martes, 28 de agosto de 2012

Lance Armstrong o la caída de los mitos

La renuncia, según leo, de Lance Armstrong a defenderse de los cargos de dopaje que se le imputan y la probable retirada de todos sus títulos de campeón del Tour de Francia –no creo que le queden muchos más de cualquier otra cosa porque, si mal no recuerdo, siempre se dijo algo que afeaba el palmarés del americano era su casi exclusiva dedicación a la vuelta francesa- ha desatado los esperables comentarios periodísticos, con el asimismo esperable recurso al lenguaje de tonos épicos que se reserva ya solo para las grandes ocasiones deportivas –antaño era propio de las gestas militares, pero hoy es poco políticamente correcto glosar hechos de armas en términos admirativos-. Ya se sabe, “caída del mito” y cosas por el estilo.

Me imagino que, desposeído de su premio el falso campeón, la condición de ganador en el año que corresponda pasará al respectivo segundo en la general, que quedará inscrito en los anales como primero, como si nada hubiera ocurrido. Lo que es nulo no debe tener efectos y así se hará, supongo, en lo posible. Lo irreparable es irreparable, y no habrá compensación posible, digo yo, para ese momento sublime perdido en los Campos Elíseos. En tiempos les daban el jersey amarillo, una copa, un beso de la guapa y un leoncito de peluche del banco patrocinador, hoy desaparecido tras su escandalosa quiebra; no sé si el segundo tenía derecho a beso y leoncito, pero la copa era más pequeña y no había para él himno nacional. ¿Tendrán los segundos de turno, al menos, la paz de que se haya hecho justicia, de que se haya desenmascarado al impostor? Tengo para mí que no. Es más probable que los nuevos campeones se queden con el regusto amargo de saber que su título viene con una ayudita de la suerte: la misma que a Armstrong le faltó para que las prácticas dopantes quedaran impunes como, quizá, las de otros muchos.

Confieso que no termino de entender muy b¡en estas cosas del dopaje. Quiero decir que desconozco cuál es el criterio que separa las sustancias aceptables de las prohibidas. Porque lo que está claro es que nadie en su sano juicio puede creer que sea posible soportar una carrera ciclista de tres semanas, u otras pruebas de pareja exigencia, a base de una alimentación equilibrada, mucha agua y masajes. Quiero suponer que la línea divisoria se trazará dejando en el lado malo aquellos brebajes que sean gravemente lesivos para la salud. Y sí, parto de la base de que el deporte profesional es malo o, como mínimo, no bueno para la salud humana. Si fuera inocuo o incluso beneficioso, me temo que sería muy aburrido.

Un entrenador de atletismo convicto puso el dedo en la llaga al señalar que una cosa es el deporte y otra la educación física. El deporte profesional es una contradictio in terminis que está muy bien como lo que es, un espectáculo y un entretenimiento. Visto así, los estragos del dopaje deberían verse como riesgos laborales, en cierto sentido, y convendría tratarlo como una cuestión técnica, dejando las consideraciones morales para otros asuntos de mayor cuantía. Pero no, estas cuestiones no suelen tratarse como simples trampas al reglamento sino como traiciones a los valores que, en teoría, porta la práctica deportiva. Los rasgados de vestiduras no se compadecen con la lógica del asunto. Y ello por dos motivos, a mi juicio –y no soy nada original en mi opinión-, errados: la desmesurada importancia que en nuestra sociedad se concede a estas cosas del deporte y la presunción de un valor ejemplar que no tiene ningún sentido contemplar.

