Este fin de semana, en parte al socaire de la
fiesta nacional, ha sido pródigo en reflexiones “en tono noventayochista o del
catorce”. Reflexiones un punto desesperadas o, cuanto menos, un punto
pesimistas acerca de este país y su destino inmediato. Y, ciertamente, el
momento no invita al optimismo. Contra el panorama de fondo que forman la
amenaza de recesión que viene de Europa y el sempiterno problema catalán se
juntan la crisis del ébola –la propia desdicha de que el virus anide entre
nosotros y, cómo no, la consabida exhibición de mal gusto de nuestra infame
clase política- y la mierda que rebosa del pozo sin fondo de las cajas de
ahorros. Hay autores que nos aperciben de que el
pesimismo no es buena receta para nada y que caer en la desesperación no
conduce a ningún sitio. Hay quien nos recuerda que este país puede ser como
Dinamarca, si queremos. Es posible, pero hoy por hoy se aprecia una notoria
carestía de daneses por estos andurriales. Y fabricar daneses lleva años. Todos
estamos razonablemente de acuerdo en que el cambio que este país necesita solo
puede operarse a través de una reforma profunda de la educación –la educación
en sentido lato, no meramente la política escolar, que también- y un cambio de
valores y prioridades. El problema es que a nadie se le oculta que esas cosas
llevan años.
¿Cómo solucionar en un plazo relativamente
corto nuestro problema más acuciante que es el de la falta de élites? La
respuesta, claro, es de ninguna manera. Este país no puede generar de la noche
a la mañana la aristocracia ciudadana y de mérito que le viene faltando desde que
gobernaban los Austrias mayores. No podemos, de un día para otro, recuperar los
años perdidos. Es probable que algo mejore con el cambio generacional –con el
propio aire de novedad- pero tampoco es conveniente hacerse demasiadas
ilusiones. Una cosa es que las nuevas generaciones estén técnicamente mejor preparadas
para muchas cosas y otra bien diferente que hayan, que hayamos, asumido
enteramente otros paradigmas.
Cabe, eso sí, algún paliativo. Algo se puede
hacer para limitar el deterioro institucional, si se quiere. Ciertamente, las
técnicas organizativas no pueden suplir enteramente las carencias de un
sustrato de valores, como ha quedado bien acreditado en estos años en los que
la importación de patrones foráneos, como la proliferación de administraciones
presuntamente independientes, ha resultado inútil, pero algo pueden ayudar. El
nudo gordiano de la crisis institucional española se encuentra en los partidos
políticos y ello por dos motivos: porque su propia organización interna es defectuosa
y porque ocupan mucho más espacio del que les corresponde. En ambos aspectos se
puede progresar significativamente.
Las líneas que habría de seguir una reforma
del sistema de partidos ya han sido expuestas reiteradamente. Es necesario
democratizar su funcionamiento, por una parte y hacer transparente su
financiación, por otra. “Democratizar” los partidos no equivale necesariamente
a hacer obligatorias las elecciones primarias para proveer los principales
cargos –tampoco aquí democracia equivale a votar, lisa y llanamente- sino a
que, realmente, las estructuras sean permeables, hacia dentro y hacia fuera.
Existan o no elecciones primarias, no parece razonable, por ejemplo, que se
pueda imponer a la presentación de candidaturas a los cargos orgánicos el
requisito de obtener un número de avales o apoyos previos inasequible a quien
no controla los propios recursos organizativos. Entre el asamblearismo y la
organización cerrada al más puro estilo del partido comunista soviético existe
una amplia gama de grises. En la cuestión financiera tampoco hay demasiado
lugar a equívocos: admisibilidad de distintas fuentes –con predominio de las
privadas en detrimento progresivo de las públicas, que solo deberían cubrir
mínimos-, riguroso control –probablemente a cargo de un órgano distinto del
inútil Tribunal de Cuentas actual, quizá incardinado en el poder judicial- y,
por supuesto, severísimas sanciones a la transgresión.
