hay gente rarita- subrayen que “todo el mundo lo hace”, hagan que quien ande con remilgos, quien siga percibiendo que la ley tiene un valor en sí, quien se quede incómodo porque, en el fondo, crea que estas cosas son siempre pan para hoy y hambre para mañana se sienta un estulto de marca mayor, profundamente gilipollas, el hazmerreír de sus amigos. ¿Cuánta gente se resistiría? Si salen tres de cada ochenta, ya vamos bien. 

Pensarán ustedes que es así aquí y en todas partes. Que, al fin y al cabo, si se está en la confianza de que no habrá castigo, acaban tirando de la tarjeta españoles y noruegos. No sé, igual sí. Pero casualmente pasa aquí. Y es que, en efecto, parece Jauja. Somos incapaces de pensar en los tremendos costes que este free lunch aparente lleva consigo. Tendemos a pensar que un país es corrupto cuando mucha gente mete la mano en la caja, tendemos a pensar en la corrupción en su dimensión, llamémosle, criminal; pero la cara más preocupante de la corrupción es la institucional. Un país es corrupto cuando en ese país las cosas no suceden conforme a las reglas establecidas sino a otras diferentes, oficiosas, no escritas pero igualmente conocidas de todos. Un país es corrupto cuando la primera pregunta ante un empeño cualquiera es “aquí con quién hay que hablar”. Es decir, cuando se parte de que las cosas no son como el manual dicen que son. Un país es corrupto cuando proliferan los sobreentendidos, como, por ejemplo, que la retribución de un consejero en un consejo mollar no se limita a las dietas ni a otros conceptos que conoce el accionista. Un país es corrupto cuando “listo” e “inteligente” no son sinónimos. Alguien –Norberto Bobbio, quizá, me falla la memoria- dijo alguna vez que la democracia es el régimen político en el que el ámbito de lo secreto se reduce al mínimo. También podríamos definirlo como el régimen político en el que, en mayor medida, las cosas ocurren de modo previsible conforme a pautas aprobadas públicamente. Es otro modo de decir que la democracia es, más que otros regímenes, transparente. Y cuanto más transparente es una democracia, más calidad tiene.

Resulta absurdo, para la mayoría, aceptar un estado de corrupción solo por la expectativa de que algún día nos beneficiaremos de una pequeña corruptela. El placer de sentirnos por un rato más listos que los demás, de pertenecer por un momento al grupo de “los enterados”, los que “saben”, los que entienden cómo hay que hacer las cosas “de verdad” oculta la trágica verdad de que la mayor parte del tiempo la inmensa mayoría estaremos siempre en el campo de los que pierden. El pequeño y malévolo placer de aparcar en doble fila, de ser tú el que dice eso de “son cinco minutos” oculta que, estadísticamente, tienes muchas más probabilidades de ser el que se quede encerrado.

 La impúdica exhibición que vivimos estos días debería poner de manifiesto que no, que no hemos sido “listos”. Antes al contrario, somos un pueblo muy estúpido. Un pueblo tan estúpido que acepta el deterioro profundo de sus instituciones, una realidad cierta, a cambio de ¿qué? ¿De colarnos algún día en una fila?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 4 de octubre de 2014

LA COMMONWEALTH IBÉRICA, DESPUÉS.


Dos de nuestras mejores cabezas actualizan un viejo debate. Al modo de Ortega y Azaña –decidan ustedes cuál es cuál- Luis Garicano (aquí) y Javier Gomá (aquí) debaten sobre el sempiterno tema de Cataluña. Nadie discute que la respuesta de Rajoy al desafío de Mas y compañía ha sido la única posible. El presidente tenía poca elección, porque las leyes, en tanto no sean cambiadas, han de ser cumplidas. Pero hay un día después y ese día, como el dinosaurio de Monterroso, como siempre, Cataluña sigue ahí. Donde siempre estuvo, claro.

