Existe, no obstante, también la tesis
contraria. David Cameron es el campeón de la democracia y el proceso por él
auspiciado es un verdadero ejemplo. Harían bien otros –y no miramos a nadie- en
tomar nota. Cameron no ha intentado poner puertas al campo y, sobre todo, ha
dado voz a los que la pedían (no sé si es del todo cierto que la pedían, pero
bueno). Ha podido cometer ciertos errores, sí, pero son de conducción del
proceso, es decir, en tanto que parte interesada en promover el “no”. Nadie
discute que, como demócrata, estaba obligado a afrontar el problema político
que, según ciertas lecturas, planteaba el aval mayoritario a un partido
independentista en las elecciones escocesas pero, como primer ministro del
Reino Unido, estaba también obligado a intentar evitar la secesión de Escocia
promoviendo el voto negativo e inhibiendo el avance del “sí”. Sus yerros, en
todo caso, se centraron en lo segundo. Así vistas las cosas, Cameron vendría a
ser, como también se ha dicho, el anti-Rajoy. El presidente del gobierno
español, bien es cierto que amparado por un marco jurídico distinto y sacando
mucho provecho de torpezas ajenas, está gestionando bien –o como puede- el
envite de la consulta catalana, pero aún no sabemos qué opina del problema de
fondo, más allá de lo obvio, y si tiene alguna propuesta que hacer. Confiamos
en enterarnos el diez de noviembre, a más tardar.
En mi personal opinión, Cameron no pretendió,
en ningún momento, blasonar de demócrata. Su convocatoria de un referéndum fue
una jugada, táctica y de alto riesgo para conjurar una amenaza, la del
secesionismo escocés, que se veía, en su momento, como domeñable sin mayores
esfuerzos. A la vista está que no ha sido así, en buena medida porque, lanzado
el órdago, no se ha tratado la amenaza como suficientemente creíble,
durmiéndose en los laureles. Cameron deberá ahora afrontar la cuestión, más
compleja y profunda del gobierno del Reino Unido en su conjunto. Escocia no ha
roto su unión con los otros países que conforman el Reino, pero sí puede haber
inducido una revolución que cambie los marcos mentales en los que se viene
desenvolviendo la política británica desde mediados de los ochenta. Veremos en
qué acaba esto.
Lo bueno es que sí, habrá debate y, ahora sí,
será verdaderamente democrático. Todo el Reino Unido, a través de sus
instituciones, participará de la reforma, que puede llevar muy lejos, sin pasar
necesariamente por el despropósito.
Todos, incluso quienes parten de la convicción
de que el proceso escocés no se podría reproducir en España –en realidad, no se
podría reproducir en casi ningún sitio porque el corsé de una constitución
escrita lo impediría- parecen alabar, como siempre, el hecho de que se vote.
Votar como “fiesta de la democracia”, ya se sabe. Supongo que el que haya
salido “no” ayuda a congraciarse con la idea. ¿Alguien se ha parado a pensar
qué hubiera ocurrido de haber salido “sí” con inversión de las proporciones?
Conforme al plan diseñado por Cameron y su malhadada pregunta, el Reino Unido
hubiera saltado por los aires… por decisión favorable del 55 % de los
escoceses. Ingleses, galeses y norirlandeses habrían visto desaparecer como tal
el estado en el, hoy por hoy, articulan su convivencia y a través del cual
participan en las relaciones internacionales institucionalizadas sin haber
podido, por supuesto, decir una palabra o, como mucho, habiendo podido participar
en la decisión del cómo se hace.
¿Es eso, realmente, “democrático”? Solo, me
temo, desde la concepción decimonónica de la vida propia de los nacionalismos.
Desde su idea de que una “nación” por el hecho de existir, tiene un derecho
inalienable a decidir su destino, de orden prejurídico y prepolítico. Un
derecho frente al que no puede erigirse en obstáculo, por lo visto, una
concepción moderna de estado y ciudadanía. Sé que es muy impertinente dar
lecciones de democracia a los británicos, pero sorprende que este tipo de
planteamientos hayan hecho fortuna en las Islas, con una cultura política poco
proclive a los romanticismos y los infantilismos propios del nacionalismo. Es
muy llamativa esta idea de que el Reino Unido “dé” la independencia a Escocia,
como si Escocia fuera Zimbabue o Australia – hay quien ha subrayado que, al fin
y al cabo, a lo largo de siglo y medio, son muchas las naciones que se han
independizado del Reino Unido.
