lunes, 31 de diciembre de 2012

El verdadero sur

Escribo desde la tranquilidad de los salones de un parador nacional. Los empleados, muchos más que huéspedes, están atentos a las necesidades de los clientes, pese a que hoy estaban convocados a la huelga. El parador está en el noroeste de España y, como todos los que jalonan la ruta entre Madrid y Galicia –Tordesillas, Benavente, Puebla de Sanabria, Villafranca del Bierzo…-, está amenazado de cierre total o parcial. Por la ventana del salón en el que tecleo, en una torre almenada, puede verse el paisaje, diríase que triste, pero que a mí me parece hermoso, de nuestro verdadero sur.

Creo recordar que la imagen se la debo a ese gran cronista que es Enric Juliana: en España, el verdadero sur discurre a lo largo de la raya de Portugal. La ruta de la Plata es la ruta de la desesperanza. Tierras vaciadas, que no vacías, que han quedado lejos de todo. Justas de oportunidades, el turismo es una de sus pocas bazas. Un turismo, claro, que tiene que ser especial. Precisamente, ese turismo que nos preciamos tanto de buscar, el turismo culto de fuera de estación que busca iglesias románicas, castillos bajomedievales, cocina regional excelsas o estancias lingüísticas para aprender español en el solar de la lengua. Un turismo que representa una fracción magra de esos casi sesenta millones de almas que, según estadísticas, vienen a vernos cada año. La mayoría, para qué engañarse, no se aventuran mucho por el interior; prefieren quedarse panza arriba en las costas… Y que no nos falten.

El verdadero sur, dice Juliana. Y dice bien. La España del desarrollo –ahora parada, pero que ya volverá a tomar impulso- se asemeja al Egipto faraónico, con su estrecha franja de prosperidad rodeada de desierto, pero con dos Nilos: la autopista del Mediterráneo y el Ebro.  Eso y el gran polo excéntrico que es Madrid, unido a los ejes de prosperidad por los cordones umbilicales de las autovías radiales. Fuera de eso todo es sur. Pero el sur geográfico cuenta, al menos, con su propia viveza, con una potencia demográfica suficiente, núcleos urbanos notables y bolsas autónomas de bienestar. Cuenta, además, con la conciencia de sur, propia y ajena, que crea en todos una sensación de imperativo histórico, de injusticia que es preciso reparar sin tardanza. El resto de España se siente, por decirlo así, culpable del atraso secular de su sur propiamente dicho y se aplica a repararlo… Pero nadie se ve impelido a remediar el abandono de ese oeste que es el sur verdadero.

¿Qué sitio le queda en el ajedrez de esta España “plural” a lo que, en suma, no deja de ser España sin apellidos? Será que, andando por tierras del Duero, se pone uno noventayochista sin quererlo. Las cabezas preclaras del Levante dicen que es hora de que este país empiece a pensar con la cabeza y que bascule, de una vez y para siempre, hacia el Mediterráneo. Las inversiones, los planes, los proyectos de futuro, deben orientarse a la productividad, volcándose en esos dos ejes que decía. Cada euro que se desvía hacia lo que no tiene remedio nos aparta de la prosperidad deseada. Y puede que sea cierto, claro. Así lo hicimos durante muchos años. Los años de las grandes migraciones hacia Bilbao, hacia Madrid, hacia Barcelona… Es ciertamente paradójico que los progresistas de la democracia pidan que, de una vez y para siempre, se dé carta de naturaleza al estado de cosas que nos legó la dictadura.

Supongo que es difícil contrargumentar. Todos deberíamos, quizá, irnos a Madrid, o a disfrutar del calorcillo del Levante. Y terminar de vaciar estas tierras, para que queden a merced de esos vientos que erosionan las almenas de esos castillos que los turistas cultivados vienen a ver. Historias de condes, marqueses, fueros y batallas que suenan más a fantasía que a realidad. El relato de nuestro verdadero sur se escribe en tonos épicos, que es el modo en que se habla de las desgracias en que se acrisolan virtudes heroicas.

Tordesillas, Benavente, Puebla de Sanabria, Villafranca del Bierzo, Verín… Olvídense de los puntos cardinales. Tiene razón Juliana: todo eso está en el sur.

Feliz año nuevo.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Filosofía (mínima) de las convenciones contables

Es una reflexión banal, desde luego, pero nunca deja de sorprenderme el aire de barrera real, casi física, que reviste un cierre de año. Al fin y al cabo, algo meramente convencional. A esa convención que es el calendario –el año astronómico tiene, sí, algo más de 365 días, pero no deja de ser un acuerdo eso de designar un “primero” y un “último”- se superpone esa otra convención potentísima que son las reglas de la contabilidad.

Se dice que la contabilidad refleja la realidad económica. Año a año, conforme a las reglas contables, se miden el patrimonio, los resultados y las demás magnitudes financieras. Es más, las normas jurídicas que disciplina la contabilidad dicen algo así como que ésta deberá arrojar la “imagen fiel” de todas esas cosas. Pero lo cierto es que los instrumentos contables no miden la realidad sino que la crean. En efecto, ¿dónde reside, si no, esa realidad mensurable ajena a las propias cuentas? ¿Hay, de veras, otro beneficio distinto del que se desprende de los libros? Cuando se discute sobre cuentas, se discute sobre si las convenciones contables han sido bien o mal aplicadas, no sobre si se ha acertado, o no, al mensurar realidades. Las más de las veces, cuando decimos que una determinada magnitud está “mal” contabilizada, la comparamos… con otra magnitud “bien” contabilizada.

Es verdad que existe una realidad física, extracontable, la realidad del inventario. Pero esa realidad es, como tal, inaprehensible. Ha de ser tamizada por las convenciones para devenir, si se me permite, realidad “real”, realidad contable. Unas cajas en un almacén son eso, unas cajas en un almacén. Solo una vez mensuradas, desmaterializadas y pasadas por las convenciones devienen “existencias”, una magnitud contable con carta de naturaleza. Antes, solo son realidad bruta, precontable, inexistente.

Nuestra vida es un continuo que la contabilidad parcela en ciclos, que nos terminan pareciendo tan naturales como las estaciones. Los ejercicios. El ejercicio contable y las operaciones que han de hacerse a su inicio y a su fin –las que, en suma, terminarán componiendo el resultado del año- son la máxima expresión de la convención. La actividad empresarial, por lo común, se desarrolla de modo indefinido en el tiempo. Su resultado solo sería mensurable, en principio, por diferencia entre lo que se puso y lo que se obtenga. Pero las necesidades humanas y las mentalidades no se avienen fácilmente con semejante estado de cosas. Hemos de adaptar las empresas sin límite temporal a nuestra propia finitud. Por eso, año a año se hace una especie de fin del mundo a cuenta.
Pero la potencia de la convención es tal que es como si el mundo acabara de veras, como si entre el 31 de diciembre y el 1 de enero no mediara esa nada que media –no media nada, no hay cesura- sino una barrera invisible. El 1 de enero no está en otro año; está, desde este lado, en otra dimensión, la ultratumba de lo no contabilizado, de los objetivos que aún no han empezado a aplicarse, de los presupuestos aún posibles.

El año que viene es irreal porque aún no tiene diario. Es ya año. Pero aún no es ejercicio. También el tiempo ha de ser tamizado por las convenciones contables. No sabemos pensar de otro modo, creo.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Siempre las lenguas

El catalán es una lengua. Esto debería ser una obviedad, pero no lo parece. Igual que el español, el gallego, el vasco o el japonés. Una lengua en la que piensa, siente y se expresa gente que la tiene por materna. Ni es un idioma de mentira, inventado por separatistas conjurados ni es una suerte de espíritu nacional destilado, como parecen pensar unos y otros. “Un pueblo, una lengua, un estado” parece ser una de las querencias favoritas de todos los nacionalistas que en el mundo son, frente a la palmaria evidencia de que es una terna que casi nunca se da junta. Las fronteras lingüísticas raramente coinciden con las estatales –aunque los estados, o las regiones, den nombre distinto a la variedad dialectal que se habla dentro de sus fronteras, por aquello de darle más lustre (sin entrar en casos patrios de catalanes y valencianos, véase, si no, qué es eso que llaman “moldavo” sino el rumano que hablan en Moldavia, por poner solo un ejemplo)- y, por supuesto, hay pueblos que se reconocen como tales en medio de verdaderos guirigáis idiomáticos o perdidos en mares de dialectos (suizos, en el primer caso, o alemanes en el segundo) y gentes que no quieren compartir ni el aire y están condenados a compartir una misma lengua o casi, como serbios y croatas.

Las lenguas no entran en la agenda política hasta muy tarde. A los monarcas absolutos y autoritarios no pareció inquietarles nunca en exceso la diversidad lingüística en su territorio. Carlos V dejó bien aleccionado a su hijo sobre lo arriesgado de permitir disensos en materia religiosa en sus estados, pero siempre le importó una higa la lengua que hablaran sus súbditos. Como nos enseñó el malogrado Juan Ramón Lodares, la lengua, en realidad, solo le importó, desde siempre, a la Iglesia. “A cada uno, en su lengua”, así predicaron los apóstoles. Allí donde fueron, los misioneros cristianos aprendieron las lenguas locales. Gracias a los clérigos sobrevivieron las lenguas amerindias de la América hispana. ¿Súbito interés filológico? No, anticipación a los tiempos. Los buenos padres sabían que quien controla los decires controla las ideas. Su interés no estaba en las palabras sino en los contenidos, porque no hay otros contenidos que los que las palabras dicen. La humanidad, parcelada en mil lenguas ininteligibles no tenía otro medio de acceso a las ideas que el que proporcionaban el latín o, más corrientemente, su traductora: la Santa Madre Iglesia. ¿Es casual que la única literatura escrita, por ejemplo, en euskera durante cientos de años fueran, precisamente, misales libros de piedad?

