martes, 30 de diciembre de 2014

ELOGIO DE AMAZON


Interesante entrevista en El País de hoy (aquí) con el escritor y editor italiano Roberto Calasso. Una idea muy interesante: la repugnancia por los intermediarios y su rechazo a lo que denomina la “ideología Amazon” (la “ideología” del “acceso”).

Es cierto que el mundo contemporáneo se caracteriza por un “rechazo al intermediario”. Normalmente, rechazo tanto más intenso cuanto más lejos está ese intermediario del proceso creativo. Tomando como arquetipo la relación entre escritor y lector, tradicionalmente el autor estaba separado del destinatario final de su trabajo por tres escalones sucesivos, dos necesarios y uno contingente: el editor, el crítico y el librero. Editor y librero solían ser ineludibles, el crítico menos, pero su labor era importante: la gente conocía de los libros por las críticas, por las reseñas, por las pre-lecturas que, se suponía, hacía gente con  criterio a la que cabía atribuir cierta autoridad. De todos ellos, sin duda, el editor estaba y está más cerca de la creación literaria de la que, si hace correctamente su función, puede decirse que es legítimamente copartícipe. El libro que llega a manos del lector es el libro editado, el libro tamizado por alguien que, si además de ser un empresario cultural ama los libros, habrá mejorado el producto original. El librero era, en fin, el poseedor no sé si de la llave del éxito del autor, pero sí de las llaves de lo accesible al lector. Solo se podía leer aquello que había en las librerías a las que uno tuviera acceso. Por eso, antaño, los viajes a las grandes ciudades o a las ciudades más grandes que la de uno, o más surtidas, tenían siempre un aire festivo para los bibliófilos: al salir de la ciudad propia se rompía el círculo de las limitaciones impuestas por el elenco de librerías disponibles. Si, además, el viaje era más allá de las fronteras propias, a ciudades importantes en países con lenguas ajenas, la emoción era incluso más intensa. Se partía con la certeza de que las maletas pesarían más a la vuelta y se volvía con el pesar de no tener más espacio para cargar.

Estos tres roles han corrido diversa suerte. No todos los intermediarios han sido objeto de rechazo en la misma medida. Sin duda, es el librero quien se ha visto más perjudicado por la “accesibilidad ubicua” que ofrecen los sitios en internet y las librerías on-line. ¿Debe esto valorarse como un progreso? Claro que nada puede sustituir, para el bibliófilo verdadero, el ceremonial de la visita a la librería, el estar físicamente entre libros, tenerlos en las manos, percibir el olor del papel y la tinta, echar horas con ellos y, por supuesto, el placer se redobla cuando la librería está atendida por un librero competente, capaz de prestar ayuda, conversar sobre libros y encontrar lo inencontrable. Pero no es menos cierto que las librerías físicas imponían la limitación a la que me acabo de referir y que el propio Calasso no deja de reconocer: restringían el universo de lo posible. Umberto Eco en su Cómo se hace una tesis doctoral asumía como doctorando-tipo un habitante de una ciudad no muy grande (de hecho, toma como modelo su Alessandria natal) y, por tanto, con acceso limitado a fuentes bibliográficas; Eco admitía, por tanto, que no era realista para quien no tuviera la fortuna de vivir en un gran centro cultural y no tuviera los medios para desplazarse acometer ciertas investigaciones: la elección del tema de la tesis, para empezar, tenía que acomodarse a los recursos disponibles. Incluso una ciudad grande como Madrid, capital de un país con una lengua universal, presentaba importantes limitaciones cuando se trataba de acceder a libros sobre ciertos temas y, sobre todo, en otras lenguas (no hablo de lenguas exóticas, me refiero a idiomas tan significativos como el italiano o el portugués – sin que tampoco se pueda decir que los recursos en inglés, francés o alemán fueran generosos).

Los Amazon y demás centros on-line han pulverizado esos límites. Es cierto que no han desaparecido del todo –quien desee adquirir libros antiguos, por ejemplo, seguirá experimentando dificultades, pero incluso estas se verán mermadas gracias al “acceso infinito” que proveen páginas especializadas. Las librerías on-line no solo nos permiten acceder a todo lo que se publica en nuestro propio idioma tanto o más ágilmente que cualquier librería física, sino que permite acceder con pareja rapidez a obras en todas las lenguas que uno sea capaz de leer, prescindiendo de la muleta de la traducción. Gracias a los Amazon de este mundo, es posible para un particular crearse una biblioteca multilingüe propia sin necesidad de viajar a los grandes centros de edición.