El rol que desempeña el deporte –y no cualquier deporte, por supuesto, sino el deporte profesional- en nuestro mundo es incomprensible si no se contempla su carácter de sustitutivo, me atrevo a decir que ventajoso, de la guerra. En la competición deportiva se concentra, decía antes, toda la épica que nos queda. Es en este solo campo en el que siguen siendo lícitos y plausibles, bajo la púdica apariencia de entusiasmo por los propios colores, lenguajes, pasiones y sentimientos antes reservados a los ambientes bélicos. No hace falta decir que esto raya la evidencia cuando del deporte, siempre profesional, rey, el fútbol, se trata. Desplegados los empleados de las empresas concurrentes –o una selección de ellos, cuando se trata de los equipos de las respectivas patronales (llamadas federaciones)- sobre el terreno de juego, uniformados debidamente, la analogía con la batalla en campo abierto es demasiado palmaria como para ignorarla. Pero en mayor o menor medida todos los deportes por dinero participan de esas notas. Todas las pruebas deportivas son fábricas de héroes, factorías de leyendas, papel antaño reservado, sin duda, a la guerra. Un premio nobel honra a un país, qué duda cabe, pero no existe una épica del físico o del químico, ni siquiera del literato, o no en la misma medida. No es posible, para la mayoría de la población, identificarse con la lucha intelectual del físico, encenderse con sus sufrimientos y compartir su pasión de vencer, que de esto último es de lo que se trata: de ganar o perder.

El dopado no se ve, por tanto, como lo que es, como un infractor al reglamento, sino como un héroe que pierde ese estatus. Un traidor a la patria, en suma.

Decía, por otra parte, que el deporte se contempla como un crisol de valores. Valores –esfuerzo, integridad, rectitud en la observancia de las reglas, capacidad de sacrificio…- que solían también asociarse a lo militar o que, antaño, eran alabados en otros ámbitos, pero que ya no pueden ser ejemplificados sino en la práctica deportiva. En el deportista es lícito admirar lo que en otros profesionales ya no se espera, parece. Y en esto hay también, me temo, una extensión indebida de conceptos. El deportista, en su actuar, está obligado a regirse por lo que podríamos calificar, con terminología al uso, de una ética profesional, no muy distinta, en suma, de las propias reglas de su juego. A menudo olvidamos, por otra parte, que esas reglas, por su carácter performativo –las reglas de un deporte no disciplinan el juego, sino que lo crean, el juego existe porque existen las reglas- son difíciles de eludir para el deportista, so pena de privar de sentido a su propia práctica. Cuando el ciclista pedalea no ejemplifica la virtud del sacrificio –entendida con carácter general, como virtud superior, consistente en la aceptación del sufrimiento en aras de un bien (terreno o extraterreno)- sino que, por decirlo así, asume un sacrificio funcional, porque en pedalear, en sufrir pedaleando, consiste su propio oficio.

No creo, por tanto, que sea exacto decir que el deporte –hablo siempre del deporte profesional- sea una escuela de virtudes. No más que cualquier profesión, y hay varias, cuyo desempeño exija, funcionalmente, de una conducta de la que puedan abstraerse reglas valiosas con carácter general. Pero, de nuevo, el mal entendimiento hace que el deportista que subvierte esa lex artis particular defraude valores de alcance mucho más amplio. Como se presume que el deportista, máxime el victorioso, acrisola en grado superlativo virtudes heroicas –no hace sacrificios porque se lo exija su labor, sino porque es sacrificado, del mismo modo que no observa la cortesía para con el rival por temor a ser sancionado sino porque es noble- su falla se convierte en un fraude a un código ético más general.

Bastante absurdo, me temo. No veo por qué no nos limitamos a esperar de los profesionales del espectáculo deportivo lo mismo que queremos ver en cualesquiera otros dedicados al entretenimiento: excelencia técnica, solvencia en su arte y punto. Esperar que el ciclista pedalee con esfuerzo o que el tenista saque con contundencia aun después de horas de partido no debería resultar muy diferente de pretender que al actor se le oiga en el escenario o se le entienda al hablar. Una cosa es que, en nuestro imaginario, reemplacen a los militares y otra que pretendamos que quiten el sitio a los santos.