Los estados llegaron tarde a esta convicción. Hasta que no tomaron conciencia de sí mismos, no decidieron que también querían conformar mentes. Y para ello inventaron la educación obligatoria. Entonces nació la política lingüística. El principio era ahora el inverso –ya no se conservarían las lenguas fuera de la elegida- pero, si se quiere paradójicamente, por muy similares motivos. La lengua única estatal barrería todas las demás, las reduciría a la irrelevancia volviéndose lengua de enseñanza y de relación con el nuevo y verdaderamente todopoderoso señor. Fue la Francia revolucionaria, claro, la pionera en estas lides. Imitada luego por las repúblicas americanas y por todos los estados neonatos. Tuvo política lingüística todo estado que se lo podía permitir. La supervivencia de las lenguas regionales fue más cuestión de impotencia que otra cosa.

Esta es la historia. Pero la manipulación no cesa. La batalla por la lengua, allí donde se da, es enconada como pocas. Porque es la batalla por las mentes. Lo que se llama “normalización lingüística” –téngase por “normal” lo que se quiera- no es más que una batalla por el control de la lengua como vehículo.

Es absurdo negar que una lengua compartida es, o puede ser, cimiento de convivencia, no por la lengua en sí, sino por el universo referencial que se expresa en ella. Lo que une no es compartir la lengua, sino compartir la enciclopedia. Pero hay evidencias sobradas de que, fácil o difícil, la cuestión lingüística no tiene por qué resultar crítica. Los suizos, de nuevo, han construido un universo referencial común a partir de un mosaico lingüístico relativamente complicado –digo “relativamente” porque lo de la suiza tetralingüe es una broma si se compara con cualquier gran estado asiático, por ejemplo-, pero no estoy seguro de que mexicanos y argentinos compartan más referencias que españoles y portugueses.

En España no hay un problema lingüístico. Nunca lo hubo. Existe el capítulo lingüístico de un problema político. El problema no son el catalán, el gallego o el vasco –tampoco el español-. El problema es que, en cuestión de lenguas, es como más fácilmente asoma la vena totalitaria del “normalizador” de turno. Porque no se “normalizan” lenguas, salvo en el sentido técnico de dotarlas de una gramática, un diccionario y una ortografía; se normalizan personas, se normalizan costumbres, se normalizan pensamientos. Lo que el político llama “anormal” –puesto que lo que ha de normalizarse no puede sino ser eso- suele ser, más sencillamente, no coincidente con sus ficciones o con sus delirios. El filólogo Víctor Klemperer (sí, el hermano del afamado director) nos explicó cómo lo primero que hicieron los nazis al llegar al poder, antes incluso de promulgar leyes raciales, fue “normalizar” la lengua alemana, expurgarla de malos usos, convertirla en la herramienta de pensar del buen alemán; Stalin, georgiano él, rusificó todas las repúblicas soviéticas, también lingüísticamente… Y los caudillos de las nuevas repúblicas invierten ahora el proceso, proscribiendo el ruso que, mal que bien, ya era la lengua adquirida.

Me han explicado muchas veces que “normalizar” es “nivelar”, es “volver a poner las cosas en su sitio”, es favorecer la lengua preterida para que pueda seguir existiendo. Más aún, cuando la lengua preterida es, además, una lengua “menor” –es decir, con menos hablantes, menos extendida (léase catalán frente a castellano o flamenco frente a francés)- normalizar es, en realidad “desnivelar”, discriminar positivamente, como se dice en neolengua administrativa. La lengua preterida no debe ser puesta al nivel de la otra, porque, en símil boxístico, las tablas favorecen al campeón, sino que debe ser favorecida. Suena de lo más angélico, pero no me lo creo. La “política lingüística” es fuente de toda suerte de abusos. Así ha sido siempre.

En mi opinión, en materia de lenguas, los estados –las administraciones- deberían ser rígidamente aconfesionales. El concepto de “lengua oficial” resulta odioso cuando deja de ser meramente funcional, es decir, cuando pasa la raya del necesario concepto de aquella lengua en la que la administración se relaciona con los ciudadanos, esto es, del código que utiliza para sus menesteres domésticos. Todo lo demás es exceso. Los Estados Unidos carecen de una lengua oficial nacional, y tampoco existe una en la mayoría de los distintos estados. La cuestión se orienta por oferta y demanda. Los estados con grandes masas de hispanohablantes empiezan a producir su documentación oficial en español, y el estado de California ofrece, por ejemplo, la posibilidad de examinarse del carnet de conducir en docenas de lenguas.

Supongo que habrá quien objete que este modo de actuar conduciría a la desaparición de muchas lenguas, por ¿inútiles? Sí, por inútiles. Una lengua es inútil cuando todas sus funciones son ya desempeñadas por otra y, sí, lo normal es que la gente opte por una u otra. Puede. Pero es que una lengua no es un insecto protegido. Una lengua es una creación cultural humana, a disposición de sus hablantes. Pero, claro, el simple imaginar la lengua, la encarnación del Volksgeist, reducida a mera contingencia provoca sarpullido en ciertos espíritus sensibles. ¿La patria, el pueblo, la trascendencia de la nación, “disponibles”? ¡Horror! No es posible.

“Una lengua, un pueblo, un estado”. Lo siento, pero me parece algo para grabar en las hebillas de un ejército agresor. Además, es mentira, coño. Siempre lo ha sido.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El fin de semana de los patriarcas

Fin de semana para la nostalgia en el campo socialista. Confieso que he tenido que recurrir más de una vez a los pies de foto para saber quién era quién en las varias estampas de González y sus ministros de aquellos –a juicio de algunos- maravillosos años. Yo era muy pequeño y muchos de ellos han cambiado bastante. Treinta años hace ya de aquella toma de posesión, tras una victoria electoral de las que solo se dan por incomparecencia del contrario, como fue el caso.

En su discurso a la familia, el González transmutado en patriarca dijo lo esperable: que el partido debe volver a hilar un discurso de mayoría. Debe recentrarse. Porque el ex presidente opina, me temo, lo que otros conmilitones y muchos observadores, que el PSOE se encuentra completamente desarbolado, víctima del colosal error de convertir el tacticismo en estrategia, de renunciar por completo a cualquier clase de núcleo básico de ideas –llámense “principios” si se prefiere- para devenir una especie de sustancia maleable hasta el infinito, capaz de las contorsiones más inverosímiles en busca de alianzas imposibles. Así las cosas, el que fue no ya partido vertebrador de la izquierda, sino quizá de la democracia española en su conjunto, entró por méritos propios en una crisis que va más allá de la que aqueja a la socialdemocracia europea en general.

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que algunos temimos que el PSOE pudiera resultar una versión perfeccionada del PRI. Un tiempo en que no solo parecía cosechar mayorías holgadas en las urnas –abrumadoras, más que holgadas- sino que disfrutaba de una hegemonía en simpatías y afinidades que hoy resulta difícil de creer. Si el predominio de la izquierda en ámbitos culturales, universitarios, intelectuales, sociales, etc. parece hoy incuestionable, solo hay que hacer algo de memoria para recordar esa sensación de monolitismo, de imposibilidad de alternativa en ningún ámbito. Esa fuerte sensación de mayoría “natural” que lo invadía todo. Desde esa perspectiva, el cambio o era anecdótico o era contra natura, pero no podía ser otra cosa.

Da la sensación de que la mayoría absoluta del PP en 2000 sumió al mundo socialista –además de en la histeria- en un estado de pavor ante lo que ya no podía considerarse una mera grieta en ese aparentemente sólido edificio. El PSOE –y entiéndase por tal no solo el partido, sino el amplísimo conglomerado de intereses que representa- pudo, entonces, reaccionar de diversas maneras. Quizá lo más sensato hubiera sido asumir pura y simplemente las reglas ordinarias de la democracia, aceptando que, siendo uno de los partidos llamados a representar el mainstream de nuestra sociedad, quizá no era el único. Sentarse a esperar, en suma, que ocurriera lo que terminó por ocurrir, es decir, la formación de una nueva mayoría favorable. Pero no, el PSOE no decidió eso. Decidió perderse. Decidió no afrontar el obstáculo, sino rodearlo. Abandonar el centro y atacar por las alas. Maniobra de alto riesgo, aparentemente brillante en primera instancia, de resultado catastrófico después.

El retorno al centro del campo puede revelarse penoso (inciso: quizá CiU podría escarmentar en cabeza ajena…), tomar tiempo y reflexión. Una reflexión que bien puede equivaler a una refundación. El socialismo español debe asumir errores, y debe asumir que su “destino manifiesto” estaba impregnado de un tremendo coyunturalismo. Que su carácter de “partido elegido” obedecía en buena medida a que no había elección posible.

No sé si es casual que, en el fin de semana del homenaje a González, El Mundo haya publicado una entrevista extensa con Aznar. Suena a contraprogramación. Erigido también en patriarca, su tono es de estadista. Sus preocupaciones están en la suerte de su legado –dilapidado por ese Zapatero que, me temo que a ambos lados, es epítome de todos los males- y en España. Ciertamente, no en el partido, que goza de excelente salud. Ahora son ellos los que ganan elección tras elección por incomparecencia, incluso perdiendo votos en números absolutos. Pero tienen enfrente la nada. Supongo que el propio Aznar soñó más de una vez con esto, en aquellos lejanos finales de los ochenta, cuando el socialismo se antojaba inexpugnable.

