domingo, 5 de abril de 2015

DISCREPANTES


Acabo de terminar un interesante librito cuyo autor es el filósofo italiano afincado en Francia Roberti Casati. Se titula “Contro il colonialismo digitale. Istruzioni per continuare a leggere” (Laterza – hay traducción española, creo en en Ariel). El libro fue reseñado en prensa española a través de una entrevista al autor hace unas cuantas semanas. En el breve ensayo, Casati desarrolla varias ideas, ramificaciones de una básica: es necesario, o muy conveniente, replantearse la relación con eso que denominamos el “universo digital” sin que ello se traduzca en absoluto en ningún tipo de ludismo. La segunda parte del título italiano (“instrucciones para seguir leyendo”) anuncia una defensa apasionada del libro de papel no por simples querencias personales o desde una postura romántica –a mi juicio, más que razonable- sino como herramienta óptima, en la mayoría de los casos, para el desarrollo de la única actividad que, todavía, provee lo que tradicionalmente llamábamos “conocimiento”: la lectura, que solo puede ser reposada y crítica. Como anécdota, es de interés reseñar cómo el autor despacha expresiones como la de “nativo digital” como lo que es, una supina estupidez.

Casati, como otros, se inscribe así en la reducida nómina de los discrepantes. Quienes, al menos, invitan a tomar un mínimo de distancia y a examinar con las armas de la razón la catarata de lugares comunes que nos invaden día a día. No se trata, para nada, de reaccionarios o personas que crean que cualquier tiempo pasado fue mejor. Simplemente, proponen lo que, se supone, aconsejaron siempre los intelectuales dignos de tal nombre: que empleemos nuestro sentido crítico para separar el grano de la paja. Resistir el “vértigo de la tecnología”, la sensación de urgencia y de que “nuestro mundo está cambiando y seguirá haciéndolo a ritmo acelerado hasta hacerse irreconocible”. El lenguaje grandilocuente en torno a todas estas cuestiones.

Nadie niega, por supuesto, que internet y la hiperconectividad han cambiado sustancialmente nuestro mundo. Nadie niega que estamos instalados en el mundo de la hiperinformación, entendida como posibilidad de acceso a infinidad de datos a coste tendente a cero. Que eso sea bueno, malo, útil o inútil es cosa que merece análisis sin conclusiones apriorísticas. De entrada, siendo, como digo, obvio que la información es cada vez más accesible lo es mucho menos que eso se esté traduciendo en conocimiento; la revolución informática dista de ser una revolución epistemológica. Casati demuestra que “nativo digital” o bien es un giro banal o bien es una tontería. Otro tanto podría decirse de la consabida referencia a la “generación mejor preparada” que invariablemente suele ser la última. El filósofo nos permite ver que es una estupidez querer ver nada de particular en niños de tres años que manejan dispositivos electrónicos… diseñados para que los manejen niños de tres años, obviamente. No hay “nativos digitales”, sino ingenieros de Apple y otras compañías que diseñan aparatos cuyo manejo resulte intuitivo. No es que los niños de cierta edad hayan nacido con una suerte de mutaciones genéticas que les permitan hacer cosas que a los demás les están vedadas. En la misma línea, los españoles con estudios universitarios son hoy más que nunca y sí, claro, las sucesivas cohortes lo son de “generaciones mejor preparadas” cuanto “más” preparadas. Si se quiera dar un sentido no banal a semejante afirmación sería necesario contrastar efectivamente los conocimientos del universitario promedio de hoy con los de sus homólogos de épocas pretéritas. Siendo extremadamente rigurosos –al menos en disciplinas de las que se puede decir que “progresan”, cual es el caso de las ciencias- incluso deberíamos ajustar por la evolución general de los conocimientos. Me atrevo a afirmar que, al menos en ciertas materias, las “generaciones sucesivamente mejor preparadas” igual no resultaban serlo tanto.

