viernes, 28 de noviembre de 2014

SOBRE EL USO DE "RÉGIMEN"


Tras consagrar un término tan resonante como “casta” para referirse a casi todo el mundo menos ellos, los amigos de Podemos empiezan a popularizar el uso, hasta ahora minoritario y siempre despectivo, de “régimen” para referirse al orden político sustentado en la Constitución del 78. “Régimen” es, sin duda, un vocablo lleno de resonancias. En sí, claro, no denota más que un conjunto de normas –desde la perspectiva jurídica- o un conjunto de instituciones y formas de hacer –desde la perspectiva política- y resulta un aceptable sinónimo de “sistema”. Las connotaciones, por supuesto, son muy diferentes y, ya digo, no positivas en contexto. Para los españoles de mi edad o mayores la palabra régimen casi siempre ha ido acompañada del calificativo “anterior”; siempre que se usaba “régimen” era para referirse al régimen por antonomasia: el surgido de las armas, el impuesto, el nacionalcatólico, el superado, el franquista.

Motejar el sistema constitucional del 78 de “régimen” equivale, por tanto, a deslegitimarlo, acercarlo, en el imaginario colectivo, a aquello tan rechazable. Por supuesto, el uso del término liga con otra idea, esta no exclusiva de Podemos sino bastante extendida en ámbitos de la izquierda, incluso la socialista: la de la Transición (con mayúscula, pues me refiero también a la transición por antonomasia) como transacción vergonzante. Fue Zapatero –el malhadado- quien empezó abiertamente a coquetear con esta idea tan peligrosa. No tanto con la noción de la Transición como pacto, que lo fue, sin duda, sino con la del carácter no virtuoso de ese pacto. La Transición es un pacto del que, hasta hace no mucho, se blasonaba. Podemos y compañía, por el contrario, hablan de ello como una suerte de error –por ser generosos- que hay que rectificar. El consenso, la negociación y, en fin, la no imposición de puntos de vista, antes elogiadas, se presentan ahora como algo sucio, como un esconder porquería inmunda bajo las alfombras.  Se nos dice, y no sin razón, que la corrupción que vivimos entronca con la falta de ruptura, que la plutocracia franquista se perpetuó entre nosotros porque la Transición y el régimen del 78 perpetuaron usos y costumbres. No se hizo la limpieza pertinente. Y claro que hay en eso algo, bastante de verdad. Se omiten, sin embargo, muchas cosas, y la media verdad se erige, como todas las medias verdades, en la más odiosa de las mentiras.

Personalmente, no obstante, el uso de la palabra “régimen” no me evoca tanto la imagen de un franquismo agonizante como de una monarquía moribunda. Sí, el vocabulario y las imágenes a las que uno se asoma estos días traen a la cabeza los estertores de la monarquía Alfonsina. El fin del régimen del turno, de la restauración. Si uno relee discursos de aquel tiempo  –amén de darse cuenta de cuánto ha perdido la oratoria patria- se topa de inmediato con esa idea transversal de “esto no da más de sí”. En efecto, había en España, por aquel entonces, un régimen político agotado, incapaz de evolucionar, sustentado en dos partidos turnistas que representaban un moderantismo inane, podridos de corrupción, trufados de caciquismo. Extramuros del sistema –denunciando, entonces, que era hora de terminar con el “régimen”- esperaban las grandes promesas de la época: la extrema derecha y la extrema izquierda. Opciones que, me permito recordarlo, hoy, desde la distancia y comprobada su capacidad criminógena, se nos antojan delirantes pero parecían entonces la verdadera solución, la verdadera alternativa a la “democracia burguesa” y encendían los corazones y los entusiasmos de la juventud de finales de los años 20 y los años 30 (no están tan lejos: hablo de nuestros abuelos).

Entonces también se hacían discursos grandilocuentes. Mucho. La moderación verbal no ha sido nunca una virtud española, ya se sabe. No nos sirve con la mera descripción de las cosas que, incluso cuando de por sí pinta un panorama horroroso, se nos hace siempre insuficiente. Ya decía Josep Pla –el buscador de adjetivos- que Azorín no escribía en castellano, aunque lo parecía, porque era insuficientemente barroco. Una realidad por sí poco agradable, convenientemente cargada de epítetos se vuelve apocalíptica. Y eso se nos da muy bien. Somos los reyes de la metáfora, como nos recuerda alguien hoy en El País, a propósito de Podemos –a falta de programa, metáforas-.