lunes, 27 de agosto de 2012

La taxonomía de Márkaris

En la edición electrónica de El País de hoy, al menos en la versión accesible vía iPad, hay un prometedor anticipo del próximo libro de Petros Márkaris que, al parecer, estará en librerías en unas semanas. Se trata de una colección de artículos y ensayos publicados entre 2008 y 2012 en las que el padre del comisario Jaritos ofrece su visión de la sociedad griega y su drama. En el texto que comento, Márkaris realiza una división de la población helena en cuatro grandes partidos, no coincidentes con los partidos políticos dominantes, aunque superpuestos de un modo u otros. A su juicio, en Grecia se puede, de entrada, identificar lo que él denomina el “partido de los beneficiarios”, es decir, la gente que se llevó la parte del león de los años gloriosos y que, aún hoy, tras haber puesto sus dineros a buen recaudo, vadea la tragedia sin salpicarse. Es, claro, la gran clase política, los grandes empresarios recolectores de subvenciones y contratistas de obras públicas y, en fin, toda esa gente que es capaz de vivir, de un modo u otro, del estado sin contribuir a su sostenimiento. El segundo gran partido es el “partido de los mártires”, los verdaderos paganos, los pequeños empresarios, autónomos y empleados por cuenta ajena que, sin acceso a los grandes distribuidores del maná –los partidos políticos en sentido estricto- están inermes y han de soportar casi todo el ajuste. El tercer partido es el de los agricultores, una clase especial de beneficiarios, una casta protegida con acceso a las ubres nutricias de la política agraria común, una fuente privativa de subvenciones. Y, en fin, queda el “partido de Moloch”, el de los empleados públicos, a su vez escindible en dos subclases: los enchufados de carné –Márkaris dice que uno de cada dos militantes, no sé si del Pasok, del partido de la derecha o de ambos, vive de la administración- y los funcionarios que aquí llamaríamos “de carrera” y que sostienen, en realidad, los servicios públicos.

La “taxonomía de Márkaris” es, en realidad, reducible a dos grandes grupos, claro: beneficiarios y perjudicados. Dentro de cada gran grupo son identificables subclases, separadas por matices. ¿No es, acaso, lo que llama la atención del escritor una corrupción de la gran verdad del denominado estado de bienestar, que no es otra que la de que la población se divide siempre en dos grandes grupos: los que viven del y los que viven para el monstruo estatal?

En lo que podríamos denominar su funcionamiento ordinario, el estado del bienestar es una inmensa máquina de detracción de renta de las clases medias altas hacia las clases medias bajas. Las clases verdaderamente altas limitan su contribución y siempre existe gente excluida. Paradojas de la vida, el estado no logra acabar con la miseria, pero paga vacaciones y subvenciona el cine. Esto es así por planteamiento, y puede ser aceptado por una serie de razones. En sus formas corruptas, como es lógico –y todas lo son, en mayor o menor medida- los buscadores de rentas logran forzar su posición natural respecto a la maquinaria estatal, contribuyendo menos de lo que les correspondería o recibiendo más de aquello a lo que tendrían derecho. Como los grandes demiurgos que son, mediadores únicos entre la esfera del estado y la esfera de eso que se denomina “la sociedad”, partidos políticos y sindicatos son los operadores de la máquina y los que contribuyen a su degeneración. El sistema sigue funcionando en tanto se den dos condiciones de equilibrio: la primera, lógicamente, es que sea globalmente financiable, sea porque los contribuyentes, muchos o pocos, tienen músculo financiero, sea porque se recurre al endeudamiento; la segunda es una condición política: los perjudicados no deben estar nunca organizados, los paganos han de formar una masa silenciosa e informe, de modo que los buscadores de rentas –que sí se organizan- puedan actuar a su gusto.

Ya digo que todos, absolutamente todos, los sistemas, padecen cierto grado de corrupción pero el caso griego es, dentro de los estados que todavía atienden a este nombre, al parecer, límite. En terminología de Márkaris, el partido de los beneficiarios –en sentido amplio, es decir, comprendiendo todos aquellos que viven primordialmente del estado- parece haberse hecho tan numeroso que ha llegado a quebrar la espalda del partido de los perjudicados. Se incumple, pues, la condición de viabilidad financiera. Naturalmente, esto no afecta a la distribución de roles, de modo que los perjudicados en condiciones normales lo siguen siendo también a la hora de afrontar la ruina. La única manera de alterar este estado de cosas sería que dejara de cumplirse la condición de inanidad absoluta de los perjudicados como posible agente colectivo y eso, por lo que se ve, sigue sin darse en Grecia. Los perjudicados padecen –Márkaris, con buen criterio, los moteja de “mártires”- su calvario sin reaccionar. Porque, a diferencia de los beneficiarios, que están catalizados por las potentes organizaciones políticas, son un simple sinnúmero de seres anónimos.

