Las encuestas en Grecia colocan al trasunto
heleno de Podemos, Syriza, como primera fuerza, con cierta holgura sobre el
partido conservador ahora gobernante, Nueva Democracia (el partido de los
Karamanlis). Lo que más me llama la atención, no obstante, es el hundimiento,
la caída en la irrelevancia, que se pronostica para el PASOK (el partido de los
Papandreu). El PASOK –el Partido Socialista Panhelénico- tenía muchos puntos en
común con el PSOE. Ambos, en un escenario post-dictadura, guiados por figuras
carismáticas, se erigieron de repente en partidos percibidos como esenciales
para la articulación del sistema, como los grandes aglutinantes del
centro-izquierda y la izquierda. El sistema político griego no era concebible
sin el PASOK y Grecia parecía destinada a bascular entre dos dinastías
familiares. Ahora al menos una de ellas parece haber desaparecido del mapa. El
partido del turno de la derecha, sin embargo, parece que aguanta mucho mejor el
tirón. La derecha griega tiene también su Syriza –hablo de Amanecer Dorado y me
limito a cuestiones llamémoslas posicionales, no pretendo afirmar que Amanecer
Dorado sea el reverso de Syriza-, pero no parece que esta esté en condiciones
de expulsarla de su propio espacio político. Hay retroceso de la “casta”
griega, sí, pero parece que retrocede bastante más una casta que otra.
Cuesta imaginar para el PSOE un destino
similar en cuanto al resultado electoral, numéricamente hablando. Incluso en
los escenarios más catastróficos, sus perspectivas siguen siendo mejores que
las que ahora mismo tiene el PASOK. Lo que no es tan difícil es avizorar, o
temer, según el punto de vista, un cambio radical en su posición institucional
como partido de gobierno natural de la izquierda. Y esto es muy relevante
porque, además, puede que no sea tan coyuntural como se podría querer creer. En
efecto, se puede pensar que la menesterosidad del PSOE es, como por vasos
comunicantes, un resultado de la eclosión y auge de Podemos. En la medida en
que el fenómeno Podemos sea efímero o, por lo menos, menos tremendo de lo que
se dice, por ese mismo efecto de comunicación, el PSOE recuperará buena parte
de su espacio natural. Y es posible que así sea, pero también es posible que una parte del voto socialista se
haya ido para no volver. Buscará otros cauces, sea en Podemos en otro lado,
pero difícilmente volverá a haber un PSOE como lo conocíamos.
Hubo un tiempo, que coincide con aquel en el
que, personalmente, recuerdo haber empezado a tener conciencia de los fenómenos
políticos, en que el PSOE disfrutaba de una posición hegemónica que, de
acercarlo a algo, parecía convertirlo en una suerte de hermano menor del PRI
mexicano. Lo era todo. No existía alternativa alguna ni se aventuraba. La
posición hegemónica no era solo electoral –que por supuesto; conviene recordar
que, más allá de la mayoría absoluta aún
inigualada en escaños de 1982, González aún tuvo dos más y la segunda
fue todavía de mayor envergadura que la que hoy tiene el PP- sino que iba mucho
más allá: era una hegemonía política y cultural como, desde luego, y
afortunadamente, nunca ha disfrutado el partido conservador (que ya se sabe que
gobierna, pero no reina). El PSOE y sus terminales sindicales, mediáticos,
universitarios, culturales monopolizaban el espacio de lo aceptable,
desterrando todo lo demás a la irrelevancia. A la derecha del PSOE estaba, por
supuesto, el abismo de la negrura postfranquista y a su izquierda el comunismo
antimoderno, incapaz de dar el salto ideológico necesario para ser mayoritario
en una sociedad opulenta (ese comunismo –o el espantajo de ese comunismo- era
aquello, precisamente, de lo que el PSOE estaba llamado a proteger al sistema;
por eso fue una opción claramente alentada por el propio centro-derecha
gobernante durante la Transición temprana). Era el centro preciso de las cosas:
la casa común del progresismo y de la decencia. El partido natural de un país
que –menos sorprendentemente de lo que parecía- tras cuarenta años de dictadura
de derechas se declaraba de centroizquierda. Un partido socialdemócrata que
tuvo en Suresnes su Bad Godesberg. El votante del PSOE tenía todo el derecho
del mundo a pensar que sus ideas, o sus creencias, representaban la centralidad
política, que fuera de ahí solo había extremismos. El PSOE garantizaba al
simpatizante no incurrir en el pecado capital de ser de derechas sin tener que
comulgar con el incómodo ideario de la izquierda tradicional, creador de malas
conciencias. A partir de esa soberbia de la centralidad se acometieron reformas
enormemente dañinas para la calidad presente de nuestra democracia, sin ningún
remordimiento: las reformas de la función pública o la educación –con vistas al
oportuno aggiornamento ideológico- y el asalto, este nunca concluido del
todo, a la judicatura. También hubo cosas buenas: probablemente solo un PSOE
henchido de superlegitimidad estaba en condiciones de hacer cosas que, de otro
modo, o no hubieran podido hacerse o se hubieran hecho en un clima de
conflictividad mucho mayor.