Y eso es positivo, creo. La visita a la librería seguirá siendo uno de los grandes placeres de la vida –no digamos ya si la librería es hermosa, surtida y está en una de esas ciudades a las que siempre se quiere volver- pero la necesidad primordial está atendida ahora por fuentes con muchas menos limitaciones. Supongo que sigue habiendo diferencias entre el estudiante de Alessandria y el de Turín, pero el universo de materias sobre las que el primero puede hacer hoy su tesis se ha ampliado considerablemente.

Afirma Calasso, no obstante, que “sin embargo, no he notado que se haya producido un particular desarrollo, jóvenes que escriban una tesis magnífica…” Y es, probablemente, cierto, pero esto apunta a otro problema diferente, ya subrayado por diversos autores: información y conocimiento no son la misma cosa. El hecho de que los libros sean más accesibles y que lo sean en múltiples soportes, por sí, no garantiza que se lea más ni que se lea mejor. Incluso puede ocurrir –y no es improbable que esté ocurriendo- que la calidad de nuestro conocimiento se degrade. Pero eso no debería obstar a la bondad de que la información sea accesible. Si la accesibilidad de la información no despliega los resultados apetecidos –y esperables, en principio- o incluso si resulta en mayores carencias de las que había, en un conocimiento más superficial, es cosa que deberá remediarse por otras vías, pero no restringiendo la accesibilidad en sí. La conclusión bien puede ser que la hiperaccesibilidad de la información no solo no convierte en inútiles a los intermediarios, a los mediadores culturales sino que, al contrario, los convierte en más necesarios que nunca solo que de otra forma. Precisamente porque tenemos acceso a fuentes virtualmente inagotables de datos necesitamos más ayuda para sacar provecho de ellos, más ayuda para explotarlos y ordenarlos. Como es posible leerlo todo, nos viene mejor que nunca que nos enseñen a leer correctamente, con sentido crítico.

No le pidamos a Amazon lo que no puede  ni pretende dar. Ya da bastante. Pone a nuestra disposición un caudal inagotable de recursos. Cumple perfectamente una función de intermediario creador de surtidos, quizá mejor de lo que nadie la ha cumplido nunca. A partir de ahí, ni sustituye al librero que vende mucho más que un libro –decir que un librero vende libros es tan banal como decir que el cocinero de un restaurante gastronómico vende alimentos- ni sustituye en sus funciones a los mediadores culturales. Si la oportunidad se pierde no es culpa de Amazon.

domingo, 28 de diciembre de 2014

OBJETIVOS REALISTAS: EL QUIJOTE DE REVERTE


Interesante, y contundente, la opinión de David Felipe Arranz (aquí) sobre la reciente edición del Quijote para jóvenes, patrocinada por la Academia, a cargo de Arturo Pérez-Reverte. El trabajo, presentado hace unos días y, creo, de mayoritaria aceptación, intenta acercar la obra de Cervantes a la juventud. No he leído la versión pero, según me pareció entender al propio Pérez-Reverte en alguna entrevista, en absoluto se trata de un  “Quijote corregido” sino más bien de un “Quijote abreviado”. No es que se haya adaptado el lenguaje cervantino –no más allá, supongo, de lo que se hace en otras ediciones contemporáneas- sino que se han suprimido buen número de pasajes interpolados, como los cuentos, que se apartan de lo que podemos considerar la acción principal: las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura y su sin par escudero.

A Arranz, esto le parece “una vergüenza”. En su opinión, el Quijote está escrito en un castellano –cervantino, nunca mejor dicho- perfectamente asequible y, por tanto, ejercicios como el del académico y novelista no hacen sino abundar en lo que, al fin y al cabo, no es más que una política que impulsa un retroceso cultural. Arranz une iniciativas como esta –lo que tilda de versiones “light”- al proceso de deterioro en la enseñanza de la literatura, en el que sería un hito la desaparición de las lecturas obligatorias. El Quijote tal cual hace ya mucho que no figura entre aquello que nuestros jóvenes escolares debían leer sí o sí, pero parece que otros clásicos han seguido la misma suerte. No sé si ocurre algo similar en otros países; me cuesta creer que un italiano pueda acabar la secundaria sin haber leído “Los Novios” pero, ciertamente, la exigencia del currículo francés de literatura ha bajado bastante, por lo que me dicen.