A partir de aquí es donde Garicano y Gomá comienzan a discrepar. El primero está por intentar buscar el famoso “encaje”, por dar los pasos que hagan a Cataluña y a los catalanes más cómoda la vida en España. Algo que pasa, supongo y si entiendo bien al profesor de la LSE, por profundizar en el autogobierno y, en buena medida, por una profundización en el reconocimiento simbólico, por modificar el estatus de Cataluña, su cultura, su lengua y sus instituciones. En fin, lean a Garicano que siempre merece la pena y el resumen no le hará justicia. Gomá disiente. No porque mantenga posturas esencialistas o porque crea que las propuestas de Garicano sean indeseables en sí –leamos también a Gomá, por supuesto- sino porque se barrunta que lo que, en suma, sería una profundización en la descentralización del estado, ya hasta extremos que amenazan su integridad y su utilidad, una vez más, no resolvería el problema sino que, simplemente, nos abocaría a un episodio más de un proceso que venimos viviendo desde la Transición. Cataluña no alcanzaría su independencia de derecho –dependiendo del carácter más o menos confederal del estado que diseñáramos, incluso podría alcanzarla de hecho o casi, al modo del País Vasco- en este envite pero sí en el siguiente. Gomá se plantea, con buen criterio que si Cataluña ha de ser independiente, igual es mejor que zanjemos el debate ahora.

Creo que convengo con Gomá y, muy modestamente, creo que así lo expuse (aquí) hace ya más de un año. Por supuesto que no me apetece nada ver roto este país ni creo que, al menos a corto plazo, esa ruptura sea un buen negocio para nadie. La independencia de Cataluña, de ser, será un trauma descomunal. Pero no es el peor de los escenarios posibles, al menos para quienes no mantenemos una concepción esencialista de la unidad de España como estado. Dos palabras de explicación: creo firmemente que España es una nación y creo que eso no contradice que, en su seno, puedan existir grupos humanos que se conciban a sí mismos también como naciones –yo mismo tampoco tendría problema en admitir, más bien todo lo contrario, que Cataluña cuenta con atributos de nación y en absoluto me parece polémico concederle ese calificativo-; no lo contradice, y tampoco descubro nada, porque en términos políticos y culturales el concepto “nación” carece de la univocidad que tiene en el campo del Derecho (constitucionalmente no hay más nación que el constituyente, la nación es sinónimo del pueblo soberano). Pero no creo, como hacen los nacionalistas, en la relación de necesidad que liga nación a estado. Por tanto, estoy perfectamente dispuesto a admitir que la nación española podrá dotarse en cada momento de distintos instrumentos jurídico-políticos para organizarse. “España” deberá ser, en cada momento, la estructura que mejor sirva a los españoles porque no tiene otra razón de ser.

Durante los últimos quinientos años, los españoles –a ratos, los ibéricos- hemos contado con una estructura unitaria. Y, con sus luces y sus sombras, esa estructura jamás ha funcionado tan bien, en términos absolutos en comparación histórica, como lo hace ahora. Ello no es incompatible con que el estado español necesite una profunda reforma, algo que es indudable, y esa reforma, con toda probabilidad, no pasa por una mayor descentralización o, al menos, no de una descentralización como se ha venido practicando aquí durante treinta años. Es verdad que recentralizar y racionalizar no son sinónimos. Hay estados descentralizados eficientes y hay estados unitarios mastodónticos e ineficaces. Al menos, deberíamos poder debatirlo. Y la cuestión catalana condiciona fuertemente ese debate, impele una necesidad que prejuzga la solución: solo hay una salida, que es, parece hacia un mayor relajamiento de los vínculos. La solución catalana puede no ser solución para los demás. Y entonces es posible que la mejor solución sea ninguna solución, sino cambiar definitivamente el esquema. Si Cataluña y el resto de España discrepan radicalmente en cuanto a cómo organizar el estado común, sí, puede que lo mejor sea que no exista ese estado común. Al día siguiente, no hay cuidado, tan españoles seguiremos siendo unos como otros (habrá quien quiera ver en esto un estigma, dejémoslo en aviso a navegantes).

