Parece que la serie les ha gustado a los
daneses y está gustando fuera de Dinamarca. Y, como digo, tiene dos méritos: es
una serie sobre política y políticos –que muestra la política desde todas sus
perspectivas, incluida la institucional, mientras cuenta una historia- y es
realista en el sentido de que la Dinamarca que se ve es una Dinamarca creíble.
Seguro que a los daneses les gusta mucho El Ala Oeste de la Casa Blanca
o House of Cards, por decir algo, pero es también muy probable que una
traslación mimética de esas series a un ambiente local, suponiendo que fuera
posible, se les hiciera inverosímil e incluso ridícula. Las pasiones que animan
a los políticos daneses no deben ser muy distintas de las que inspiran a los
políticos americanos de esas series, pero sus maneras son muy diferentes. A los
daneses les gusta la serie porque se ven reconocidos en ella, supongo. Y no es
descartable que a otros europeos les pase lo mismo: el sistema danés es parlamentario
y, por tanto, se parece a casi todos los europeos –quizá con la única excepción
del francés- mucho más que el sistema americano. Viendo El Ala Oeste,
los europeos son espectadores, viendo Borgen se pueden sentir un poco
partícipes porque lo que sucede ocurre en un país cuya cultura política está
próxima a la nuestra.
Viendo la serie uno no puede evitar
preguntarse si sería posible algo parecido aquí o más bien por qué no es
posible. En España hay medios técnicos y presupuestos -aquí se hacen bodrios muy caros- hay guionistas y hay actores que tienen, además, la virtud
de parecerse al resto de los españoles y pueden parecer creíbles cuando hacen
de españoles. ¿Rechazaría el público español una ficción de calidad con tema
político –o con los políticos como tema-? ¿No podría ser de interés, e incluso
tener éxito, una serie o una película que, además de contar una historia de personas, mostrara
cómo funcionan los vericuetos de nuestro sistema institucional? Borgen
muestra a las claras cómo son las negociaciones para formar un gobierno de
coalición, y eso es dramatizable; es verdad que en España no ha habido
gobiernos de ese tipo, pero sí en las comunidades autónomas, ¿acaso no es eso
dramatizable también? Es solo un ejemplo.
El cine y la televisión españoles se caracterizan por su alejamiento de la realidad de la sociedad en la que se crean, al menos la sociedad contemporánea. Tanto que, cuando no ocurre así, sorprende. Uno de los grandes aciertos de la película de Daniel Monzón El Niño y uno de los motivos por los que la película se ve con tanto agrado es que, en una historia de traficantes de medio pelo que cruzan el Estrecho y a los que persiguen unos policías de la comandancia del puerto de Algeciras, los traficantes de medio pelo parecen traficantes de medio pelo, los policías, policías y Algeciras parece Algeciras. Hasta la gente de Cádiz habla con acento de Cádiz. Pero esto es raro, por inhabitual. Ya digo, talento artístico y técnico sobra. Véase, por ejemplo, el excelente trabajo de recreación de ambientes de La Isla Mínima, la otra película del año, o, por qué no decirlo, la capacidad de Cuéntame para trasladar con exactitud al espectador a la España de hace unas cuantas décadas. Es gratificante salir del cine y encontrarte, reconocible, el mismo Madrid o la misma Barcelona o la misma Sevilla que acabas de ver en la pantalla o, por lo menos, poder creerlo. Ver nuestra sociedad en toda su complejidad y riqueza.
Las razones por las que la ficción española no
aborda ciertos terrenos, en particular la política, deben ser otras. Una,
probable, es que a los guionistas y quienes les encargan sus trabajos no les
interese esa temática, bien porque crean –erróneamente a mi juicio- que no
encontrarían el favor del público bien porque no les atraiga en sí. Otra,
tampoco descartable, es que en un país donde hay que tener bastante más cuidado
que en Dinamarca a la hora de contar según qué cosas y de que según qué gente se
vea reflejada, haya miedos, quizá porque es difícil, en España, concebir un
acercamiento a estos temas que no esté ideologizado en el peor sentido de la
palabra.
Y, sin embargo, creo que sería muy útil que
estos asuntos se trataran en las ficciones, sea como asunto principal, sea como
simple trasfondo. La cultura política de los españoles también podría cimentarse
hablando de ella. Las ficciones norteamericanas que muestran la política –tengan
estrictamente temática política o tengan otro tema principal- son metacultura
política, si no cultura política en sentido estricto. La sociedad americana está
acostumbrada a ver sus instituciones en funcionamiento, en la vida real y en la
vida imaginaria. Y ello contribuye decisivamente a hacerlas reconocibles. Lo
mismo puede ocurrir en cualquier otra parte. Curiosamente, la ficción podría
hacer grandes cosas por paliar esa lejanía que, dicen, perciben los españoles
en sus instituciones porque –ya digo que es paradójico- podría ofrecer imágenes
más verdaderas de la política y los políticos. A menudo se nos olvida que lo
que llamamos “realidad” es algo tamizado cuando no completamente impostado. Como
digo, Borgen u otras series muestran una ficción dramatizada de una negociación
política; se ve, claro, que esas negociaciones existen y que, igual que en los
mercados de bienes se mercadea con ellos, en la política hay mercadeo de
cargos, prebendas y expectativas. Pero también se ve que los políticos –que,
estando dentro de la cámara de la ficción están “fuera de cámara”- hablan como
seres humanos normales.
El presidente de los Estados Unidos –o el
presidente del gobierno de España, o el primer ministro del Reino Unido- en su
faceta pública, son esfinges. Ni una sola palabra suya deja de estar
enteramente medida, asesorada por una legión de consejeros. Los presidentes de
la ficción, cuando son verosímiles, nos permiten acercarnos a ellos porque nos
permiten concebirlos como personas –precisamente cuando son más personajes o
cuando son solo y estrictamente personajes-. Pero, como digo, para ello es necesario
que el relato sea verosímil.
Acercarse a la política a través de la ficción
es, en ocasiones, la única forma de exponerla cabalmente. Ninguna tesis sobre
el poder ha alcanzado aún, ni de lejos, la profundidad de las obras de
Shakespeare… que hace cuatro siglos eran un mero entretenimiento, conviene
recordarlo.