viernes, 30 de diciembre de 2011

Samoa y el cambio de fecha

Samoa es un archipiélago del Pacífico, soberano desde 1962 –se independizó de Nueva Zelanda-. Una república parlamentaria con algo menos de ciento ochenta mil habitantes. Un país donde pasan cosas curiosas. Por ejemplo, en el año 2009 se les ocurrió cambiar el sentido del tráfico y pasaron a circular por la izquierda. Es muy poco frecuente que un país pase de circular por un lado de la calzada a hacerlo por el otro, pero lo es todavía menos que el sentido del cambio sea de derecha a izquierda. No es que la cosa no tuviera razón de ser, ya que la mayor parte de los países de aquella región del mundo, como excolonias británicas, ordenan su tráfico como la antigua metrópoli, pero supongo que, tratándose de un conjunto de islas, tampoco sería un problema mayor. Al caso, ni cortos ni perezosos, los samoanos decidieron cambiar.

Según se lee en esta noticia (http://blogs.elpais.com/wall-street-report/
), ahora se les ha ocurrido otra buena. Han movido la línea del cambio de fecha. Hasta ahora, Samoa tiene un huso horario que es, prácticamente GMT- 12 o, lo que es lo mismo, trece horas menos que en la España peninsular. Cuando en Londres es mediodía del domingo, en Samoa es medianoche del sábado al domingo. A solo 32 kilómetros al oeste, es también medianoche… pero del domingo al lunes. Ni cortos, ni perezosos, los samoanos han decidido dar un saltito que hará desaparecer del calendario el viernes, 30 de diciembre. Las trece horas menos respecto a España serán once más, que para el caso es lo mismo y la madrugada del sábado al domingo lo será del domingo al lunes.

Por lo que se ve, no es la primera vez que algo así pasa en Samoa –ya digo que es un país de lo más curioso-. El año 1882 tuvo allí dos cuatros de julio, por un movimiento, supongo, inverso al de ahora.

Son fascinantes, estas cosas. La línea del cambio de fecha, el meridiano 180, inspiró a Eco su novela La Isla del Día de Antes. Y ya se sabe que el amigo Phileas Fogg pudo ganar su apuesta porque, viajando siempre hacia oriente, terminó ganando ese día que le permitió, conforme al calendario de Londres, completar su vuelta al mundo en ciento ochenta días (inciso: es llamativo que Julio Verne, francés él de pro, no pudiera sino crear su Phileas Fogg como personaje netamente inglés; a ningún alemán pongamos por caso, se le hubiera ocurrido verosímilmente semejante idea).

El empeño del hombre en medir el tiempo ha dado siempre lugar a las cosas más curiosas. Es famoso aquello de que Shakespeare y Cervantes murieron el mismo día, el 23 de abril de 1616, pero no recuerdo cuál de ellos por el calendario juliano y otro por el gregoriano –barrunto que Cervantes sería el del gregoriano-. Santa Teresa murió, creo, a principios de octubre de 1582 y fue enterrada, según parece, a mediados de mes. Falso. Supongo que no dejarían que la santa empezara a oler. Simplemente, cambió el calendario entretanto.

Tarea compleja esta de parcelar en trozos iguales lo que no deja de ser más que un fluir continuo. El tiempo es la más omnipresente de nuestras ficciones, de nuestras convenciones. ¿Envejecemos porque pasa el tiempo o pasa el tiempo porque envejecemos? No lo sé. Pero los samoanos son unos cachondos, eso sí.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Perdón por las moléstias (sic)

En mi oficina tenemos un cuarto de baño que se estropea con alguna frecuencia. Hoy mismo, sin ir más lejos. Y cuando no se puede usar, alguien cuelga en la puerta el oportuno letrerito de “fuera de servicio”. El caso es que hoy, no sé si porque es día de los inocentes, al letrerito “fuera de servicio” se añade otro cartelillo con un “disculpen las moléstias” (sic). La molestia de tener que buscar otro baño, salvo urgencias perentorias, me resulta soportable; esa inoportuna tilde en la “e” sí me molesta. Lo que no sé es si soy el único.

Todos los años, la Fundación pro Real Academia Española felicita las pascuas con una preciosa tarjeta a cargo de don Antonio Mingote, que para eso es académico, y envía como obsequio, por lo general, algún facsímil de un documento histórico. Estas navidades, casualmente, la Fundación ha elegido una verdadera preciosidad: una copia del proemio ortográfico que abría el Diccionario de Autoridades, allá por 1726. Es decir, el primer conjunto de reglas de ortografía del español publicado por la Academia.

La última Ortografía académica, que es muy reciente, se abre con un recorrido por la historia de la normalización ortográfica del español y hace referencia, por supuesto, al propio Proemio como obra seminal. Es muy llamativo contrastar una y otro. Mientras que la vigente Ortografía es un obrón científico de primera magnitud, extensísimo y completamente razonado, el Proemio tiene apenas veinte páginas. Y, sin embargo, los académicos del XVIII pusieron algunas de las bases sobre las que todavía hoy se asienta nuestro modo de escribir. De entrada, y en el mismo párrafo inicial -las consabidas menciones gratulatorias a S.M. el Rey y demás iban en la portada-, dan cuenta de las reglas que, combinadas de modo variable, aún hoy informan nuestro sistema ortográfico: la de que se escribe como se pronuncia y, a veces, por aquello de que no todo el mundo pronuncia igual, hay que atender a la etimología o, simplemente, al uso, es decir, que las cosas se escriban como se vengan escribiendo.

Por otra parte, la razón por la que la Academia abordó entonces la normalización ortográfica fue eminentemente práctica. Para componer el Diccionario de Autoridades, que era su tarea principal en aquel tiempo, necesitaba encabezar y ordenar las entradas. E intentó hacerlo de modo coherente. Por supuesto, el Proemio no tuvo ninguna repercusión en su día, como tampoco lo tuvo obra académica alguna hasta la generalización de la educación y la imposición de las ortografías de la RAE como textos escolares. Poca gente recuerda ya que existió la denominada “ortografía chilena”, distinta de la española, que gozó de cierta difusión no solo en Chile, sino en otros países americanos (creo que contaba con el respaldo del mismísimo don Andrés Bello, venezolano de nacimiento pero chileno de adopción). Así que a punto estuvimos de no disponer de un código gráfico enteramente común. Nuestros vecinos portugueses pueden dar fe de lo que cuesta reconducir a unidad lo que ya se ha disgregado.

La ortografía es y ha sido siempre terreno propicio para el debate entre modernos y antiguos, entre apocalípticos e integrados. Ahí está, para la posteridad, el alegato antinormalizador de García Márquez en el I Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (1997). No es difícil convenir sobre su importancia, especialmente en el caso de una lengua que, como el español, está dispersa geográficamente y abarca numerosas variedades. Supongo que también será fácil, entre quienes tengan interés en la materia y tengan presentes referencias comparadas, estar de acuerdo en que el sistema es bastante coherente e incluso se podría calificar de “sencillo”; es verdad que puede haber ortografías más simples, pero es indudable que las hay mucho más complejas.

El desdén por la ortografía, e incluso la manía antiortográfica arrancan, más bien, supongo, del carácter inequívocamente reglado, normativo, obligatorio que reviste. La ortografía es normativa o no es, hasta el punto de que los “errores” se llaman “faltas”. Además, como todo lo que tiene que ver con la lengua escrita, su adquisición requiere un esfuerzo de aprendizaje formal, que tiene la puñetera característica de no terminar nunca. A leer se aprende y se aprende para siempre, pero nunca está uno libre del traicionero gazapo ortográfico, que salta donde menos se lo espera. La apreciación de su utilidad requiere, además, cierta reflexión porque no es cosa obvia a primera vista. Dado que, aparentemente, se escriba bien o mal, las cosas “se entienden” es fácil dejarse llevar por la impresión de que se trata de una cuestión meramente formal, estética. Para terminar de arreglarlo, aunque menos que en otros países, el dominio de las reglas ortográficas es prueba de educación, marca de clase, en suma, al menos para algunos. Es poco democrática (recuérdese que, en España, el calificativo “democrático” es predicable de todo).

La ortografía acumula, en suma, títulos para convertirse en todo un epítome de lo odioso, en el arquetipo de la regla inútil, molesta y discriminadora, candidata indiscutible al menosprecio en este país igualitarista en el peor sentido, afanoso de mediocridad. Si no estamos para cosas más enjundiosas, malamente vamos a pararnos en si se ponen o se quitan las tildes que, total, a quién carajo le importan, salvo a los académicos –que viven de eso- y cuatro pirados más. Así las cosas, cuando uno va por la calle, raro es toparse con un texto bien escrito. Quiero decir escrito a derechas, con perdón de la expresión, no ya más o menos elegante desde otros puntos de vista. Donde no dejan de cuadrar mayúsculas o minúsculas, faltan o sobran tildes, o la puntuación parece puesta adrede para confundir. Y no puede decirse tampoco que la cosa guarde la correlación esperable con el supuesto nivel cultural de los escribientes. Pero, ya digo, no es esto lo que me llama más la atención. Lo que verdaderamente me sorprende es que a casi nadie parezca importarle lo más mínimo.

Incluso aunque la ortografía fuera pura regla arbitraria, simple estética –que no lo es, aparte de que las cuestiones estéticas raramente son “simples”- su práctica sería recomendable por higiene mental. Es la más asequible de las disciplinas intelectuales que tienen una cierta capacidad de articular el discurso, de ahormar el espíritu al gusto por la forma.

Pero, en fin, para qué engañarnos, la principal y casi única “moléstia” de encontrarse el baño estropeado es que hay que ir a mear a otra parte.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Madrid, la malquerida

Reconozco que soy de los que se sienten dolidos por lo que Alberto Ruiz Gallardón acaba de hacer. Por el desdén que muestra por la ciudad.

No puedo decir que me siento decepcionado, porque nunca deposité esperanzas en el personaje, así que no, “decepcionado” no es la palabra. Si, finalmente, doña Ana Botella se convierte en alcaldesa, tampoco podrá decirse que habrá sucedido nada anormal. Desde luego, no en el plano puramente jurídico-institucional, porque nada tiene de extraño que, cesante el alcalde, le sustituya el concejal que iba como número dos en la lista en la que fue elegido –paradójicamente, no el que luego venía fungiendo de “vicealcalde” (término éste muy gallardonil, que no sé si tiene equivalente en otros ayuntamientos)-, nada raro aquí, pues. Tampoco cabe llamarse a engaño: por más que el ahora ministro de Justicia dijera que no albergaba el más planes que los de servir a los madrileños, u otra cursilería por el estilo a las que es tan aficionado, no había cristiano en esta villa que no tuviera bien claro que, si alguien había ansioso por recibir la llamada de Mariano era él. Si quienes le votaron no vieron, es que no querían ver.