Dejando de lado el escenario quizá más probable, que es la inacción o el dejar que las cosas sigan su curso a golpe de encuesta y recurso, como es propio de este gobierno de contables y abogados (del Estado, por más seña), si Rajoy ofrece algo el día después –que es hoy- ese algo, de forma más o menos rácana, seguirá, probablemente, la vía de Garicano: una profundización en el autogobierno de Cataluña sin nada a cambio excepto, claro, el aparcamiento, que veremos si es posible, no de la reivindicación, sino de su ostentación permanente. Está por ver si con pasos en el orden simbólico o no. Lo más probable, pues, es que vivamos una reedición del esquema de transacción tantas veces vivido. Los esencialistas deberían mirar estas cosas con preocupación porque la independencia de Cataluña, tan temida, no se evita, solo se aplaza.

La única transacción posible es aquella que pueda parar el proceso de erosión continua de los vínculos entre los catalanes y el resto de los españoles –como caso más grave de la erosión de los vínculos de los españoles entre sí, en general-. Lo único que asegurará la permanencia de Cataluña en España es que se detenga el proceso de belgización de nuestro país, que se detenga el proceso de reducción del carácter nacional español a un elemento superfluo. Entiéndaseme bien, no estoy abogando por vueltas a épocas pretéritas ni por la formación de ninguna clase de espíritu nacional –y cuando digo ninguno es ninguno-, sino porque la españolidad de los catalanes mantenga un mínimo carácter sustantivo que está perdiendo a marchas forzadas. “Españolidad” no es, o no debe ser, sinónimo de castellanidad, por supuesto. A menudo los catalanes dicen que nada tienen ni contra España ni contra los españoles, y es cierto, por supuesto, al menos en la mayor parte de los casos. Y que viven su condición de españoles con normalidad. Esto es menos cierto, probablemente, porque esa condición se está reduciendo a la irrelevancia. El plano simbólico se erige en esencial.

Una reforma constitucional –el único proceso que puede dar traducción jurídica a lo que venimos comentando en el plano político- es volver a barajar. Si hemos de reformar la constitución, será porque el consenso que sustentaba el viejo texto ha variado. ¿Hemos de abordar la cuestión de cómo encaja Cataluña en España para los próximos años o, más en general, podemos abordar la cuestión de la España que queremos todos? ¿Desde qué parámetros se ha de abordar esa reforma? Más concretamente, ¿qué concesiones está dispuesta a hacer Cataluña? Si la respuesta es ninguna o solo, precisamente, aceptar la existencia de España, es mejor que pasemos directamente a otra cosa, porque eso empieza a parecerse maliciosamente a aquellos planes árabes de paz que, a cambio de concesiones por parte israelí, ofrecían el reconocimiento del estado de Israel –es decir, como colofón de la negociación se ofrecía, nada más y nada menos, reconocer que la otra parte existía-. Aparte de un límite necesario –que el estado resultante sea viable y financiable- existe un límite simbólico: el estado no puede, no debe reducirse a la irrelevancia. ¿Está Cataluña dispuesta a ello? La belgización no es una solución, sino una ficción de solución. Bélgica existe porque existe Bruselas, pero no hay aquí ninguna Bruselas que justifique un absurdo semejante.