La existencia, siempre, de un partido relativamente amplio de beneficiarios explica, claro está, la aparente morosidad en la resolución de los problemas. No todo el mundo se encuentra presionado por idénticas urgencias, ni mucho menos. Y no es descartable que haya quien, en el marasmo de la crisis, haya encontrado un buen modo de vida. Este tipo de beneficiario merece el calificativo de carroñero pero, ¿acaso no los hay en cualquier cadena trófica?

La taxonomía de Márkaris sería trasladable, creo, a otros escenarios. El español, sin ir más lejos. Sería interesante el ejercicio de definir, identificando sus subclases particulares, los respectivos partidos de los beneficiarios y los perjudicados. El caso es que, quedándome la duda de si merece la pena, aquí, individualizar un partido de los agricultores –creo que no, pero me faltan datos para confirmarlo- me temo que las etiquetas de Márkaris cuadrarían bastante bien y, de hecho, me pregunto si el griego no ha encontrado, sin buscarla, una taxonomía transponible con matices menores, cuanto menos, a todas las sociedades mediterráneas. Evidentemente, se deriva de esta conclusión que las tan cacareadas diferencias entre España y Grecia vienen a ser de grado, es decir, no es que las clases de Márkaris sean aquí inexistentes, sino que no son numerosas en igual medida.

También aquí los partidos políticos y los sindicatos –los grandes mediadores- han definido, por activa o por pasiva, un partido de los beneficiarios. Un partido que no tiene ningún interés por que nada cambie, según resulta evidente. Si somos conscientes de la existencia de ese partido, no debería producirnos ningún pasmo, ya digo, la aparente falta de diligencia en la toma de esas decisiones que el partido de los perjudicados percibe como necesarias. Resulta obvio que hay quien no tiene ningún interés en que la administración se racionalice, en que se reduzcan ciertos gastos o, en fin, en que las relaciones entre lo público y lo privado sean enteramente transparentes. Es fácil olvidar esto.

lunes, 20 de agosto de 2012

Códigos compartidos y otras sevicias

Que hace tiempo que volar –y me refiero a viajar en aeroplano, que el término es peligrosamente polisémico- dejó de ser un placer. Lo fue en su día, quizá, en tiempos que yo mismo puedo llegar a recordar. Era una manera de desplazarse que diríamos glamurosa, sofisticada, al alcance de pocos y, por añadidura, veloz y cómoda. En torno al viaje en avión se desplegaba la consabida liturgia de trámites y estancias que, aunque no fueran la locura de nadie, tampoco parecían especialmente desagradables. Uno llegaba al aeropuerto con cierta anticipación, recogía su tarjeta de embarque –entonces, literalmente una “tarjeta”- pasaba los controles de seguridad, que no sabemos si eran más o menos eficaces, pero sí más livianos y subía al avión. El aparato tenía asientos, como los de ahora, en los que se acomodaba un ser humano sentado; cosa que ya no sucede, al menos en el caso de la mayor parte de los humanos, que tienen piernas.

Quien más y quien menos ha tenido experiencias bastantes para concluir que quien siga encontrando placentero un viaje en avión comercial o viaja poco o tiene un concepto de lo placentero un tanto desviado. La conjunción del desdén de las compañías de transporte aéreo, la seguridad aeroportuaria y la evolución de la propias instalaciones han convertido el viaje en avión en una experiencia digna de la imaginación de una mente perversa, de un villano de estos de novela barata, que no para de pergeñar maldades y formas de infligir al prójimo sevicias sin cuento.