Al hasta hace poco alcalde de Madrid se le podrá acusar de muchas cosas, pero no de ocultar sus querencias. Y nunca ocultó, pues, que no quería ser alcalde de la ciudad. Ya no quería. Los motivos pueden ser variados. En parte, supongo, que el juguete está roto, en buena medida porque él se lo ha cargado. Las arcas municipales están vacías, exhaustas, y dan ya poco margen para el lucimiento, como podrá comprobar en breve la señora Botella. Puede ser también, claro, que el Sr. Ruiz Gallardón haya concebido siempre su papel como una estación de tránsito hacia otros destinos que él entiende más elevados. Igual le ocurrirá, supongo, con su nuevo rol como ministro. Solo verá colmadas sus ambiciones cuando ocupe la silla en la que ahora se asientan las posaderas de Mariano. Y entiéndaseme bien, las ambiciones de don Alberto me parecen muy legítimas, y comprendo perfectamente que un político de raza y en edad de merecer apunte a la más alta de las magistraturas que le sean accesibles. No es la ambición lo que molesta, sino la grosería y el menosprecio.

Alberto Ruiz Gallardón y el partido que lo sustenta han tratado la alcaldía de Madrid como caza menor. Como un asunto de política local. Y perdóneseme, igual respiro por la herida de nativo de esta pobre ciudad, pero discrepo. Discrepo radicalmente.

Madrid no es una ciudad como otra cualquiera. En primer lugar, por simples dimensiones. En su término viven más de tres millones de personas, y en su área de influencia más inmediata, casi seis. Hablamos de la tercera urbe de Europa occidental y, desde luego, la más importante, por múltiples criterios, en el sur del continente. Pero es que, además, es la capital de España, lo cual, además de concederle una preeminencia institucional y simbólica, la convierte en patrimonio y asunto de todos los españoles.

Uno de los resultados más paradójicos de la implantación del estado de las autonomías ha sido, sin duda, el asentamiento de Madrid como capital. Algunos –más que nada, con pesar- añaden los calificativos “total” y “definitiva”: Madrid como capital total, Madrid como París de España. No creo yo que Madrid se haya convertido en un París, pero sí ha alcanzado un estatus que no tenía. Y no creo que se trate de una realidad impuesta, sino de una realidad deseada o, al menos, consentida por muchos. Los españoles parecen haberse acostumbrado a que su país tenga capital y diríase que, salvo a algunos (a muchos de los cuales lo que les fastidia, en realidad, no es que exista la capital sino el país mismo), no les molesta. Antes al contrario.

Es verdad que esta realidad urbanística, demográfica, financiera y política carece de una traducción institucional suficiente como acertadamente, creo, ha denunciado el propio Ruiz Gallardón. El aparato administrativo de Madrid no debería ser igual al del resto de municipios, ni siquiera al de otras grandes ciudades. Debería existir, probablemente, un sistema de gobierno especial para Madrid y Barcelona. Pero en tanto eso no exista, es decir, en tanto el alcalde de Madrid siga siendo, sobre el papel, igual que cualquier otro, esa circunstancia no borra la enorme diferencia práctica ni, creo, debe convertir en caza menor la alcaldía.

¿Sería mucho pedir que los partidos políticos postularan como alcaldes de Madrid a personas que quisieran serlo? ¿Acaso no hay personas que, vean o no colmadas sus ambiciones personales, aprecien la relevancia del cargo? Creo que la ciudad se lo merece. Al menos, merece que la respeten.

Váyase don Alberto en buena hora y tenga suerte en sus altos destinos. Me gustaría saber si quien va a administrar la ruina que él ha dejado –castigada desde ya con montones de prejuicios, confiemos en que maliciosos e inmerecidos-, al menos, se siente honrada por ello. ¿Quiere, de veras, ser alcaldesa, o solo le ha tocado? Se verá pronto. Al cabo, Madrid seguirá bullendo, en espera de un alcalde que tenga la humildad de no querer reinventarla. Un alcalde que no ponga todo su empeño en parecer otra cosa; un alcalde que no quiera disimular que lo es, que no invente un neolenguaje administrativo para que los concejales se asimilen, siquiera en el nombre, a ministros; un alcalde que no se avergüence de usar los símbolos de u dignidad; un alcalde que sepa que las casas consistoriales, como la Casa de la Villa, aun avejentadas y poco confortables, merecen un respeto reverencial por lo que representaron y representan; un alcalde que no cambie el nombre de la villa por un logotipo, apeándola de la mayúscula... Un alcalde, en fin, al que, al menos, le guste su ciudad.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El Gobierno como mensaje

El primer gobierno Rajoy, como conjunto, llama la atención por dos cosas: la edad promedio y la preparación, en líneas generales, de sus integrantes. El gabinete tiene, en media, algo más de cincuenta y cinco, y casi todos los ministros tienen, amén de formación técnica, cumplida experiencia política, incluso en ese mismo rol.

El contraste con los ejecutivos de Zapatero no puede ser más marcado, y creo que para bien. Es verdad que se puede pecar de injusticia al extender a todos los ministros de la última etapa socialista esa tacha de inanidad e incompetencia que parece haber sido marca de la casa. En los gobiernos de Zapatero hubo de todo, incluidos ministros muy experimentados y muy bien formados –cuestión distinta es que fueran exitosos en su desempeño-. Pero, al cabo, no cabe duda de que, vistos como colectivos, ni preparación ni experiencia sobresalían. Vistos retrospectivamente estos algo más de siete años, cuesta decir que, en sus decisiones, el anterior presidente se guiara fundamentalmente por criterios de competencia previsible del elegido. Mérito y capacidad cedían ante otras consideraciones. Si Zapatero fue un político gestual, un político poco amigo de los discursos estructurados y sí de los mensajes en imágenes, es indudable que sus nombramientos ministeriales resultaron ser momentos álgidos en esa forma de hacer política. La formación de gobiernos como herramienta ideológico-propagandística.

No es buena forma de abordar la cuestión, a mi juicio. Naturalmente que la elección de ministros –la decisión fundamental del presidente del Gobierno- es un acto político en el más amplio sentido de la palabra y, por tanto, al optar, el presidente expresa muchas cosas. Pero la sustancia no puede verse completamente preterida por la forma. Con independencia de las sutilezas y los mensajes que se desee transmitir al formar un ejecutivo, el primer deber que incumbe al presidente es el de formar un consejo de gente competente.

No está mal, de entrada, poner un cierto freno a la progresiva conversión del sistema en una paidocracia. Si los poco más de cincuenta y cinco años que, en media, tienen los nuevos ministros nos parecen muchos, es solo porque estamos mal acostumbrados. La reprochable tendencia al adanismo de Zapatero y de muchos de sus ministros tenía en buena parte que ver, a buen seguro, con su falta de experiencia lo que, a su vez, obedece a una pobre trayectoria personal. Ciertamente, esa pobre trayectoria no se debe solo, a su vez, al haber llegado a cargos muy importantes a edades demasiado tempranas, pero sí que se puede convenir en que acumular vivencias suele requerir tiempo. Se puede ser muy brillante, descollar desde muy joven y gozar de una innata sensatez y es posible, por tanto, que haya excelentes ministros que apenas hayan tenido tiempo para concluir su educación formal, pero incluso estos puede que mejoren con el tiempo.

La cuestión de la experiencia remite también a otra consideración: el malbaratamiento del papel de ministro que implica el otorgar esa condición a personas carentes de mérito relevante alguno o de cualquier especial preparación. Es posible que haya quien interprete que el que “cualquiera” pueda ser ministro debe ser tomado como un triunfo de nuestra democracia. Es verdad que se podrá estar de acuerdo o no en función del valor que le demos a ese “cualquiera” pero si “cualquiera” quiere decir “sin especiales condiciones” no solo no cabe alegrarse de ello, sino que es más bien una desgracia. Ser miembro del Gobierno de España es, o debe ser, un inmenso orgullo y, en el caso particular de los políticos profesionales, la culminación de un cursus honorem que, en buena lógica, debería comenzar en puestos de menor responsabilidad representativa y gerencial –el propio Mariano Rajoy, por cierto, es un buen ejemplo de ello-. La dignidad del ministro estriba, precisamente, en que los ciudadanos percibamos a las claras que no es algo que esté al alcance de cualquiera.

Siempre se ha dicho que sería deseable que, como sucede en otros países, personas relevantes en todos los órdenes, estuvieran disponibles cuando son llamados para desempeñar una labor pública. Es verdad que esos llamamientos no se producen, en buena medida, porque la clase política profesional tiene cohortes tan numerosas que copan los puestos sin necesidad de aportes del mundo real; y es verdad también que las retribuciones que puede pagar la Administración son escasas por contraste con las que ofrece el sector privado. Pero no es menos cierto que pocas personas que, en otras condiciones, podrían sentirse honradas por poder entrar en la nómina de ministros se sentirán mucho menos estimuladas si esa nómina está trufada de nombres irrelevantes, de personajes de opereta cuyo único mérito fue estar en el sitio adecuado a la hora adecuada para servir de guiño demagógico.

El desempeño dirá si Rajoy acertó en la elección. Al menos, sí parece haber intentado acertar en el mensaje.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Discurso de investidura

No puede decirse que el discurso de investidura de Rajoy haya sido una pieza como para pasar a los anales de la oratoria. Tampoco hacía falta, esa es la verdad. Ya sabemos que ningún discurso parlamentario convence a nadie ni, en realidad, allega votos cuando estos son necesarios, puesto que de eso se encargan los muñidores de acuerdos, en los pasillos pero, es un suponer, cuando uno ha de regalar los oídos alguien, se esmera con la pluma. Rajoy tiene todo el pescado vendido. Tan solo ha de esperar pacientemente a que concluyan los distintos turnos de palabra.

No podían faltar, y es bueno que no falten, las obligadas frases de cortesía hacia el gobierno saliente –en buena hora, lo de saliente- y el reconocimiento expreso a instituciones y personas que, como las Fuerzas Armadas o los cuerpos de seguridad del Estado, concitan afectos transversales. Por lo demás, resumiría el discurso en dos ideas y una cifra: tres años de bachillerato, festivos los lunes y dieciséis mil quinientos millones.

En cuanto a lo primero, leo –digo leo porque no pude oír a Rajoy, sino que he leído su discurso, accesible en Internet- que se pretende recuperar el bachillerato de tres años. Salvo que se quiera atrasar un año la edad de acceso a la universidad, supongo que ello será a costa de comprimir la secundaria obligatoria, que durará un año menos. Según ha dicho, con el loable objetivo de elevar el nivel cultural general del país. El objetivo es loable, en efecto, pero no sé si la etapa es la apropiada. El bachillerato son unos cursos preuniversitarios, que no tienen carácter obligatorio. La cultura general –la que se espera que obtenga todo el mundo- se adquiere, se supone, en los años que sí son de estudio forzoso. En todo caso, no parece que los problemas del sistema educativo español tengan que ver tanto con cómo se estructuran los distintos y sucesivos ciclos como con los valores y principios, o carencia de unos y otros, que los inspiran. El problema del sistema educativo español no es de diseño, ni técnico ni económico. Es estrictamente ideológico, como el de tantos otros. Es muy difícil hallar aquello que no se busca, y el sistema educativo en nuestro país no busca, precisamente, ciudadanos preparados, críticos y cultos. ¿Niños felices? Eso igual sí. Lamentablemente, solo un tiempo.