El coste de la permanencia de Cataluña en España no puede ser ni la inviabilización de España como estado ni si desaparición fáctica o su reducción a un trampantojo, que elegantemente podemos llamar confederal. Simplemente, porque es absurdo. Y si Cataluña ha de ser independiente, que lo sea. Y si ha de haber una commonwealth ibérica ya lo hablaremos luego.

domingo, 21 de septiembre de 2014

NO, ESCOCIA NO ES UN EJEMPLO

El triunfo del “no” en Escocia ha salvado a David Cameron, probablemente, de pasar a la historia como el más torpe de los primeros ministros del Reino Unido. “Torpe” en realidad, es de lo más leve que se ha oído sobre él en estos días. Hay quien también lo ha motejado de “irresponsable”, “nefasto” y un largo etcétera de lindezas. Ha salvado los muebles, si por salvar los muebles entendemos que el Reino Unido seguirá siendo, al menos en el ámbito del Derecho internacional y por un tiempo, el mismo estado que nos enseñaron en la EGB, pero incluso habiendo evitado in extremis el peor de los resultados –según cierto punto de vista, claro- no va a poder eludir entrar en el jardín de una reforma constitucional sin precedentes: deberá hacer honor a su promesa de dar más poderes a Escocia, sin duda, pero ello llevará consigo, probablemente, la necesidad de acometer una descentralización de mayor alcance, incluyendo, por cierto, a la propia Inglaterra. Y no es que esto sea bueno o malo en sí, sino que nadie se lo pedía, según algunos. Él solito se ha metido en el charco. De ahí lo de su torpeza.

Existe, no obstante, también la tesis contraria. David Cameron es el campeón de la democracia y el proceso por él auspiciado es un verdadero ejemplo. Harían bien otros –y no miramos a nadie- en tomar nota. Cameron no ha intentado poner puertas al campo y, sobre todo, ha dado voz a los que la pedían (no sé si es del todo cierto que la pedían, pero bueno). Ha podido cometer ciertos errores, sí, pero son de conducción del proceso, es decir, en tanto que parte interesada en promover el “no”. Nadie discute que, como demócrata, estaba obligado a afrontar el problema político que, según ciertas lecturas, planteaba el aval mayoritario a un partido independentista en las elecciones escocesas pero, como primer ministro del Reino Unido, estaba también obligado a intentar evitar la secesión de Escocia promoviendo el voto negativo e inhibiendo el avance del “sí”. Sus yerros, en todo caso, se centraron en lo segundo. Así vistas las cosas, Cameron vendría a ser, como también se ha dicho, el anti-Rajoy. El presidente del gobierno español, bien es cierto que amparado por un marco jurídico distinto y sacando mucho provecho de torpezas ajenas, está gestionando bien –o como puede- el envite de la consulta catalana, pero aún no sabemos qué opina del problema de fondo, más allá de lo obvio, y si tiene alguna propuesta que hacer. Confiamos en enterarnos el diez de noviembre, a más tardar.

En mi personal opinión, Cameron no pretendió, en ningún momento, blasonar de demócrata. Su convocatoria de un referéndum fue una jugada, táctica y de alto riesgo para conjurar una amenaza, la del secesionismo escocés, que se veía, en su momento, como domeñable sin mayores esfuerzos. A la vista está que no ha sido así, en buena medida porque, lanzado el órdago, no se ha tratado la amenaza como suficientemente creíble, durmiéndose en los laureles. Cameron deberá ahora afrontar la cuestión, más compleja y profunda del gobierno del Reino Unido en su conjunto. Escocia no ha roto su unión con los otros países que conforman el Reino, pero sí puede haber inducido una revolución que cambie los marcos mentales en los que se viene desenvolviendo la política británica desde mediados de los ochenta. Veremos en qué acaba esto.

Lo bueno es que sí, habrá debate y, ahora sí, será verdaderamente democrático. Todo el Reino Unido, a través de sus instituciones, participará de la reforma, que puede llevar muy lejos, sin pasar necesariamente por el despropósito.