Supongo que es esa sensación de fin de la
historia, de hegemonía duradera, la que hizo perder de vista la endeblez de los
fundamentos del modelo. El primero el ideológico. El uso de unas siglas
históricas ha provisto al PSOE presente de una idea de nobleza y de una
convicción sobre lo sólido y abundante de su patrimonio intelectual que dista
mucho de tener un fundamento real. Podemos pensar que las limitaciones del
socialismo español realmente existente son las mismas que aquejan a los grandes
partidos socialdemócratas del continente, y en parte es cierto –como los
grandes partidos de la izquierda europea, el PSOE se encuentra con que sus
demandas básicas de modelo social se encuentran hoy constitucionalizadas y, por
tanto, dejan de ser válidas como elementos movilizadores-; y también podemos
decir que como partido ómnibus que se pretende (partido “atrapa todo”) sus
perfiles son necesariamente vagos. Pero hay más que eso, o menos, si se
prefiere. El PSOE ocupa el mismo espacio electoral, probablemente, que el SPD o
el PS francés, pero no es ni uno ni otro: el PSOE realmente existente asentó su
éxito sobre unos mimbres extremadamente simples. Es, antes que nada, un
proyecto de poder dirigido a una sociedad con convicciones democráticas muy
endebles, con una cultura política muy limitada. El PSOE es pobre en de ideas
porque jamás las ha necesitado: siempre ha vendido imágenes en su lugar. Mercancía
para una sociedad cansada de afirmaciones rotundas, deseosa de oír que algo tan
profundamente cutre, mediocre hasta el cansancio, como la “movida madrileña”
era cultura y de la buena.
Es posible que Zapatero condujera esa forma de
hacer las cosas al paroxismo, convirtiendo al PSOE en la casa común de todas
las ideas lábiles, so capa de referencias a la “política posmoderna”, pero él
no lo inventó. Siendo cierto, eso sí, que es el partido que más se parece a
España –España es en buena medida como el PSOE ha querido que sea-, como ella,
transitó directamente a la posmodernidad, sin pasar por la modernidad en
absoluto. El PSOE no trabó nunca un discurso sólido, primero porque no lo necesitó
e igual cuando se da cuenta de que sí le hace falta es demasiado tarde. El
modelo funcionó, y funcionó a las mil maravillas, mientras permitió explotar
los complejos de una generación marcada por el trauma de la dictadura,
temerosa, más que nada, de ser considerada “de derechas” pero perfectamente
acomodada, pancista y sin más ganas de rebeldías que las puramente impostadas e
indoloras. El PSOE ofrecía y sigue ofreciendo, además, algo muy importante para
una generación o ciertas capas de una generación: la posibilidad de comprarse
un pasado, la posibilidad de alancear moros muertos. Unas siglas históricas
que, como el Guadiana, transitaron por la dictadura invisibles, resurgen para
usufructuar una herencia mucho menos ganada de lo que parecía. El PSOE ofrecía
a mucha gente claves para afrontar la incómoda realidad de que Franco murió en
la cama, con muy pocas molestias, por cierto.
Todo eso ha saltado por los aires. La fórmula
ya no funciona. El catecismo del progre es, para otra generación, tan
irrelevante como el del padre Astete. Desprovisto de ciertas claves
psicológicas, el PSOE aparece como lo que es, como un partido
institucionalizado, aburguesado. Solo parece de izquierdas, me temo, a quienes
siguen asistiendo con fervor emocionado a conciertos de cantautores cada vez
más barrigones, más canosos y con más problemas con Hacienda. Y no es una
opción, por supuesto, ni para la derecha tradicional ni para los votantes nuevos
de centro derecha que ya ni se avergüenzan ni se asustan – tienen una relación
con el partido que les representa “normal”, le votan o dejan de votar por lo
que hace o deja de hacer.
La historia enseña que veinte años son un
suspiro. Igual lo que creíamos en aquellos ochenta y noventa no era cierto.
Igual no es cierto lo que nos hemos repetido hasta la saciedad (y queremos creer
por el pavor que dan las alternativas): que el PSOE es un pilar esencial de
nuestra democracia. Igual, a fin de cuentas, en la dimensión que tenía no es
más que un invento de la Transición. Igual hay que empezar a concebir una
democracia sin PSOE o con un PSOE mucho menos relevante. Y, en el fondo, eso
puede no ser más que un síntoma de que maduramos.