Es paradójico pero, ahora, cuarenta años después, se pregunta uno si no le ha ido mejor al centro-derecha sin otra legitimidad que la de ejercicio o a un centro-izquierda empachado de legitimidad de origen. En el fin de semana de los patriarcas las cosas no son, ciertamente, como nos las hubiéramos imaginado en aquel tiempo en el que los tipos de la foto aún no peinaban canas.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El régimen no va a cambiar

Soledad Gallego-Díaz aventuraba en El País este domingo una tesis curiosa, a partir de ciertas actitudes detectables en, creo, Alberto Ruiz-Gallardón. Según la periodista, el PP podría haber iniciado, e incluso estaría ufanándose de haber iniciado, la demolición del antiguo régimen, una revolución conservadora encaminada, ahora sí, a acabar con el aparato jurídico-institucional y de prestación construido a lo largo de los más de veinte años que, en democracia, ha habido gobiernos socialistas (implícitamente, por supuesto, la autora atribuye a los socialistas casi cuanto de bueno tiene el sistema, pero eso va de suyo). Gallego-Díaz llega incluso a hablar de una suerte de revolución thatcheriana, es decir, que nos encontraríamos al inicio de un giro tan copernicano como el que Lady Thatcher  impuso al Reino Unido.

Creo que Gallego-Díaz exagera notablemente. Para operar una revolución thatcheriana hay que tener los redaños de una Thatcher, cosa que los políticos del PP, salvo, quizá, Esperanza Aguirre, distan mucho de tener. Pero no es solo falta de cuajo. Es que el PP no tiene ningún interés en remover verdaderamente los cimientos de lo que la autora califica –o califico yo, no sé- con mucho acierto de “régimen”. En mi opinión, el PP, a salvo de matices o de las inevitables constricciones que imponen las urgencias presupuestarias, no hará nada serio por cambiar un modelo en el que nada como pez en el agua. Lo recortará lo imprescindible cuando ande justo de dineros, nada más. Y eso cuando ya no pueda exprimir más al sufrido contribuyente. El espantajo del “que viene la derecha” en sus variadas formas ya está muy gastado. En efecto, la derecha viene y, cuando llega, se notan más bien poco las diferencias.

Que no se engañe Gallego-Díaz. El sistema está a muy buen recaudo, en manos de los socialistas de todos los partidos. Su mejor garantía de funcionamiento es la imbricación, el enraizamiento de los aparatos de los partidos en la estructura institucional del Estado, que hacen de la estructura de éste un elemento nutricio básico para aquellos. Si la arquitectura jurídico-institucional del Estado y su carácter prestacional variaran significativamente, los partidos políticos entrarían en una profunda crisis –no funcional, es decir, no relativa a sus capacidades para realizar sus funciones constitucionales, sino interna, como organizaciones-. Los partidos nacieron como mediadores entre la sociedad y el estado, pero han capturado al segundo término, de suerte que ya no son mediadores, sino estructura estatal pura y dura. Ello sin contar con que la socialdemocracia, a menudo quejosa, en realidad debería quejarse de que se ha quedado sin programa por realización del anterior. El programa socialdemócrata, en España y en otros países, está constitucionalizado, petrificado y, prácticamente, fuera del lícito debate. Cualquiera que, pongamos por caso, se atreviera a cuestionar la existencia del sistema básico de prestaciones del estado-providencia se colocaría no ya en un punto u otro del continuo izquierda-derecha, sino sencillamente fuera de él.

Esas razones, por sí, bastarían para aquietar los miedos de quienes no se imaginan una vida sin el aparato socialista. Pero hay más. No existe, en el PP, un apetito ideológico real por atacar las bases del sistema. La derecha conservadora y el socialismo no andan tan lejos en muchas cosas. Por eso fue tan fácil, en España, transitar del franquismo al socialismo. Y la derecha conservadora es, de las almas del PP, la predominante.

No hay miedo, pues. El partido lo vamos perdiendo, por goleada, quienes sí queremos, de veras, una voladura controlada del antiguo régimen. Quienes sí queremos que España cambie de veras, profundamente, desde sus bases.

Margaret Thatcher cambió la faz del Reino Unido, cierto, pero su revolución hubiera sido, probablemente, imposible en otra parte. Años de estatismo laborista no habían conseguido terminar de laminar un sustrato básico que convertía el suelo inglés en propicio para el arraigo del ideario thatcherista. Si la primera ministra pudo establecer un diálogo, hacer una propuesta al país que fue escuchada y avalada por sucesivos triunfos electorales fue porque nunca dejaron de darse allí ciertas condiciones. La primera, desde luego, lo que podríamos denominar una dignidad ciudadana, resultado de siglos de pedagogía de las libertades, por las que el ciudadano no se ve a sí mismo en mera posición de cliente. Apenas rascados el moho y el orín socialistas es fácil conectar con una sociedad a la que le gusta sentirse dueña de su destino. La segunda condición es que nunca, jamás, en la historia inglesa las instituciones han llegado a ser prisioneras de nadie, o son superiores a todos. Esto tiene algo paradójico por cuanto son las democracias más viejas, las más establecidas, las que cuentan con mayores tradiciones las más capaces de evolucionar, las que menos se anquilosan. La paradoja no es tal, es que los mecanismos del cambio funcionan. Quien, legítimamente, gana unas elecciones, si tiene un programa, puede realizarlo merced a la capacidad de cambio que ofrece el imperio de la ley, la certeza de que los mecanismos funcionarán y de que las decisiones parlamentarias y administrativas serán obedecidas.

Soledad Gallego-Díaz y quienes piensan como ella pueden vivir tranquilos. Nunca habrá en España una verdadera revolución liberal. Nunca serán removidos de nuestra mentalidad los efectos de la pedagogía del “gratis total”. Nadie quiere, en el fondo.

martes, 13 de noviembre de 2012

Los escenarios extremos no son necesariamente los peores

La crisis del euro y la crisis de Cataluña, y sus posibles desenlaces extremos, esto es, la ruptura de la moneda única y la secesión del Principado, presentan múltiples puntos de conexión para quien suscribe, aparte de la mera coincidencia temporal y la relación, si no de causalidad, sí de evidente influencia de la primera respecto de la segunda, si hemos de atender a los comentaristas que quieren ver en la crisis económica el caldo de cultivo del descontento que anima el independentismo.

En ambos casos, ocurre que el desenlace extremo es tildado por muchos de “imposible” o, cuando menos, nada probable, y ello por una serie de razones muy sensatas, a saber, que como se trata de eventos muy dañinos para la mayoría, amén de ser escenarios técnicamente muy complejos, sencillamente, no sucederán. Los políticos europeos harán lo que se precise para salvar la moneda común y los nacionalistas catalanes “moderados”, a última hora, darán un quiebro para eludir el precipicio, o los políticos "españoles" ofrecerán una transacción que permita la vuelta a los cuarteles de invierno. En resumidas cuentas, la razón se impondrá. No digo yo que no sea así. Pero me pregunto si semejante punto de vista no tiene algo, de panglossiano. Al fin y al cabo, si de algo está llena la historia –la general y la de España, en particular- es de abundantes pruebas de que la irracionalidad campa a menudo por sus respetos, sobre todo cuando, de un modo u otro, están involucrados en el asunto la religión, el nacionalismo o ambos.

Supongo que muchos años de tira y afloja, tanto en la Europa comunitaria como en esta España de nuestros pecados nos han acostumbrado a asimilar las dinámicas políticas a dinámicas negociales. Pero no lo son. O dejan de serlo cuando las cuestiones a debate rebasan los bordes de las moquetas que pisan las tecnocracias que creen tener las cosas bajo control, que creen estar al mando. Que creen que todo lo pueden pesar y medir.

La segunda cuestión en común es que ni uno ni otro proceso admiten como solución, ya, la mera prolongación del estado actual de cosas indefinidamente en el tiempo. Si, para Cataluña, pasó el tiempo de la conllevancia en su relación con el resto de España, el euro requiere imperativamente que se solventen sus fallas de diseño inicial o ser sustituido por otras divisas que resulten viables sin necesidad de otros elementos de integración, sean éstas puramente nacionales o compartidas en el seno de áreas más reducidas.

Hay, sí, importantes diferencias en cuanto a por qué uno y otro proceso han llegado a esta especie de punto de ruptura. Mientras que el euro padece un pecado original, un error asumido de planteamiento, la cuestión catalana se encuentra en este estado tras consumir una serie de etapas que no necesariamente presentan entre sí una hilazón coherente, que no necesariamente dan una idea de orientación. En otras palabras, mientras que el euro solo podía funcionar, como es, a condición de que no sucediera ningún acontecimiento que aflorara sus defectos congénitos, Cataluña pudo haber tenido, en varios momentos de su historia, un satisfactorio encaje con el resto de España. Ha sido la gestión del proceso hasta aquí la que lo ha hecho imposible hasta hoy.

Y la tercera similitud relevante es que, asimismo en ambos casos, los escenarios que he llamado extremos (insisto: ruptura de la moneda única y secesión de Cataluña –que es otro modo de llamar a la ruptura de España-), siendo indeseables no son los peores posibles. A menudo, cuesta explicar esto sin que a uno le tilden de rupturista. Personalmente, no deseo en absoluto que vuelva a haber pesetas, dracmas y marcos y, menos todavía, que haya fronteras en el Ebro. Pero no, no creo que un mundo en el que esas cosas sucedieran sea el peor de los mundos posibles necesariamente.

