viernes, 23 de enero de 2015

¿Y SI EL PSOE FUERA COMO EL PASOK?


Las encuestas en Grecia colocan al trasunto heleno de Podemos, Syriza, como primera fuerza, con cierta holgura sobre el partido conservador ahora gobernante, Nueva Democracia (el partido de los Karamanlis). Lo que más me llama la atención, no obstante, es el hundimiento, la caída en la irrelevancia, que se pronostica para el PASOK (el partido de los Papandreu). El PASOK –el Partido Socialista Panhelénico- tenía muchos puntos en común con el PSOE. Ambos, en un escenario post-dictadura, guiados por figuras carismáticas, se erigieron de repente en partidos percibidos como esenciales para la articulación del sistema, como los grandes aglutinantes del centro-izquierda y la izquierda. El sistema político griego no era concebible sin el PASOK y Grecia parecía destinada a bascular entre dos dinastías familiares. Ahora al menos una de ellas parece haber desaparecido del mapa. El partido del turno de la derecha, sin embargo, parece que aguanta mucho mejor el tirón. La derecha griega tiene también su Syriza –hablo de Amanecer Dorado y me limito a cuestiones llamémoslas posicionales, no pretendo afirmar que Amanecer Dorado sea el reverso de Syriza-, pero no parece que esta esté en condiciones de expulsarla de su propio espacio político. Hay retroceso de la “casta” griega, sí, pero parece que retrocede bastante más una casta que otra.

Cuesta imaginar para el PSOE un destino similar en cuanto al resultado electoral, numéricamente hablando. Incluso en los escenarios más catastróficos, sus perspectivas siguen siendo mejores que las que ahora mismo tiene el PASOK. Lo que no es tan difícil es avizorar, o temer, según el punto de vista, un cambio radical en su posición institucional como partido de gobierno natural de la izquierda. Y esto es muy relevante porque, además, puede que no sea tan coyuntural como se podría querer creer. En efecto, se puede pensar que la menesterosidad del PSOE es, como por vasos comunicantes, un resultado de la eclosión y auge de Podemos. En la medida en que el fenómeno Podemos sea efímero o, por lo menos, menos tremendo de lo que se dice, por ese mismo efecto de comunicación, el PSOE recuperará buena parte de su espacio natural. Y es posible que así sea, pero también es  posible que una parte del voto socialista se haya ido para no volver. Buscará otros cauces, sea en Podemos en otro lado, pero difícilmente volverá a haber un PSOE como lo conocíamos.

Hubo un tiempo, que coincide con aquel en el que, personalmente, recuerdo haber empezado a tener conciencia de los fenómenos políticos, en que el PSOE disfrutaba de una posición hegemónica que, de acercarlo a algo, parecía convertirlo en una suerte de hermano menor del PRI mexicano. Lo era todo. No existía alternativa alguna ni se aventuraba. La posición hegemónica no era solo electoral –que por supuesto; conviene recordar que, más allá de la mayoría absoluta aún  inigualada en escaños de 1982, González aún tuvo dos más y la segunda fue todavía de mayor envergadura que la que hoy tiene el PP- sino que iba mucho más allá: era una hegemonía política y cultural como, desde luego, y afortunadamente, nunca ha disfrutado el partido conservador (que ya se sabe que gobierna, pero no reina). El PSOE y sus terminales sindicales, mediáticos, universitarios, culturales monopolizaban el espacio de lo aceptable, desterrando todo lo demás a la irrelevancia. A la derecha del PSOE estaba, por supuesto, el abismo de la negrura postfranquista y a su izquierda el comunismo antimoderno, incapaz de dar el salto ideológico necesario para ser mayoritario en una sociedad opulenta (ese comunismo –o el espantajo de ese comunismo- era aquello, precisamente, de lo que el PSOE estaba llamado a proteger al sistema; por eso fue una opción claramente alentada por el propio centro-derecha gobernante durante la Transición temprana). Era el centro preciso de las cosas: la casa común del progresismo y de la decencia. El partido natural de un país que –menos sorprendentemente de lo que parecía- tras cuarenta años de dictadura de derechas se declaraba de centroizquierda. Un partido socialdemócrata que tuvo en Suresnes su Bad Godesberg. El votante del PSOE tenía todo el derecho del mundo a pensar que sus ideas, o sus creencias, representaban la centralidad política, que fuera de ahí solo había extremismos. El PSOE garantizaba al simpatizante no incurrir en el pecado capital de ser de derechas sin tener que comulgar con el incómodo ideario de la izquierda tradicional, creador de malas conciencias. A partir de esa soberbia de la centralidad se acometieron reformas enormemente dañinas para la calidad presente de nuestra democracia, sin ningún remordimiento: las reformas de la función pública o la educación –con vistas al oportuno aggiornamento ideológico- y el asalto, este nunca concluido del todo, a la judicatura. También hubo cosas buenas: probablemente solo un PSOE henchido de superlegitimidad estaba en condiciones de hacer cosas que, de otro modo, o no hubieran podido hacerse o se hubieran hecho en un clima de conflictividad mucho mayor.