Los supuestos “avances tecnológicos” que “revolucionan el mundo”, mirados de cerca, tampoco resultan serlo tanto. Buena parte de nuestro supuesto progreso tecnológico está enfocado a actividades perfectamente prescindibles o que difícilmente pueden a asimilarse a otros avances señeros del género humano. Debemos mucho a Mark Zuckerberg, pero bastante más al primer cirujano que se lavó las manos antes de intervenir. Luis Garicano, en “El Dilema de España” nos cuenta cómo los economistas especializados en crecimiento ya tienen en cuenta este efecto. Claro que seguimos progresando y seguimos progresando en terrenos no banales. Pero, en realidad, lo hacemos menos que proporcionalmente. Así como, en efecto, el mundo pre-Neolítico y el post-Neolítico no se parecían nada y tampoco se parecían el mundo pre- y post-revolución industrial, aunque pese a algunos, el planeta pre- y post- Internet resultan bastante reconocibles. No idénticos, claro, pero muy reconocibles. Ello debería, como mínimo, llevarnos a poner esas urgencias en tela de juicio.

El “vértigo del momento” es algo frecuente –ni siquiera en eso nuestra época es novedosa-. Los análisis precipitados en materias sociales, también. Fukuyama decretó el fin de la historia demasiado rápido. Tras la caída del Muro y después de lo que llevamos de siglo XIX son reiteradas las reflexiones sobre cómo el mundo “se ha vuelto” inestable. Lo cierto es que, más bien, es tan inestable como siempre lo ha sido, y quizá un poco menos. Simplemente, lo que ocurre es que una generación nacida y criada en el particular orden de la Guerra Fría –a la postre, algo transitorio- tenía y sigue teniendo ciertos problemas para apreciar la realidad en la que vive.

Exceso de información y exceso de análisis apresurado, superficial. Exceso de profesionalización. Un opinador profesional –un tertuliano, pero también un gurú, un conferenciante de  oficio- no pueden permitirse el lujo de decir “no sé”, pese a que esa debería ser, o es, con seguridad, la respuesta más razonable a las preguntas que se plantean sobre la marcha. El escuchador avisado debería tener eso en cuenta. Como debería tener en cuenta que el mundo no es como nos lo describen. ¿Nos hacemos siquiera la elemental pregunta de si quien habla tiene alguna clase de interés en aquello de lo que habla?

Urge volver a leer. Urge leer libros. En papel.

 

 

 

 

lunes, 2 de febrero de 2015

BORGEN O LAS FICCIONES POLÍTICAS

“Borgen” es un coloquialismo para referirse al Palacio de Christianborg, en Copenhague. Un edificio gubernamental muy curioso no tanto por su arquitectura o características físicas como porque en él residen los ápices de los tres poderes en Dinamarca: alberga la sede del Parlamento, el Tribunal Supremo y la oficina del Primer Ministro. Hasta en esto los nórdicos son sensatos y racionales; la de desplazamientos que se deben ahorrar al cabo del año. “Borgen” es también el título de una serie de televisión danesa que, curiosamente, está conociendo cierta popularidad más allá de las fronteras del pequeño reino escandinavo (“pequeño” en dimensión -si nos ceñimos a su territorio europeo- y población, claro, que no en sus logros: no solo tiene una renta per cápita bastante apabullante sino que goza de una democracia de altísima calidad y sale recurrentemente muy arriba en las listas de los mejores países del mundo para vivir, cualquiera que sea el criterio que se aplique salvo, quizá, el clima, que ni siquiera es tan riguroso como el de sus primos nórdicos). La serie cuenta las peripecias de Brigitte Nyborg, la líder de un partido político de centro que, a través de los vericuetos de las coaliciones, llega a ser primer ministro lo que, evidentemente, tendrá repercusiones en su vida personal y familiar. Se trata, claro, de una ficción dramática pero la serie muestra bien cómo funcionan las instituciones danesas, su sistema de partidos, etc. Que el interés básico de los guionistas sea mostrar lo que la política hace o puede hacer a las personas no le quita interés didáctico en este sentido. En un plano costumbrista, desde España o desde casi cualquier otro lado, es también muy ilustrativo ver cómo es Dinamarca –un lugar del que sí se puede volver, creo, diciendo que se ha visto el futuro y funciona-; cómo en una recreación que se pretende realista se observa que la líder de un partido político con perspectivas de formar gobierno carece de cualquier tipo de servicio doméstico en su casa, donde recibe todo tipo de ayuda de su marido, va al Parlamento, donde está su oficina, en su bicicleta, que deja aparcada en la verja que da a su jardín, en apariencia carente de cualquier clase de seguridad y, en fin, va a ver a la reina Margarita para recibir el encargo de iniciar consultas para la formación de gobierno sin particulares solemnidades – y hasta le ofrecen un cafelito mientras espera a su Majestad. Es también gracioso ver cómo cuando los guionistas de la serie quieren fabular un escándalo con visos de poner a un primer ministro en apuros muy serios, se les ocurre la inconcebible conducta –para un danés, claro- de que adelante el pago de unos gastos personales con su tarjeta oficial por la cifra de 70.000 coronas… o sea unos 9.500 euros al cambio (lo que un usuario medio de una tarjeta black podía gastar en una semana). 