En cuanto a lo primero, creo que son concebibles casos en los que el mantenimiento de la moneda única en ausencia de instituciones que la complementen sea claramente peor que su ruptura, si no total, sí para países concretos. El caso griego me parece ya patente, pero podría haber otros, sin descartar el español mismo, si no ahora, sí en un futuro. Evidentemente, el razonamiento exige que, cuando se afirma que un escenario es “mejor” o “peor” se especifique “para quién”. De nuevo, en el caso griego, es posible que la destrucción absoluta de ese país siga siendo, para sus acreedores, preferible a una posible reconversión de su deuda en dracmas; pero es evidente que yo adopto el punto de vista de los griegos, en este caso: de los griegos que trabajan y pagan impuestos y, por tanto, sufrirán el ajuste tome este la forma que tome. No creo que, para esta gente, la respuesta sea ya obvia. Sí que creo que, para sus homólogos españoles –la clase media nacional que paga los impuestos y soporta los ajustes- sí resulta aún obvio que una ruptura del euro sería peor, pero no está escrito que ello sea así indefinidamente.

En cuanto a lo segundo, un escenario con dos estados, siendo seguramente perjudicial para todos -por muy bien avenidos que estén-, es quizá mejor que un único estado imposible, que un intento de acomodar a quien no quiere ser acomodado. No tiene sentido perseverar en hace aún más compleja una estructura que ya ha demostrado su incapacidad para resolver el problema para el que fue concebida. Si no es posible encontrar una solución simple y viable, habrá que admitir que no hay solución. O que la solución reformista es más onerosa que la rupturista. De nuevo, hay que preguntarse aquí para quién, y he de admitir, porque no es evidente, que pienso aquí en los españoles en su conjunto -y, por tanto, en los catalanes, pero no en tanto que catalanes, sino en tanto que españoles. Si la ruptura del estado es un drama, la "belgización", la reducción de un estado a una ficción jurídica, puede resultar un absurdo aún peor.

En absoluto está escrito que los escenarios extremos sean inevitables –antes al contrario, hay que apostar porque el sentido común ha de prevalecer y, por tanto, debe ser cierto que son improbables- pero su carácter rupturista no los convierte, necesariamente, en el peor de los mundos posibles. Hay mundos peores o, al menos, tan malos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Europeos ante todo

Todo apunta a que el debate sobre la consulta catalana o, más en general, el de una eventual separación de Cataluña del resto de España gira en torno al eje de la pertenencia de Cataluña a la Unión Europea. En primera instancia porque, parece, eso es lo que Mas quiere preguntar al electorado, esto es, no si el personal quiere que Cataluña se independice –el “de España”, sobraría porque no se ve bien de quién o qué se independizaría Cataluña si no- sino si “desea” (sic) que Cataluña sea “un estado de la UE” o cosa por el estilo, lo que, evidentemente, no es lo mismo. Pero es que, por su parte, aquellos que quieren advertir a los catalanes de que la separación es la vía más segura hacia las penas del purgatorio asimilan ese purgatorio, si no el mismo infierno, a la “no Europa”, a la salida de la UE que, según dicen, iría anudada a la separación de España.

El debate jurídico es, sin duda, muy interesante. La comisaria Reding avala la tesis del gobierno español de que “fuera de España, no hay Europa” –a los políticos les encanta esto de tomar partes por todos- siempre que la independencia de Cataluña fuera “unilateralmente declarada”. Pero la cosa es más enjundiosa. De entrada, quiero suponer que el sentido común no se ha perdido del todo en el Principado, ni en el resto del país y, por tanto, que habría que partir de la hipótesis de que la independencia, de ser, no sería “unilateralmente declarada”, sino conforme a derecho constitucional español e internacional. En suma, confío en que supiéramos mostrar al mundo que aún sabemos lo que media entre un absurdo y una salvajada. Si se excluyen los exabruptos, el análisis debería variar. Parece ser que los sensatos juristas del Parlamento de Westminster, a propósito de Escocia, concluyen que no tienen nada claro cuál sería el escenario derivado de una secesión de aquella parte del Reino Unido. No es que no tengan claro que Escocia pudiera seguir siendo parte de la UE, es que se les plantean dudas sobre la continuidad en la misma de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Todo dependerá, claro, de si se entiende que, en efecto, Escocia se separa del Reino Unido o, más bien, éste deja de existir. Se asume con naturalidad la continuidad de España, o del propio Reino Unido, perdiendo de vista que en absoluto tiene por qué ser así. Bien puede ocurrir que, en el lugar del estado desaparecido, surjan dos de nuevo cuño. Supongo que es la desproporción territorial y de población –más abrumadora aún en el caso del resto de los países que forman el Reino Unido que en el caso del resto de España- la que lleva naturalmente a pensar que el “resto” debería conservar la personalidad jurídica internacional del todo, pero ejemplos hay de escisión en dos o más personalidades diferenciadas. Checoslovaquia, sin ir más lejos.

Pero no me interesa ahora entrar en las honduras jurídicas del proceso de secesión y sus consecuencias –por falta manifiesta de capacidad, entre otras cosas- sino subrayar cómo la cuestión europea sigue imprimiendo carácter. Hace unos días, en una conferencia brillante, Miguel Herrero motejaba el europeísmo –o euroentusiasmo- de los españoles de “acrítico”. Un punto infantil, añado yo. De nuevo, el complejo de ser español exacerbado en los españoles que no quieren serlo. En Escocia, la cuestión de la permanencia o no en la UE parece que se percibe como algo que podríamos calificar de técnico; evidentemente, de suma importancia, puesto que tiene una gran influencia en la vida del futuro país –e incluso puede condicionar su viabilidad económica- pero cuestión técnica al cabo. El ser o no ser de Escocia no depende de su “carácter europeo”, cosa que, por otra parte, en absoluto depende tampoco de su integración, o no, en la UE. Los escoceses se reconocen como escoceses y eso es lo que quieren ser. A partir de ahí, lo demás son consecuencias; si uno es escocés será –de momento- británico y, por extensión, europeo. Pero, como mera consecuencia accesoria, no parece que el asunto merezca mucho debate en sí.

En el caso catalán, por supuesto, la dimensión técnica también está presente. Solo una independencia con vínculo europeo es una independencia presentable como indolora y, por tanto, potencialmente aceptable, o eso parecen sospechar los promotores de la idea. Pero existe también esta dimensión sentimental tantas veces citada. No se hace este viaje para encontrarse en las tinieblas de la pesadilla española por excelencia: la no Europa, la materialización del más horroroso complejo de inferioridad. En el peor de los escenarios, una Cataluña extramuros de la Unión con una España dentro –la España mesetaria, la España africana- haría añicos el discurso de la superioridad relativa de la Cataluña “naturalmente” europea, solo circunstancialmente apartada de su ámbito propio por épocas en razón, precisamente, de su vinculación a esa España apartada del curso de la modernidad. La vergüenza de ser sur se haría, entonces, demasiado patente. No parece una imagen tolerable para ciertos espíritus sensibles.

Se da así que la estatalidad propia se predica como una necesidad absoluta, algo así como una etapa de madurez necesaria para el pueblo en cuestión. Un pueblo sin estado es un pueblo capitidisminuido. Cuando se quieren poner didácticos, los políticos nacionalistas dicen que su estatalidad truncada les impide “hacer cosas”. Cosas buenas, se entiende. Pero esa necesidad no es tal ante el proceso de integración europea. El problema, pues, no es ceder soberanía, sino a quién se cede. Mientras que un independentista escocés quiere ser escocés, un independentista catalán parece que lo que quiere es no ser español, dándole, en realidad, un poco lo mismo lo que sea.

Los altos designios, el proceso histórico, la misión de algunos en esta tierra quedan así un poco venidos a menos, la verdad. Como en una suerte de cuita doméstica menor.

viernes, 26 de octubre de 2012

Crisis en el socialismo

La menesterosa posición del Partido Socialista, evidenciada en sus malos resultados electorales en el País Vasco y Galicia, puede atribuirse a que aún no se han superado los devastadores efectos que la crisis económica tuvo sobre la reputación del partido gobernante al tiempo en que se instaló entre nosotros. Parece que ha pasado un siglo pero, en realidad, el PSOE gobernaba ayer mismo. El electorado es olvidadizo, pero no tanto. El PP debe aún acumular unos cuantos deméritos más para que un número suficiente de ciudadanos se empiece a plantear seriamente franquear el paso a su oposición.

Pero esto no es una mala lectura, al fin y al cabo. Puede que lleve tiempo y, probablemente, cambios necesarios, incluso más de uno, en una dirigencia que, hoy por hoy, aún aparece absolutamente ligada a ese tiempo que se quiere superar. Pero, ya digo, si fuese eso, meramente, sería cuestión de esperar. A buen seguro, el centro derecha debería acusar el desgaste y, algún día –casi seguro que más cercano por lo que hace al gobierno de la Nación que en los niveles más bajos- sería posible un nuevo cambio. En suma, la travesía del desierto –esa figura que gusta tanto a los periodistas- durará lo que dure, pero se llegará al vergel algún día.

El problema es que esa lectura puede ser en exceso generosa. Vista así, por grave que sea, la crisis del socialismo sería siempre coyuntural, no existencial. Pero existen indicios de lo contrario, de que el PSOE tiene un problema estructural, de modelo.