Conviene matizar que, según creo, no se acomete la adaptación del Quijote porque se considere difícil –que imagino que también- sino, sobre todo, porque los jóvenes lo encuentran, y los adultos lo corroboran, aburrido. Y quien dice el Quijote dice casi todo lo anterior a Harry Potter, me temo. No sé si la versión abreviada correrá mejor suerte, pero parece muy irrealista pretender que alguien con muy pocas o casi ninguna lectura a las espaldas, digamos a los quince años, acometa el Quijote con disfrute. A esa edad, si no se dispone ya de las herramientas de acceso a la cultura superior, concretadas en un hábito de lectura consolidado, dar el salto se antoja complejo.

Como se ha subrayado múltiples veces –la última, por Vargas Llosa en su Civilización del Espectáculo- el disfrute del arte y la cultura (y habría que empezar por matizar qué ha de entenderse por “disfrute”) que conforman el gran legado occidental requiere ciertas convenciones consolidadas de relación con la obra. El espectador, o lector, debe poner algo de su parte, algo que debe residir en su propio acervo y que se habrá adquirido necesariamente con esfuerzo y práctica. Es muy difícil, pongamos por caso, que quien solo está hecho a la posición pasiva propia del televidente, quien se ha criado exclusivamente en el visionado de imágenes que ya lo dan todo, entre en la convención propia del teatro o de la novela.

Se dice a menudo que nuestros jóvenes rehúyen el esfuerzo. Esto es solo parcialmente cierto. Lo que no parecen tolerar nuestros jóvenes es el aburrimiento, el esfuerzo carente de toda recompensa inmediata. En esto, por supuesto, no es que sean muy distintos de quienes les precedieron, es solo que la tolerancia de la sociedad hacia este modo de entender las cosas es superior. Se dice también que la supresión de todas esas aburridas lecturas obligatorias obedece a un propósito práctico: al menos aseguramos que no las aborrezcan y no les impedimos que, en el futuro, puedan cambiar de criterio. Lo que no termino de entender es cómo se espera que ese cambio de criterio pueda producirse. ¿Se caerán como Saulo en el camino de Damasco y, un buen día, descubrirán fascinados Los Miserables o La Familia de León Roch?

Arranz tiene buena parte de razón. La renuncia al Quijote entero tiene un aire de aceptación de la derrota. Su presentación editorial es algo así como la celebración de la resignación. Su alternativa sería, supongo, reintroducir el Quijote y otras lecturas obligatorias, tal cual, en el currículo. Tiendo a estar de acuerdo, pero también temo que eso no va a suceder. Hay que asumir que el precio por la extensión de la educación –cosa valiosa, por supuesto- es un deterioro, probablemente irreversible, de su calidad, al menos en lo que a humanidades se refiere. Hay que asumir que un Quijote abreviado es el único Quijote que muchos hispanohablantes van a llegar a conocer. Y eso es mejor que nada.

El afán de erudición ha muerto o, al menos, no se encuentra en los sistemas educativos occidentales ni es previsible que retorne, si es que ha estado ahí alguna vez. La cultura, para la mayoría, es y seguirá siendo espectáculo. Parece más realista centrarse en que, al menos, ese espectáculo sea de una mínima calidad. La generación de las videoconsolas no va a leer el Quijote, convenzámonos. No, en un mundo que detesta el saber por el saber, que necesita un fin utilitario inmediato para todo. Al menos, que sepan de las andanzas del caballero, en los ratos que les queden. Es magro consuelo, pero es consuelo al fin y al cabo. Hubo un tiempo en que el Quijote –su contenido, sus pasajes- formaba parte de la enciclopedia del español culto; era conocimiento común, del mismo modo en que, entre los ingleses formados, se podía uno referir a las obras de Shakespeare como a los libros de la Biblia (existían abreviaturas de los títulos, de uso tan corriente como las de los libros bíblicos, en efecto). Pero ese tiempo pasó para no volver. El riesgo es ahora que las figuras de don Quijote y Sancho; sus perfiles, que son algo así como el símbolo universal de la lengua española, se vuelvan irreconocibles para los jóvenes del país en el que fueron concebidos. Eso, creo, es lo que Pérez Reverte y compañía quieren evitar. Hacen lo que pueden, que probablemente no es del todo lo que les gustaría.