Supongo que es esa sensación de fin de la historia, de hegemonía duradera, la que hizo perder de vista la endeblez de los fundamentos del modelo. El primero el ideológico. El uso de unas siglas históricas ha provisto al PSOE presente de una idea de nobleza y de una convicción sobre lo sólido y abundante de su patrimonio intelectual que dista mucho de tener un fundamento real. Podemos pensar que las limitaciones del socialismo español realmente existente son las mismas que aquejan a los grandes partidos socialdemócratas del continente, y en parte es cierto –como los grandes partidos de la izquierda europea, el PSOE se encuentra con que sus demandas básicas de modelo social se encuentran hoy constitucionalizadas y, por tanto, dejan de ser válidas como elementos movilizadores-; y también podemos decir que como partido ómnibus que se pretende (partido “atrapa todo”) sus perfiles son necesariamente vagos. Pero hay más que eso, o menos, si se prefiere. El PSOE ocupa el mismo espacio electoral, probablemente, que el SPD o el PS francés, pero no es ni uno ni otro: el PSOE realmente existente asentó su éxito sobre unos mimbres extremadamente simples. Es, antes que nada, un proyecto de poder dirigido a una sociedad con convicciones democráticas muy endebles, con una cultura política muy limitada. El PSOE es pobre en de ideas porque jamás las ha necesitado: siempre ha vendido imágenes en su lugar. Mercancía para una sociedad cansada de afirmaciones rotundas, deseosa de oír que algo tan profundamente cutre, mediocre hasta el cansancio, como la “movida madrileña” era cultura y de la buena.

Es posible que Zapatero condujera esa forma de hacer las cosas al paroxismo, convirtiendo al PSOE en la casa común de todas las ideas lábiles, so capa de referencias a la “política posmoderna”, pero él no lo inventó. Siendo cierto, eso sí, que es el partido que más se parece a España –España es en buena medida como el PSOE ha querido que sea-, como ella, transitó directamente a la posmodernidad, sin pasar por la modernidad en absoluto. El PSOE no trabó nunca un discurso sólido, primero porque no lo necesitó e igual cuando se da cuenta de que sí le hace falta es demasiado tarde. El modelo funcionó, y funcionó a las mil maravillas, mientras permitió explotar los complejos de una generación marcada por el trauma de la dictadura, temerosa, más que nada, de ser considerada “de derechas” pero perfectamente acomodada, pancista y sin más ganas de rebeldías que las puramente impostadas e indoloras. El PSOE ofrecía y sigue ofreciendo, además, algo muy importante para una generación o ciertas capas de una generación: la posibilidad de comprarse un pasado, la posibilidad de alancear moros muertos. Unas siglas históricas que, como el Guadiana, transitaron por la dictadura invisibles, resurgen para usufructuar una herencia mucho menos ganada de lo que parecía. El PSOE ofrecía a mucha gente claves para afrontar la incómoda realidad de que Franco murió en la cama, con muy pocas molestias, por cierto.

Todo eso ha saltado por los aires. La fórmula ya no funciona. El catecismo del progre es, para otra generación, tan irrelevante como el del padre Astete. Desprovisto de ciertas claves psicológicas, el PSOE aparece como lo que es, como un partido institucionalizado, aburguesado. Solo parece de izquierdas, me temo, a quienes siguen asistiendo con fervor emocionado a conciertos de cantautores cada vez más barrigones, más canosos y con más problemas con Hacienda. Y no es una opción, por supuesto, ni para la derecha tradicional ni para los votantes nuevos de centro derecha que ya ni se avergüenzan ni se asustan – tienen una relación con el partido que les representa “normal”, le votan o dejan de votar por lo que hace o deja de hacer.