De un lado el socialismo español no es ajeno a los males que aquejan a la socialdemocracia con carácter general, al menos en Europa. Constitucionalizada buena parte de sus objetivos a través de la sacralización del estado de bienestar, la socialdemocracia muere de éxito. Está privada de discurso. La evidencia de que buena parte de las políticas, quizá las más notorias, no cambian cuando gobierna el socialismo lleva a algunos a hablar de crisis de la izquierda o, incluso, de ocaso de las ideologías. En realidad, no es así. Ciertamente, hay una crisis de la izquierda, pero no se trata de un ocaso de las ideologías, sino de algo mucho más peligroso. El armazón ideológico, errado o no, pero robusto que sustentaba el edificio de la socialdemocracia se rellena ahora con una masa informe de ismos de todo pelaje, amalgamada con lo que queda de la vieja cosmovisión, aquello que el contraste con la realidad no ha podado. Los intentos de teorizar, de dar una pátina de respetabilidad a esto, más a través de imágenes evocadoras –como las famosas alusiones a la liquidez de la modernidad y los principios- que de conceptos sólidos apenas logran encubrir una menesterosidad patente.

El PSOE de Zapatero se convirtió en punta de lanza de este reinventarse deshaciéndose, licuándose, deshilachándose. De este proceso de sustitución de un aparato intelectual por un mosaico en el que las teselas apenas encajan. Y el caso es que hubo un tiempo en que pareció funcionar y todo.

Pero es que además, y ya en clave puramente española, a la crisis del modelo ideológico se unió lo que se revela ahora, quizá, como un colosal error de planteamiento estratégico. O, por mejor decir, el error de elevar a rango de estratégico y planteamiento táctico, de corto vuelo. Un buen día, un cerebro privilegiado debió decidir que, en realidad, el Partido Socialista no necesitaba ya ganar las elecciones. Bastaba con perderlas de determinada manera. Y, de nuevo, pareció que funcionaba. La incapacidad aparente del PP para lograr pactos con casi nadie parecía condenarlo, si quería gobernar, a la ímproba tarea de vencer siempre por mayoría apabullante. Suficiente, pues, con evitar ese escenario para, después, hacer gala de lo que el adversario no tenía: cintura. Funcionó de veras, tanto que la cintura parecía ser la parte más importante del cuerpo. Mucho más que el cerebro.

Mientras funcionó, nadie tuvo en cuenta el riesgo implícito en la apuesta. El coste de que saliera mal. Y el coste puede haber sido ni más ni menos que la desaparición del socialismo como fuerza política verdaderamente nacional. Como es obvio, la “capacidad de pacto”, la “flexibilidad” no es otra cosa que la capacidad de renunciar a ciertos elementos del propio discurso. Eso no es malo en sí, cuando no se lleva demasiado lejos. Había un riesgo de equivocarse y el resultado es catastrófico.

Sea o no la alternativa preferida por cada cual, se podrá convenir en que una democracia hemipléjica es menos democracia. Hay quien encuentra el bipartidismo detestable. Pero el monopartidismo lo es aún más, supongo. La democracia española necesita un marco de alternancia. Y, con el PSOE en su actual estado, es legítimo pensar que la alternancia en el gobierno puede fácilmente tornarse en un viaje hacia incógnitas muy graves, hacia cambios de sistema. No se sabe dónde está el socialismo respecto a cosas muy relevantes. Eso es malo para sus electores y para los ciudadanos en general. Muy malo.

jueves, 25 de octubre de 2012

Premios y manías

En las redes sociales y foros –que es donde últimamente pasan las cosas- se debate sobre la actitud demostrada por el escritor Javier Marías al rechazar el Premio Nacional de Narrativa, que le había sido concedido hoy mismo. Si el que avisa no es traidor, ciertamente, el jurado debió saber a qué atenerse a la hora de elegir su galardonado, puesto que, parece, Marías rechaza sistemáticamente cuantos premios estén sufragados con recursos públicos nacionales. De alguna cosa que he leído deduzco que, llegado el caso, rechazaría el Cervantes, pero ello no está tan claro en el caso del Nobel, toda vez que este premio es sueco. Personalmente, considero a Marías más probable premiado con el Nobel que con el Cervantes, pero bien podría concedérsele cualquiera de los dos, e incluso ambos.

La coherencia es una buena cosa y cada cual es libre de conducirse como tenga por conveniente.

Albert Boadella y Els Joglars rechazaron en su día el mismo premio en su modalidad de teatro argumentando que, también, rechazaban cualquier reconocimiento que no viniera del público que, como se sabe, lo presta cada noche pasando por taquilla. El argumento es caro a Boadella que, hoy mismo, creo, lo reiteraba en un foro en el que ha participado. A su entender, la aceptación de premios comporta una forma de sumisión, una sujeción del artista a designios distintos de los propios y, por ende, un menoscabo de su libertad creativa.

Respetando la postura del dramaturgo catalán, me parece que tiene un punto de exageración. Los premios, públicos o privados, solo coartan la libertad del autor cuando éste escribe –o crea, más en general- con la mente puesta en el premio, al modo de los poetas que escribían versos para presentarlos en los juegos florales. Una cosa es aceptar premios y otra bien diferente perseguirlos. Habrá, supongo, quien escriba al gusto del comité Nobel o de la Academia Sueca, si es que puede hablarse de tal cosa a la vista de la nómina de premiados, pero imagino que serán los menos.

Miguel Delibes recibió todos los premios relevantes de la literatura en español, si mal no recuerdo, y no creo que ello influyera jamás en su creatividad. Me cuesta imaginarme a Delibes escribiendo para agradar a nadie más que a su lector modelo –ese que, según Eco, es el destinatario de toda obra escrita, consciente o inconscientemente-. Rafael Sánchez Ferlosio, a decir de algunos el mejor escritor vivo de la lengua castellana, es Nacional de Ensayo y Cervantes, y éste sí que me da la sensación de que, al tomar la pluma, no toma en consideración más que su santa voluntad. Tampoco tiene mucho sentido plantearse que se pueda presionar en modo alguno a un escritor cuando se premia una obra ya publicada que el interesado ni siquiera ha propuesto él mismo para ser premiada.

Tiene razón Marías en que los grandes premios de la lengua castellana se han honrado con excelentes escritores, pero han dejado a muchos otros fuera y, lo que es peor, también han recaído en autores mediocres. O sea, que no sabe uno por qué sentirse más halagado, si por la concesión o por la preterición. Supongo, sí, que hay premios que, dejando al escritor de turno extramuros, le conceden vitola de rebelde, de maldito, le ayudan a vender libros, en suma.

No termino de ver, la verdad, el valor de la postura. No veo qué hay de criticable en la aceptación del premio –si es por la dotación económica, siempre se puede aceptar el galardón pero no su monto o donar lo obtenido, incluso al Estado- ni de noble en su rechazo, siempre que vengan de instituciones dignas y jurados competentes. Es más, hasta parece cosa de buena educación... Y conste que Marías ha mostrado su reconocimiento y dado las gracias, eso sí. Creo que la tesis de Boadella es extremosa, en particular.

Puede que haya quien piense –bueno, a la vista está que hay quien piensa- que el mero hecho de que un jurado conformado en una instancia ministerial diga que le gusta un libro o un montaje teatral tizna. No creo yo que sea  para tanto, la verdad. Si los principios hay que sacarlos a pasear en determinadas ocasiones, va a ser que, más que principios, son manías, muy respetables, pero manías.  

viernes, 19 de octubre de 2012

La educación sentimental

A través de Twitter, gracias a las perlas que iban soltando los asistentes, he podido seguir la presentación que hizo Savater de su libro Ética de Urgencia. El filósofo dijo, por lo que leo, muchas cosas interesantes. Habló de ética, por supuesto, pero también de política y, cómo no, mucho de educación –al fin y al cabo, ¿no se habla de ética y de política cuando se habla de educación?-. Entre las frases para enmarcar, me quedo con dos: “españolizar a los españoles es como lavar a los peces” y “nunca he sido partidario de la educación sentimental, prefiero la educación racional”.

La primera sentencia, por supuesto, además de denotar la facilitad savateriana para el símil, es una andanada contra el ministro Wert y sus más o menos afortunadas declaraciones. La segunda, con sus ecos flaubertianos, enlaza muy bien con la primera y con el pensamiento de Savater en general. Ciertamente, al menos desde mi muy personal punto de vista, cuesta no suscribir ambas afirmaciones y lo que llevan consigo. Yo también prefiero, claro, una educación racional a una educación sentimental y la idea de “españolizar” a nadie me causa una profunda incomodidad.

Pero creo que Wert ha sido tratado algo injustamente –le han llovido cataratas de críticas desde todos los ámbitos ideológicos- y me parece que Savater peca de reduccionista. Cuando oigo hablar de “educación racional” por oposición a “educación sentimental” –aparte, ya digo, de sentir un instintivo impulso de adhesión- me vienen a la cabeza constructos como el patriotismo constitucional habermasiano y otras figuras a través de las cuales los filósofos y pensadores han intentado humanizar a las bestias, dotar de una pátina de respetabilidad a conceptos que, en su  expresión práctica, se han demostrado parteros de tragedias.

La cuestión, me temo, no es la preferencia en abstracto entre una educación genuinamente para la ciudadanía –una educación, en efecto “racional”, encaminada a formar ciudadanos críticos, probables patriotas constitucionales (si eso quiere decir algo)- y una educación sentimental, encaminada a formar masas homogéneas y acríticas que, en ciertos idearios atienden por “pueblos”. La cuestión, enteramente práctica, es cómo afrontar la evidencia de que ese tipo de educación se está practicando, con resultados palpables, en ciertas regiones españolas.

