Tras consagrar un término tan resonante como “casta”
para referirse a casi todo el mundo menos ellos, los amigos de Podemos empiezan
a popularizar el uso, hasta ahora minoritario y siempre despectivo, de “régimen”
para referirse al orden político sustentado en la Constitución del 78. “Régimen”
es, sin duda, un vocablo lleno de resonancias. En sí, claro, no denota más que
un conjunto de normas –desde la perspectiva jurídica- o un conjunto de instituciones
y formas de hacer –desde la perspectiva política- y resulta un aceptable
sinónimo de “sistema”. Las connotaciones, por supuesto, son muy diferentes y,
ya digo, no positivas en contexto. Para los españoles de mi edad o mayores la
palabra régimen casi siempre ha ido acompañada del calificativo “anterior”; siempre
que se usaba “régimen” era para referirse al régimen por antonomasia: el
surgido de las armas, el impuesto, el nacionalcatólico, el superado, el
franquista.
Motejar el sistema constitucional del 78 de “régimen”
equivale, por tanto, a deslegitimarlo, acercarlo, en el imaginario colectivo, a
aquello tan rechazable. Por supuesto, el uso del término liga con otra idea,
esta no exclusiva de Podemos sino bastante extendida en ámbitos de la
izquierda, incluso la socialista: la de la Transición (con mayúscula, pues me
refiero también a la transición por antonomasia) como transacción vergonzante.
Fue Zapatero –el malhadado- quien empezó abiertamente a coquetear con esta idea
tan peligrosa. No tanto con la noción de la Transición como pacto, que lo fue,
sin duda, sino con la del carácter no virtuoso de ese pacto. La Transición es
un pacto del que, hasta hace no mucho, se blasonaba. Podemos y compañía, por el
contrario, hablan de ello como una suerte de error –por ser generosos- que hay
que rectificar. El consenso, la negociación y, en fin, la no imposición de
puntos de vista, antes elogiadas, se presentan ahora como algo sucio, como un
esconder porquería inmunda bajo las alfombras. Se nos dice, y no sin razón, que la corrupción
que vivimos entronca con la falta de ruptura, que la plutocracia franquista se
perpetuó entre nosotros porque la Transición y el régimen del 78 perpetuaron
usos y costumbres. No se hizo la limpieza pertinente. Y claro que hay en eso
algo, bastante de verdad. Se omiten, sin embargo, muchas cosas, y la media
verdad se erige, como todas las medias verdades, en la más odiosa de las
mentiras.
Personalmente, no obstante, el uso de la
palabra “régimen” no me evoca tanto la imagen de un franquismo agonizante como
de una monarquía moribunda. Sí, el vocabulario y las imágenes a las que uno se
asoma estos días traen a la cabeza los estertores de la monarquía Alfonsina. El
fin del régimen del turno, de la restauración. Si uno relee discursos de aquel
tiempo –amén de darse cuenta de cuánto
ha perdido la oratoria patria- se topa de inmediato con esa idea transversal de
“esto no da más de sí”. En efecto, había en España, por aquel entonces, un
régimen político agotado, incapaz de evolucionar, sustentado en dos partidos
turnistas que representaban un moderantismo inane, podridos de corrupción,
trufados de caciquismo. Extramuros del sistema –denunciando, entonces, que era
hora de terminar con el “régimen”- esperaban las grandes promesas de la época:
la extrema derecha y la extrema izquierda. Opciones que, me permito recordarlo,
hoy, desde la distancia y comprobada su capacidad criminógena, se nos antojan
delirantes pero parecían entonces la verdadera solución, la verdadera
alternativa a la “democracia burguesa” y encendían los corazones y los
entusiasmos de la juventud de finales de los años 20 y los años 30 (no están
tan lejos: hablo de nuestros abuelos).
Entonces también se hacían discursos
grandilocuentes. Mucho. La moderación verbal no ha sido nunca una virtud
española, ya se sabe. No nos sirve con la mera descripción de las cosas que,
incluso cuando de por sí pinta un panorama horroroso, se nos hace siempre
insuficiente. Ya decía Josep Pla –el buscador de adjetivos- que Azorín no
escribía en castellano, aunque lo parecía, porque era insuficientemente
barroco. Una realidad por sí poco agradable, convenientemente cargada de
epítetos se vuelve apocalíptica. Y eso se nos da muy bien. Somos los reyes de
la metáfora, como nos recuerda alguien hoy en El País, a propósito de Podemos –a
falta de programa, metáforas-.
Era verdad que el “régimen de 1876” no daba
más de sí. Pero había dado de sí, bastante. Se optó por juzgar el régimen por
lo que no era, es cierto, pero se soslayó en todo momento lo que sí fue, y que
la España de 1930 tenía poco que ver con la de 1876. Desde luego, se consiguió
que la de 1940 fuera, en muchos aspectos, peor que la de mediados del siglo
XIX. Arrastrados por el lenguaje grandilocuente, la querencia por las metáforas
y otros vicios –quizá superados por el “espíritu del tiempo”, si es que tal
cosa ha existido alguna vez-, los responsables políticos y los intelectuales de
aquella hora fueron incapaces de transar, de poner en marcha un mecanismo para
sacar al sistema de su esclerosis, salvando lo que tenía de bueno que, como
mínimo, al menos en sus épocas mejores, incluía la exclusión del recurso a la
violencia que caracterizó el siglo precedente.
La comparación que hago es en sí misma una
exageración, soy consciente. El sistema del 78 está en profunda crisis, pero
nada comparable al marasmo de los últimos días de Alfonso XIII. Pero la palabra
“régimen” hace volar la mente a lo leído sobre aquellos días. La democracia
española es aún joven. La modernidad española, también. Nuestra modernidad –pongamos
que empiece convencionalmente tras la Guerra de la Independencia- se
caracteriza por despeñarse en las encrucijadas. Por eso no presenta una línea
de continuidad. La excepción, mal que pese a algunos, es, precisamente, el
nacimiento del régimen del 78. Ahora estamos inmersos en una profunda crisis en
la que, sí, por qué no decirlo, afloran algunos problemas irresueltos en
aquellos días. Pero la circunstancia de que ciertos problemas quedaran sin
resolver –simplemente se aplazaran- en 1978 no justifica impugnar el proceso entero.