La historia enseña que veinte años son un suspiro. Igual lo que creíamos en aquellos ochenta y noventa no era cierto. Igual no es cierto lo que nos hemos repetido hasta la saciedad (y queremos creer por el pavor que dan las alternativas): que el PSOE es un pilar esencial de nuestra democracia. Igual, a fin de cuentas, en la dimensión que tenía no es más que un invento de la Transición. Igual hay que empezar a concebir una democracia sin PSOE o con un PSOE mucho menos relevante. Y, en el fondo, eso puede no ser más que un síntoma de que maduramos.

 

domingo, 11 de enero de 2015

MISMOS DERECHOS, MISMAS RESPONSABILIDADES

El salvaje atentado contra la redacción de Charlie Hebdo en París que, una vez más, no han perpetrado criminales venidos a propósito de países lejanos, sino por nacionales de un país europeo –franceses por más señas-, personas que, aunque profesen la religión musulmana, llevan muchos años viviendo entre nosotros, actualiza el que, sin duda, es el gran debate de nuestro tiempo, a poco que se tenga un mínimo de perspectiva: el de los límites de la tolerancia.

Europa, por sus limitaciones demográficas, vive un dilema, similar al que, a otra escala mucho más dramática, vive Israel: está condenada a abrirse al mundo, a recibir al otro y debe saber hacerlo preservando el que considera su patrimonio más valioso, que no es otro que eso que, por abreviar, llamamos “derechos humanos” y, más bien, es lo que en Occidente hemos acuñado como modelo de convivencia. ¿Es eso posible? ¿Qué grado de diversidad cultural podemos aceptar para que el problema tenga solución? ¿Es cabalmente posible soñar con una Europa étnicamente distinta de la que hoy conocemos pero culturalmente idéntica o, al menos, muy semejante a esta?

La cuestión no puede resolverse con unos cuantos giros retóricos ni manifestaciones de condena de una islamofobia absurda y reactiva –que no sobran, pero no dan respuesta-; tampoco cabe despachar el tema afirmando simplemente, como hacía unos días Fernando Vallespín en El País (supongo que por falta de espacio para desarrollar la tesis), que Huntington estaba errado. Al menos, a Huntington hay que concederle parte de razón en algo: la bondad del modelo Occidental dista de ser autoevidente. Hay otros autores muy cabales que dicen que, para empezar, habría que abstenerse de intentar exportarlo, por lo menos en su integridad. Todo lo más, se puede intentar exponerlo y que el intento de emulación, en todo caso, haga el resto. Una cosa sí resulta bastante clara: en el seno del modelo Occidental anida un sistema económico –fundamentado en última instancia en un progreso científico que es inescindible de un cierto clima intelectual- exitoso sin rival en cuanto a la provisión de bienestar material. Eso se acepta en otras latitudes y, en lo posible, se imita. De ahí a aceptar todo lo que, en rigor, el modelo lleva consigo –o eso queremos entender nosotros-, media un trecho y abundan los ejemplos.

La cuestión no es tanto de puertas hacia fuera como de puertas hacia dentro. Aceptar la diversidad de puntos de vista en el mundo puede ser algo sobre lo que no nos quede más remedio. La cuestión es cuál es el nivel de tolerancia que hemos de aplicar en nuestra propia casa o cómo de militantes hemos de ser en la defensa de nuestro propio sistema de valores. Resulta bastante patente que existe una diferencia sustancial entre que un terrorista venido de países en conflicto se desplace al corazón de Europa para cometer un atentado y que ese mismo atentado se cometa por una persona criada y, es un decir, educada en ese mismo corazón de Europa. En el segundo de los casos –precisamente, el supuesto del crimen de Charlie Hebdo- a la tragedia se suma la evidencia de un fracaso: el asesino mata en nombre de unas de terminadas creencias pero, en el segundo supuesto, dispara, además, contra conciudadanos y contra un sistema de valores que, desde luego, o jamás llegó a asumir como propio o, con anterioridad a ese acto, debió rechazar como absolutamente ajeno. Como se ha dicho estos días, frente a la idiocia de las Marine Le Pen de turno, se alza una incómoda verdad: Occidente exporta más terroristas de los que importa; “cerrar las fronteras”, como respuesta, se antoja una estupidez supina.