Visto de otro modo, la pregunta es, en realidad, si la educación debe militar en la causa de la defensa del proyecto de una España moderna, cuya unidad se funde no en las viejas nociones –que no dejan de ser trasuntos de las que sustentan las antipatrias de los nacionalistas ibéricos- sino en la adhesión racional de una ciudadanía consciente. En el ideal, España merece existir y existir como es porque es todavía la mejor garantía, nuestro mejor medio, para construir una sociedad democrática avanzada, ese desiderátum que es pórtico de nuestra constitución (que todavía es normativa, como recordaba en una excelente conferencia esta misma semana Miguel Herrero).

A un ideal racional de patria corresponde una educación racional, sin duda.

La grave cuestión es –y de esto Savater conoce mucho- cómo contraponer ese discurso a la realidad de un discurso sentimentaloide triunfante. Algunos observadores ya han apuntado, agudamente, que la causa del neopatriotismo español (perdóneseme el palabro) –que no deja de ser, transmutada, la vieja causa de la tercera España- está huérfana de elementos sentimentales capaces de suscitar esa adhesión que hace número. Los símbolos patrios y el relato esencial que podrían sustentar esa adhesión sin pecar de inaceptable para quienes abogamos por un vínculo de otro cuño quedaron, en buena medida, amortizados por un uso faccioso. E incluso la actualización de ese relato, la épica de la transición, ha quedado desacreditada, inservible, en buena medida, de nuevo, por mal uso.

Da la sensación de que la desigualdad de armas es tal que una de las causas parece abocada al destino de la caballería polaca. En campo abierto, de una parte, discursos y relatos creados a propósito para excitar los sentimientos, apoyados en una simbología evidente y omnipresente que, además, se enraíza en la potentísima explotación del rechazo y del complejo –el ferviente deseo de no ser español, de ser algo mejor, algo más moderno, más elegante, menos casposo, diferente, no se sabe qué, pero diferente; poder ser, en suma, la “otra cosa”, la que sea a la que se refería Cánovas-. De otra parte, una pretensión de apelar a la razón, mediante la denuncia crítica del discurso sentimental, su reducción al absurdo por medios dialécticos y la propuesta de una alternativa, esta sí, racional. Sin himnos ni banderas –o con himnos y banderas, pero como significantes de otras cosas-, algo que no solo se puede sentir sino que, sobre todo, se puede explicar.

Comprendo a Wert. La tentación de intorducir un componente sentimental en la educación es fuerte. Tenemos a Habermas, pero nos embarga la sensación de que, en realidad, necesitamos al Capitán Trueno.

lunes, 15 de octubre de 2012

Federalismo como fraude

Vengo de pasar un par de días en Bélgica –entre Bruselas y Flandes (ya sabemos que Bruselas es Flandes, pero…)- y me desayuno hoy con la noticia de que los independentistas flamencos han ganado el ayuntamiento de Amberes, sempiternamente gobernado por los socialistas, por los socialistas también flamencos, se entiende, porque ya se sabe que, en Bélgica, los socialistas –como todos los demás partidos y como todo lo demás en general- son flamencos o valones, pero no belgas.

Ya he comentado alguna vez cómo Bélgica está aportando un nuevo concepto a la teoría del estado, submateria patologías: la desaparición por disolución. Y la técnica jurídico-formal es el federalismo. Hace unos días reflexionaba –me hacía eco de reflexiones ajenas, más bien, porque no decía nada original- que el federalismo es, por esencia, igualitarista y una técnica de unción, de agregación, de conformación de realidades unitarias a partir de fragmentos. Los estados federales se conformaron en un tiempo a partir de realidades inferiores para crear agregados más potentes, sobre bases inicialmente paccionadas. El vínculo federal, el vínculo jurídico entre territorios, en muchos casos, no solo no se ha erigido en obstáculo alguno para la conformación de identidades nacionales fortísimas vinculadas al conjunto sino al contrario –pocos casos hay más rotundamente ciertos que ese e pluribus unum que los Estados Unidos adoptaron como divisa; de los pluris estados surge el potente unum de una nación que se reconoce como única; en el caso alemán, la nación, claramente, preexistía a la organización que ahora le sirve de ropaje jurídico-político.

La técnica de la federación como herramienta de síntesis tiene su reverso tenebroso, en casos como el belga, en la federación como técnica de vaciamiento. La federación como potente disolvente de un cuerpo antes más o menos unido o mezclado. Los nacionalistas flamencos, especialmente, aplican desde hace muchos años una sutil (inciso: a veces, no tan sutil, como prueban las políticas lingüísticas que se aplican en aquel país, en las mismas narices de la Unión Europea) reducción de Bélgica a la irrelevancia más absoluta, al menos ad intra, procurando que ser belga no signifique nada o casi nada. Es probable que la independencia de Flandes –o la de Valonia- no se declare nunca; y es casi seguro que, razones sentimentales aparte, nunca será necesario. El flamenco o el valón podrán olvidar con toda tranquilidad que es belga. Una vez que se consiga cortar cualquier vínculo de solidaridad fiscal con la otra región, el proceso habrá concluido: los valones serán perfectos extranjeros en Flandes y viceversa.

Tengo la sensación de que esa y no otra es la aspiración de ciertos nacionalistas españoles. De los más inteligentes, al menos. En el País Vasco, por ejemplo, solo la potentísima realidad de la lengua común –y las costumbres comunes- permiten soslayar, a través de los vínculos afectivos que aún se mantienen, la evidencia de que, para un ciudadano vasco, su condición española le alivia ciertos gastos y en nada incide en su realidad diaria. Ésa es, ya digo, la aspiración del separatismo catalán más despierto (cuestión diferente, claro, es que los tontos, que  siempre exceden en número a los inteligentes, ya se encargarán de hacer descarrilar el proyecto, llegado el caso).

La gente más sensata sabe de sobra que no existe nada parecido a la “independencia” en el mundo contemporáneo. Es una palabra que emputece bastante las cosas sin aportar mucho en la práctica. La interdependencia es la regla, por más que la Asamblea de la ONU siga escenificando las viejas liturgias de las relaciones entre unos soberanos que ya no lo son tanto. O sí. No es que hayan dejado de existir soberanos, es que el propio concepto de soberanía ha experimentado un desplazamiento evidente.

La diferencia entre federalismo aglutinante y federalismo disolvente es la que media entre federalismo con lealtad y federalismo sin ella. El constitucionalismo alemán teorizó el cimiento de la unidad a través de la noción de “lealtad federal” (Bundestreue). Bundestreue es el vínculo que liga los entes federados a la realidad federal, que reconocen como superior a todos ellos, por integrar un interés común valioso. La federación deviene, entonces, algo más que un artificio jurídico-organizativo, deviene una realidad política sustantiva. Bélgica es hoy una cáscara y España, para algunos de sus componentes, va camino de ello; Alemania no lo es ni lo será. Los Länder son y deben ser leales a la federación y, por tanto, nunca podrán usar su autonomía para vaciarla.

Bélgica es el epítome de la federación como fraude. El ejemplo más acabado de una irrealidad política. Algunos dirán que así se “salva” el estado. La pregunta es qué es lo que se salva de sustantivo. El discurso de algunos sobre la transacción como mecanismo para permitir que Bélgica “siga existiendo” recuerda al de otros sobre lo que hay que hacer para que tal o cual región “se sienta cómoda” en la estructura estatal española. Afirmar que Bélgica existe, a este paso, terminará constituyendo un abuso del verbo existir. Ciertamente, Bélgica habrá encontrado su salvación, pero como espíritu puro, deviniendo un ente de razón.

Algunos preferiríamos una salvación menos escatológica.

viernes, 5 de octubre de 2012

Colar debates de rondón

Andamos estos días a vueltas con un par de propuestas que unos tachan de oportunas y otros de demagógicas: la eliminación de la retribución a los parlamentarios y la reducción de su número. La cuestión se ciñe, por el momento, a las asambleas legislativas autonómicas, pero bien podría extenderse a las cámaras legislativas nacionales y a los concejos.

Se trata de iniciativas que despiertan la simpatía del respetable, qué duda cabe. Entre la tirria que últimamente se les tiene a los políticos, especialmente en su versión tenida por más inútil que es la de legislador o miembro de un cuerpo colegiado –es decir, en su versión sentada y callada- y la reacción tan natural del español ante el mal ajeno, salvo casos extremos de inmerecimiento (es decir, el “que se jodan”), las medidas merecen la aprobación del bar y las redes sociales.

Pero tienen claroscuros. Unos evidentes y otros menos.

Tiene razón la izquierda cuando denuncia que una política que cueste dinero será una política para quien pueda pagársela. Obviamente, si el desempeño de un cargo político resulta oneroso, solo podrá permitírselo quien cuente con los recursos necesarios. La gratuidad, en línea de principio, no parece recomendable. Una cosa es que la política no sea un oficio al uso, que quizá no deba serlo y otra cosa es que esté vedada a quien, para entrar en ella, deba renunciar a su medio de vida. Irene Lozano pone, creo, el dedo en la llaga, hoy mismo. La cuestión no es si deben existir o no retribuciones por el desempeño de cargos públicos, sino que éstas deben ser transparentes y racionales. La estructura de retribuciones de los cargos públicos es poco sensata por contraste con las retribuciones en actividades no públicas y poco coherente cuando se contrastan unas responsabilidades públicas con otras, incoherencia que se extiende, por cierto, a los salarios de los empleados públicos, al menos en ciertos ramos, como acredita la comparación entre los sueldos de ciertos policías locales y autonómicos y los de los cuerpos estatales equivalentes. Pero, además, tiene toda la razón Lozano cuando dice que el principal problema en materia de retribuciones está en lo que no se ve. En las cantidades de dinero que se van por ese sumidero que es la frontera entre lo público y lo privado, ese territorio poblado por toda suerte de entes y sociedades mercantiles por la forma y dudosas por el objeto que tienen consejeros, empleados y cargos de toda clase.

