lunes, 10 de diciembre de 2012

Siempre las lenguas

El catalán es una lengua. Esto debería ser una obviedad, pero no lo parece. Igual que el español, el gallego, el vasco o el japonés. Una lengua en la que piensa, siente y se expresa gente que la tiene por materna. Ni es un idioma de mentira, inventado por separatistas conjurados ni es una suerte de espíritu nacional destilado, como parecen pensar unos y otros. “Un pueblo, una lengua, un estado” parece ser una de las querencias favoritas de todos los nacionalistas que en el mundo son, frente a la palmaria evidencia de que es una terna que casi nunca se da junta. Las fronteras lingüísticas raramente coinciden con las estatales –aunque los estados, o las regiones, den nombre distinto a la variedad dialectal que se habla dentro de sus fronteras, por aquello de darle más lustre (sin entrar en casos patrios de catalanes y valencianos, véase, si no, qué es eso que llaman “moldavo” sino el rumano que hablan en Moldavia, por poner solo un ejemplo)- y, por supuesto, hay pueblos que se reconocen como tales en medio de verdaderos guirigáis idiomáticos o perdidos en mares de dialectos (suizos, en el primer caso, o alemanes en el segundo) y gentes que no quieren compartir ni el aire y están condenados a compartir una misma lengua o casi, como serbios y croatas.

Las lenguas no entran en la agenda política hasta muy tarde. A los monarcas absolutos y autoritarios no pareció inquietarles nunca en exceso la diversidad lingüística en su territorio. Carlos V dejó bien aleccionado a su hijo sobre lo arriesgado de permitir disensos en materia religiosa en sus estados, pero siempre le importó una higa la lengua que hablaran sus súbditos. Como nos enseñó el malogrado Juan Ramón Lodares, la lengua, en realidad, solo le importó, desde siempre, a la Iglesia. “A cada uno, en su lengua”, así predicaron los apóstoles. Allí donde fueron, los misioneros cristianos aprendieron las lenguas locales. Gracias a los clérigos sobrevivieron las lenguas amerindias de la América hispana. ¿Súbito interés filológico? No, anticipación a los tiempos. Los buenos padres sabían que quien controla los decires controla las ideas. Su interés no estaba en las palabras sino en los contenidos, porque no hay otros contenidos que los que las palabras dicen. La humanidad, parcelada en mil lenguas ininteligibles no tenía otro medio de acceso a las ideas que el que proporcionaban el latín o, más corrientemente, su traductora: la Santa Madre Iglesia. ¿Es casual que la única literatura escrita, por ejemplo, en euskera durante cientos de años fueran, precisamente, misales libros de piedad?

Los estados llegaron tarde a esta convicción. Hasta que no tomaron conciencia de sí mismos, no decidieron que también querían conformar mentes. Y para ello inventaron la educación obligatoria. Entonces nació la política lingüística. El principio era ahora el inverso –ya no se conservarían las lenguas fuera de la elegida- pero, si se quiere paradójicamente, por muy similares motivos. La lengua única estatal barrería todas las demás, las reduciría a la irrelevancia volviéndose lengua de enseñanza y de relación con el nuevo y verdaderamente todopoderoso señor. Fue la Francia revolucionaria, claro, la pionera en estas lides. Imitada luego por las repúblicas americanas y por todos los estados neonatos. Tuvo política lingüística todo estado que se lo podía permitir. La supervivencia de las lenguas regionales fue más cuestión de impotencia que otra cosa.

Esta es la historia. Pero la manipulación no cesa. La batalla por la lengua, allí donde se da, es enconada como pocas. Porque es la batalla por las mentes. Lo que se llama “normalización lingüística” –téngase por “normal” lo que se quiera- no es más que una batalla por el control de la lengua como vehículo.