Desde que uno se apea del vehículo terrestre que lo acerca al aeropuerto –a los aeropuertos no se puede llegar andando, según evidencia que desafío a cualquiera a contradecir- se produce una suerte de suspensión de derechos constitucionales que no cesa hasta que se aborda el vehículo que –de nuevo, por idéntica razón- habrá de sacarnos del aeródromo de destino. El aeropuerto y la aeronave son lugares en los que rige una especie de estado de excepción que legitima, en nombre de múltiples motivos, a cual más diverso –desde la prevención de atentados terroristas a las legítimas reivindicaciones sindicales de los distintos colectivos profesionales que se ocupan de la cosa- tratos que, en otros contextos, serían radicalmente inaceptables. Es cosa curiosa, además, que volando los aviones acogidos a distintos pabellones y estando los aeropuertos sometidos a diferentes soberanías, rige aquí una ausencia de derecho internacional perfectamente armonizada: a uno le pueden dar igualmente por salva sea la parte en cualquier aeródromo del planeta y cualquiera que sea la nacionalidad de la aeronave en la que viaje. No conozco campo en el que se haya producido una igualación de condiciones tan portentosa. Lástima que sea en detrimento del viajero.

Es una lástima que los billetes de avión hayan dejado de emitirse en papel. A gente tan extravagante a veces como un servidor nos proporcionaban lectura para los ratos muertos –que en un aeropuerto suelen ser muchos, debidos a “causas técnicas”-. Leyendo los reversos de los billetes aprendía uno, por ejemplo, que en realidad lo que tenía en la mano no era exactamente un título de transporte, si por tal hemos de entender un documento que concede al ufano portador un derecho a ser transportado, junto con sus maletas, a un destino, sino más bien un compromiso de la compañía de hacer un esfuerzo razonable por transportarle. Y cualquiera que tenga experiencia sabe que así es, una compañía aérea puede llevarle a uno a su destino con el equipaje… o no. No existe cláusula que yo conozca, sin embargo, que releve al viajero del pago del precio.

Como el pasajero y sus bultos son una carga odiosa, la última perrería que han inventado las  compañías aéreas se llama “código compartido”. Y es algo muy excitante, porque bien puede ocurrir que no sepamos qué compañía nos va a llevar a destino hasta el último momento del embarque. Al parecer, todas deberían sernos indiferentes –es verdad que se hace un esfuerzo, ya digo: en todas se encontrará, casi seguro, el mismo espacio para las piernas y en todas habrá disponibles para comer bocadillos de plástico, en unos casos gratis y en otros de pago, eso sí-. El “código compartido” es una verdadera curiosidad. Las compañías están encantadas de vendernos billetes para destinos de lo más insospechado pero, en realidad, no nos quieren llevar; simplemente se pasan la bola. Así, compra uno un billete de la compañía fulana y le venden un vuelo “operado por” mengana. Está muy bien, porque en caso de incidencia, la reclamación es mucho más confusa. Al viajero le llamará la atención, en el aeropuerto de Barajas, la gran cantidad de vuelos que parecen aterrizar y despejar. Y es verdad que son muchos, pero no tantos. Si nos fijamos bien, vemos que el vuelo de, qué se yo, Hong Kong, está consignado cuatro veces y ha podido ser vendido por otras tantas compañías “en código compartido”. Es una política que hace, por ejemplo, incumplibles juramentos del tipo “no volveré a volar jamás con ellos”, porque uno ya no elige; podrás no contratar con ellos, pero nada te garantiza que no vuelvas a volar con ellos. Es el “o yo o el caos elevado a la enésima potencia”.