Parece que la serie les ha gustado a los daneses y está gustando fuera de Dinamarca. Y, como digo, tiene dos méritos: es una serie sobre política y políticos –que muestra la política desde todas sus perspectivas, incluida la institucional, mientras cuenta una historia- y es realista en el sentido de que la Dinamarca que se ve es una Dinamarca creíble. Seguro que a los daneses les gusta mucho El Ala Oeste de la Casa Blanca o House of Cards, por decir algo, pero es también muy probable que una traslación mimética de esas series a un ambiente local, suponiendo que fuera posible, se les hiciera inverosímil e incluso ridícula. Las pasiones que animan a los políticos daneses no deben ser muy distintas de las que inspiran a los políticos americanos de esas series, pero sus maneras son muy diferentes. A los daneses les gusta la serie porque se ven reconocidos en ella, supongo. Y no es descartable que a otros europeos les pase lo mismo: el sistema danés es parlamentario y, por tanto, se parece a casi todos los europeos –quizá con la única excepción del francés- mucho más que el sistema americano. Viendo El Ala Oeste, los europeos son espectadores, viendo Borgen se pueden sentir un poco partícipes porque lo que sucede ocurre en un país cuya cultura política está próxima a la nuestra.

Viendo la serie uno no puede evitar preguntarse si sería posible algo parecido aquí o más bien por qué no es posible. En España hay medios técnicos y presupuestos -aquí se hacen bodrios muy caros- hay guionistas y hay actores que tienen, además, la virtud de parecerse al resto de los españoles y pueden parecer creíbles cuando hacen de españoles. ¿Rechazaría el público español una ficción de calidad con tema político –o con los políticos como tema-? ¿No podría ser de interés, e incluso tener éxito, una serie o una película que, además de contar una historia de personas, mostrara cómo funcionan los vericuetos de nuestro sistema institucional? Borgen muestra a las claras cómo son las negociaciones para formar un gobierno de coalición, y eso es dramatizable; es verdad que en España no ha habido gobiernos de ese tipo, pero sí en las comunidades autónomas, ¿acaso no es eso dramatizable también? Es solo un ejemplo.

El cine y la televisión españoles se caracterizan por su alejamiento de la realidad de la sociedad en la que se crean, al menos  la sociedad contemporánea. Tanto que, cuando no ocurre así, sorprende. Uno de los grandes aciertos de la película de Daniel Monzón El Niño y uno de los motivos por los que la película se ve con tanto agrado es que, en una historia de traficantes de medio pelo que cruzan el Estrecho y a los que persiguen unos policías de la comandancia del puerto de Algeciras, los traficantes de medio pelo parecen traficantes de medio pelo, los policías, policías y Algeciras parece Algeciras. Hasta la gente de Cádiz habla con acento de Cádiz. Pero esto es raro, por inhabitual. Ya digo, talento artístico y técnico sobra. Véase, por ejemplo, el excelente trabajo de recreación de ambientes de La Isla Mínima, la otra película del año, o, por qué no decirlo, la capacidad de Cuéntame para trasladar con exactitud al espectador a la España de hace unas cuantas décadas. Es gratificante salir del cine y encontrarte, reconocible, el mismo Madrid o la misma Barcelona o la misma Sevilla que acabas de ver en la pantalla o, por lo menos, poder creerlo. Ver nuestra sociedad en toda su complejidad y riqueza.