Resulta ingenuo pretender que nuestros sistemas no están ideológicamente cargados o que son “neutrales” desde el punto de vista de los valores. Dicho de otro modo, que son capaces de acoger sin tensiones cualquier sistema particular y privado de creencias. Sencillamente no es así. Pudimos llegar a creerlo cuando, en el seno de nuestras sociedades homogéneas, el sistema gozaba de tal consenso que pudo devenir neutral no porque lo fuera, sino porque estaba fuera de discusión. Eso, si alguna vez fue cierto, ya no lo es. Asumido que nuestro sistema es uno de los posibles se debe, en primer lugar, constatar que parece, a la mayoría, superior a los demás y digno, por tanto, de ser preservado. A fin de cuentas, como exponía brillantemente (aquí) hace unos días Ilya U. Topper –en una tesis no exenta de polémica-, si la situación pone de manifiesto un fracaso no es el del sistema de integración europeo en general, sino el de las aproximaciones denominadas multiculturalistas.

El “multiculturalismo”, el buenismo del “cada uno a su manera”, es una de las ideas más peligrosas salidas del inagotable almacén de imbecilidad del 68. Y, desde luego, si algo no es, es una ideología progresista e integradora. El multiculturalismo consiste, precisamente, en acoger sin integrar, en sumar sin mezclar, simplemente en adosar. Supone la renuncia, respecto al ciudadano de nuevo cuño, a aquello que pareció evidente para el ciudadano de primera hornada: la transacción por la cual el ciudadano, para devenir tal, aceptaba un mínimo de moral pública compartida y unos compromisos elementales. A cambio, por supuesto, devenía ciudadano con todas las consecuencias y disfrutaba en plenitud del haz de derechos asociado a esa condición. Este, en síntesis, es el pacto que dio lugar al melting pot americano, exitoso, de nuevo, hasta que todo el arsenal ideológico del 68 empezó a socavarlo. Resulta enormemente paradójico que sea Francia la nación que hoy ejemplifica el multiculturalismo y su fracaso; Francia, la república que se construyó haciendo tabla rasa de las diferencias, condenando –a veces exageradamente- al ámbito estricto de lo privado todo aquello que distinguía a unos ciudadanos de otros, de forma que en el espacio público solo hubiera una cosa: franceses. El multiculturalismo fracasa porque con él viaja el engaño. Se te propone ser francés a tu manera y lo que resulta es que no eres francés en absoluto. Esto lo comparte con otras éticas indoloras de los derechos. A fin de cuentas, el multiculturalismo no deja de ser una traslación a un ámbito particular del rechazo de la ética de las responsabilidades y es tramposo por las mismas razones.

Por seguir con las paradojas solo aparentes, hay muchos más musulmanes en las filas de la policía francesa que, desde luego, franceses apuntados a la yihad. Imagino que habrá quien les considere malos musulmanes. Habrá quien les diga que tienen que optar. Y optan. Optan por ser franceses, primero, y cualquier otra cosa después –exactamente igual que el resto de sus conciudadanos, profesen la religión que profesen-. La tensión, si es que existe, puede resolverse y de hecho se resuelve en las vidas diarias de millones de ciudadanos europeos –minoría, sí, pero minoría que se cuenta por millones-. No son distintos. No hay que tratarlos como distintos porque, además, no vinieron aquí para eso. Al tratarlos como distintos, probablemente, no solo no les estamos haciendo fácil la vida sino que les estamos decepcionando profundamente.

Si se trata de credos, igual cuando se apaguen los ecos del instintivo “je suis Charlie” sería hora de volver a recitar el credo básico: creemos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que la raza, la religión, la lengua, el sexo o la orientación sexual, quiénes fueran tus padres o dónde nacieran, dónde naciste tú y un largo etcétera de características son meros accidentes que ni quitan ni ponen nada a la condición ciudadana. Mismos derechos, mismas responsabilidades.