Resulta muy lamentable, por todo esto, cuando uno sube a un tren de alta velocidad ver cómo se va contaminando de modos de avión. El otro día me pareció ver, en un tren de alta velocidad a Valencia, que las consabidas segunda y primera –ya hace tiempo transmutadas en “turista” y “preferente” (inciso: esto del márketing es sorprendente: comprendo que uno pueda suponer que a ningún viajero puede gustarle ser tratad como “de segunda” pero, a poco que se piense, si los otros son “preferentes” ¿qué soy yo?; además, ¿por qué se presume que soy un “turista” solo porque llevo un billete más barato?)- habían dado un pasito más hasta hacerse odiosamente “económica” y “business” (segundo inciso: vale la reflexión  anterior, cambiando los términos). Como en el avión. ¿Es que Renfe –o como se llame ahora- no ha caído en la cuenta de que la gracia del tren es no ser un avión? ¿Qué aprecian los viajeros, si no, más que el que el tren no se parezca al avión en nada o casi nada? Lo peor que nos podría ocurrir es que el tren se pareciera más al avión. Y ocurre peligrosamente, ya digo. En la estación de Atocha hay ya terminal de “llegadas” y “salidas”; los andenes ya no se comparten, que era una gracia del asunto (las estaciones son sitios muy románticos, y una de sus gracias era poder ver al tiempo a los que iban y a los que venían). En el tren, se van anunciando las estaciones en un inglés horrible, macarrónico –casi tanto como el catalán en los trenes a Barcelona-. No, no y mil veces no. El tren es, debe ser, un espacio al abrigo de la globalización; los trenes respiran aire local y una de sus notas son las escasas concesiones a la omnipresencia del inglés.

Los trenes aún tienen alma y sus viajeros todavía tienen derechos.


jueves, 16 de agosto de 2012

Agosto

Leí en el periódico de un día que no era aquel en el que leía -al lugar donde estoy llega la prensa con un día de retraso y es curioso comprobar cómo da exactamente igual, hasta me barrunto que me daría igual también que me dieran el del día siguiente- un artículo de Emilio Ontiveros que nos recordaba que llevamos cinco años de crisis. Yo diría que algo más, pero eso depende, claro, del hito que tome uno para el conteo. Me parece que él hablaba de la caída de Bear Sterns como el punto de arranque, pero igual ando desencaminado porque, asimismo si no recuerdo mal, eso ocurrió allá por el mes de marzo. En fin, da lo mismo, llevamos mucho tiempo así.

Como yo estoy disfrutando de mis vacaciones, como el año pasado y más o menos como el anterior, visto lo visto, no puedo evitar acordarme de lo versos de Martin Niemöller, tanta veces atribuidos por error a Bertold Brecht. “Cuando vinieron a por los comunistas, yo no me inquieté, porque yo no era comunista…” He visto pasar otras crisis y he oído contar de muchas otras, pero nunca había tenido esta sensación de estar de pie, sobre un islote rocoso mientras sube la marea. La marea que ya ha engullido a tantos amigos, tantos conocidos que, como yo, estaban inquietos pero albergaban la esperanza de que no subiera tanto como para sumergirlos. Los signos del declive son demasiado evidentes como para consolarse recurriendo a los viejos lugares comunes de que los parados en España no son verdad, que los restaurantes están siempre llenos, que los viajes de vacaciones se siguen contratando y que las carreteras se ponen hasta arriba de coches los fines de semana.

Demasiado sabemos que nuestra experiencia directa es mala vara de medir. Que uno, para empezar, solo sabe de las cosas de la gente como uno. Que si vemos gente en los restaurantes es porque  nosotros estamos dentro y, por lógica, no vemos nunca a quien no pudo ir. En una ciudad como Madrid, como Barcelona, hay gente para todo, afortunadamente. Pobres parapetos mentales para no querer ver. Es cierto, sí, que España sigue siendo un país profundamente dual. Que reparte muy mal los esfuerzos. Hay un mundo de diferencia, en nuestro país, entre quienes gozan del privilegio de un trabajo estable y quienes no. Es lo que distingue el mal trago del drama. Todos conocemos el miedo y padecemos las subidas de impuestos que nos hacen más pobres. Algunos, como los funcionarios, ven además sus pagas directamente recortadas. Pero pocas cosas son comparables, me temo, a la sima de angustia que enfrenta quien, por encima de los cincuenta, pierde su empleo y empieza a albergar el temor de nunca volver a trabajar.