Más importante, empero, es lo segundo: toda vez que es un poco infantil esperar milagros de unas organizaciones que, como todas, tienden a expandirse y perpetuarse, lo inteligente es disminuir el volumen de influencia de los partidos en la vida española. Por una serie de razones, en parte imputables a ellos mismos y en parte imputables a la bisoñez de una sociedad poco hecha a la vida en democracia, los partidos políticos en España han pasado con mucho la frontera en su función de mediadores entre sociedad y estado para devenir estado tout court. El estado es, hoy, un estado de partidos, una suerte de estado corporativo. No hay tal íter estado-partidos-sociedad, puesto que los dos primeros términos son, de hecho, uno. Y esto, incluso en el seno de una sociedad que propende poco al asociacionismo y, en general, carece de un sistema sólido de generación de élites como la española es mejorable.
En primera instancia, por supuesto, mediante
la reforma del sistema electoral. Por supuesto que no cabe esperar, tampoco,
milagros de esto. Con toda probabilidad, los mismos partidos que hoy señorean
el sistema de listas cerradas y bloqueadas por provincias dominarían
ampliamente cualquier otro, sencillamente por la falta de alternativas. Pero un
sistema de distritos uninominales –por tanto, mayoritario por naturaleza-
cabalmente definido ofrece un hueco para los “errores”, para que se cuelen
propuestas alternativas y, sobre todo, para romper el mandato imperativo: el
diputado deberá siempre responder ante sus electores, que no serán muchos. Una
campaña ceñida a un pequeño distrito –a un conjunto de pueblos en una provincia
rural o incluso a menos que un barrio en
Madrid o Barcelona- ofrece cierta igualdad de armas. Por supuesto que, fuera
del control de los partidos políticos tradicionales, anidan también el
populismo y la irracionalidad –que no son desconocidos dentro de estos- pero
merece la pena correr el riesgo. ¿Cuántos ciudadanos respetables y con ganas de
trabajar por el común presentarían sus candidaturas a través de un sistema que
no exigiera pasar por las horcas caudinas del sistema de partidos? No sé, quizá
no muchos, pero se podría ver.
En segundo lugar, es preciso reforzar la
división de poderes en sentido amplio. El actual Consejo General del Poder
Judicial debería ser eliminado de la faz de la tierra por irreformable y
sustituido por un órgano con capacidades limitadas: los jueces no deben ser gobernados
sino administrados. Los órganos directivos de las administraciones
independientes de cariz técnico, suponiendo que deban existir y ser algo más
que simples departamentos desconcentrados –algo no probado en la mayoría de los
casos, dado que no proveen, la mayoría de las veces, ninguna ventaja apreciable
respecto a estructuras más tradicionales- deben proveerse a través de sistemas
de filtrado de candidatos, de modo que
la elección de los órganos políticos se limite a lo ya aceptable. Eso incluye, por
supuesto, a los tribunales Constitucional y de Cuentas.
Y, en fin, es necesario, sencillamente, reducir el ámbito de lo político entendido como sinónimo de lo “público”. El sector público debe reducir sustancialmente su tamaño y debe devolverse, por tanto, a la sociedad y al mercado la capacidad de decisión sobre un gran número de materias hoy intervenidas. No podemos, quizá, asegurar el buen funcionamiento de partidos y administraciones, pero sí podemos disminuir el ámbito de lo que se somete a su control.
La pregunta vuelve a ser, claro, quién le pone
el cascabel al gato. Perdida la ocasión de la gran crisis –las crisis son
también oportunidades- va a ser muy difícil que la iniciativa surja del propio
Leviatán. Pero no nos engañemos, esto sí podría hacerse y hacerse rápido…
mientras esperamos el advenimiento de esas élites sanamente patriotas, cultas y
formadas, dispuestas a cambiar este país de una vez y para siempre.