Todos, incluso quienes parten de la convicción de que el proceso escocés no se podría reproducir en España –en realidad, no se podría reproducir en casi ningún sitio porque el corsé de una constitución escrita lo impediría- parecen alabar, como siempre, el hecho de que se vote. Votar como “fiesta de la democracia”, ya se sabe. Supongo que el que haya salido “no” ayuda a congraciarse con la idea. ¿Alguien se ha parado a pensar qué hubiera ocurrido de haber salido “sí” con inversión de las proporciones? Conforme al plan diseñado por Cameron y su malhadada pregunta, el Reino Unido hubiera saltado por los aires… por decisión favorable del 55 % de los escoceses. Ingleses, galeses y norirlandeses habrían visto desaparecer como tal el estado en el, hoy por hoy, articulan su convivencia y a través del cual participan en las relaciones internacionales institucionalizadas sin haber podido, por supuesto, decir una palabra o, como mucho, habiendo podido participar en la decisión del cómo se hace.

¿Es eso, realmente, “democrático”? Solo, me temo, desde la concepción decimonónica de la vida propia de los nacionalismos. Desde su idea de que una “nación” por el hecho de existir, tiene un derecho inalienable a decidir su destino, de orden prejurídico y prepolítico. Un derecho frente al que no puede erigirse en obstáculo, por lo visto, una concepción moderna de estado y ciudadanía. Sé que es muy impertinente dar lecciones de democracia a los británicos, pero sorprende que este tipo de planteamientos hayan hecho fortuna en las Islas, con una cultura política poco proclive a los romanticismos y los infantilismos propios del nacionalismo. Es muy llamativa esta idea de que el Reino Unido “dé” la independencia a Escocia, como si Escocia fuera Zimbabue o Australia – hay quien ha subrayado que, al fin y al cabo, a lo largo de siglo y medio, son muchas las naciones que se han independizado del Reino Unido.

Los que ven en el referéndum escocés una “fiesta de la democracia” parecen negar toda realidad al Reino Unido como nación –ser británico es una cuestión administrativa, un corolario jurídico-formal de la condición de galés, inglés, escocés o irlandés- igual que aquí quienes no pueden resistirse al imperativo del “derecho a decidir”, en suma, lo que vienen a decir es que no hay más soberanía que la de esas naciones constitutivas, reales, que soportan el estado –España- como mero constructo formal. Carece de sentido, claro, así vistas las cosas, que un inglés pretenda tener voz en qué ha de sucederle a Escocia como nada pinta un castellano diciendo qué ha de ser de Cataluña o del País Vasco. Solo desde una perspectiva netamente nacionalista se puede entender lo sucedido en Escocia como una “fiesta de la democracia”. Quien crea en una nación de ciudadanos libres e iguales y en estados al servicio de estos –y no en vehículos de realización de vaporosos entes fantasmagóricos- no puede verlo así.

Por una vez, si se quiere, el Derecho español, marcando la vía necesaria, puede marcar también la correcta: ¿es posible que parte del territorio y parte de la ciudadanía se desgajen del común para formar un estado nuevo? Sí. Pero para ello es preciso reformar la constitución y buscar un marco jurídico que lo haga posible. En la conformación de ese marco jurídico deberá participar inexcusablemente el conjunto soberano, es decir, el mismo que dio carta de naturaleza al estado de cosas vigente.

Se ha dicho hasta la saciedad estos días de manifestaciones, algaradas y ceremonia de confusión: la democracia no consiste solo en votar. La única democracia realmente existente es la democracia liberal, la democracia de leyes y reglas. El “liberal” suele apocoparse, a veces interesadamente. Para unos, al ser la democracia por antonomasia sobran los adjetivos. Otros, por el contrario, soslayan el “liberal” para no hacer patente que tienen una concepción de la democracia que les emparenta con tradiciones de pensamiento con muy escaso pedigree en estos tiempos. No es extraño. Es la manipulación de lenguaje, incesante, lo que hace que vuelvan a presentarse una y otra vez, bajo nuevos ropajes, ideas muy viejas, muy gastadas y, por qué no decirlo, muy impresentables.