Era verdad que el “régimen de 1876” no daba más de sí. Pero había dado de sí, bastante. Se optó por juzgar el régimen por lo que no era, es cierto, pero se soslayó en todo momento lo que sí fue, y que la España de 1930 tenía poco que ver con la de 1876. Desde luego, se consiguió que la de 1940 fuera, en muchos aspectos, peor que la de mediados del siglo XIX. Arrastrados por el lenguaje grandilocuente, la querencia por las metáforas y otros vicios –quizá superados por el “espíritu del tiempo”, si es que tal cosa ha existido alguna vez-, los responsables políticos y los intelectuales de aquella hora fueron incapaces de transar, de poner en marcha un mecanismo para sacar al sistema de su esclerosis, salvando lo que tenía de bueno que, como mínimo, al menos en sus épocas mejores, incluía la exclusión del recurso a la violencia que caracterizó el siglo precedente.

La comparación que hago es en sí misma una exageración, soy consciente. El sistema del 78 está en profunda crisis, pero nada comparable al marasmo de los últimos días de Alfonso XIII. Pero la palabra “régimen” hace volar la mente a lo leído sobre aquellos días. La democracia española es aún joven. La modernidad española, también. Nuestra modernidad –pongamos que empiece convencionalmente tras la Guerra de la Independencia- se caracteriza por despeñarse en las encrucijadas. Por eso no presenta una línea de continuidad. La excepción, mal que pese a algunos, es, precisamente, el nacimiento del régimen del 78. Ahora estamos inmersos en una profunda crisis en la que, sí, por qué no decirlo, afloran algunos problemas irresueltos en aquellos días. Pero la circunstancia de que ciertos problemas quedaran sin resolver –simplemente se aplazaran- en 1978 no justifica impugnar el proceso entero.

 

sábado, 1 de noviembre de 2014

UNA PETICIÓN DE PRINCIPIO


A lo largo de esta semana se han publicado algunos artículos interesantes sobre la cuestión catalana, en particular, uno de Elisa de la Nuez y Javier Gomá (colaboradores habituales del excelente blog “Hay Derecho”) en el diario El Mundo (aquí), muy en la línea del que glosaba yo hace unos días, del propio Gomá en el citado blog, por cierto, en interesante polémica con Luis Garicano (mi propio artículo y el vínculo a los de Gomá y Garicano, aquí). También otro, del que no dispongo de copia electrónica, de Borja de Riquer en La Vanguardia del día 30 de octubre. Es este el que me interesa comentar hoy. Riquer recupera una tesis que no es novedosa, pero está bien traída y que él expone muy bien. En síntesis, y espero no traicionar al autor: el nacionalismo español tiende a interpretar la crisis territorial como una crisis de estado, e incluso está dispuesto a admitir, en ocasiones, que España es un estado fracasado o, por lo menos, un estado no tan exitoso como sus modelos –señaladamente, Francia, nuestro modelo por excelencia desde principios del siglo XVIII-, pero soslaya que, en realidad, el fracaso de España lo es como nación, cosa que no pugna sino más bien conlleva el fracaso del estado –al menos cuando la construcción de este parte del presupuesto (erróneo, al parecer) de que la nación existe- pero es algo distinto, probablemente más profundo y tanto vale decir que más grave. Solo desde el reconocimiento de esta realidad, quiero entender a Riquer, tendrá solución el problema territorial, si es que alguna vez tiene alguna.

La tesis de Riquer, ya digo, no es nueva y es, desde luego, intelectualmente atractiva. Vaya por delante que el concepto de nación es suficientemente equívoco como para que resulte muy difícil operar cabalmente con él –aquel que dijo que era un concepto “discutido y discutible” tenía tanta razón como escaso sentido de la oportunidad y el contexto- o, dicho de otro modo, permite sostener tesis aparentemente contradictorias, bastando a ello definiciones distintas. Cuando Riquer dice que España ha fracasado como nación, ¿a qué se refiere? Probablemente a que la idea de España no ha logrado concitar en torno a sí apegos sentimentales del tipo de los que sí despiertan las nociones de Francia, Alemania o, por lo visto –y de lo que se trata- Cataluña, por poner solo unos cuantos ejemplos. No se trata, imagino, de que una nación tenga que ser culturalmente homogénea. Suiza o la propia Alemania no lo son –tampoco lo es Italia- y nadie discute –quizá sí en el caso de Italia- que sus historias como naciones son historias de éxito.

España, según ciertas tesis, se asimilaría más a Bélgica o Yugoslavia. Sería un mero agregado, un estado y nada más. No hay españoles sino de pasaporte como nunca hubo casi ningún yugoslavo y es cuestionable que siga habiendo belgas. No se contempla la posibilidad de que los españoles sean como los suizos, en versión más pobre.