Lo de los festivos los lunes, salvo aquellas fiestas que gozan de “mayor arraigo social” era una reivindicación de la CEOE. Terminar con los archiconocidos “puentes”. Esa especie de juego de la oca que liga festivos entre sí o con los fines de semana, con efecto devastador, parece, para la productividad. Sinceramente, desconozco cuan beneficioso puede ser para nuestra eficacia productiva el importar el concepto inglés de las banking holidays –allí los festivos son en lunes- y me imagino que tendrá su aquel determinar qué es eso del “arraigo”, más allá de que, supongo también, no habrá problema en que la navidad siga siendo el 25 de diciembre, los años empiecen en 1 de enero y el viernes santo sea viernes. Seguro, además, que es fácil hacer demagogia con esto, pero sí sé que resulta absolutamente antiestético y demoledor para la imagen del país el que, con una cifra oficial de más de cinco millones de parados nos permitamos el lujo de tomar, prácticamente, una semana festiva a escasos días de las fiestas de navidad –es verdad que este año las más señaladas caen en domingo, pero no hace al caso-, como acaba de suceder. A menudo, nos quejamos de nuestra inmerecida imagen de bon vivants –o gandules, simplemente-, pero quizá podríamos empezar por recordar que la mujer del césar ha de empezar por parecer decente. ¿Medida absurda o cara a la galería? Puede, pero absolutamente acorde con el signo de los tiempos.

La madre del cordero está, claro, en la cifra: 16.500 millones de euros, más o menos. Ese es el monto de recortes de gasto que se precisará para ir cumpliendo, piano, piano, los compromisos adquiridos. La cifra es fácil de cuadrar: el PIB es, millón arriba, millón abajo, de un billón (español) de euros. El déficit público al final de 2011, con suerte, será del seis por ciento. Si hemos de cerrar 2012 en el entorno del cuatro y medio, números cantan. Cada punto porcentual de PIB son diez mil millones. Dicho de otro modo: cada décima de yerro en las cuentas de Salgado implicará mil millones menos de gastos. Si el déficit representa, a fin de año, el ocho por ciento, esos 16.500 millones se habrán convertido en unos 36.000. Es decir, en una cifra descomunal.

Rajoy no ha especificado qué partidas recortará. Sí ha dicho que, salvo pensiones, todas las demás son susceptibles de recorte. En realidad, no es así. No todas las partidas son igualmente candidatas. Algunas, como las prestaciones por desempleo –que probablemente no crezcan, porque habrá más parados, pero a algunos se les irá acabando la prestación- no dependen de decisiones presupuestarias, sino que tienen carácter automático; otras, como el servicio de la deuda, son intocables por ley (por la Constitución, para ser más exactos). En fin, dado que existen múltiples capítulos de gasto con insuficiente peso, solo quedan tres candidatas a recibir la parte del león: sanidad, educación (en el debe de las comunidades autónomas) y gastos de personal. No es en absoluto descartable, entonces, que los empleados públicos se enfrenten no ya a la congelación, que pueden dar por hecha, sino a nuevos recortes de sus retribuciones.

Sanidad, más que educación, es también candidata, a través de la vía de la reducción de los niveles de servicio.

Discurso de investidura, pues, bastante obvio. Previsible, sí. Reconducible, casi, a esa cifra de 16.500 millones. Lo que toca.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¿Ha acertado Cameron?

Las opiniones pública y publicada en el Reino Unido se hallan notablemente divididas en torno a la postura de David Cameron en la reciente cumbre europea. Mientras que la prensa más próxima a ala derecha del partido tory rescata viejos adagios emotivos pero un tanto pasados de moda (ya se sabe: “niebla en el Canal, el Continente está aislado”) y jalea al primer ministro, los sectores menos euroescépticos –hablar de “eurófilos” o cosa por el estilo en Gran Bretaña no resulta muy atinado-, empezando por el viceprimer minstro Clegg, se lamentan del resultado. Algún diplomático profesional, versado en cuestiones europeas, ha llegado a hablar de “desastre” sin paliativos.

No voy a negar que, como liberal ortodoxo, soy anglófilo, y no puedo dejar de ver con simpatía estas periódicas muestras de genio con el que nuestro fleco suelto isleño sacude las conciencias de esta Europa racionalista, tan peligrosamente inclinada al dirigismo. El mundo occidental le debe tanto a las democracias anglosajonas –los liberales, además, la mayor parte de nuestro acervo doctrinal- que, creo, el Reino Unido se ha ganado el derecho a su modo de ser en Europa, por peculiar que este sea, que lo es. Y así es como lo necesitamos.

Pero tengo la sensación de que, esta vez, nuestros amigos empiezan a perder pie. Dejando aparte lo mal escogido del momento y la relativa grosería de poner de manifiesto, sin los debidos disimulos diplomáticos, intereses puramente nacionales (dicho sea de paso, esto es, claro, lo que hace bramar de entusiasmo a la bancada de los tory backbenchers), me temo que buena parte del mundo político británico está fuera de la realidad. Quizá es el poderoso influjo de la lengua que, a fuerza de repetir, lleva a distinguir “Europa” de “Gran Bretaña”. ¿Alguien puede seriamente sostener que el Reino Unido es una realidad extraeuropea? Un vistazo a la balanza de pagos británica despeja las dudas, desde luego.

Probablemente, la confusión empieza y termina donde empezó y terminó la causa de Cameron en la madrugada del viernes: en la City de Londres.

La City es un lugar raro y lo ha sido siempre. Una curiosidad semiexenta, cuasiextraterritorial respecto a la realidad física y social que la envuelve, que no es otra que la ciudad de Londres, a la sazón capital de Inglaterra y del Reino Unido. Si bien la City siempre estuvo vaticanizada, tras el big bang thatcheriano, devino prácticamente en un país dentro de un país. La City de Londres no es el Reino Unido, ni es el centro de las finanzas británicas. Es el centro de operaciones para el segmento europeo de la industria financiera mundial. Por eso resulta un tanto extraño que Cameron diga proteger querer “su” industria de servicios financieros. La industria de servicios finacieros ¿de quién?

La City tiene vida propia y, en términos económicos, diríamos que el Reino Unido disfruta de sus externalidades. Al proveerla de una infraestructura jurídica y física, Londres y el país en su conjunto son, sí, grandes beneficiarios de la actividad de la City, que aporta un porcentaje significativo del PIB británico. Pero la experiencia reciente muestra que las externalidades no siempre son positivas. Existen iniciativas de cambios legislativos cuya finalidad, en última instancia, es proteger al Reino Unido de la City. La crisis financiera internacional ha devenido especialmente británica porque ya no existe, casi, un sector bancario propiamente británico. Se ha subsumido en el mundo extraterritorial de la City, y sus crisis se confunden. Hay voces autorizadas en el Reino Unido que sostienen que, si en todas partes la economía financiera ha oscurecido la importancia de la economía real hasta niveles incompatibles con la buena salud, allí las cosas han llegado al exacerbo. Empieza a ser un tanto preocupante que todo un país se vea a sí mismo como una especie de excrecencia de un barrio de su capital (en realidad, es muy preocupante que un país se convierta en el arrabal de su capital) y, se supone era algo que se quería, sin demonizar actividades legítimas y muy productivas, limitar. Suena, pues, un tanto extraño que la política exterior -o, al menos, la política europea- de un país con intereses tan complejos se haya contraído, en una noche memorable según unos y para olvidar según otros, a un "no sin la City".

Resulta un tanto paradójico que se pretenda proteger a la City negando la firma de un tratado… que deja intactos todos los demás que el Reino Unido ya ha suscrito. La amenaza de Bruselas ya existe, y a la vista está que la City la conjura bastante bien. Paradojas de la vida, es el único caso relevante en el mundo de plaza financiera básica en una moneda que no se usa en ella.

Se ha dicho, con razón, que la elección de Londres como centro financiero mundial debe mucho al correcto ambiente creado por las autoridades. Un clima favorable a los negocios, con las reglas imprescindibles (mutatis mutandis y a una escala mucho menor, lo que dice querer hacer -y parece estar haciendo con relativo éxito- Aguirre en la comunidad de Madrid). Pero no se dice que Londres contaba ya con importantes ventajas. De entrada, por supuesto, que la City ya existía, y existe el sistema jurídico y judicial inglés y, claro, existen americanos y asiáticos que, a la hora de establecer una cabeza de puente en Europa, prefieren hacerlo en un país que les es grato como su antigua madre patria o donde, al menos, hablan el idioma –aceptemos que lo que se habla en la City sea inglés-. Todos esos factores están ahí, con euro o sin él. Será, pues, muy difícil que otra plaza se erija en rival de Londres. Los grandes centros financieros mundiales son muy pocos (dos o tres). Las demás plazas solo pueden aspirar a ser satélites. Es costosísimo desmontar toda una industria que, aun siendo global, también requiere sus proximidades, llevándola a otro lugar, aunque diste unos pocos cientos de kilómetros. Con los proveedores de servicios financieros -concepto ya en sí muy complejo- que son el corazón de la City tendrían que viajar múltiples industrias auxiliares, desde abogados a organizadores de eventos, que habrían de readaptarse a las nuevas condiciones "ambientales". Reproducir el pequeño vaticano angloparlante parece muy difícil en París, Ámsterdam, Frankfurt, Bruselas o Madrid mismo, por citar solo algunos ejemplos. La alternativa, si la hay, sería más bien una realidad policéntrica, ciertamente menos eficiente.

Ahora bien, si algo podría, de verdad, dañar a la City, es el establecimiento de barreras de cualquier clase entre el Reino Unido, que es su envoltorio físico, y el mercado al que verdadera y predominantemente sirve: Europa. Es verdad que la City es un centro financiero global y, por tanto, literalmente, presta servicios a escala mundial. Pero las grandes compañías extraeuropeas que tienen allí su sede la conciben como cabecera de la región del mundo que abarca desde Irlanda al Oriente Medio –que eso es “Europa”: una colección de husos horarios-.

Si de verdad se identifica el interés nacional británico con los intereses de la City, lo que, por otra parte, es una petición de principio, es probable que el señor Cameron hubiera debido hacer un cierto ejercicio de contención antes de lanzarse a tumba abierta entre los vítores de los menos templados de sus correligionarios.

martes, 6 de diciembre de 2011

La Constitución y su vigencia

La Constitución española cumple hoy treinta y tres años, si tomamos como referencia la fecha de su refrendo popular. La devaluación de los calificativos que se sigue de su sobo permanente por nuestros políticos y demás fauna aficionada al verbo hueco hace que algunas afirmaciones tales como la de que ese texto es la garantía de nuestras libertades, o, por el mero hecho de ser, la mejor constitución que nos hemos dado jamás suenen vacuas. Pero son ciertas. Tan ciertas como que bastarían unas horas en las que la vigencia del texto del 78 estuviera suspendida para que cobráramos plena conciencia de ello.

