Una costumbre habitual de la izquierda es
motejar de “liberal” toda política que se considera dañina, injusta y
antisocial. Y es más frecuente aún anteponer el prefijo “neo” que vacía de todo
contenido, de todo eco, de nobleza a un término que, a fin de cuentas, está
emparentado con “libertad” –vocablo no condenable aunque no haya consenso sobre
qué significa-. Más aún, la condena directa de “liberal” resultaría
problemática, sobre todo, a quien profesan ideologías que no son sino herejías
del liberalismo decimonónico y que guardan, respecto a él, una relación pareja
a la que las religiones semíticas posteriores mantienen con el judaísmo: se
condena, pero no es posible tirar todo el Antiguo Testamento a la basura.
Son, en particular, “neoliberales” y, por
tanto, condenables sin paliativos por ese motivo –por la razón adjetiva, más
allá de su sustancia- las políticas “de austeridad” que, por lo que se ve, se
hacen equivaler a políticas de “recortes sociales”. Más aún, se dice, la penosa
coyuntura que atraviesan las economías europeas se aprovecha por la
conspiración neoliberal que no cesa para asestar el golpe de gracia al odioso
estado de bienestar. El neoliberal, animado por su codicia y sus prejuicios, no
descansa y aprovecha cualquier ocasión para cebarse en los más débiles y
privarles de sus muy escasas conquistas.
Esta forma de pensar, por llamarlo de alguna
manera, además de incurrir en el vicio corriente de identificar el liberalismo
con el capitalismo salvaje y dar por hecho que cualquier persona que manifieste
liberal tiene que comulgar con los catecismos de ciertas universidades
americanas caricaturiza posiciones está profundamente errada.
Es cierto que los liberales son amigos de la
austeridad, cualquiera que sea la coyuntura, referida a la administración de lo
público. Y ello porque para los liberales la cuestión fiscal es algo más que
una cuestión técnica y no puede reducirse a los debates entre keynesianos y no
keynesianos sobre la conveniencia de tal o cual nivel de gasto público. La
cuestión fiscal es una verdadera cuestión moral. Puede expresarse en términos
thatcherianos, de puro sencillos: la propiedad privada –el derecho al producto
del propio trabajo- es uno de los fundamentos básicos de la libertad personal y
forma parte del núcleo esencial de los derechos humanos. El estado, que es algo
necesario por muchos motivos, se financia con impuestos, actuales o futuros –la
deuda es un impuesto futuro- que no tienen más origen posible que la detracción
de recursos de los individuos (recordémoslo una vez más: no existen “países”,
no existen “sociedades”, solo existen individuos y familias; lo demás son
ficciones jurídicas o de otro tipo). Por tanto, el aparato estatal y todos sus “servicios”
son financiados privando a los ciudadanos de algunos de sus derechos básicos.
Ciertamente, esto es justificable y hay buenas razones por las que los
ciudadanos deben, ya que así les conviene, renunciar o limitar algunos de sus
derechos, puesto que esta es la única forma de obtener ciertos bienes –entre ellos,
bienes que realizan en la práctica de ciertos niveles de solidaridad con
ciudadanos menos afortunados-. El abuso fiscal, empero, en forma de impuestos
innecesarios –y lo son todos los que financian gastos superfluos, excesivos o
insuficientemente justificados– es inmoral y solo el monopolio que los estados
ejercen sobre la ley positiva permite diferenciarlo del robo en cualquiera de
sus formas. El expolio fiscal no es, moralmente, diferente del robo por parte
un particular; si acaso es más condenable por los abusivos medios de los que
disfruta quien lo perpetra, pero las leyes lo hacen de distinto grado. Eso no
cambia las cosas, simplemente caracteriza a los legisladores.
Lo dicho hasta aquí se desenvuelve en el
terreno de los principios, pero no veo qué tiene que ver con las políticas
prácticas que se pueden contemplar en la
Unión Europea. ¿Acaso hemos mejorado algo? ¿Hay, en efecto mayor “austeridad”
en el sentido de un manejo más decente de las finanzas públicas? A mi modo de
ver, las supuestas políticas de “austeridad” lo son más bien de cuadre
contable. Austeridad y déficit cero no son lo mismo, que se sepa. Lo que los
funcionarios de Bruselas –señores estos que algún día deberán presentarnos, por
cierto- piden a los gobiernos es que empaten ingresos con gastos y, de salida,
casi todos han incrementado sustancialmente los impuestos y han comenzado a
recortar en los gastos que les han resultado más asequibles, que no son necesariamente
los más superfluos. Si un gobierno apurado fiscalmente detrae más renta a sus
ciudadanos y, además, retira en primera instancia gastos que tienen una
justificación –o, al menos, más justificación que otros- igual mejora los
números, pero profundiza en la indecencia.
España provee un ejemplo bastante patente. La
urgencia de los cuadres contables llevó al gobierno actual, nada más alcanzar
el poder, a elevar sustancialmente los impuestos pero toda calma parece poca a
la hora de reformar unos aparatos estatales que, a todas luces, son excesivos.
¿Está siendo “austero” el gobierno español? Tengo mis dudas. Estará siendo,
quizá, un eficiente administrador de determinadas políticas, pero en tanto no
acometa otro tipo de reformas, no puede ser calificado de virtuoso.
Desde una perspectiva liberal lo urgente no
es, desde luego, el cuadre contable –ese vendrá de suyo- sino restaurar la
justicia y la moralidad en las finanzas públicas, que es un problema diferente y que lleva consigo debates de largo alcance.
Los gobiernos europeos, el español al menos, siguen negándose a adoptar esa
perspectiva. No son liberales, es obvio. Son estatistas apurados. Tan estatista
como esa izquierda que reclama que nunca paren los atropellos fiscales y para
la que el derecho al producto del trabajo no es tal. Es solo que no les llega
para pagar todo lo que querrían.
Estén tranquilos, por tanto, los
biempensantes. La revolución liberal no va ganando.