Las razones por las que la ficción española no aborda ciertos terrenos, en particular la política, deben ser otras. Una, probable, es que a los guionistas y quienes les encargan sus trabajos no les interese esa temática, bien porque crean –erróneamente a mi juicio- que no encontrarían el favor del público bien porque no les atraiga en sí. Otra, tampoco descartable, es que en un país donde hay que tener bastante más cuidado que en Dinamarca a la hora de contar según qué cosas y de que según qué gente se vea reflejada, haya miedos, quizá porque es difícil, en España, concebir un acercamiento a estos temas que no esté ideologizado en el peor sentido de la palabra.

Y, sin embargo, creo que sería muy útil que estos asuntos se trataran en las ficciones, sea como asunto principal, sea como simple trasfondo. La cultura política de los españoles también podría cimentarse hablando de ella. Las ficciones norteamericanas que muestran la política –tengan estrictamente temática política o tengan otro tema principal- son metacultura política, si no cultura política en sentido estricto. La sociedad americana está acostumbrada a ver sus instituciones en funcionamiento, en la vida real y en la vida imaginaria. Y ello contribuye decisivamente a hacerlas reconocibles. Lo mismo puede ocurrir en cualquier otra parte. Curiosamente, la ficción podría hacer grandes cosas por paliar esa lejanía que, dicen, perciben los españoles en sus instituciones porque –ya digo que es paradójico- podría ofrecer imágenes más verdaderas de la política y los políticos. A menudo se nos olvida que lo que llamamos “realidad” es algo tamizado cuando no completamente impostado. Como digo, Borgen u otras series muestran una ficción dramatizada de una negociación política; se ve, claro, que esas negociaciones existen y que, igual que en los mercados de bienes se mercadea con ellos, en la política hay mercadeo de cargos, prebendas y expectativas. Pero también se ve que los políticos –que, estando dentro de la cámara de la ficción están “fuera de cámara”- hablan como seres humanos normales.
 
El presidente de los Estados Unidos –o el presidente del gobierno de España, o el primer ministro del Reino Unido- en su faceta pública, son esfinges. Ni una sola palabra suya deja de estar enteramente medida, asesorada por una legión de consejeros. Los presidentes de la ficción, cuando son verosímiles, nos permiten acercarnos a ellos porque nos permiten concebirlos como personas –precisamente cuando son más personajes o cuando son solo y estrictamente personajes-. Pero, como digo, para ello es necesario que el relato sea verosímil.

Acercarse a la política a través de la ficción es, en ocasiones, la única forma de exponerla cabalmente. Ninguna tesis sobre el poder ha alcanzado aún, ni de lejos, la profundidad de las obras de Shakespeare… que hace cuatro siglos eran un mero entretenimiento, conviene recordarlo.

viernes, 23 de enero de 2015

¿Y SI EL PSOE FUERA COMO EL PASOK?


Las encuestas en Grecia colocan al trasunto heleno de Podemos, Syriza, como primera fuerza, con cierta holgura sobre el partido conservador ahora gobernante, Nueva Democracia (el partido de los Karamanlis). Lo que más me llama la atención, no obstante, es el hundimiento, la caída en la irrelevancia, que se pronostica para el PASOK (el partido de los Papandreu). El PASOK –el Partido Socialista Panhelénico- tenía muchos puntos en común con el PSOE. Ambos, en un escenario post-dictadura, guiados por figuras carismáticas, se erigieron de repente en partidos percibidos como esenciales para la articulación del sistema, como los grandes aglutinantes del centro-izquierda y la izquierda. El sistema político griego no era concebible sin el PASOK y Grecia parecía destinada a bascular entre dos dinastías familiares. Ahora al menos una de ellas parece haber desaparecido del mapa. El partido del turno de la derecha, sin embargo, parece que aguanta mucho mejor el tirón. La derecha griega tiene también su Syriza –hablo de Amanecer Dorado y me limito a cuestiones llamémoslas posicionales, no pretendo afirmar que Amanecer Dorado sea el reverso de Syriza-, pero no parece que esta esté en condiciones de expulsarla de su propio espacio político. Hay retroceso de la “casta” griega, sí, pero parece que retrocede bastante más una casta que otra.