No se trata de un prodigio técnico y, desde luego, es hija de lo posible. Y también, por qué no decirlo, de una cierta improvisación. Dos modificaciones en tantos años son muy pocas, y contrastan vivamente con los cambios que, de cuando en cuando, sufren las normas fundamentales de los países vecinos. Sin ir más lejos, la constitución portuguesa, prácticamente contemporánea de la nuestra, ha conocido no menos de siete revisiones, que la han traído desde el ambiente post-revolución de los claveles a la realidad del Portugal de hoy. La Constitución –tanto la Constitución formal como el bloque de la constitucionalidad, es decir, las leyes básicas que la desarrollan- debería experimentar un importante aggiornamento.

El estado de Derecho en España funciona, pero muestra deficiencias a las que no tenemos por qué acostumbrarnos ni hay por qué asumir como si fueran actos de Dios. Los padres de la Constitución no eran infalibles y, simplemente, ni tan siquiera podían prever cómo iba a discurrir el devenir de esa democracia neonata de la que nada se sabía. Hoy sí sabemos cosas. Sabemos lo que funciona y lo que funciona peor. Y deberíamos hacer por arreglarlo.

Existen instituciones, como el Senado, que son perfectamente inútiles en su configuración actual. Y, por supuesto, que puedan ser útiles en alguna otra debería tomarse más como una pregunta que como una hipótesis: bien puede ser que lo mejor sea suprimirlas, porque tampoco se trata de elementos necesarios de la arquitectura orgánica. Hay pruebas constantes de lo grave que es la injerencia política en el ámbito del poder judicial, incluyendo –con abuso de lenguaje- al Tribunal Constitucional en ese saco, y serían necesarias reformas en este sentido. O, en fin, una vez más, unas elecciones, en este caso generales, han puesto de manifiesto una realidad que es percibida como injusta por la mayoría, cual es la de la insuficiente proporcionalidad del sistema. Es probable que la realidad política española tampoco aconseje una proporcionalidad rabiosa. Si se me pregunta, diré que no soy partidario de disolver el problema de los nacionalismos periféricos en el mar proceloso de los grandes números –que, a veces, parece de lo que se trata-, pero sí creo que debe darse un cauce para que los “terceros nacionales en discordia” obtengan una representación no ya decente, sino simplemente acorde con el apoyo popular del que disfrutan.

Son solo ejemplos. Y, ya digo, es posible que algunos de los objetivos pudieran cubrirse sin abordar ni tan siquiera reformas de la Constitución formal, sino que podría ser bastante con tocar otras piezas del entramado que crea la constitución en sentido material; pero creo que sería mejor abordar la reforma en la sede adecuada y con el rango que corresponde.

Resulta un tanto ingenuo, no obstante, hablar de posibles reformas de la Constitución y omitir las referencias a los dos grandes asuntos que, siendo verdaderos pilares de la construcción de nuestro estado, tienen más capacidad de crear cesuras sociales, de dividir. Quizá, claro, son en sí mismos la explicación de por qué nadie se atreve a abordar ni tan siquiera las modificaciones menores. Me refiero a la organización territorial y, secundariamente, a la cuestión de la monarquía.

En cuanto a lo primero, son numerosas y autorizadas las voces que afirman que la realidad constitucional, la constitución material, ha desbordado con mucho la intención del constituyente e, incluso, que se halla en pugna con la Constitución formal. Es, en efecto, cuestionable que España sea hoy, de veras, un estado unitario organizado a través de comunidades autónomas. Se trata, más bien, de un estado funcionalmente federal. En sí, no es malo que la realidad evolucione, incluso que lo haga por vías imprevistas –más aún, cuando los textos se fosilizan, no cabe otra fórmula de avance que por vía de hecho- pero hay que asumir que, más pronto que tarde, la reforma se hará necesaria porque no será ya que el texto original esté amparando una realidad diferente a la inicialmente prevista, sino que habrá perdido vigencia. Si no adaptamos la Constitución a la realidad del país –lo que, por cierto, también puede consistir en adaptar la realidad del país a la Constitución- nos arriesgamos a que esta quede hueca.

Es posible, claro, que un debate neoconstituyente en materia territorial derive en un debate básico sobre la cuestión de la unidad de España. Pero soy de la opinión, en primer lugar, de que no abordar una polémica no la resuelve ni siempre es posible la conllevancia orteguiana –si es que alguna vez lo fue- y, en segunda instancia, de que los que creemos en la conveniencia de que nuestro país permanezca unido y en que aún existen lazos de afecto en todas las regiones españolas que permiten sustentar una organización jurídico-política unitaria no como mero artificio sino como expresión de una nación, compleja (como casi todas, excepto algún enclave caribeño, quizá) pero única, iríamos mucho mejor servidos en un debate con las cartas boca arriba. Fuera de campo abierto, toda la iniciativa la lleva “el otro bando”, de eso no cabe la menor duda.

La segunda de las grandes cuestiones, el “monarquía sí, monarquía no” es la cuestión soterrada, la no-cuestión por excelencia. La pregunta que, por nunca formulada, jamás fue respondida. Desconozco qué piensa, en realidad, el personal sobre este tema, y supongo que no se trata exactamente de si el Rey es popular –que lo es, parece- o no. Quizá en la real casa deberían empezar a pensar si no es conveniente afrontar el riesgo, que bien puede consistir en lograr sobrevivir a una reforma constitucional profunda sin que el tema se ponga tan siquiera en cuestión, logrando renovar una legitimidad de origen ahora que se empiezan a ver las orejas al lobo de una erosión en la legitimidad de ejercicio.

Y, en fin, una última cuestión. Sería harto deseable que en los colegios españoles se leyera y estudiara la Constitución, cosa que no sé si se hace, pero creo que no. Un artículo por día cubre el curso entero –algunos pueden leerse del tirón y otros bien merecen una semana, eso sí-. Quizá incluso más interesante que la propia lectura sería que alguien enseñara a los escolares cómo se lee la Constitución. Existen dos constituciones en el mismo texto: la constitución dogmática y la constitución orgánica. La de los valores, los derechos y las obligaciones y la que define la arquitectura institucional del Estado. Pues bien, no están en un mismo nivel. La constitución no es plana. La constitución orgánica es para la otra.

En suma porque somos una nación libre y soberana y porque creemos en la libertad, la igualdad y la justicia (para nosotros y para todos los demás pueblos del mundo) hemos creado un Estado que debe imperativamente garantizar (es para) a los españoles y a los extranjeros sus derechos su dignidad, su libertad, la igualdad y sus derechos a la vida, a la libertad de conciencia y de expresión, a la intimidad personal y familiar, a reunirse, asociarse, participar en los procesos políticos, formar familias, etc. y todo ello conforme a un orden social justo.

El Estado y sus poderes son para los ciudadanos, y no al revés. Allí donde es al contrario, el estado existe, pero la constitución no. Ese estado será ilegítimo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

En Finlandia hablan finlandés

Hoy, en el suplemento dominical de los diarios del grupo Vocento, se publican unas entrevistas con altos responsables en materia de política educativa de algunos de los países que, al parecer, descuellan en las evaluaciones PISA. Si no me falla la memoria hablamos de la ultradestacada Finlandia, Suecia, Corea del Sur y Singapur. También entrevistan a un representante de los Estados Unidos, pero no me consta que este país obtenga resultados particularmente brillantes en la enseñanza preuniversitaria.

De cuando en cuando, los periodistas españoles suelen ir a preguntar a estos países que parecen tener la piedra filosofal del éxito educativo por los porqués. Y, la verdad, creo que bien podrían ahorrarse el viaje, porque la respuesta es casi siempre la misma. La incómoda pero evidente verdad es que el primer paso consiste, desde luego, en mandar al baúl de los recuerdos ideológicos el malhadado modelo Logse (inciso: la izquierda ha hecho, en España, mucho daño en muchos campos, pero en ninguno como en este; no pierdo la esperanza de que algún día, pague por ello, aunque alguno será ya en efigie).

Al caso, amén de esa conclusión, que admite ya poco debate, me temo, resulta de particular interés el comentario del representante finés. Finlandia es, en muchos campos, un país-milagro pero, ya se sabe, en ninguno como en este de la calidad de la enseñanza. Pues bien, dice el funcionario entrevistado que ellos ponen el acento, muy especialmente, en la comprensión lectora. Es decir, dan por hecho que el eje de todo aprendizaje es el aprendizaje de la lengua. En su caso, además, es mejor decir “las lenguas”. Finlandia es un país con dos lenguas oficiales, ambas minoritarias, el finés y el sueco –este último como lengua materna de un exiguo porcentaje de la problación-, por lo que, además de dominar las propias, los finlandeses se ven irremisiblemente abocados a estudiar otras en profundidad, empezando por el insoslayable inglés.

Se me dirá que lo dicho resulta de perogrullo. Al fin y al cabo, ¿puede dudarse de que casi todos nuestros conocimientos académicos los obtenemos leyendo? Y eso incluye, claro, los conocimientos denominados “científicos”. Nadie discute que el ser humano posee diversas destrezas, muchas de ellas útiles en el aprendizaje pero, al menos en lo tocante a las enseñanzas que normalmente se aprenden en las escuelas, pero lo sobresaliente de las habilidades lingüísticas en el proceso parece cosa que admite poca discusión. Me anticipo a decir, por si cupiera alguna duda, que aprendizaje “lingüístico” y “memorístico” no son la misma cosa, y que los textos con los que nos enfrentamos pueden tener los más variados alcances, ámbitos y soportes. Pero no eso no obsta a la conclusión: la lengua es, con mucha diferencia, nuestro principal vehículo de comunicación de todo, conocimientos incluidos. Esta verdad no parece, sin embargo, evidente en España.

A menudo, nos produce pasmo la aparente facilidad con la que los nórdicos, especialmente finlandeses, aprenden idiomas extranjeros. Y buscamos múltiples explicaciones menos, claro está, las que peor nos dejan en la comparación: esfuerzo, constancia y renuncia a expedientes fáciles. Si aceptamos la similitud entre las lenguas como un criterio sobre facilidad en su adquisición, habrá que convenir en que un finés no parte en buena posición. En efecto, mientras que a un español su lengua materna le instala en una familia lingüística, la romance, con un altísimo grado de similitud léxica y no demasiado lejos, en términos de vocabulario, del inglés –por influencia del francés en aquella lengua- (es verdad que aprender una lengua no es aprender palabras, y que el inglés dista, estructuralmente, de parecerse a ninguna otra lengua civilizada, pero algo es algo), un finés nace aislado por completo. El finlandés, estonio aparte, apenas tiene parientes en Europa y es, para empezar, un extraño tanto a las lenguas escandinavas (germánicas, por cierto) como al ruso. Tampoco los lapones hablan un idioma próximo. ¿Cómo lo hacen, pues?

