domingo, 5 de abril de 2015

DISCREPANTES


Acabo de terminar un interesante librito cuyo autor es el filósofo italiano afincado en Francia Roberti Casati. Se titula “Contro il colonialismo digitale. Istruzioni per continuare a leggere” (Laterza – hay traducción española, creo en en Ariel). El libro fue reseñado en prensa española a través de una entrevista al autor hace unas cuantas semanas. En el breve ensayo, Casati desarrolla varias ideas, ramificaciones de una básica: es necesario, o muy conveniente, replantearse la relación con eso que denominamos el “universo digital” sin que ello se traduzca en absoluto en ningún tipo de ludismo. La segunda parte del título italiano (“instrucciones para seguir leyendo”) anuncia una defensa apasionada del libro de papel no por simples querencias personales o desde una postura romántica –a mi juicio, más que razonable- sino como herramienta óptima, en la mayoría de los casos, para el desarrollo de la única actividad que, todavía, provee lo que tradicionalmente llamábamos “conocimiento”: la lectura, que solo puede ser reposada y crítica. Como anécdota, es de interés reseñar cómo el autor despacha expresiones como la de “nativo digital” como lo que es, una supina estupidez.

Casati, como otros, se inscribe así en la reducida nómina de los discrepantes. Quienes, al menos, invitan a tomar un mínimo de distancia y a examinar con las armas de la razón la catarata de lugares comunes que nos invaden día a día. No se trata, para nada, de reaccionarios o personas que crean que cualquier tiempo pasado fue mejor. Simplemente, proponen lo que, se supone, aconsejaron siempre los intelectuales dignos de tal nombre: que empleemos nuestro sentido crítico para separar el grano de la paja. Resistir el “vértigo de la tecnología”, la sensación de urgencia y de que “nuestro mundo está cambiando y seguirá haciéndolo a ritmo acelerado hasta hacerse irreconocible”. El lenguaje grandilocuente en torno a todas estas cuestiones.

Nadie niega, por supuesto, que internet y la hiperconectividad han cambiado sustancialmente nuestro mundo. Nadie niega que estamos instalados en el mundo de la hiperinformación, entendida como posibilidad de acceso a infinidad de datos a coste tendente a cero. Que eso sea bueno, malo, útil o inútil es cosa que merece análisis sin conclusiones apriorísticas. De entrada, siendo, como digo, obvio que la información es cada vez más accesible lo es mucho menos que eso se esté traduciendo en conocimiento; la revolución informática dista de ser una revolución epistemológica. Casati demuestra que “nativo digital” o bien es un giro banal o bien es una tontería. Otro tanto podría decirse de la consabida referencia a la “generación mejor preparada” que invariablemente suele ser la última. El filósofo nos permite ver que es una estupidez querer ver nada de particular en niños de tres años que manejan dispositivos electrónicos… diseñados para que los manejen niños de tres años, obviamente. No hay “nativos digitales”, sino ingenieros de Apple y otras compañías que diseñan aparatos cuyo manejo resulte intuitivo. No es que los niños de cierta edad hayan nacido con una suerte de mutaciones genéticas que les permitan hacer cosas que a los demás les están vedadas. En la misma línea, los españoles con estudios universitarios son hoy más que nunca y sí, claro, las sucesivas cohortes lo son de “generaciones mejor preparadas” cuanto “más” preparadas. Si se quiera dar un sentido no banal a semejante afirmación sería necesario contrastar efectivamente los conocimientos del universitario promedio de hoy con los de sus homólogos de épocas pretéritas. Siendo extremadamente rigurosos –al menos en disciplinas de las que se puede decir que “progresan”, cual es el caso de las ciencias- incluso deberíamos ajustar por la evolución general de los conocimientos. Me atrevo a afirmar que, al menos en ciertas materias, las “generaciones sucesivamente mejor preparadas” igual no resultaban serlo tanto.

Los supuestos “avances tecnológicos” que “revolucionan el mundo”, mirados de cerca, tampoco resultan serlo tanto. Buena parte de nuestro supuesto progreso tecnológico está enfocado a actividades perfectamente prescindibles o que difícilmente pueden a asimilarse a otros avances señeros del género humano. Debemos mucho a Mark Zuckerberg, pero bastante más al primer cirujano que se lavó las manos antes de intervenir. Luis Garicano, en “El Dilema de España” nos cuenta cómo los economistas especializados en crecimiento ya tienen en cuenta este efecto. Claro que seguimos progresando y seguimos progresando en terrenos no banales. Pero, en realidad, lo hacemos menos que proporcionalmente. Así como, en efecto, el mundo pre-Neolítico y el post-Neolítico no se parecían nada y tampoco se parecían el mundo pre- y post-revolución industrial, aunque pese a algunos, el planeta pre- y post- Internet resultan bastante reconocibles. No idénticos, claro, pero muy reconocibles. Ello debería, como mínimo, llevarnos a poner esas urgencias en tela de juicio.

El “vértigo del momento” es algo frecuente –ni siquiera en eso nuestra época es novedosa-. Los análisis precipitados en materias sociales, también. Fukuyama decretó el fin de la historia demasiado rápido. Tras la caída del Muro y después de lo que llevamos de siglo XIX son reiteradas las reflexiones sobre cómo el mundo “se ha vuelto” inestable. Lo cierto es que, más bien, es tan inestable como siempre lo ha sido, y quizá un poco menos. Simplemente, lo que ocurre es que una generación nacida y criada en el particular orden de la Guerra Fría –a la postre, algo transitorio- tenía y sigue teniendo ciertos problemas para apreciar la realidad en la que vive.

Exceso de información y exceso de análisis apresurado, superficial. Exceso de profesionalización. Un opinador profesional –un tertuliano, pero también un gurú, un conferenciante de  oficio- no pueden permitirse el lujo de decir “no sé”, pese a que esa debería ser, o es, con seguridad, la respuesta más razonable a las preguntas que se plantean sobre la marcha. El escuchador avisado debería tener eso en cuenta. Como debería tener en cuenta que el mundo no es como nos lo describen. ¿Nos hacemos siquiera la elemental pregunta de si quien habla tiene alguna clase de interés en aquello de lo que habla?

Urge volver a leer. Urge leer libros. En papel.