Es absurdo negar que una lengua compartida es, o puede ser, cimiento de convivencia, no por la lengua en sí, sino por el universo referencial que se expresa en ella. Lo que une no es compartir la lengua, sino compartir la enciclopedia. Pero hay evidencias sobradas de que, fácil o difícil, la cuestión lingüística no tiene por qué resultar crítica. Los suizos, de nuevo, han construido un universo referencial común a partir de un mosaico lingüístico relativamente complicado –digo “relativamente” porque lo de la suiza tetralingüe es una broma si se compara con cualquier gran estado asiático, por ejemplo-, pero no estoy seguro de que mexicanos y argentinos compartan más referencias que españoles y portugueses.

En España no hay un problema lingüístico. Nunca lo hubo. Existe el capítulo lingüístico de un problema político. El problema no son el catalán, el gallego o el vasco –tampoco el español-. El problema es que, en cuestión de lenguas, es como más fácilmente asoma la vena totalitaria del “normalizador” de turno. Porque no se “normalizan” lenguas, salvo en el sentido técnico de dotarlas de una gramática, un diccionario y una ortografía; se normalizan personas, se normalizan costumbres, se normalizan pensamientos. Lo que el político llama “anormal” –puesto que lo que ha de normalizarse no puede sino ser eso- suele ser, más sencillamente, no coincidente con sus ficciones o con sus delirios. El filólogo Víctor Klemperer (sí, el hermano del afamado director) nos explicó cómo lo primero que hicieron los nazis al llegar al poder, antes incluso de promulgar leyes raciales, fue “normalizar” la lengua alemana, expurgarla de malos usos, convertirla en la herramienta de pensar del buen alemán; Stalin, georgiano él, rusificó todas las repúblicas soviéticas, también lingüísticamente… Y los caudillos de las nuevas repúblicas invierten ahora el proceso, proscribiendo el ruso que, mal que bien, ya era la lengua adquirida.

Me han explicado muchas veces que “normalizar” es “nivelar”, es “volver a poner las cosas en su sitio”, es favorecer la lengua preterida para que pueda seguir existiendo. Más aún, cuando la lengua preterida es, además, una lengua “menor” –es decir, con menos hablantes, menos extendida (léase catalán frente a castellano o flamenco frente a francés)- normalizar es, en realidad “desnivelar”, discriminar positivamente, como se dice en neolengua administrativa. La lengua preterida no debe ser puesta al nivel de la otra, porque, en símil boxístico, las tablas favorecen al campeón, sino que debe ser favorecida. Suena de lo más angélico, pero no me lo creo. La “política lingüística” es fuente de toda suerte de abusos. Así ha sido siempre.

En mi opinión, en materia de lenguas, los estados –las administraciones- deberían ser rígidamente aconfesionales. El concepto de “lengua oficial” resulta odioso cuando deja de ser meramente funcional, es decir, cuando pasa la raya del necesario concepto de aquella lengua en la que la administración se relaciona con los ciudadanos, esto es, del código que utiliza para sus menesteres domésticos. Todo lo demás es exceso. Los Estados Unidos carecen de una lengua oficial nacional, y tampoco existe una en la mayoría de los distintos estados. La cuestión se orienta por oferta y demanda. Los estados con grandes masas de hispanohablantes empiezan a producir su documentación oficial en español, y el estado de California ofrece, por ejemplo, la posibilidad de examinarse del carnet de conducir en docenas de lenguas.

Supongo que habrá quien objete que este modo de actuar conduciría a la desaparición de muchas lenguas, por ¿inútiles? Sí, por inútiles. Una lengua es inútil cuando todas sus funciones son ya desempeñadas por otra y, sí, lo normal es que la gente opte por una u otra. Puede. Pero es que una lengua no es un insecto protegido. Una lengua es una creación cultural humana, a disposición de sus hablantes. Pero, claro, el simple imaginar la lengua, la encarnación del Volksgeist, reducida a mera contingencia provoca sarpullido en ciertos espíritus sensibles. ¿La patria, el pueblo, la trascendencia de la nación, “disponibles”? ¡Horror! No es posible.

“Una lengua, un pueblo, un estado”. Lo siento, pero me parece algo para grabar en las hebillas de un ejército agresor. Además, es mentira, coño. Siempre lo ha sido.

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