Yo estoy con ellos. Por lo demás, me doy por vencido.

lunes, 8 de diciembre de 2014

CONSTITUCIÓN: RAZONES PARA TEMER LA REFORMA

Con cierto aire de liturgia o por lo menos de costumbre, llega el 6 de diciembre y se habla de reformas constitucionales. Los periódicos le dedican al asunto editoriales, artículos de fondo y columnas o publican entrevistas con especialistas. La cosa se viene repitiendo desde hace bastantes años. El nacimiento de la infanta Leonor incorporó abiertamente al debate la cuestión sucesoria –la cuestión de la discriminación de la mujer en el ámbito sucesorio, para ser exactos- y la ola fue creciendo. Poco después de llegar al poder, José Luis Rodríguez Zapatero pidió al Consejo de Estado, entonces presidido por Rubio Llorente, un informe sobre reformas necesarias o convenientes. El alto organismo consultivo identificó tres o cuatro áreas de mínimos sobre las que, se supone, no hubiera sido difícil encontrar el necesario consenso. La reforma o supresión del Senado forma parte de ese elenco mínimo de cuestiones, por ejemplo. En los últimos tiempos, las voces que claman por un cambio en el texto, incluso las que lo consideran ineludible, son cada vez más. La reforma constitucional se presenta por algunos como remedio a los grandes problemas patrios: el deterioro institucional y la cuestión catalana.

La diferencia respecto a otros años la marca el PSOE: por vez primera, el principal partido de la oposición no solo se declara abiertamente partidario de la reforma constitucional en abstracto sino que cuenta con un proyecto en concreto, que está dispuesto a tratar con los demás grupos políticos. El PP, por su parte, parece negarse rotundamente, imagino que con sus razones que, como es habitual, se niega a exponer, prefiriendo, como es ya su consolidada costumbre, ofender la inteligencia de sus votantes con el recurso a frases hechas y lugares comunes.

La opinión publicada, al menos la de Madrid, parece partidaria del cambio. Me resulta más difícil interpretar la posición de la de Barcelona, que no sé si está en esta clave o en otras distintas. Incluso quienes reconocen que, por sí, una reforma de la Constitución  no tiene por qué traer consigo las soluciones a los problemas que nos aquejan parecen encontrar en el proceso constituyente, por el mero hecho de ser, virtudes terapéuticas. En parecidos términos a los que se emplearon para alabar el proceso sucesorio que llevó al trono a Felipe VI, se habla de la capacidad de generar “ilusión”, “sensación” de movimiento, etc. No es que los promotores del cambio hayan perdido la cabeza y desconozcan que este tiene riesgos sino que creen que la perpetuación del actual estado de cosas tiene más riesgos todavía. Y puede que tengan razón, claro.

Creo que nadie con sentido común puede desconocer que la Constitución del 78, siendo, con diferencia, el mejor instrumento de organización jurídico-institucional con el que España ha contado nunca, adolece de defectos, unos más graves que otros. Algunos de esos defectos proceden de su propio diseño; otros, sencillamente, han resultado ser tales por la evolución de las cosas. Quizá es más justo decir que la Constitución presenta determinadas deficiencias técnicas en algunos aspectos y que ha quedado desactualizada en otros. Y claro que hay, también, algo más que un poco de verdad en la idea de que conviene, periódicamente, renovar el pacto constituyente haciendo participar de él a las generaciones que, por edad, no pudieron incorporarse al mismo en su día. Existe, además, una razón quizá más técnica pero no por ello menos importante que aconseja la adaptación periódica: que no se modifique la constitución formal no implica que no mute la constitución material, que puede hacerlo por diferentes vías; es el caso de España. El entramado normativo que llamamos “constitución” en un sentido material –que está integrado por las disposiciones que conforman el llamado “bloque de la constitucionalidad” y por un conjunto amplio y difuso de normas, actos y costumbres- ha cambiado en España a ojos vista en estos casi cuarenta años y es evidente que no siempre lo ha hecho de modo ordenado ni coherente. Si la constitución formal no se adapta, si deja de recoger en su seno por lo menos la parte fundamental de la constitución material se corre un riesgo de falta de normatividad de la norma suprema y eso es peligroso.

Dicho todo lo anterior, personalmente tengo, al menos, cuatro reservas que me hacen temer tanto o más que desear una reforma y que me llevan a compartir la prudencia del Gobierno (siendo generosos, vamos a poner que lo del Gobierno sea prudencia).

