lunes, 2 de febrero de 2015

BORGEN O LAS FICCIONES POLÍTICAS

“Borgen” es un coloquialismo para referirse al Palacio de Christianborg, en Copenhague. Un edificio gubernamental muy curioso no tanto por su arquitectura o características físicas como porque en él residen los ápices de los tres poderes en Dinamarca: alberga la sede del Parlamento, el Tribunal Supremo y la oficina del Primer Ministro. Hasta en esto los nórdicos son sensatos y racionales; la de desplazamientos que se deben ahorrar al cabo del año. “Borgen” es también el título de una serie de televisión danesa que, curiosamente, está conociendo cierta popularidad más allá de las fronteras del pequeño reino escandinavo (“pequeño” en dimensión -si nos ceñimos a su territorio europeo- y población, claro, que no en sus logros: no solo tiene una renta per cápita bastante apabullante sino que goza de una democracia de altísima calidad y sale recurrentemente muy arriba en las listas de los mejores países del mundo para vivir, cualquiera que sea el criterio que se aplique salvo, quizá, el clima, que ni siquiera es tan riguroso como el de sus primos nórdicos). La serie cuenta las peripecias de Brigitte Nyborg, la líder de un partido político de centro que, a través de los vericuetos de las coaliciones, llega a ser primer ministro lo que, evidentemente, tendrá repercusiones en su vida personal y familiar. Se trata, claro, de una ficción dramática pero la serie muestra bien cómo funcionan las instituciones danesas, su sistema de partidos, etc. Que el interés básico de los guionistas sea mostrar lo que la política hace o puede hacer a las personas no le quita interés didáctico en este sentido. En un plano costumbrista, desde España o desde casi cualquier otro lado, es también muy ilustrativo ver cómo es Dinamarca –un lugar del que sí se puede volver, creo, diciendo que se ha visto el futuro y funciona-; cómo en una recreación que se pretende realista se observa que la líder de un partido político con perspectivas de formar gobierno carece de cualquier tipo de servicio doméstico en su casa, donde recibe todo tipo de ayuda de su marido, va al Parlamento, donde está su oficina, en su bicicleta, que deja aparcada en la verja que da a su jardín, en apariencia carente de cualquier clase de seguridad y, en fin, va a ver a la reina Margarita para recibir el encargo de iniciar consultas para la formación de gobierno sin particulares solemnidades – y hasta le ofrecen un cafelito mientras espera a su Majestad. Es también gracioso ver cómo cuando los guionistas de la serie quieren fabular un escándalo con visos de poner a un primer ministro en apuros muy serios, se les ocurre la inconcebible conducta –para un danés, claro- de que adelante el pago de unos gastos personales con su tarjeta oficial por la cifra de 70.000 coronas… o sea unos 9.500 euros al cambio (lo que un usuario medio de una tarjeta black podía gastar en una semana). 

Parece que la serie les ha gustado a los daneses y está gustando fuera de Dinamarca. Y, como digo, tiene dos méritos: es una serie sobre política y políticos –que muestra la política desde todas sus perspectivas, incluida la institucional, mientras cuenta una historia- y es realista en el sentido de que la Dinamarca que se ve es una Dinamarca creíble. Seguro que a los daneses les gusta mucho El Ala Oeste de la Casa Blanca o House of Cards, por decir algo, pero es también muy probable que una traslación mimética de esas series a un ambiente local, suponiendo que fuera posible, se les hiciera inverosímil e incluso ridícula. Las pasiones que animan a los políticos daneses no deben ser muy distintas de las que inspiran a los políticos americanos de esas series, pero sus maneras son muy diferentes. A los daneses les gusta la serie porque se ven reconocidos en ella, supongo. Y no es descartable que a otros europeos les pase lo mismo: el sistema danés es parlamentario y, por tanto, se parece a casi todos los europeos –quizá con la única excepción del francés- mucho más que el sistema americano. Viendo El Ala Oeste, los europeos son espectadores, viendo Borgen se pueden sentir un poco partícipes porque lo que sucede ocurre en un país cuya cultura política está próxima a la nuestra.