Escocia ha sido un ejemplo en muchas cosas. Un ejemplo de formas, para empezar. Y de nivel en el debate. El secesionismo escocés cuenta con muchos y muy buenos argumentos, con grandes objeciones al cómo se está gobernando el Reino Unido. Pero ello no cambia el fondo de la objeción: ¿qué derecho tienen los escoceses, solos, a disponer de un país que no les pertenece por entero? No vale, claro, la objeción de que ellos solo disponen de Escocia, porque esto nos lleva de nuevo al centro del debate: aun siendo consciente de que el Reino Unido es, en su formación, un agregado, salvo que el disponer de cuatro federaciones de fútbol y jugar por separado al rugby se considere determinante, es ya, hace mucho, un país único. La amalgama hace tiempo que está demasiado entremezclada como para que tenga sentido seguir hablando del “ser británico” como un fenómeno epidérmico. Con todos los respetos, pretender que trescientos años después, se puede revertir un proceso de integración paccionado como el de 1707 como si nada hubiera ocurrido, como si los derechos originarios de Escocia estuvieran ahí, intactos es un argumento digno del mejor Sabino Arana o propio de otras tradiciones intelectuales de parecido cariz. Y si el argumento es flojo en el propio Reino Unido, trasladado a España o a casi cualquier otro lugar, resulta infumable.

Y sí, Cameron es un torpe.

sábado, 6 de septiembre de 2014

LISTAS DE RÍOS


Casi un año sin darle a la tecla. Se hacía mucho… Propósitos para el nuevo curso: ser más constante.

La más curiosa de mis lecturas de verano ha sido The Revenge of Geography, de Robert Kaplan (creo que ya hay traducción española). Del libro ya se han publicado varias reseñas, elogiosas y creo que merecidas. También podría titularse “curso breve de geopolítica del hemisferio norte”, que es en lo que Kaplan se centra, soslayando África y, en buena medida, América del Sur. Interesantes, por cierto, algunas nociones como, precisamente, la descripción de América como, nítidamente, dos continentes y no uno solo. La frontera entre una y otra vendría a estar en el Orinoco.

A medida que iba leyendo y reencontrándome con nombres de accidentes, naturales o no, ríos, montañas, valles, mares, lagos, ciudades… algunos presentes y otros olvidados, no podía dejar de pensar en el manido tema de las “listas de ríos” al que ya me he referido otras veces. Las “listas de ríos” son, junto con la lista por antonomasia, la de los reyes godos, el epítome de esa educación inútil, memorística, caduca, la que nos incapacita para el progreso y soslaya las capacidades más necesarias en el mundo de hoy, por lo visto. Si hemos de creer a una de nuestras mejores cabezas, Luis Garicano (insiste mucho en ello, y con razón, en El Dilema de España, entre otros muchos escritos), sería mucho mejor invertir nuestro escaso tiempo en otras cosas. Vaya por delante que creo que generaciones y generaciones de estudiantes españoles comparten el criterio y jamás han llegado a entender por qué tuvieron que memorizar listas de nombres que olvidaban nada más salir de la escuela y que estaban, en todo caso, al alcance de cualquiera, no ya en la era de internet sino desde que se inventaron los atlas y las enciclopedias.

La obra de Kaplan viene a subrayar la importancia de la geografía, algo tan elemental como que el medio físico, sin ser determinante, es un factor esencial a  la hora de explicar por qué nuestro mundo es como es. Claro que, como decía desafiante Lawrence de Arabia (o hacían decir a Peter O’Toole), “nada está escrito” y claro que, en buena medida la historia del ser humano es, precisamente, la historia de la superación de las limitaciones impuestas por el medio, pero es absolutamente evidente no ya que hay hechos geográficos, como los climatológicos, que son impeditivos para la civilización o solo permiten existencias precarias sino que, muchas veces, detrás de eso que antaño se llamaba “el carácter de los pueblos” también hay realidades tangibles. Lo que hoy es Irak viene conociendo gobiernos despóticos desde que el mundo es mundo porque solo los gobiernos despóticos parecen capaces de mantener estructuras estables en una región que, por su propia configuración física, parece abocada al caos y la violencia permanentes. Léanse, en fin, las reflexiones de Kaplan y los autores a los que Kaplan cita sobre cómo es Rusia y cómo eso ha podido influir en cómo los rusos ven el mundo, algo de lo que, por cierto, para muestra, Ucrania ofrece un botón.