La primera es que no creo en los poderes taumatúrgicos de la ley, de ninguna ley, la constitución incluida. Pensar que el cambio constitucional hará desaparecer como por ensalmo ciertos defectos de nuestro sistema institucional es ilusorio. No niego que determinados mecanismos puedan mejorarse pero hay cosas que ni dependen ni dependerán nunca de las leyes. Y la reforma de las leyes puede ofrecer a los responsables políticos la excusa perfecta para no hacer reformas en otros campos o, simplemente, para no afrontar la responsabilidad que ya les compete bajo la ley vigente. En realidad, la reforma primordial que necesita España para gozar de un mejor clima institucional no consiste en mejorar los resortes del Estado sino en retirarlo de múltiples ámbitos de la vida colectiva. Necesitamos menos Estado y eso, por razones obvias, no se consigue con leyes sino con valientes decisiones políticas.

La segunda de mis razones tiene que ver con la idea del proceso en sí como catalizador, como algo ilusionante. Es verdad que la misma idea de “proceso constituyente” conlleva la de “oportunidad”. Una reforma constitucional nos hace sentirnos un poco adanes, claro. Pero un proceso así, especialmente cuando no se dispone de un planteamiento previo encierra también numerosos peligros. Lo advertían ayer mismo en El País Mario Vargas Llosa y Cayetana Álvarez de Toledo: algunos, especialmente los liberales, tuvieron que tragarse más de un sapo, en aras del consenso, para parir el texto del 78. Esto a menudo se olvida. Izquierdas, nacionalismos regionales, derecha conservadora claman contra la constitución, la desprecian, algunos la denuncian como impuesta. Se permiten el lujo de denostarla. Al parecer, se presume que a quienes no lo hacemos nos encanta, nos parece un texto perfecto. Esto, ya digo, a menudo se olvida. Los nuevos revisionismos tienden a pintar la Constitución como una imposición de unos sobre otros: del españolismo sobre el regionalismo, de la derecha sobre la izquierda. Por eso,  a quienes ahora claman por su reapertura ni se les pasa por la cabeza que haya quien quiera revisar el consenso en su integridad. A menudo se cita como ejemplo, cómo no, la cuestión territorial. Un porcentaje no despreciable de españoles creen que irían mejor servidos con un estado unitario; sin embargo, esos españoles son sistemáticamente ignorados y su opinión tenida por inexistente. Esos españoles tienen motivos para temer que cualquier reforma no solo no acerque la constitución a sus deseos sino que, al contrario, la aleje más todavía. Así, la propia idea de que el proceso pueda abrirse no solo no resulta ilusionante para algunos sino hondamente preocupante: se va querer, probablemente, revisar un consenso pero no en su totalidad, ni mucho menos; determinadas partes que concedieron no podrán recuperar nada de lo concedido y, muy al contrario, tendrán que conceder más aún. Confieso que me encuentro en ese grupo. Tengo razones para temer que cualquier reforma de la Constitución no solo no la hará más afín a los postulados liberales sino que más bien será al revés.

Y esto liga con la tercera razón: Cataluña. Convengo con las opiniones que dicen que cuestión catalana y reforma constitucional deberían separarse. Esto no implica negar, en absoluto, que una reforma constitucional pueda formar parte de una solución a la cuestión de Cataluña o incluso ser esa solución en sí misma. El problema es que hoy por hoy, dado el tono y el tenor de las reivindicaciones del nacionalismo catalán, nada indica que ello pueda ser así. Casi todos convenimos en que el Título VIII, diseñado esencialmente para resolver los problemas vasco y catalán,  ha dado de sí muchas cosas, unas mejores y otras peores pero, desde luego, no ha resuelto esos problemas y, más bien, ha creado otros cuantos. Una reforma constitucional en respuesta al desafío que viene de Cataluña podría incurrir en el mismo error. Podría no resolver y ni siquiera paliar el problema catalán e inducir múltiples otros problemas en el resto del territorio. Quizá una precondición para explorar una solución constituyente podría ser que la propia Cataluña lo pidiera cosa que, ya digo, hoy no sucede. Salvo el PSC y ciertas voces que no parecen mayoritarias en la sociedad civil, nadie en Cataluña parece apostar por esa vía. Tampoco está claro qué se pediría de Cataluña a cambio esa reforma. Igual suena algo grosera la expresión “a cambio de”, pero es que un quid pro quo es la misma esencia de un pacto. Intuyo que el PSC y compañía se conforman con paz, es decir, con que Cataluña, acomodada, se reconozca pacíficamente española. Situación que se asemeja mucho a esas negociaciones internacionales en las que una parte, como premio a sus esfuerzos, obtiene de la otra su propio reconocimiento, es decir, el resultado y objetivo de la negociación para una parte es lo que debería ser una premisa: que dicha parte existe. Sé que suena exótico eso de “pedir” algo a Cataluña, toda vez que la premisa básica del ejercicio es que a Cataluña hay que “darle” cosas –algo que, a buen seguro, tendrá que ser así, por el mismo principio; quien nada está dispuesto a dar, malamente puede afirmar que negocia-, pero creo, y no soy el único, que las cosas podrían y quizá deberían plantearse en términos más equilibrados. En todo caso, por muchas vueltas que se le hayan dado, en absoluto puede afirmarse, creo, que la cuestión esté suficientemente clara como para que se pueda dar por hecho que el mejor tratamiento es una reforma constitucional; eso debería ser la conclusión y no la premisa.