Cuesta imaginar para el PSOE un destino similar en cuanto al resultado electoral, numéricamente hablando. Incluso en los escenarios más catastróficos, sus perspectivas siguen siendo mejores que las que ahora mismo tiene el PASOK. Lo que no es tan difícil es avizorar, o temer, según el punto de vista, un cambio radical en su posición institucional como partido de gobierno natural de la izquierda. Y esto es muy relevante porque, además, puede que no sea tan coyuntural como se podría querer creer. En efecto, se puede pensar que la menesterosidad del PSOE es, como por vasos comunicantes, un resultado de la eclosión y auge de Podemos. En la medida en que el fenómeno Podemos sea efímero o, por lo menos, menos tremendo de lo que se dice, por ese mismo efecto de comunicación, el PSOE recuperará buena parte de su espacio natural. Y es posible que así sea, pero también es  posible que una parte del voto socialista se haya ido para no volver. Buscará otros cauces, sea en Podemos en otro lado, pero difícilmente volverá a haber un PSOE como lo conocíamos.

Hubo un tiempo, que coincide con aquel en el que, personalmente, recuerdo haber empezado a tener conciencia de los fenómenos políticos, en que el PSOE disfrutaba de una posición hegemónica que, de acercarlo a algo, parecía convertirlo en una suerte de hermano menor del PRI mexicano. Lo era todo. No existía alternativa alguna ni se aventuraba. La posición hegemónica no era solo electoral –que por supuesto; conviene recordar que, más allá de la mayoría absoluta aún  inigualada en escaños de 1982, González aún tuvo dos más y la segunda fue todavía de mayor envergadura que la que hoy tiene el PP- sino que iba mucho más allá: era una hegemonía política y cultural como, desde luego, y afortunadamente, nunca ha disfrutado el partido conservador (que ya se sabe que gobierna, pero no reina). El PSOE y sus terminales sindicales, mediáticos, universitarios, culturales monopolizaban el espacio de lo aceptable, desterrando todo lo demás a la irrelevancia. A la derecha del PSOE estaba, por supuesto, el abismo de la negrura postfranquista y a su izquierda el comunismo antimoderno, incapaz de dar el salto ideológico necesario para ser mayoritario en una sociedad opulenta (ese comunismo –o el espantajo de ese comunismo- era aquello, precisamente, de lo que el PSOE estaba llamado a proteger al sistema; por eso fue una opción claramente alentada por el propio centro-derecha gobernante durante la Transición temprana). Era el centro preciso de las cosas: la casa común del progresismo y de la decencia. El partido natural de un país que –menos sorprendentemente de lo que parecía- tras cuarenta años de dictadura de derechas se declaraba de centroizquierda. Un partido socialdemócrata que tuvo en Suresnes su Bad Godesberg. El votante del PSOE tenía todo el derecho del mundo a pensar que sus ideas, o sus creencias, representaban la centralidad política, que fuera de ahí solo había extremismos. El PSOE garantizaba al simpatizante no incurrir en el pecado capital de ser de derechas sin tener que comulgar con el incómodo ideario de la izquierda tradicional, creador de malas conciencias. A partir de esa soberbia de la centralidad se acometieron reformas enormemente dañinas para la calidad presente de nuestra democracia, sin ningún remordimiento: las reformas de la función pública o la educación –con vistas al oportuno aggiornamento ideológico- y el asalto, este nunca concluido del todo, a la judicatura. También hubo cosas buenas: probablemente solo un PSOE henchido de superlegitimidad estaba en condiciones de hacer cosas que, de otro modo, o no hubieran podido hacerse o se hubieran hecho en un clima de conflictividad mucho mayor.