Es probable que el mimo y el esfuerzo en el cultivo de su propia lengua, por extraña que sea, ayude. Y es que, supongo, la capacidad lingüística, considerada en abstracto, también es susceptible de entrenamiento. En sentido contrario, cabe presumir que, quien no llegue a tener un dominio razonable de la lengua propia, tendrá mucha más dificultad con las ajenas.

Los estudiantes españoles no obtienen, según es conocido, buenos resultados en el informe PISA. Y especialmente, en comprensión de lo que leen. No parece fácil que, si esto último no mejora, pueda mejorar nada de lo demás. Imagino que el mejor camino para esa mejora es, claro está, la atención prioritaria a la lengua en los currículos, tanto desde el punto de vista de su estudio como, sobre todo, de su uso. Lo que tendrá que combinarse con un mayor nivel de exigencia, una menor tolerancia ante la palmaria falta de calidad en la expresión y la dejadez.

Ahora bien, convendría, supongo, apoyar los esfuerzos escolares también desde fuera. No cabe esperar que los estudiantes de primaria y secundaria desarrollen un especial cariño por el idioma –o, al menos, una conciencia de su importancia (especialmente en un país que, como el nuestro, cuenta con el recurso de una lengua de alcance mundial)- si no encuentran a su alrededor pruebas de lo mismo. Desconozco cómo es la conciencia lingüística de los finlandeses, pero intuyo por sus resultados escolares que el asunto debe preocuparles: hablan una lengua minoritaria y la cuidan con mimo. El contraste con los españoles no puede ser más vivo. Como si, por alguna extraña razón, tuviéramos perfectamente asumido que el español ya no nos necesita, que es tan grande que bien puede hasta dejar de hablarse en su propio solar, mostramos el más absoluto desdén por lo que, si bien se piensa, no deja de ser nuestro patrimonio más valioso.

Nuestros periodistas van, preguntan, y se vuelven con verdades del barquero. Un vistazo a los mismos diarios en los que trabajan –especialmente a los suplementos que parecen hechos por periodistas más jóvenes- les daría muchas más pistas.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Sin prisa

Son muchas las voces que urgen a Mariano Rajoy a desvelar cuanto antes las claves de su línea política e, incluso, a designar cuanto antes a los ministros que integrarán su gobierno. Hoy mismo, el oráculo del centro izquierda (aquí) le reclama mayor decisión, afeándole su pasada insistencia en pedir elecciones anticipadas. Al diario de marras cabría contestarle que la insistencia de Rajoy en pedir los comicios era contestada con igual contumacia, entre otros, por el propio periódico, con juicios sobre su no necesidad, desde luego. Pero no es solo la presumible voz de la oposición la que clama. También son algunos de los habituales estadistas de salón, muy corrientes en nuestra derecha dizque “moderada”.

Discrepo, la verdad.

Bien está, por supuesto, un traspaso de poderes eficiente y que los representantes del PP empiecen a tomar las riendas cuanto antes. Bien estaría, desde luego, que ya hubiera representantes de los futuros equipos en las delegaciones que habrán de afrontar citas internacionales inmediatas. Pero de eso a montar un estado de excepción constitucional media un rato.

Por supuesto, como han dicho algunos, que un real decreto se puede cambiar con otro real decreto. Y por supuesto, también, que se pueden conjurar los impedimentos de iure con soluciones de facto. Pero convendrá recordar que lo que caracteriza a las repúblicas bananeras, contra lo que el nombre sugiere, no es la benignidad del clima ni la abundancia de frutos tropicales, sino el malbaratamiento constante de los procedimientos legales. En una república bananera no hay ley, porque la ley es siempre mudable en función de urgencias y de conveniencias.
El respeto por los propios procedimientos constitucionales es el equivalente jurídico internacional del vestirse por los pies del común de los mortales. Y estoy convencido de que ese respetar las liturgias y las formas democráticas es valorado y bien valorado por los mercados internacionales. En cerca de cuarenta años de régimen democrático, nuestro país ha respetado las reglas fundamentales que se ha dado a sí mismo. Incluso en circunstancias peores que las actuales. Y eso hemos de llevarlo a gala. No nos engañemos, es lo que nos distingue, en positivo, del resto de nuestros vecinos mediterráneos. ¿Qué otra cosa podemos querer decir cuando afirmamos que “somos un país fiable”?

No sé si para permanecer en el euro habrá que dejar de ser un estado de Derecho pero, si fuere así, al euro le podían ir dando por donde amargan los pepinos. Sin euro se puede vivir, muy malamente, seguro, pero sin estado de Derecho, no. Últimamente, nos sale mucho defensor de la democracia, esa es la verdad. Pues bien, quizá es hora de terminar de entender que la democracia es, esencialmente, formas. Es más, cabe cuestionarse que la democracia sea otra cosa que un procedimiento sustantivizado. La democracia es en sí misma un método.

Si todo va conforme a lo previsto, y no hay ningún motivo para pensar que no vaya a ser así, de las elecciones a la investidura habrá transcurrido menos de un mes. Tiempo razonable para articular un traspaso de poderes ordenado. Y para que se pueda cerrar correctamente el proceso electoral. En el ínterin, hay múltiples cosas que Mariano Rajoy debe llegar a conocer. Cuando se suba a la tribuna para pronunciar su discurso de investidura sabrá mejor, es un suponer, cuáles son las cuentas que le toca administrar y habrá pasado algún otro Consejo Europeo del que podrá salir información relevante. ¿Por qué perder esas bazas? ¿Qué credibilidad hubiera tenido el viernes pasado un ministro de economía insinuado –que no nombrado- el lunes?

El control de los tiempos no es solo la última barrera de nuestra soberanía. Es que, posiblemente, es también la única baza de la que Rajoy dispone. Sería absurdo malgastarla.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Nos hemos quedado sin centro izquierda

Por un momento, antes de iniciarse el recuento, los sondeos “a pie de urna” parecían avalar, siquiera un poco, ese barrunto del sentido común que decía que no podría ser el león tan fiero como lo pintaban, que el margen sería menor de lo que pronosticaban las encuestas de campaña. Ciertamente, los trece puntos de las israelitas no eran como para tirar cohetes, pero no eran tampoco el peor escenario. Lo que vino después demostró ser bastante peor, no porque creciera el voto al PP, que sí estaba, a todas luces, bien estimado, sino porque el PSOE se precipitó a una sima tan honda que solo los más viejos del lugar podían recordar: cifras tachadas, muy ajustadamente de “preconstitucionales”, porque correspondían a las elecciones del 77.

Ya han apuntado algunos analistas que es más ajustado hablar de derrota del PSOE que de victoria del PP. Nuestros socialistas han hecho bueno eso de que las elecciones no las gana la oposición sino que las pierde el gobierno, pero en superlativo. Entendámonos, no hay que quitar mérito a los populares. Parece que los casi once millones de votos cosechados fueran moco de pavo. No lo son, ni mucho menos, y si algo acredita el ciclo que ahora se cierra –el ciclo iniciado tras la desdichada elección de 2004- es la extraordinaria fortaleza del partido conservador español, que ha acreditado un suelo berroqueño y una capacidad de acantonarse en sus feudos que le ha proporcionado una óptima base desde la que cimentar su abrumadora victoria regional, primero, y un gran triunfo nacional después.

Pero los méritos del PP no son, por sí solos, bastantes para explicar la debacle socialista. Es necesario aludir, claro, a los impresionantes deméritos acumulados por el zapaterismo. Por supuesto que existen factores coyunturales –si es que la crisis económica puede ya calificarse de “coyuntural” toda vez que dura ya años-; los mismos que han dado mala vida al resto de gobiernos europeos que tuvieron la desdicha de estar en el sitio más visible en el momento menos oportuno. Es probable, sí, que la rocambolesca convocatoria a cuatro meses vista le haya ahorrado a nuestro inefable leonés, en realidad, una salida a lo Papandreu y, en fin, que, se hubiera puesto como se hubiera puesto, ni él ni ningún candidato designado por él hubiera tenido chance alguna. Pero quiero pensar que la magnitud de la catástrofe va más allá de lo que cabría esperar del natural cabreo del respetable ante las desgracias del día a día. Quiero pensar que los españoles, consciente o inconscientemente, han querido poner en su sitio un experimento frívolo, de enorme coste para la sociedad española –como, por cierto, con exquisita crueldad denuncia hoy El País (aquí)-; castigar una gestión difícilmente defendible y, también, una campaña a base de claves antiguas que, a estas alturas, resultan un verdadero insulto a la inteligencia de los ciudadanos.

El PSOE ha quedado varado en una situación muy difícil. Como decía hace unas pocas semanas Carlos Malo de Molina –que daba por hecha una mayoría absoluta del PP, sin posible vuelta atrás- el problema real no estriba tanto en la derrota de ayer, que es reversible, a buen seguro (lo que no tengo tan claro es qué opinará Malo de Molina, a la vista de la distancia, sobre la probabilidad de reequilibrio en un ciclo normal, de 8-12 años como máximo) como en la pérdida casi absoluta de poder regional y local, con visos de empeorar, ahora que se le ven claramente las orejas al lobo tras Despeñaperros. Es posible que estemos, por tanto, ante un verdadero fin de su ciclo como partido hegemónico en la democracia española. No lo lamento, desde luego. La corrección política impone decir que el PSOE es un partido “necesario” para la vertebración de nuestro espacio de convivencia. No es cierto. Lo que necesitamos, por supuesto, es un gran partido de centro izquierda que dé el relevo al ahora todopoderoso centro derecha. Pero ojalá lleguemos a tener, a no mucho tardar, algo distinto de lo que ha sido el PSOE hasta ayer mismo.

En lo que ha sido, creo, su peor error en todos los sentidos, Zapatero jugó a un juego peligroso: confiarse a una mayor capacidad de pacto (en forma de una relajación de principios) con todo el espectro extra-PP para lograr una mayoría mínima, pero suficiente para impedir la alternancia. Una elevación a nacional de una estrategia ya empleada con relativo éxito en el pasado a nivel municipal y regional, pero que empezó a quebrar en ese mismo nivel. La estrategia, muy arriesgada, ha fracasado en lo que al PSOE respecta, pero sus resultados más desastrosos siguen patentes en forma de encono de la cuestión regional.

Esa, la cuestión regional, es la herencia más envenenada, con mucho, que deja el zapaterismo. No solo no se mitigará con la evolución positiva de la crisis económica sino que, con toda probabilidad, tienda a empeorar. En Cataluña y el País Vasco, el PSOE ha seguido su pauta nacional, con tendencia al hundimiento, agravada con merecimientos locales. El PP no ha sido capaz, sin embargo, pese a su avance en Cataluña, de sustituir a las franquicias del PSOE en cada zona en el bloque constitucionalista, absorbiendo el voto perdido. Las dinámicas políticas son absolutamente diversas, pero la consecuencia práctica es, por supuesto, un reforzamiento en ambos casos de los nacionalismos –distintos también entre sí-, con muy malos augurios en el caso vasco para la estabilidad del actual gobierno regional, y una instalación de ambas comunidades autónomas en una marcada ajenidad respecto a las grandes corrientes políticas nacionales. La conjunción “y” en los latiguillos “Euskadi y España” o “Cataluña y España” empieza a cobrar un valor patente, siendo esa “España” obviamente un todo por parte, es decir, la España que no son esas dos comunidades.