La última de mis razones en orden pero ni mucho menos en importancia es que me inspira pavor la perspectiva de ver una norma como la Constitución tocada por las manos de una clase política tan intelectualmente indigente como la que tenemos. Incluso si viene asesorada por representantes de nuestra menesterosa universidad y por otros “juristas de reconocido prestigio” al uso. Si la propuesta parte del PSOE, un partido que banaliza absolutamente todo lo que toca, la inquietud es máxima. Creo que era Jiménez de Parga –no sé si de ciencia propia o citando a algún otro autor- quien decía que a la constitución hay que aproximarse siempre con cautela y mano temblorosa, movido por un cierto temor reverencial. Por supuesto que una constitución no es más que un texto jurídico, pero si hay algo que, en el orden cívico, pueda adjetivarse de “sagrado” es un texto constitucional. Al fin y al cabo, una constitución es el cimiento de un ordenamiento; nada puede ser más dañino que el error, la frivolidad o la solución apresurada salvo quizá la intención torcida –muy propia de quienes nos gobiernan y quienes, se supone que lealmente, se les oponen-. Si el texto ha de reformarse, uno desearía que acometieran la empresa hombres y mujeres sabios, cabales, con profundos conocimientos jurídicos y cultura suficiente, algo que, precisamente, no abunda entre nuestra cansina, basta, inculta y mediocre clase política y sus adláteres. Ojalá me equivoque, pero resulta difícil confiar en el éxito de un empeño semejante cuando se acomete por quienes, cada vez que abren la boca, ofenden al idioma y a la inteligencia a partes iguales. Da miedo, mucho miedo.

 
Coda: releo el artículo que, sobre este mismo tema (aquí) publiqué hace casi un año y veo que digo prácticamente lo mismo, lo que puede ser síntoma de mis pocos recursos aunque también de lo poco que, en el fondo, cambian las cosas.
 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

DE ESPALDAS A LA RONDA DE NOCHE


Contemplen esta foto que acompaña a un tuit. Como toda instantánea, puede que sea engañosa. Puede que los chicos hayan atendido a las explicaciones del guía o del profesor que les haya presentado la obra y, tras contemplarla, estén distraídos, con sus móviles. Pero lo que se ve es aterrador. El cuadro del fondo, sí, es “La Ronda de Noche”, una de las obras maestras de Rembrandt, uno de esos cuadros inconfundibles. Puesto que es “La Ronda de Noche”, hay que concluir que la foto se tomó en su casa habitual, el Rijksmuseum o puede, también, que fuera en algún otro lugar donde estuviera temporalmente expuesta en préstamo. Los chicos y chicas de la fotografía –yo diría que tienen entre doce y quince años, probablemente son de la misma clase o en todo caso han ido en grupo- están concentrados en sus móviles. No miran el cuadro. Es como si no estuviera. El desdén es absoluto. Ni uno, ni uno solo parece sentirse atraído, capturado por la magia de uno de los cuadros más bellos y más famosos nada menos que de Rembrandt. Las tres chicas en primer plano parecen compartir alguna imagen o curiosidad en el teléfono. Si no fuera por eso, los miembros del grupo tampoco parecerían interactuar entre sí. No se hablan, no se miran, no bromean, no hacen chascarrillos.

Es patético.