Hay que aceptar, por evidente, que, en efecto, España no está tan perfectamente acabada, desde cierto punto de vista, como puedan estarlo otras naciones de nuestro entorno. Pero no, esto no es Yugoslavia, creo, e intentaré explicar por qué.

España no es una mera construcción artificial porque, en su caso, el fracaso de la idea de nación ha sido parcial. Hay multitud de españoles que no conocen más nación que España o que, sin perjuicio de sus particularidades, viven su condición de españoles como no problemática y, desde luego, entienden que esa es una condición nacional. Eso es así no solo en la España puramente castellana o en la España central, sino también en múltiples zonas y regiones ajenas al núcleo de la castellanidad, incluidas, por supuesto, el País Vasco y Cataluña. En el caso particular de Cataluña hay, es innegable, amplias capas de población que no reconocen más condición nacional que la catalana, pero también sigue habiendo grupos muy numerosos de personas que, o bien se reconocen puramente españoles, o bien viven su españolidad, de modo no problemático, como corolario de su catalanidad (inciso: el problema del nacionalismo para aceptar la propia complejidad interna de sus territorios es también proverbial, pero esto es otro asunto). España es un país plural, sí, pero no al modo de Suiza.

Por tanto, incluso admitiendo que la idea nacional española ha sufrido avatares muy notables y padecimientos –especialmente durante el siglo XX- con pocos paralelismos en otros lugares de Europa, afirmar que España es una nación fracasada o que España no ha sido capaz de crear españoles es ir, quizá, demasiado lejos. Sigue siendo más ajustado decir que existen sectores de  la población –que incluso pueden ser mayoritarios en sus respectivas regiones, concentrados, de hecho, en el País Vasco y en Cataluña- que, efectivamente, no reconocen en España más que un estado. Dicho de otro modo, una cosa es reconocer que los nacionalismos periféricos existen y ocupan un espacio político significativo –lo cual tendrá las consecuencias que haya de tener y se puede, desde cierto punto de vista, interpretar como un fracaso parcial del proceso de nacionalización- y otra bien diferente decretar la inexistencia de España como nación y su pleno fracaso histórico.

Mi segunda objeción a la tesis de Riquer tiene que ver con su carácter antihistórico. Apoyándose en ilustres pensadores, incluido Ortega –que hablaba mucho, ya se sabe- Riquer sostiene que no es que España no sea una nación sino que no ha llegado a serlo, esto es, que no lo ha sido nunca o que ha sido permanentemente una nación in fieri. Y esto es muy cuestionable. Si lo que se quiere decir es que el problema catalán y vasco existen desde hace mucho tiempo, parece necesario concordar, si bien tampoco es del todo ajustado decir que han estado ahí “siempre” y siempre con la misma virulencia. La tesis de Riquer, ahora, no solo no suena extraña, sino que no será difícil, ya digo, que suscite simpatías –en Cataluña y fuera-; es probable que haya muchos españoles que, enfrentados con la cuestión de si la suya es una nación, alberguen dudas intelectuales honestas. La misma tesis, en 1980, hubiera sido probablemente descartada de plano o, por lo menos, hubiera sido tenida por exótica. Con los apellidos que se quiera, la idea de España como nación no hubiera sido, en esa época, tenida por problemática en la medida que lo es hoy.

Y es que, y he ahí base de mi segunda objeción a la tesis de Riquer, es posible que España adoleciera de un endeble proceso de construcción nacional, pero es incuestionable que, como pocos países Europeos, vive un proceso de patente des-nacionalización, al menos en algunas de sus regiones, e incluso puede decirse que en todas, por la vía de la absoluta pasividad. No me atrevo a afirmar que una nacionalidad deba construirse, lo que es cierto es que en España no se construye, al menos por lo que hace a la nación española, sí ciertamente en lo que toca a los nacionalismos periféricos. Por razones que tienen que ver con el proceso de descentralización, pero no solo con este –tienen tanto, o más, que ver con los traumas patrios y, muy especialmente, con el rol de la izquierda en la pedagogía política- España no se halla, en cuanto a su construcción nacional, en su estado más pleno, sino que ha desandado camino. Por la vía, ya digo, del ataque y la falta de defensa.

Es difícil hablar de fracaso en la consecución de lo que no se busca. La ausencia de una realidad nacional española no es, como Riquer parece querer sugerir, un hecho histórico patente, del que solo cabe tomar razón, sino una tesis polémica, interesada y conscientemente introducida en el debate por los nacionalismos periféricos que, como es obvio, no se comportan respecto a ella como observadores neutrales. No, no estamos ante un hecho incontrovertible y admitido por nuestras mejores cabezas, sino ante una verdadera petición de principio.