Es difícil seguir estas reflexiones si uno no tiene almacenadas en su memoria unas cuantas referencias. Puedes, sí, leer al tiempo que consultas internet o con un atlas delante, pero me reconocerán que es incómodo. Vaya por delante que pocas experiencias hay más fascinantes que la de viajar con el dedo por un atlas –salvo, quizá, la de saltar de voz en voz en una enciclopedia o en un diccionario- pero hay veces que no se puede recurrir a ello. Hay que poseer unas mínimas nociones de geografía para poder leer textos que hablen de cuestiones geográficas. Del mismo modo que se necesita disponer de una mínima idea sobre cuál es la secuencia cronológica de los eventos antes de ponerse a leer o a reflexionar sobre la historia. A menudo, las mismas personas que se muestran abiertamente contrarias a la “mera acumulación de conocimientos” parecen muy conformes con la idea de que antes de salir al campo de golf a disfrutar de ese bello deporte se debe, por lo visto, pasar mucho tiempo ensayando, hasta que el cuerpo se amolda a golpear la bola. Evidentemente, golpear una bola de golf desde un mismo lugar, en sí, es algo poco entretenido, pero todo el mundo entiende que es un paso necesario para llegar al fin buscado de jugar al golf, que es algo cualitativamente distinto, creo, de darle golpes a la bola –como jugar al fútbol es distinto de darle patadas garbosamente a un balón, aunque lo segundo sea condición necesaria para lo primero-.

Las “listas de ríos”, aparte de ser a la memoria lo que la gimnasia a los bíceps, tienen una función: contribuir a crear en el sujeto que las memoriza un universo referencial que también le es necesario a un individuo “culto”, entendiendo por tal un sujeto capaz de desenvolverse con soltura en el mundo que le rodea. La idea de que se va  la escuela, en todos sus niveles, para ser un individuo culto suena caduca. Hay, ciertamente, opiniones distintas acerca de para qué sirve un sistema educativo, especialmente en sus niveles inferiores. Pero parece que esta idea de la cultura está, para casi todos, olvidada en el desván. Por lo que leo y oigo están los que opinan que en la escuela no ha de enseñarse, en realidad, nada en absoluto y los que creen que se deben enseñar cosas, sí, pero prácticas. Convengo con estos últimos, pero no sé si estamos todos de acuerdo en qué ha de entenderse por “práctico”. Para la mayoría de los que creen que sí que hay que enseñar algo de algo, son prácticas la informática, el inglés y las matemáticas pero no las “listas de ríos”. Las “listas de ríos”, ya digo, son la quintaesencia de lo inútil.

Llevado al extremo, supongo que un currículo podría reducirse a tres materias: español e inglés (mejor dicho, saber leer y escribir en español e inglés), matemáticas y educación física. Quien sabe leer en inglés y sabe usar un ordenador –o un dispositivo portátil cualquiera- no necesita, en rigor, nada más. Y sin duda es un enfoque que no priva al joven curioso del placer de descubrir, pongamos, el Ebro. Y que, además, permite descubrir no una, sino muchas veces, que el Ebro tiene afluentes y alguien, vaya usted a saber quién, les dio nombre –eso se sabe a poco que se sea observador porque, cada vez que cruzas un río, te encuentras un cartel que te dice qué río es-.

No, no creo que las “listas de ríos” sean inútiles. Gracias a las “listas de ríos” se pueden leer y entender libros como el de Kaplan. Pero supongo que eso nos llevaría a otra pregunta, que es la de por qué o para qué hay que leer libros como ese. Esa es, en efecto, otra pregunta. Esa es, quizá, la verdadera pregunta.