Viendo la serie uno no puede evitar preguntarse si sería posible algo parecido aquí o más bien por qué no es posible. En España hay medios técnicos y presupuestos -aquí se hacen bodrios muy caros- hay guionistas y hay actores que tienen, además, la virtud de parecerse al resto de los españoles y pueden parecer creíbles cuando hacen de españoles. ¿Rechazaría el público español una ficción de calidad con tema político –o con los políticos como tema-? ¿No podría ser de interés, e incluso tener éxito, una serie o una película que, además de contar una historia de personas, mostrara cómo funcionan los vericuetos de nuestro sistema institucional? Borgen muestra a las claras cómo son las negociaciones para formar un gobierno de coalición, y eso es dramatizable; es verdad que en España no ha habido gobiernos de ese tipo, pero sí en las comunidades autónomas, ¿acaso no es eso dramatizable también? Es solo un ejemplo.

El cine y la televisión españoles se caracterizan por su alejamiento de la realidad de la sociedad en la que se crean, al menos  la sociedad contemporánea. Tanto que, cuando no ocurre así, sorprende. Uno de los grandes aciertos de la película de Daniel Monzón El Niño y uno de los motivos por los que la película se ve con tanto agrado es que, en una historia de traficantes de medio pelo que cruzan el Estrecho y a los que persiguen unos policías de la comandancia del puerto de Algeciras, los traficantes de medio pelo parecen traficantes de medio pelo, los policías, policías y Algeciras parece Algeciras. Hasta la gente de Cádiz habla con acento de Cádiz. Pero esto es raro, por inhabitual. Ya digo, talento artístico y técnico sobra. Véase, por ejemplo, el excelente trabajo de recreación de ambientes de La Isla Mínima, la otra película del año, o, por qué no decirlo, la capacidad de Cuéntame para trasladar con exactitud al espectador a la España de hace unas cuantas décadas. Es gratificante salir del cine y encontrarte, reconocible, el mismo Madrid o la misma Barcelona o la misma Sevilla que acabas de ver en la pantalla o, por lo menos, poder creerlo. Ver nuestra sociedad en toda su complejidad y riqueza.

Las razones por las que la ficción española no aborda ciertos terrenos, en particular la política, deben ser otras. Una, probable, es que a los guionistas y quienes les encargan sus trabajos no les interese esa temática, bien porque crean –erróneamente a mi juicio- que no encontrarían el favor del público bien porque no les atraiga en sí. Otra, tampoco descartable, es que en un país donde hay que tener bastante más cuidado que en Dinamarca a la hora de contar según qué cosas y de que según qué gente se vea reflejada, haya miedos, quizá porque es difícil, en España, concebir un acercamiento a estos temas que no esté ideologizado en el peor sentido de la palabra.

Y, sin embargo, creo que sería muy útil que estos asuntos se trataran en las ficciones, sea como asunto principal, sea como simple trasfondo. La cultura política de los españoles también podría cimentarse hablando de ella. Las ficciones norteamericanas que muestran la política –tengan estrictamente temática política o tengan otro tema principal- son metacultura política, si no cultura política en sentido estricto. La sociedad americana está acostumbrada a ver sus instituciones en funcionamiento, en la vida real y en la vida imaginaria. Y ello contribuye decisivamente a hacerlas reconocibles. Lo mismo puede ocurrir en cualquier otra parte. Curiosamente, la ficción podría hacer grandes cosas por paliar esa lejanía que, dicen, perciben los españoles en sus instituciones porque –ya digo que es paradójico- podría ofrecer imágenes más verdaderas de la política y los políticos. A menudo se nos olvida que lo que llamamos “realidad” es algo tamizado cuando no completamente impostado. Como digo, Borgen u otras series muestran una ficción dramatizada de una negociación política; se ve, claro, que esas negociaciones existen y que, igual que en los mercados de bienes se mercadea con ellos, en la política hay mercadeo de cargos, prebendas y expectativas. Pero también se ve que los políticos –que, estando dentro de la cámara de la ficción están “fuera de cámara”- hablan como seres humanos normales.
 
El presidente de los Estados Unidos –o el presidente del gobierno de España, o el primer ministro del Reino Unido- en su faceta pública, son esfinges. Ni una sola palabra suya deja de estar enteramente medida, asesorada por una legión de consejeros. Los presidentes de la ficción, cuando son verosímiles, nos permiten acercarnos a ellos porque nos permiten concebirlos como personas –precisamente cuando son más personajes o cuando son solo y estrictamente personajes-. Pero, como digo, para ello es necesario que el relato sea verosímil.

Acercarse a la política a través de la ficción es, en ocasiones, la única forma de exponerla cabalmente. Ninguna tesis sobre el poder ha alcanzado aún, ni de lejos, la profundidad de las obras de Shakespeare… que hace cuatro siglos eran un mero entretenimiento, conviene recordarlo.