Algunos opinadores, presidentes autonómicos entre ellos, dicen que, más que reducir la retribución de los parlamentarios, están por recortar su número. Y no niego que, caso por caso, haya margen para hacerlo. Algunas asambleas autonómicas tienen, probablemente, un número innecesariamente alto de escaños, cada uno de ellos con su culo adosado.

Pero conviene no olvidar que, en un sistema de representación de naturaleza proporcional, máxime si es multicircunscripción –lo que ocurre en las elecciones al Congreso y el Senado, pero también en la elección de cámaras legislativas de comunidades autónomas pluriprovinciales, y no sé si también en algunas uniprovinciales que tienen distritos electorales internos- el tamaño de la cámara, el número de escaños a repartir, es un factor muy importante en el grado efectivo de representatividad alcanzable. Y esto es más cierto aún cuando se aplica una ley electoral como la nuestra, basada en el método de D’Hont. A mayor tamaño de la cámara, menos costosos, en términos de votos, son los escaños y, por tanto, mayor la probabilidad de que un partido pequeño, o grande pero que tenga sus votos muy dispersos por circunscripciones y acumule, por tanto, pocos en cada circunscripción, obtenga representación.

El Congreso de los Diputados, por ejemplo, es una cámara pequeña si se compara con otros parlamentos que se eligen también por fórmulas más o menos corregidas de sistema proporcional. Si el número de escaños se elevara a seiscientos, por ejemplo, en promedio, el último escaño requeriría la mitad de votos que hoy (recordemos que los escaños, aplicando la metodología de D’Hont, operan como divisores; se dividen los votos obtenidos por cada partido entre los números naturales del uno al número de escaños, y se asignan los puestos a los cocientes más altos).En sentido contrario, una reducción del tamaño de la cámara, mantenidos iguales todos los demás factores, tiende a favorecer a los partidos mayoritarios.

A menudo, en España, los debates sobre el régimen electoral pecan de reduccionismo. Se reducen a la dicotomía entre lista abierta y lista cerrada. Ése es un factor importante, sin duda, pero existen otros muchos, sin salir de los esquemas proporcionales: el ya comentado del tamaño de la cámara, el número y dimensión de las circunscripciones, la fórmula de recuento, el mínimo de votos necesario para acceder al reparto de escaños… Todos esos elementos tienen influencia, ninguno es neutral. Y ya se sabe que las discusiones sobre mecánica electoral no son fáciles, como prueba que el régimen electoral español apenas se haya tocado en muchos años.

Resulta chocante que, so capa de cuestiones presupuestarias, pueda llegar a incidirse en elementos esenciales del sistema como es la representación… Sobre todo cuando existen tantas otras cosas, mucho más costosas, sin ningún efecto sobre la arquitectura básica de nuestra democracia, que parece imposible siquiera pensar en tocar.

lunes, 1 de octubre de 2012

La voluntad decidida de no ser sur


Cataluña es la Alemania de España pero está en la situación de Grecia: tiene su lógica que busque un lugar en el norte riguroso cuando se halla anclada en el sur malgastador

La frase es de Lluis Bassets (y aquí va la referencia al texto completo, que descontextualizar es siempre ser desleal), que tengo por un tipo cabal y de buen sentido, y Dios me libre de atribuirle pensamientos e intenciones, pero a mí me resulta de lo más ilustrativa. Está dicha en tono económico, qué duda cabe –Alemania y Grecia como paradigmas- pero asoman en ella otros elementos que se tiende a soslayar y que tienen, me temo, un enorme poder explicativo en el trance que vivimos.

Bassets apunta a un factor que, ya digo, a menudo se tiende a dejar de lado en la actitud del independentismo catalán: la voluntad decidida de no ser sur, la rabia de saberse sur y no querer serlo bajo ningún concepto. Supongo que es algo a lo que no se alude demasiado o se alude veladamente porque no es difícil, sentada esa base, caer en lenguajes políticamente incorrectos, poco compatibles con la imagen de un nacionalismo moderno y europeo (sí, sí, sobre todo “europeo”, eso que no falte). En un lenguaje ferrusoliano, podríamos decir. Nosotros no somos como ellos. No somos como esa caterva mesetaria cuasiafricana. Somos mucho más elegantes, mucho más laboriosos, más serios, menos faranduleros… En fin, ya digo, prácticamente suecos, cispirenaicos por algún oscuro motivo, pero suecos. Mucho más “europeos”, en resumen.

Los nacionalismos periféricos tienen tendencia a sublimar los complejos patrios. Representan esos mismos complejos llevados al exacerbo y, por eso mismo, devenidos en algo distinto. El complejo de ser español es tan insoportable que se hace lo que se puede por dejar de serlo. Reclamándose, eso sí, patéticamente “europeo”.

Creo que Bassets yerra en su apreciación. O simplemente repite una mentira que, a fuerza de decirla, casi todos hemos asumido como cierta. El parecido entre Alemania y Cataluña se acaba en una transposición de la posición relativa. Así como Alemania es la nación grande más rica en el contexto de la Unión Europea, Cataluña es la región más rica en el contexto de España (se sigue, por cierto, que Baleares es una suerte de Luxemburgo). Hasta ahí las comparaciones. Porque ni España es la Unión Europea, ni el símil entre Cataluña y Alemania se aguanta más allá de esa casualidad. Por parejas razones, tampoco vale el parangón con Grecia. Cataluña no es como Alemania ni como Grecia. Es un trozo de España, punto –al menos hasta ahora, lo que sea en el futuro, ya se verá-. Y esto no es irrelevante. Como decía hace unos días en un brillante artículo José María Ridao (véase), ya está bien de símiles traídos por los pelos y de lenguajes metafóricos. Al menos para hablar de ciertas cosas, aunque sea más aburrido, convendría atenerse un poco más a los hechos y su descripción.

La comparación con Alemania es triplemente sesgada, o presenta sesgos en su triple implicación: en cuanto presenta una Cataluña-motor, como Alemania lo es del resto de la UE; en cuanto sugiere una Cataluña solidaria (diríase que súper-solidaria), como Alemania lo es del resto de la UE y, en fin, en cuanto apunta a unos catalanes que serían como alemanes, por contraste con sus indolentes vecinos latinos. Y ninguna de las tres cosas es falsa del todo, pero todas deben ser oportunamente matizadas. Y el matiz es en todo caso común: el parangón se invalida porque España es un país, es un estado, se pretende una nación (algunos creemos firmemente que lo es) y la UE no es ninguna de esas cosas. La solidaridad de los catalanes con el resto de los españoles no es, no debería ser, contractual, convencional como lo es la de los alemanes con otros europeos, sino que se basa en un vínculo estructural, la connacionalidad, la conciudadanía. Por lo mismo, Cataluña nada tiene que ver con Grecia en tanto Grecia está sola con su problema o, todo lo más, será socorrida por mecanismos asimismo convencionales; los problemas financieros de Cataluña solo son de Cataluña mirados desde dentro, nunca hacia afuera, hacia afuera deben ser problemas comunes.

La posición relativa de Cataluña en todos, absolutamente todos los órdenes, es el resultado de decisiones, colectivas e individuales, adoptadas durante quinientos años, con una perspectiva de conjunto. Cataluña es producto inescindible de quinientos años de España –y, por cierto, también de sí misma en tanto que parte-. Los catalanes son españoles y esto es un hecho. Les guste o no, como puede gustarnos o no a los demás (serlo nosotros y que lo sean ellos, digo). Tan partícipes del desaguisado como el resto, incluso un poco más, quizá, precisamente en razón de esa preeminencia, de ese carácter de vanguardia en muchos sentidos. España es, en parte alícuota, como Cataluña la ha querido.

Convengo con Bassets, por supuesto, en que hay mucho de un no querer ser sur en lo que estamos viviendo. Lo que no tengo tan claro es que “tenga su lógica”. Cataluña está “anclada” en el sur malgastador (Bassets dixit) porque es sur malgastador. O tan sur malgastador como el resto del sur malgastador. Una cosa es que ciertas metáforas hagan fortuna y otra bien diferente que sean reales. No, señores míos, mal que les pese Cataluña no es una provincia de Holanda a la que un mal viento llevó a la deriva hasta hacerla encallar en las entonces costas de Aragón.  

Y, por cierto, pretender otra cosa es bastante, pero bastante patético.

lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Federalismo a estas alturas?