Supongo que los campeones de la educación en aptitudes podrán sentirse orgullosos y estar contentos. Parece evidente que los chicos de la foto se desenvuelven muy bien con la tecnología. Y es también evidente que en internet hay profusa información sobre “La Ronda de Noche”, sobre Rembrandt, sobre el Rijksmuseum, sobre Ámsterdam y sobre muchas cosas. Es evidente, por tanto, que cuando los chicos quieran saber algo del asunto, tendrán todos los recursos a su alcance y, acreditadamente, la destreza que se precisa para explotarlos. No tengo ningún motivo para afirmar ni para creer que su falta de interés en la obra que cuelga de la pared a sus espaldas vaya a impedirles, en el futuro, ser excelentes técnicos en cualquier materia. Personas productivas, mucho mejor preparadas que sus padres, supongo. Sí me permito dudar que vayan a ser competentes ciudadanos. Pero lo que más duele es ver cómo a estos chicos les están robando.

 
“La Ronda de Noche” es un cuadro. Verlo, en un sentido inmediato, requiere unos pocos segundos. Es posible, casi seguro, que los chicos lo hayan visto. Es muy probable que ni siquiera pudieran evitarlo. Es un cuadro de gran formato. Entraran por donde entraran a la sala –casi seguro que al entrar iban mirando al móvil, pero en algún momento levantarían la vista, supongo, para hacerse un retrato, para no tropezar o, menos probablemente, para hablar con algún compañero- tuvieron que verlo.

Mirar “La Ronda de Noche” es una operación intelectual mucho más compleja. Mirar el cuadro con pleno aprovechamiento –haciendo de ello una experiencia estética- exige unos ciertos conocimientos previos. Paradójicamente, para mirarlo bien hay que haberlo visto antes, en fotografías, en libros, en catálogos… fuentes que informan sobre el cuadro, sobre Rembrandt, sobre la pintura en general. Solo desde ese previo acopio es posible mirar, ver y gozar. En ausencia de todos esos pasos anteriores, un museo no se distingue demasiado de un almacén.

La mayor parte de los conocimientos necesarios para mirar correctamente “La Ronda de Noche” pertenecen al campo de las “listas de ríos”, es decir, son conocimientos –no aptitudes: para educar el gusto y disponer de un mínimo criterio cultural no se exige emular a Rembrandt ni saber pintar en absoluto-, datos, nociones puras y duras sin ninguna aplicación práctica inmediata. No sé si se puede ser mejor ingeniero disponiendo de esos conocimientos, sí creo que se puede ser mejor médico o abogado, pero en ningún caso la relación entre los conocimientos y la mejora es obvia ni directa. En otras palabras, aquello que haría que los chicos se sintieran atraídos por “La Ronda de Noche”, que no pudieran apartar la vista del cuadro, forma parte del ámbito de lo suprimible, de lo inútil y, por tanto, de aquello que, si no ha salido ya de los currículos, lo hará pronto.

Ya digo que esto me parece un robo. Un robo cruel. Las teóricas generaciones mejor preparadas que, desde cierto punto de vista, sin duda lo son, están siendo privadas del acceso a la cultura superior, no sé hasta qué punto de modo intencionado o simplemente como consecuencia de unos métodos pedagógicos para los que nadie propone una enmienda seria. Y esto es grave, muy grave. En primera instancia, por supuesto, a una escala puramente individual: las nuevas generaciones afrontan un empobrecimiento espiritual del que son responsables, por supuesto, las que las precedieron. Las mismas personas que se responsabilizaron de vestirlos, alimentarlos y enseñarles a manejar con destreza aparatos electrónicos debieron, deben, proveer a esos adolescentes los medios para disfrutar de la contemplación de “La Ronda de Noche”. Al menos, darles la oportunidad. Es muy grave también, claro, a escala social. La cultura, la cultura superior –no hay que ir muy lejos en la definición: me estoy refiriendo al arte y las disciplinas humanísticas en sus grandes tradiciones, conforme a los cánones que todos tenemos en mente y que, por mucho que el término se haya malbaratado, aún nos vienen a la cabeza cuando oímos hablar de “cultura”- es básica en la formación del espíritu crítico. En su ausencia, no hay debate riguroso posible, no hay democracia avanzada posible.

Una generación que no puede acceder a las grandes obras del pensamiento y del arte, que, parafraseando a Vargas-Llosa, no puede ir más allá de una cultura (y una civilización) del espectáculo está condenada a vivir una democracia del espectáculo también.