Supongo que es esa sensación de fin de la historia, de hegemonía duradera, la que hizo perder de vista la endeblez de los fundamentos del modelo. El primero el ideológico. El uso de unas siglas históricas ha provisto al PSOE presente de una idea de nobleza y de una convicción sobre lo sólido y abundante de su patrimonio intelectual que dista mucho de tener un fundamento real. Podemos pensar que las limitaciones del socialismo español realmente existente son las mismas que aquejan a los grandes partidos socialdemócratas del continente, y en parte es cierto –como los grandes partidos de la izquierda europea, el PSOE se encuentra con que sus demandas básicas de modelo social se encuentran hoy constitucionalizadas y, por tanto, dejan de ser válidas como elementos movilizadores-; y también podemos decir que como partido ómnibus que se pretende (partido “atrapa todo”) sus perfiles son necesariamente vagos. Pero hay más que eso, o menos, si se prefiere. El PSOE ocupa el mismo espacio electoral, probablemente, que el SPD o el PS francés, pero no es ni uno ni otro: el PSOE realmente existente asentó su éxito sobre unos mimbres extremadamente simples. Es, antes que nada, un proyecto de poder dirigido a una sociedad con convicciones democráticas muy endebles, con una cultura política muy limitada. El PSOE es pobre en de ideas porque jamás las ha necesitado: siempre ha vendido imágenes en su lugar. Mercancía para una sociedad cansada de afirmaciones rotundas, deseosa de oír que algo tan profundamente cutre, mediocre hasta el cansancio, como la “movida madrileña” era cultura y de la buena.

Es posible que Zapatero condujera esa forma de hacer las cosas al paroxismo, convirtiendo al PSOE en la casa común de todas las ideas lábiles, so capa de referencias a la “política posmoderna”, pero él no lo inventó. Siendo cierto, eso sí, que es el partido que más se parece a España –España es en buena medida como el PSOE ha querido que sea-, como ella, transitó directamente a la posmodernidad, sin pasar por la modernidad en absoluto. El PSOE no trabó nunca un discurso sólido, primero porque no lo necesitó e igual cuando se da cuenta de que sí le hace falta es demasiado tarde. El modelo funcionó, y funcionó a las mil maravillas, mientras permitió explotar los complejos de una generación marcada por el trauma de la dictadura, temerosa, más que nada, de ser considerada “de derechas” pero perfectamente acomodada, pancista y sin más ganas de rebeldías que las puramente impostadas e indoloras. El PSOE ofrecía y sigue ofreciendo, además, algo muy importante para una generación o ciertas capas de una generación: la posibilidad de comprarse un pasado, la posibilidad de alancear moros muertos. Unas siglas históricas que, como el Guadiana, transitaron por la dictadura invisibles, resurgen para usufructuar una herencia mucho menos ganada de lo que parecía. El PSOE ofrecía a mucha gente claves para afrontar la incómoda realidad de que Franco murió en la cama, con muy pocas molestias, por cierto.

Todo eso ha saltado por los aires. La fórmula ya no funciona. El catecismo del progre es, para otra generación, tan irrelevante como el del padre Astete. Desprovisto de ciertas claves psicológicas, el PSOE aparece como lo que es, como un partido institucionalizado, aburguesado. Solo parece de izquierdas, me temo, a quienes siguen asistiendo con fervor emocionado a conciertos de cantautores cada vez más barrigones, más canosos y con más problemas con Hacienda. Y no es una opción, por supuesto, ni para la derecha tradicional ni para los votantes nuevos de centro derecha que ya ni se avergüenzan ni se asustan – tienen una relación con el partido que les representa “normal”, le votan o dejan de votar por lo que hace o deja de hacer.