Cada vez que las tensiones territoriales se recrudecen se oyen voces, fundamentalmente en el PSOE, pero no solo, que invocan el estado federal como solución del problema. El término “federal” es muy caro a la izquierda socialista española desde los trabajos clásicos de Anselmo Carretero y, como Pérez Rubalcaba se encargó de recordar en su reciente entrevista televisiva, el propio partido está organizado como un partido federal. Supongo que el vocablo es grato en cuanto sugiere la posibilidad de una “tercera vía” entre el nacionalismo periférico y el no menos odioso nacionalismo español (inciso: la corrección política impone condenar siempre y en todo lugar todos los nacionalismos, un poco al estilo de la Iglesia vasca y su condena a “toda la violencia”, venga de donde venga) y sus tendencias recentralizadoras –siempre endosables al PP, por supuesto-. Los socialistas pueden así decir “no” a las pretensiones disgregadoras sin tener que pasar por el abochornante expediente de declararse partidarios de la unidad nacional sin más, o incluso de la existencia de una nación en absoluto lo que, además de salvar el prurito, ayuda mucho a cimentar la cohesión en el seno del propio mundo socialista, no nos engañemos.

Pero, aparte de dispensar a más de uno del trago de tener que declararse español de vocación, es dudoso que el debate sobre la federalización traiga mucho de provecho a estas alturas.

En primera instancia porque no es obvio qué se quiere decir. Cuando se oye a los dirigentes socialistas –u otros comentaristas, insisto, que los socialistas no son los únicos federalistas patrios- hablar de “federalismo” o de “estado federal” diríase que nos presentan una noción acabada y de perfiles nítidos, como si el estado federal se presentara de un único y perfecto molde en el repertorio de las formas políticas. Lo cierto es, más bien, que bajo la etiqueta “federal” se topa uno con casi todos los estados compuestos que existen en el mundo –es verdad que existen estados compuestos como Brasil o Suiza que siguen presentándose bajo el anacrónico ropaje de “confederación”, pero se trata de verdaderas federaciones- y con un buen montón de estados unitarios de hecho, compuestos solo de nombre. Sin salir de los modelos canónicos –el estadounidense, el alemán y el suizo (ya digo, por más que éste se etiquete como “confederal”)- hay muy señaladas variaciones. Las entidades federadas reciben, además, distintos nombres, “estados”, “provincias”, “departamentos”, “cantones”… Y en algún lugar del mundo “comunidades autónomas”. ¿Acaso no es nuestro estado compuesto de hecho? Es cierto que, sobre el papel, se trata de un estado unitario descentralizado –tributario del estado regional republicano- pero que, por evolución, ha terminado en algo que ha sido descrito como “técnica y funcionalmente federal”.

¿Qué quiere decir, pues, el PSOE cuando afirma que quiere convertir España en un “estado federal”? ¿Simplemente amoldar las palabras a los hechos? ¿Elevar, quizá, al rango constitucional que le corresponde la realidad en la que ha devenido –entre otras cosas, merced a la labor gubernamental del propio PSOE- este estado que se quería unitario? Es un objetivo plausible, sin duda, pero no parece que nuestros problemas sean de orden meramente nominal. Quizá lo fueron algún día, pero de ese día hace ya mucho.

Los federalistas más enjundiosos –no sé cuántos militan en el PSOE, pero alguno habrá- emplean “federalizar”, creo, como sinónimo de “ordenar”. Y eso es una cosa más interesante. Las estructuras federales bien construidas –de nuevo, tomemos las paradigmáticas: los Estados Unidos, Alemania, Suiza…- destacan por dos elementos. Uno es el respeto del principio de igualdad en un doble nivel: entre ciudadanos y entre territorios. Sin duda, el mejor ejemplo de la igualdad entre entes federados lo suele dar su igual peso específico en las cámaras legislativas que se constituyen sobre base territorial (el Bundesrat en Alemania o el Senado de los EE.UU., pese a que estas dos entidades difieren en casi todo). Todos los estados, o como quiera que se llamen, tienen el mismo techo competencial. Y aquí llega la segunda de las características, reclamada en España hasta la saciedad por los constitucionalistas más sensatos: en los estados federales mejor armados existe siempre una cláusula de cierre, una disposición de atribución residual de competencias que deja la arquitectura institucional-territorial más allá de la capacidad de disposición del legislador ordinario. Los ámbitos competenciales suelen estar cerrados constitucionalmente.

Obviamente, no es necesario que un estado devenga nominalmente federal para operar esta ordenación. Podría hacerse sobre nuestro actual estado autonómico, sin más que introducir las apropiadas reformas constitucionales y estatutarias. La invocación al federalismo, por tanto, en según qué voces, lo es porque los conceptos citados aparecen como inherentes a la idea. “Estado federal” sería, pues, no sinónimo de “estado compuesto” sin más, sino de estado compuesto y ordenado de una determinada manera.

Sobre el papel, claro, esto es muy racional y puede que deseable. Pero a todas luces difícilmente conciliable con la realidad española. Hemos llegado hasta aquí, precisamente, por la insaciable pretensión de radical desigualdad que caracteriza a nuestros nacionalismos periféricos, que hacen seña de identidad no tanto de ser algo como de no ser del común. A consagrar esa desigualdad se orientó el estado regional del 31 y se orientaba el diseño original del 78. Los impulsos federalizantes, en tanto igualadores, no solo no resuelven el problema político de fondo, sino que lo agravan.

Rizando el rizo, y dado que la izquierda española nunca ha estado muy constreñida por pretensiones teóricas –y a veces ni tan siquiera por una mínima higiene en el discurso- la solución deberá hallarse en eso que se ha dado en llamar “federalismo asimétrico”. Una expresión de cuño maragalliano que, salvo que ese “federalismo” se vacíe de cualquier contenido, entraña una verdadera contradicción en los términos. El federalismo o es “simétrico” o no es, es decir, es una consagración de lo que hay, pero llamándolo de otra manera. Si lo que el PSOE quiere decir es que su bálsamo de Fierabrás consiste en ofrecer un sistema que dé a Cataluña y el País Vasco un derecho a la diferencia, se le podría contestar que gracias, pero eso ya está inventado. Y no ha dado muy buen resultado, la verdad.


Gustos burgueses

Este fin de semana he leído con consternación lo larga que es ya la nómina de grandes restaurantes clásicos de Madrid y Barcelona que han echado el cierre en lo que va de crisis. Son unos cuantos. El último, por lo que a Madrid se refiere, Balzac, que sigue el camino de buques como Príncipe de Viana, el Club 31, las Cuatro Estaciones o Jockey –éste último, caído finalmente tras algún intento vano de reflotamiento-. Dicen también que otros templos, como Horcher o Zalacaín se las ven y se las desean para aguantar. Imagino que las grandes casas de Barcelona lo estarán pasando más o menos igual.

A decir de algunos, estos restaurantes perecen por su incapacidad de adaptarse a los tiempos. La clientela tradicional va cayendo, sin ser reemplazada por otra más joven. La gente de ahora prefiere, dicen, otras cosas. Me imagino que también tendrá que ver lo difícil que es ajustar los precios cuando las estructuras son tan costosas y la moderación en lo que se ha dado en llamar la “hospitalidad corporativa”. Cuando la tarjeta de empresa se muestra menos facilona, las cuentas han de moderarse. Y las grandes casas no siempre pueden. Algún chef francés multiestrellado ya decidió que, sintiéndolo mucho, prefería tener una modesta brasserie que seguir en el negocio de la alta gastronomía, porque le era imposible dar de comer a precios asequibles: o el estrés de la guía Michelín o disfrutar del arte de tratar bien.

Es una pena. Y una gran pérdida. Siempre es mala cosa que cierre un buen restaurante, qué duda cabe. Pero es que estos comedores históricos son algo más, mucho más que “buenos restaurantes”. De hecho, si hemos de creer a la crítica y al gusto modernos, no son de lo mejor, si por lo mejor hemos de entender lo más vanguardista, lo que más premios acapara, esa cocina tan admirable muchas veces y siempre tan adaptada a las manías estéticas contemporáneas. Pero son algo muy importante.

Esos grandes restaurantes históricos, casas al gusto burgués, forman parte de la infraestructura cultural básica de las capitales. Las ciudades son ciudades porque los tienen. Un restaurante de relumbrón puede estar en cualquier parte, porque la luz de la inspiración brilla para todos y en cualquier sitio pueden hallarse destellos de talento. Hasta en los lugares más inverosímiles. Pero restaurantes del perfil de Horcher, de Zalacaín, de Vía Véneto, solo los hay –en número bastante, al menos- en las grandes ciudades. Porque son ellos los que hacen grande a una ciudad, y no al revés. Una gran ciudad lo es porque tiene teatros en los que puede verse el repertorio básico –siempre, todas las temporadas-, porque tiene cines de estreno, porque tiene museos en los que se puede acceder a la médula de la cultura, porque aloja orquestas y compañías de ballet que ofrecen aquello a lo que todas las generaciones deberían poder acceder… Y porque siempre, todo el año, están abiertas en ellas esas magníficas casas en las que se puede degustar –y contemplar- el arte de la restauración en su versión clásica. Sobre esa infraestructura cultural básica se construyen las vanguardias. Sin ella, son precarias, individualismos que vienen y van. Porque son también esas grandes casas las que forman a los grandes profesionales, que luego pueden brillar a la luz de sus propios talentos.

En España nos cuesta comprender la importancia de todo esto, sencillamente porque nos cuesta comprender la importancia de las cosas bien hechas. Nos cuesta entender que la genialidad raramente se sirve más que a sí misma, que solo complementada con el trabajo y el oficio da lugar a una cultura verdaderamente densa. El “gusto burgués”, a menudo desdeñado, es la columna vertebral de la cultura urbana. Lo “distinto” o, sencillamente, lo “moderno” se definen respecto a él. Lo burgués, lo clásico, es imprescindible, aunque solo sea para romper con ello con pleno conocimiento de causa.