Es sorprendente, sin embargo, como la sensación de angustia que nos atenaza se compadece poco con la urgencia de nuestra clase política por hallar grandes remedios. Llevamos cinco años de debates sin fin, de anuncios con punto amenazador pero de escasas realidades. La reforma del sistema financiero sigue no ya sin completarse, sino, si nos ponemos cínicos, casi sin comenzar. El senado, esa cámara inútil, sigue celebrando sesiones cuando sesiona –que no es siempre, ni siquiera los más de los días, recuérdese-; siguen existiendo cientos o miles de organismos superfluos en la administración y, en fin, el debate sobre si preferimos estado autonómico o estado de bienestar sigue sin ser planteado en las instancias oportunas.

Hace unos días –en el diario de anteayer que yo leí ayer- Francisco Rubio-Llorente glosaba unos comentarios de Pablo Salvador Coderch sobre el Tribunal Constitucional y su funcionamiento. A cada paso, Rubio daba por imposible cualquier reforma que requiriera una modificación de la Constitución. Imagino que el gran jurista no puede evitar ser escéptico cuando ni siquiera pudo ver modificados los extremos que, en su día, propuso el Consejo de Estado bajo su presidencia. Pero resulta aterrador ver con qué seguridad afirma que tal o cual cosa requiere una reforma de la Constitución “así que no se hará”. Punto. Sin lugar esperanzas vanas y sin un gramo de ilusiones sin base. Rubio parece considerar a la clase política radicalmente incapaz de allegar un consenso, ni siquiera cuando se trata de las cosas que más falta hacen a la Nación.

Nos invade, creo, un fatalismo de la peor especie. Un fatalismo, que diría Ferlosio, sintetizado, de obra humana. Dice el maestro que algunos comportamientos humanos participan, por leyes propias cuasi inamovibles, de la inexorabilidad de lo fatal, de lo que ha de suceder se quiera o no. En nuestro caso, parece que hemos asumido como imposible ese quiebro que nos hurte a nuestro destino, a lo que parece ser un sendero de desgracias. Es paradójico, la verdad, porque la historia enseña –sería en otros tiempos- que en España ocurren, a veces, cosas imprevistas y cosas buenas. Que es posible ese golpe de timón in extremis, esa dosis de audacia que puede cambiar las cosas. Otra vez, dirá el cínico que, por lo común, somos más bien especialistas en esfuerzos inútiles y en dignidades en las derrotas.

Este agosto –augusto y lento, al tiempo que declina la tarde, era en Numancia…, vaya usted a saber por qué, todos los agostos de Dios me vienen a la cabeza  esos versos- parece como todos los agostos, cansino, agalbanado; e igual no es más que eso, el agosto del quinto año al que se seguirá un sexto. Más que en un sinvivir, en un vivir resignado a que pasará lo que tenga que pasar. Transidos por un fatalismo sintetizado, no parece quedarnos sino eso, un esperar a que pase lo que tenga que pasar, como si no dependiera de nosotros, seguros de la incapacidad de nuestros líderes para lograr que ocurra algo que no tenga que ocurrir o que ocurra lo que no queramos que ocurra. Si seguimos pudriéndonos un poco más, igual hasta terminados convencidos de que nuestra fatalidad no es humana sino fatalidad de verdad. A veces, los pesimismos y las resignaciones se vuelven rasgos distintivos de los caracteres nacionales. ¿En qué momento es así? ¿Cuándo un pueblo decide que es un pueblo sin suerte? Habrá un punto, digo yo, en que un país decide –o mejor, “asume”, que no creo yo que “decidir” case mucho con procesos colectivos- que está dejado de la mano de Dios por razones que nada tienen que ver con sus méritos o, si tienen que ver, hace ya mucho de eso. Al caso, que poco importa, que las cosas son así y ya está.

Lo dicho, tras el agosto que, como todos, es augusto y lento, pasará lo que tenga que pasar, que bien puede ser que todavía sea nada.