La historia enseña que veinte años son un suspiro. Igual lo que creíamos en aquellos ochenta y noventa no era cierto. Igual no es cierto lo que nos hemos repetido hasta la saciedad (y queremos creer por el pavor que dan las alternativas): que el PSOE es un pilar esencial de nuestra democracia. Igual, a fin de cuentas, en la dimensión que tenía no es más que un invento de la Transición. Igual hay que empezar a concebir una democracia sin PSOE o con un PSOE mucho menos relevante. Y, en el fondo, eso puede no ser más que un síntoma de que maduramos.

 

domingo, 11 de enero de 2015

MISMOS DERECHOS, MISMAS RESPONSABILIDADES

El salvaje atentado contra la redacción de Charlie Hebdo en París que, una vez más, no han perpetrado criminales venidos a propósito de países lejanos, sino por nacionales de un país europeo –franceses por más señas-, personas que, aunque profesen la religión musulmana, llevan muchos años viviendo entre nosotros, actualiza el que, sin duda, es el gran debate de nuestro tiempo, a poco que se tenga un mínimo de perspectiva: el de los límites de la tolerancia.

Europa, por sus limitaciones demográficas, vive un dilema, similar al que, a otra escala mucho más dramática, vive Israel: está condenada a abrirse al mundo, a recibir al otro y debe saber hacerlo preservando el que considera su patrimonio más valioso, que no es otro que eso que, por abreviar, llamamos “derechos humanos” y, más bien, es lo que en Occidente hemos acuñado como modelo de convivencia. ¿Es eso posible? ¿Qué grado de diversidad cultural podemos aceptar para que el problema tenga solución? ¿Es cabalmente posible soñar con una Europa étnicamente distinta de la que hoy conocemos pero culturalmente idéntica o, al menos, muy semejante a esta?

La cuestión no puede resolverse con unos cuantos giros retóricos ni manifestaciones de condena de una islamofobia absurda y reactiva –que no sobran, pero no dan respuesta-; tampoco cabe despachar el tema afirmando simplemente, como hacía unos días Fernando Vallespín en El País (supongo que por falta de espacio para desarrollar la tesis), que Huntington estaba errado. Al menos, a Huntington hay que concederle parte de razón en algo: la bondad del modelo Occidental dista de ser autoevidente. Hay otros autores muy cabales que dicen que, para empezar, habría que abstenerse de intentar exportarlo, por lo menos en su integridad. Todo lo más, se puede intentar exponerlo y que el intento de emulación, en todo caso, haga el resto. Una cosa sí resulta bastante clara: en el seno del modelo Occidental anida un sistema económico –fundamentado en última instancia en un progreso científico que es inescindible de un cierto clima intelectual- exitoso sin rival en cuanto a la provisión de bienestar material. Eso se acepta en otras latitudes y, en lo posible, se imita. De ahí a aceptar todo lo que, en rigor, el modelo lleva consigo –o eso queremos entender nosotros-, media un trecho y abundan los ejemplos.

La cuestión no es tanto de puertas hacia fuera como de puertas hacia dentro. Aceptar la diversidad de puntos de vista en el mundo puede ser algo sobre lo que no nos quede más remedio. La cuestión es cuál es el nivel de tolerancia que hemos de aplicar en nuestra propia casa o cómo de militantes hemos de ser en la defensa de nuestro propio sistema de valores. Resulta bastante patente que existe una diferencia sustancial entre que un terrorista venido de países en conflicto se desplace al corazón de Europa para cometer un atentado y que ese mismo atentado se cometa por una persona criada y, es un decir, educada en ese mismo corazón de Europa. En el segundo de los casos –precisamente, el supuesto del crimen de Charlie Hebdo- a la tragedia se suma la evidencia de un fracaso: el asesino mata en nombre de unas de terminadas creencias pero, en el segundo supuesto, dispara, además, contra conciudadanos y contra un sistema de valores que, desde luego, o jamás llegó a asumir como propio o, con anterioridad a ese acto, debió rechazar como absolutamente ajeno. Como se ha dicho estos días, frente a la idiocia de las Marine Le Pen de turno, se alza una incómoda verdad: Occidente exporta más terroristas de los que importa; “cerrar las fronteras”, como respuesta, se antoja una estupidez supina.