Se ha dicho que el mutismo de Rajoy siembra dudas sobre cómo será el gobierno en esta legislatura. Es posible. Pero es más fácil intuir cómo será el gobierno que cómo será la oposición. No parece sencillo que un PSOE en estado crítico sea capaz de liderarla y, por supuesto, articularla, al menos durante muchos meses. El adversario del PP será un conglomerado difuso de intereses heterogéneos, a través de canales múltiples, parlamentarios o no.

Nos hemos quedado sin centro izquierda. Eso, en sí, no es bueno. No vendrá mal si logramos darnos el que una democracia madura se merece. Algo que no es el PSOE, creo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Eco por Eco mismo

Tengo entre las manos el último libro de Umberto Eco aparecido en España –en Lumen, editorial que, creo, ha publicado toda su obra en nuestro país-. Se llama Confesiones de un Joven Novelista (él es ya muy setentón, pero, al fin y al cabo, su primera novela apareció en 1980, así que, en efecto, lleva relativamente poco en el oficio). Y la lectura me está resultando de lo más agradable, como era de esperar. En esta colección de conferencias, dictadas originalmente en inglés, Eco reflexiona sobre su experiencia como autor de ficción y, a partir de ahí, claro, sobre el proceso creativo en general.

Este libro, junto con las reflexiones sobre el oficio de traductor que nos dejó en Decir Casi lo Mismo (también en Lumen, esta vez procedente del italiano y a cargo de su traductora habitual en los últimos tiempos, Helena Lozano) nos muestra a un tercer Eco o, si se prefiere, ofrece un puente entre el Eco creador de ficciones y el Eco académico. Un Eco cuya obra es el objeto, o el vehículo, de su propia reflexión. Ciertamente, los temas explorados trascienden el marco de la obra propia, pero no deja de ser interesante este metarrelato de sí mismo que ofrece el piamontés.

En las páginas del libro, Eco se nos presenta una vez más como personaje absolutamente poliédrico, con un ámbito de intereses cuya amplitud está fuera de lo común. Ciertamente, como digo, el texto permite establecer un hilo conductor que liga en una totalidad la obra del profesor con la del novelista, ofreciéndonos un cuadro integral. No es posible el uno sin el otro. El Eco de la ficción es tributario de los intereses académicos del Eco científico, y resulta obvio que, metido en novelista, nunca el erudito anda muy lejos.

El gusto por la erudición, es probablemente y a primera vista, el rasgo más sobresaliente de toda la obra “creativa” (inciso: muy interesante la reflexión sobre la oposición entre escritores “creativos” y “no creativos” con la que Eco abre plaza en su nuevo librito) del alejandrino. Carga erudita que, en honor a la verdad y salvo en ese extraordinario ejercicio de estilo –en el mejor sentido- que es El Nombre de la Rosa, tiende a abrumar al lector medio, incluso tratándose de un lector culto. En Confesiones de un Joven Novelista Eco nos explica un poco el porqué. En suma, los mundos posibles que el escritor nos ofrece en sus libros de ficción no dejan de ser mundos imbricados con su complejo mundo real. Y el mundo real de Eco, hay que reconocerlo, difícilmente podría estar más alejado de lo convencional.

Semiólogo de profesión, medievalista de vocación y coleccionista de libros antiguos y raros de pasión, parece claro que D. Umberto dedica las más de sus horas a asuntos que pasan perfectamente inadvertidos al común de los mortales. Quizá es eso lo que, personalmente, hace que me resulte tan grato leerle. Los libros de Eco nos permiten, a los profanos, asomarnos aunque sea de modo tangencial a materias de interés sobresaliente, a las que solo accederíamos, supongo, mediante el oportuno esfuerzo formativo, que no suele estar a nuestro alcance.

¿Por qué nos emociona la muerte de Ana Karenina y somos indiferentes, a menudo, a los padecimientos de seres de carne y hueso? ¿Qué significa exactamente decir que “Don Quijote murió en su cama” es “verdad”? ¿Es verdad en el mismo sentido que “Napoleón estuvo en la isla de Elba”? En suma, ¿en qué sentido “existen” los entes de ficción? He aquí solo uno de los temas que Eco nos propone –por cierto, quien crea que los “entes de ficción” son propios en exclusiva del dominio de la expresión artística, que reflexione un rato sobre qué tipo de cosa es el “número diecisiete”, por ejemplo-. Y, como mínimo, nos ofrece un excelente divertimento intelectual.

Soy de la opinión de que, del mismo modo que nadie parece discutir que son obligados paréntesis en nuestra vida sedentaria para entregarnos al ejercicio físico, nadie debería discutir tampoco que resultan muy convenientes las excursiones por campos de intereses intelectuales ajenos a los que, habitualmente, nos ocupen, sean estos los que sean. Al menos en ciertos casos, creo que es casi un imperativo de la buena salud mental.

Eco y otros como él nos abren cauces asequibles para ello. Aunque sea a costa de privar de encanto a las futuras investigaciones de sus propios críticos y comentaristas.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Tecnócratas

La encomienda a Mario Monti, en Italia, y a Lucas Papademos, en Grecia, de la tarea de conducir temporalmente los ejecutivos de sus respectivos países, en virtud de acuerdos excepcionales de los parlamentos nacionales ha sido saludada por los mercados, parece, pero también ha recibido ciertas críticas. Por una parte, se recupera para ellos el calificativo de “tecnócratas”. Y algunos medios, nacionales (El País, hoy mismo, en un editorial titulado “riesgos tecnocráticos”) y extranjeros (creo que el Financial Times) expresan reservas frente a este tipo de figuras. Por último, el propio Mariano Rajoy ha dicho, al parecer, que él prefiere, mejor, gobiernos “elegidos en las urnas”.

Dos son las cuestiones que, por lo que veo, suscitan estas soluciones de urgencia en forma de gobiernos anómalos dirigidos por personas “prestigiosas” –políticamente neutras y por eso mismo aceptables para todos los partidos en liza-: las que podríamos denominar “de legitimidad” y las de conveniencia. Creo que, en particular, al Financial Times le preocupaba más esto último.

Comenzando por lo primero, no creo que ni el señor Monti ni el señor Papademos puedan ser tachados de “ilegítimos”. No cabe duda de que su elección (o designación) trae causa de requerimientos externos y se produce en circunstancias particulares, pero nadie más que los representantes de sus respectivos pueblos los ha designado. No son dictadores a la romana, sino primeros ministros elegidos por las cámaras, que solo se diferencian de otros cualesquiera en que no son, al tiempo, los jefes parlamentarios de las mayorías de turno.

Grecia e Italia, conviene no olvidarlo, son, al igual que España –en versión republicana las primeras y versión monárquica la última- regímenes democráticos parlamentarios. A buen seguro, el Sr. Rajoy no ignora que ningún gobierno español de ningún nivel (como ningún gobierno italiano, griego, portugués, alemán, sueco, polaco…) sale de ninguna urna. Lo que sale de las urnas son, en todos los casos, miembros de los parlamentos. Son esos miembros de los parlamentos los que, después, elegirán a la persona o personas que hayan de ejercer los poderes ejecutivos. En España, como en muchos otros sitios, una persona será designada por el Congreso para dirigir el órgano ejecutivo principal, el Gobierno de la Nación –que, por cierto, será libre para conformar a su gusto-. Esa persona debe hacerse con una mayoría de votos, lo que, por lógica, hace que tenga más papeles el líder político del partido que obtiene más escaños.

Es verdad que, en el caso español, el sistema ha devenido un tanto ajeno a sus reglas teóricas. Los ciudadanos saben, de antemano, qué persona será designada por cada partido si llega el caso –y así ha hecho fortuna entre nosotros la figura del “candidato”- y, por tanto, de una manera mediata, al depositar su voto a favor del partido de turno, pretenden estar votando a fulano de tal, pese a que, muy a menudo, ello es incluso imposible, porque fulano de tal puede ser candidato por una circunscripción diferente a la suya (en nuestro caso, solo los madrileños pueden, en sentido estricto, votar las listas en las que figuran Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy). El sistema parece comportarse, por tanto, como presidencialista de facto.

Pero esta regla general conoce muchos contraejemplos en la propia España y, desde luego, nunca ha sido la regla en Italia, pongamos por caso, donde los electores han votado durante muchos años en la plena conciencia de que el presidente del consejo saldría después de acuerdos entre partidos absolutamente imprevisibles –bueno, en realidad, previsibles: lo que no parecía haber modo de evitar, se votara lo que se votara era que siempre surgieran los mismos ministros-. A título de ejemplo, el presidente Suárez presentó su dimisión en su día, siendo sustituido por una persona, el Sr. Calvo Sotelo, que no se postuló como “candidato” y, hoy mismo, si no me equivoco, preside la Generalitat Valenciana alguien que ha ganado la confianza de las Cortes regionales sin que, entiendo, los valencianos lo tuvieran como probable al votar el 22 de mayo pasado.

Lo que distingue a Papademos y Monti de los demás primeros ministros no es, por tanto, su legitimidad, que es plena en tanto venga respaldada por los oportunos refrendos constitucionales –es más, por sus especialísimas circunstancias, son “ultralegítimos” en cuanto los apoyan las cámaras en su práctica integridad- sino la anomalía que, en sí, deben ser los gobiernos de unidad nacional. Quizá a Rajoy se le hubiera entendido mejor si, cuando se refirió a gobiernos “salidos de las urnas” se hubiera referido a gobiernos “de alternancia”, es decir, gobiernos surgidos no de una mayoría ocasional sino de una mayoría natural.

Un gobierno de unidad nacional es, ciertamente, una anomalía, porque lo normal en democracia es la dialéctica mayoría-minoría o gobierno-oposición. Tan de esencia es este leal enfrentamiento que la mayor parte de los dictadores que en el mundo han sido han tendido a la formación de partidos únicos para evitar las inconvenientes “querellas entre partidos” que son… la médula de la democracia, claro. Pero existen circunstancias que pueden requerir, de modo continuo o puntual, suspensiones de esa regla general. Hay países muy proclives a ello, como puede ser la propia Alemania, a través de la figura de la Grossekoalition, cuya última edición se conoció, por cierto, hace apenas una legislatura y que se formó para afrontar una situación económica que, percibida como grave, poco tenía que ver con la española de hoy, y no digamos con la griega. Entre nosotros, tampoco son extrañas las llamadas a los “consensos” e incluso la conciencia de que deben existir áreas vedadas al enfrentamiento entre partidos o en las que estos enfrentamientos no pueden incidir en cuestiones básicas –idea, por cierto, que parece muy querida de los españoles, que sistemáticamente dicen añorar el “espíritu de consenso” de la transición y otros episodios de concordia nacional (siempre breves en un país tan cainita como el nuestro por cierto).