Los que ven en el referéndum escocés una “fiesta
de la democracia” parecen negar toda realidad al Reino Unido como nación –ser
británico es una cuestión administrativa, un corolario jurídico-formal de la condición
de galés, inglés, escocés o irlandés- igual que aquí quienes no pueden
resistirse al imperativo del “derecho a decidir”, en suma, lo que vienen a
decir es que no hay más soberanía que la de esas naciones constitutivas,
reales, que soportan el estado –España- como mero constructo formal. Carece de
sentido, claro, así vistas las cosas, que un inglés pretenda tener voz en qué
ha de sucederle a Escocia como nada pinta un castellano diciendo qué ha de ser
de Cataluña o del País Vasco. Solo desde una perspectiva netamente
nacionalista se puede entender lo sucedido en Escocia como una “fiesta de la
democracia”. Quien crea en una nación de ciudadanos libres e iguales y en
estados al servicio de estos –y no en vehículos de realización de vaporosos
entes fantasmagóricos- no puede verlo así.
Por una vez, si se quiere, el Derecho español,
marcando la vía necesaria, puede marcar también la correcta: ¿es posible que
parte del territorio y parte de la ciudadanía se desgajen del común para formar
un estado nuevo? Sí. Pero para ello es preciso reformar la constitución y
buscar un marco jurídico que lo haga posible. En la conformación de ese marco
jurídico deberá participar inexcusablemente el conjunto soberano, es decir, el
mismo que dio carta de naturaleza al estado de cosas vigente.
Se ha dicho hasta la saciedad estos días de
manifestaciones, algaradas y ceremonia de confusión: la democracia no consiste
solo en votar. La única democracia realmente existente es la democracia liberal,
la democracia de leyes y reglas. El “liberal” suele apocoparse, a veces
interesadamente. Para unos, al ser la democracia por antonomasia sobran los
adjetivos. Otros, por el contrario, soslayan el “liberal” para no hacer patente
que tienen una concepción de la democracia que les emparenta con tradiciones de
pensamiento con muy escaso pedigree en estos tiempos. No es extraño. Es la
manipulación de lenguaje, incesante, lo que hace que vuelvan a presentarse una
y otra vez, bajo nuevos ropajes, ideas muy viejas, muy gastadas y, por qué no
decirlo, muy impresentables.
Escocia ha sido un ejemplo en muchas cosas. Un
ejemplo de formas, para empezar. Y de nivel en el debate. El secesionismo
escocés cuenta con muchos y muy buenos argumentos, con grandes objeciones al
cómo se está gobernando el Reino Unido. Pero ello no cambia el fondo de la
objeción: ¿qué derecho tienen los escoceses, solos, a disponer de un país que
no les pertenece por entero? No vale, claro, la objeción de que ellos solo
disponen de Escocia, porque esto nos lleva de nuevo al centro del debate: aun
siendo consciente de que el Reino Unido es, en su formación, un agregado, salvo
que el disponer de cuatro federaciones de fútbol y jugar por separado al rugby
se considere determinante, es ya, hace mucho, un país único. La amalgama hace
tiempo que está demasiado entremezclada como para que tenga sentido seguir
hablando del “ser británico” como un fenómeno epidérmico. Con todos los
respetos, pretender que trescientos años después, se puede revertir un proceso
de integración paccionado como el de 1707 como si nada hubiera ocurrido, como
si los derechos originarios de Escocia estuvieran ahí, intactos es un argumento
digno del mejor Sabino Arana o propio de otras tradiciones intelectuales de
parecido cariz. Y si el argumento es flojo en el propio Reino Unido, trasladado
a España o a casi cualquier otro lugar, resulta infumable.
Y sí, Cameron es un torpe.