Resulta ingenuo pretender que nuestros sistemas no están ideológicamente cargados o que son “neutrales” desde el punto de vista de los valores. Dicho de otro modo, que son capaces de acoger sin tensiones cualquier sistema particular y privado de creencias. Sencillamente no es así. Pudimos llegar a creerlo cuando, en el seno de nuestras sociedades homogéneas, el sistema gozaba de tal consenso que pudo devenir neutral no porque lo fuera, sino porque estaba fuera de discusión. Eso, si alguna vez fue cierto, ya no lo es. Asumido que nuestro sistema es uno de los posibles se debe, en primer lugar, constatar que parece, a la mayoría, superior a los demás y digno, por tanto, de ser preservado. A fin de cuentas, como exponía brillantemente (aquí) hace unos días Ilya U. Topper –en una tesis no exenta de polémica-, si la situación pone de manifiesto un fracaso no es el del sistema de integración europeo en general, sino el de las aproximaciones denominadas multiculturalistas.

El “multiculturalismo”, el buenismo del “cada uno a su manera”, es una de las ideas más peligrosas salidas del inagotable almacén de imbecilidad del 68. Y, desde luego, si algo no es, es una ideología progresista e integradora. El multiculturalismo consiste, precisamente, en acoger sin integrar, en sumar sin mezclar, simplemente en adosar. Supone la renuncia, respecto al ciudadano de nuevo cuño, a aquello que pareció evidente para el ciudadano de primera hornada: la transacción por la cual el ciudadano, para devenir tal, aceptaba un mínimo de moral pública compartida y unos compromisos elementales. A cambio, por supuesto, devenía ciudadano con todas las consecuencias y disfrutaba en plenitud del haz de derechos asociado a esa condición. Este, en síntesis, es el pacto que dio lugar al melting pot americano, exitoso, de nuevo, hasta que todo el arsenal ideológico del 68 empezó a socavarlo. Resulta enormemente paradójico que sea Francia la nación que hoy ejemplifica el multiculturalismo y su fracaso; Francia, la república que se construyó haciendo tabla rasa de las diferencias, condenando –a veces exageradamente- al ámbito estricto de lo privado todo aquello que distinguía a unos ciudadanos de otros, de forma que en el espacio público solo hubiera una cosa: franceses. El multiculturalismo fracasa porque con él viaja el engaño. Se te propone ser francés a tu manera y lo que resulta es que no eres francés en absoluto. Esto lo comparte con otras éticas indoloras de los derechos. A fin de cuentas, el multiculturalismo no deja de ser una traslación a un ámbito particular del rechazo de la ética de las responsabilidades y es tramposo por las mismas razones.

Por seguir con las paradojas solo aparentes, hay muchos más musulmanes en las filas de la policía francesa que, desde luego, franceses apuntados a la yihad. Imagino que habrá quien les considere malos musulmanes. Habrá quien les diga que tienen que optar. Y optan. Optan por ser franceses, primero, y cualquier otra cosa después –exactamente igual que el resto de sus conciudadanos, profesen la religión que profesen-. La tensión, si es que existe, puede resolverse y de hecho se resuelve en las vidas diarias de millones de ciudadanos europeos –minoría, sí, pero minoría que se cuenta por millones-. No son distintos. No hay que tratarlos como distintos porque, además, no vinieron aquí para eso. Al tratarlos como distintos, probablemente, no solo no les estamos haciendo fácil la vida sino que les estamos decepcionando profundamente.

Si se trata de credos, igual cuando se apaguen los ecos del instintivo “je suis Charlie” sería hora de volver a recitar el credo básico: creemos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que la raza, la religión, la lengua, el sexo o la orientación sexual, quiénes fueran tus padres o dónde nacieran, dónde naciste tú y un largo etcétera de características son meros accidentes que ni quitan ni ponen nada a la condición ciudadana. Mismos derechos, mismas responsabilidades.