Hay, por tanto, razones sobradas, en Italia y en Grecia, para optar por la figura.

¿Es buena solución? Tanto el Financial Times como El País parecen coincidir en una cuestión: la monumental crisis que arrostran las dos democracias mediterráneas no es un problema meramente “técnico”. Requiere liderazgo político y en grandes dosis. Y yo les doy la razón. Por supuesto, nada impide pensar que Papademos o Monti vayan a revelarse como grandes líderes políticos, pero no nos engañemos, no es lo que se espera de ellos, ni lo que se les presume. Están ahí como ejecutores de planes, para lo que se les ha dotado de la superlegitimidad que comentaba, en el sobreentendido de que deberán, después, dejar paso a políticos de verdad (al efecto, al menos en Grecia, ya se barruntan nuevas elecciones).

En el caso griego, lamentablemente, parece que lo que se tiene es lo único que se ha podido alcanzar. La altura de miras de los partidos políticos no ha dado de sí suficiente para establecer, de veras, una gran coalición a la alemana, es decir, un gobierno sin más fecha de caducidad que la de la legislatura, con las manos libres. Se trata de una solución de mínimos con lo que, sí, el primer ministro se asemejará más a un interventor judicial que a un líder.

Hacen falta líderes políticos, sí. Pero la experiencia reciente muestra que, desde luego, sus fábricas naturales –los partidos políticos- andan algo cortas de existencias. Los tecnócratas, en algunos sitios, parten con la ventaja de las bajas expectativas y de que no es fácil hacerlo peor. Al fin y al cabo, empieza a cundir la especie de que no es tanto que un "tecnócrata" sea un técnico de perfil político bajo como que un "político de verdad" es, más bien, alguien que vive de la cosa pública sin que se le conozcan ni se le requieran mayores conocimientos de casi nada.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Medidas

La nueva coyuntura recesiva que vive Europa ha dado nuevos bríos a los abogados del keynesianismo –supongo que, si hay otra vida, Keynes se encargará de pedirnos cuentas (o los réditos de la patente, al menos) a todos los que usamos su nombre en vano- del estímulo fiscal o del gasto tout court. El ajuste fiscal que están llevando a cabo las economías europeas, unas con más éxito que otras, estaría provocando una fuerte contracción de demanda y, en fin, profundizando en la crisis económica. Como casi nadie tiene los redaños de salir a la palestra a decir que está contra la estabilidad presupuestaria así, sin anestesia, de momento, la cosa se reduce a abogar por una posposición de los ajustes presupuestarios, hasta que vengan tiempos mejores. Frente a estos, los propugnadores de la ortodoxia aducen que de poco sirve reincidir en errores del pasado: por más que puedan producir espejismos de corto vuelo, los programas de gasto –financiado con deuda- no son una solución, entre otras cosas porque provocan un importante efecto expulsión, de modo que el supuesto efecto expansivo puede quedar en buena medida compensado por una contracción de la demanda privada.

Personalmente, estoy más cerca de los segundos, desde luego. Aunque solo sea por la palmaria evidencia que nos proporciona el fracaso del reciente experimento de expansión de gasto aplicado por el gobierno Zapatero en 2008 y 2009. Se me dirá, no sin razón, que el cómo se gasta es también relevante, y que aquellos dineros –cifrados en algunos miles de millones- bien podían haber ido mejor dirigidos. Pero no sé si quedan ganas de repetir la experiencia; a buen seguro lo que no queda es margen.

Al caso, la cuestión se está convirtiendo, en la campaña electoral, en el eje sobre el que el candidato socialista, así le pese a la ministra de economía, pretende hacer girar su propuesta diferencial. En síntesis, lo que Rubalcaba parece querer trasladar a los votantes es la idea de que, mientras que Rajoy acometerá de inmediato un programa de fuertes recortes –lo reconozca o no- él procurará renegociar la senda de reducción del déficit pactada con nuestros socios europeos. Hay quien dice, también, que el propio Rajoy, lo quiera o no, -de nuevo, lo reconozca o no- deberá pasar por el mismo trámite, porque, dicen, cumplir con lo acordado es un imposible, o solo es posible a un coste social inasumible.

A mi juicio, el ciudadano iría mejor servido si se presentara la política económica de un modo más integral, si los partidos fueran capaces de exponer sus respectivas estrategias, si es que las tienen –y quieren exponerlas, claro, lo que implica tratar al votante potencial como ser pensante-, como todos coherentes. Y sería interesante distinguir aquello que tiene efectos inmediatos de lo que no lo tiene. Aquello que sirve para crear empleo a corto plazo y aquello que no, en suma. Quizá habría que empezar por definir qué es “salir de la crisis”. Porque una cosa es cumplir un objetivo mínimo de parar la sangría que estamos viviendo y otra bien diferente encauzar al país por una senda de crecimiento sostenido que sirva para ir deglutiendo la descomunal bolsa de recursos excedentarios –básicamente laborales- que hemos acumulado.

Como ocurre también en las crisis empresariales, me temo que hay que distinguir las “medidas de estabilización” de las “medidas de recuperación” propiamente dichas. Por medidas de estabilización entiendo las necesarias para sacar la economía del colapso en el que se encuentra –sí, “colapso” en cuanto que no funciona, está dañada en sus circuitos básicos-. Eso es una condición necesaria para todo lo demás, y en ese terreno descuella una medida, casi única: la recuperación del crédito y la normalización, siquiera aproximada, del funcionamiento del circuito financiero. Todo el mundo parece convenir en que eso es lo más urgente. En términos prácticos, lo dicho equivale a realizar el saneamiento del sector financiero que lleva pendiente cuatro años (sumar entidades no equivale a sanearlas, o no necesariamente y desde luego no parece que sea eso lo que se ha hecho en España) y eso puede exigir nuevos recursos públicos. Si esos recursos públicos han de emplearse con ese fin, será necesario añadir nuevos ajustes compensatorios en el terreno presupuestario.

Pero lo anterior es condición necesaria, no suficiente. Claro que la existencia de crédito puede contribuir a dinamizar la economía pero, salvo que queramos reeditar el enésimo episodio de expansión financiero-inmobiliaria –y ya sabemos cómo terminan- no parece fundamento por sí solo para un ciclo expansivo de largo plazo. Es necesario, por tanto, abordar las tantas veces invocadas “reformas estructurales”, las reformas del lado de la oferta. Ya están enunciadas: educación, mercado laboral, reestructuración del sistema político-administrativo. Sí, es verdad que se ha oído tantas veces que la cosa ya parece gastada antes de empezar. Como la consabida mención a la innovación y desarrollo o a la “sociedad del conocimiento” que no puede dejar de aparecer en ningún discurso que se precie. Nadie sabe en qué consisten con exactitud. Criticar es, por supuesto, fácil, quejarse también lo es. Hacer un análisis serio –lo reducido a frases hechas ni a suposiciones incomprobadas- de qué es disfuncional en nuestras estructuras básicas ya no lo es tanto, y tampoco es sencillo proponer mejoras efectivas. Convendrá pensar antes, pero habrá que actuar.

En todo caso, soy de los que piensan que la reforma estructural más necesaria es, quizá, una de las más difíciles y, paradójicamente, quizá la más barata, si pensamos en términos de recursos monetarios: la reforma de los valores, la reforma cultural y de mentalidades.

España no podrá dar el salto para convertirse en el país de referencia en el sur de Europa –que es el premio que nos espera si sabemos hacer las cosas bien- ni cambiará efectivamente su modelo económico si los españoles no cambian elementos esenciales en su mentalidad. Si no ponemos fin a la era, breve pero intensa, del ciudadano-cliente para entrar en la del ciudadano a secas. Si no empezamos de una vez a entender que no existe ningún “estado” distinto de nosotros mismos, que nadie nos da nada sino nuestros conciudadanos, que debemos honrar e imitar a quien tiene éxito por vías legítimas y que es legítimo el éxito cuando procede del esfuerzo, del trabajo y del mérito. Si no entendemos que jamás seremos respetados por unos políticos que saben a cierta ciencia que pueden ganarnos explotando nuestras bajezas, apelando a la envidia, al gusto por la mediocridad y a la irresponsabilidad. Si no entendemos que nuestros partidos políticos, nuestra clase política en general, es nuestro trasunto, el precipitado de nuestras miserias, y que no podemos esperar nada que no nos reclamemos a nosotros mismos en nuestro día a día.

España no dará jamás ese salto hasta que, de nuevo, las palabras vuelvan a tener, entre nosotros, significado. Hasta que no seamos capaces de reconciliarnos con la verdad. Hasta que no entendamos que una estupidez es una estupidez, la diga quien la diga, por lo mismo que algo sensato es sensato con independencia de quién lo proponga.

No es retórica. Creo que es lo más importante de todo. Las medidas tienen ciclos diferentes y efectos diversos. Pero todas tienen un punto en común, incluida la última: se puede empezar mañana.

martes, 8 de noviembre de 2011

El debate

La verdad, el debate me gustó. Es cierto, como dicen algunos medios, que las rigideces con que los equipos de los candidatos encorsetan el formato, descafeína la discusión hasta el punto de que, en puridad, no parece que pueda hablarse de un genuino “debate” pero, dentro de esas pautas, me pareció que la cosa anduvo más fluida que otras veces.

Coincido con lo que parecen ser el análisis y el veredicto de la mayoría: probablemente, Rajoy ganó y, como envés de sus propias armas retóricas, Rubalcaba no tuvo más remedio que dejarle “en presidente”, y esa fue su tragedia. Como peaje a lo que, quizá, era la única estrategia posible, hubo de situarse a sí mismo en posición de challenger, se autoimpuso el rol de aspirante. Seguro que no le quedaba otra.

Tanto en contenido como en formas, ambos fueron extremadamente fieles a sí mismos y, me imagino, a las líneas marcadas por sus estrategas de campaña. Sus respectivos estilos retóricos resultaron perfectamente reconocibles y, en efecto, el uno intentó explotar en lo que pudo las dos ideas-fuerza de su discurso, que a fin de cuentas son la misma: el miedo a la Derecha y la denuncia del programa oculto. El otro, por el contrario, reservón, sabedor de que le basta aguantar el balón y que pasen los minutos – táctica, por cierto, que ha traído importantes disgustos al PP en el pasado, pero que esta vez parece prescrita por la tremenda distancia que, según los arúspices, separa a ambos candidatos.

Ya digo que convengo con la mayoría en que ganó Rajoy, aunque solo sea porque ganó en el capítulo económico y, si algo ha quedado claro, es que el capítulo económico lo es todo en esta campaña. Pero me pareció más interesante, como observador, la posición de Rubalcaba.

El candidato socialista lo tenía muy difícil porque, pese a sus innegables facultades argumentales, carece de un material mínimamente presentable. Como digo, el peso específico del capítulo económico es tan abrumador que empequeñece todos los apartados en los que el zapaterismo puede presentar una hoja de servicios aseada –aunque también puede afirmarse que, precisamente por la atención que concita lo económico, no hubo tiempo para entrar a hablar de algunos aspectos en los que el zapaterismo ha sido una plaga bíblica-, y así al candidato no le queda más salida que la de repudiar la herencia y hacer fintas para eludir la evidencia de que, para más inri, se hereda a sí mismo, puesto que su desmedida proyección como miembro de los gabinetes de Rodríguez lo elevan casi a responsable ex aequo con su jefe.

Así las cosas, como un boxeador con poca pegada –los símiles boxísticos son muy tópicos cuando se habla de estas cosas, pero vienen al pelo-, no le quedó a Rubalcaba sino danzar y danzar en torno a su adversario, con ánimo de marearlo. Y eso hizo, creo, y con decente resultado si consideramos que no salió noqueado.

Su drama, ya digo, es que su opción táctica llevaba implícita la aceptación de la desventaja estratégica. Es cierto que su equipo, aprovechando el receso, debió aconsejarle más disimulo y por ello, en el segundo bloque –que se le dio mejor por todos los conceptos- al menos, relajó los tiempos verbales y, cuando menos, hizo más uso del condicional. Manejó en un par de ocasiones, siquiera como hipótesis, de que, tras el 20N, pueda ser él quien esté en el banco azul. Pero incluso entonces el gesto le traicionaba.

Enfrente, ya digo, un Rajoy que no tenía nada que ganar. Y que, ciertamente, no perdió nada.

Y, por cierto, sorprende la unanimidad en las valoraciones… virtualmente coincidente con la práctica unanimidad en torno a lo que ya parece pensar hasta Rubalcaba.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Cuentos griegos

He de reconocer que el referéndum es una institución política que me parece cada día más sospechosa. Soy de la opinión de que los poderes delegados, y los poderes de los responsables políticos lo son, son para ejercerlos. Por tanto, el pueblo debería ser consultado solo en aquellas ocasiones en las que resulta verdaderamente necesario, esto es, en aquellas ocasiones en las que se vaya a alterar las reglas del juego o se pretenda disponer de bienes públicos, en sentido amplio, que no estén al alcance de un gestor ordinario . Cuando se vuelve al constituyente para dirimir cuestiones que correspondería tratar a los poderes constituidos suele haber detrás una abdicación de responsabilidad, una búsqueda de coartadas. Ya nos enseñó Constant que la “libertad de los modernos”, por oposición a la “libertad de los antiguos” consistía en la libertad del ciudadano de ocuparse o no de las cuestiones públicas, salvo en aquellos casos en los que ello resulta imprescindible. El retorno de esos deberes que consideramos rectamente cedidos a quienes, también en uso de su libertad, proclaman su interés y gusto en hacerse cargo de ellos supone, por tanto, una violación de nuestra propia libertad. La famosa “búsqueda de legitimidad” que suelen argüir los políticos que apelan al respaldo popular tiene otros canales, en buena medida más arriesgados para ellos: las mociones de confianza o, en última instancia, las convocatorias electorales.

Dicho eso, la propuesta de Yorgos Papandreu de someter a referéndum el ya famoso plan de rescate de Grecia –que, por cierto, me gustaría conocer algún día en detalle, si es que existe algún documento terminado que lo exponga-, extemporánea e imprudente, quizá, no me hubiera parecido del todo indecente. Es cierto que los cálculos económicos implicados por las diferentes alternativas revisten un aire técnico que, a primera vista, los erige en la materia menos apropiada para someterla al juicio del pueblo lego, pero no creo que, recta y lealmente formulada, la pregunta hubiera sido incomprensible y, desde luego, resulta menos técnica de lo que parece. La pregunta, que supongo que jamás hubiera sido formulada así hubiera debido ser, quizá: "¿desea usted que Grecia se suma sola, en un acto de soberanía plena, en un abismo insondable o, previa cesión a terceros de buena parte de esa soberanía, prefiere ahogarse solo a medias, en la expectativa de poder aguantar la respiración?"

Caben formulaciones alternativas más o menos elegantes, desde luego, pero no creo que el fondo de la cuestión sea muy diferente. Supongo, eso dicen los expertos al menos –cuya acreditada trayectoria no deja lugar a dudas-, que la respuesta correcta es que es mejor ser buen chico, aceptar el oprobio de la condonación parcial –más liviano que el de la quita forzosa total- y asumir los draconianos (nunca mejor dicho) planes de austeridad que se requieran para atender a la parte no condonada de las deudas. Eso sí, recibiendo los magros ingresos de uno en robustos euros que son al tiempo moneda y timbre de orgullo y no en lánguidas y vergonzantes dracmas. Me concederán que el panorama, como mínimo, es para que el resultado fuera incierto.

Al caso, de esto, como decía nuestro clásico, no hubo nada. O eso parece. Papandreu se la envaina y hará lo que sea menester para recibir el óbolo de Merkel y sus socios (casualmente, un "óbolo" era un centésimo de dracma, creo). La vertiginosa semana deja, eso sí, importantes resultados en clave interna. Quizá eso era lo que buscaba el político griego. Si, como se barrunta, hay gobierno de concentración, paliará un poco su terrible soledad y arrastrará a su oposición a un compromiso del que, hasta ahora, huye. Hay quien también ha dicho que, simplemente, lo que le ocurre a Papandreu es que no aguanta. Y es comprensible. No debe ser nada fácil levantarse todos los días en el ojo del huracán, de cumbre europea en cumbre europea y de huelga general en huelga general. De hecho, lo que no sé es cómo le siguen quedando ganas de seguir. Aunque la idea de las elecciones anticipadas con perspectiva de perderlas es anatema para un político normalmente constituido, imagino que debe ser tentadora la perspectiva de endosarle ciertos muertos a quien insistentemente te lo reclama… Máxime cuando te lo reclaman desde un partido político que, hace apenas dos años, sostenía a un gobierno bajo cuya égida se construyo la catarata de mentiras que permitió la entrada de Grecia en el euro. Le llaman cobarde. Pero ser cobarde también es humano.

Y es que, si me cuesta entender en qué consiste el plan de rescate de Grecia, menos aún consigo comprender cómo es posible que Grecia haya llegado donde está. Pero, sobre todo, lo que me deja perplejo es por qué a nadie parece interesarle.

lunes, 24 de octubre de 2011

Libia y las varas de medir

No sé si es correcto decir que la visión de las imágenes que circulan por Internet de los últimos instantes de la vida de Muamar el-Gadafi, y la noticia de las sevicias y vejaciones que se le infligieron por sus captores antes de asesinarlo mueven a compasión, en cuanto sentimiento probablemente inmerecido por el sujeto, pero no creo que sea humano no sentir esos mínimos de empatía que, en cualquier persona normalmente constituida, debe despertar el sufrimiento ajeno. La circunstancia de que el personaje careciera de esa empatía o, por lo menos, jamás mostrara la más mínima piedad no obsta a lo que, en suma, no deja de ser una reacción instintiva.

Al caso, el relato de los padecimientos del ex dictador libio me ha traído a la cabeza, una vez más, la idea de que no está escrito en ningún sitio que un mal se convierta en bien por el hecho de oponerse a otro. La dictadura Libia ha sido un régimen, además de prolongado, abyecto, pero nada garantiza que lo que lo vaya a sustituir sea bueno, ni siquiera mejor. Y no se puede decir que la cosa prometa.

La idea de que toda autoridad constituida, por el mero hecho de serlo, está viciada y, por tanto, cualquier oposición a dicha autoridad, asimismo por el mero hecho de serlo, adquiere trazas de cierta legitimidad nos acompaña como una lacra desde la explosión de estupidez del 68. Que el débil, solo por serlo, lleva razón, es una simplificación grosera. El bueno de don Quijote, en sus consejos a nuestro Sancho a punto de partir a su gobernaduría nos previene contra la confusión, “hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre que las razones del rico, pero no más justicia”, advierte. El consejo, al final, se contrae a que, en una disputa, es preciso distinguir lo que se dirime de quienes lo dirimen. Tan sencilla regla es, muy a menudo, ignorada, máxime desde que vivimos en un entorno en el que el lenguaje pierde progresivamente capacidad de significación, se desgastan los superlativos de puro sobados y, en fin, parece imposible que existan los matices.

Los españoles siempre hemos respirado por la herida y nos hemos dolido de la apariencia de legitimidad que disfrutaba ETA al ser motejada de “grupo separatista” o de “grupo armado independentista”. Y ello porque el imbécil utrapirenaico –que es igual que el patrio, pero en otros idiomas- no puede resistirse a dar el beneficio de la duda a quien, al fin y al cabo, se opone a un estado, y un estado con antecedentes, además. Ahora bien, el idiota local –que bien puede, también, comprar a tesis del “grupo separatista”- no duda en mostrar su simpatía por el IRA, o por cualquier clase de grupo terrorista, a condición de que dirija su actividad criminal contra entidades políticas investidas de autoridad “ordinaria”, generalmente estados.

Por supuesto que no todos los estados son legítimos ni se conducen legítimamente por el mero hecho de ser sujetos de derecho internacional, y tampoco puede negarse que quienes contra ellos se alzan pueden, en ocasiones, estar asistidos de razón. Es tan solo que para comprender un conflicto es necesario analizarlo con cierta profundidad y, sobre todo, que llevar razón en una cuestión en absoluto equivale a llevarla en todo momento, y menos a una patente de corso moral. Los conflictos, especialmente los enquistados, tienen la mala costumbre de evolucionar, en ocasiones hasta el punto de que puede llegar a olvidarse su origen, lo que suele conducir a que no hay otra forma sensata de resolverlos que hacer abstracción de él.

La denominada “primavera árabe” ofrece una perfecta muestra de lo peligrosa que resulta la simplificación. Como bien se han apresurado a subrayar los especialistas, quizá en lo único en que se pueda estar de acuerdo es en que no merece demasiado la pena lamentar la caída de ciertos regímenes que poco tenían de agradables –y, añado, quizá convendría hacer votos porque, cuanto antes, desapareciera alguno más- pero eso no garantiza en absoluto que lo que haya de venir sea mucho mejor, ni para nosotros ni, sobre todo, para los propios árabes. Y ello dejando de lado que el “mundo árabe” no deja de ser una construcción intelectual trabada por los mimbres de una lengua común –y, en menor medida, una religión compartida-; han pasado ya demasiados años como para ignorar que los diferentes estados árabes son, en primer lugar, eso, diferentes, y están en el concierto de las naciones para quedarse. Los éxitos tunecinos o egipcios, si es que los hay, no tienen porque asegurar éxitos en otras latitudes.

La desgracia de Libia ha mostrado, también, una vez más, la patética doble moral de las naciones occidentales. Capaces de decantar un conflicto a favor de una parte –lo que puede estar bien- pero no de involucrarse lo suficiente para garantizar que la facción vencedora no tome una venganza cruel contra elementos de ese mismo pueblo en cuyo nombre decía levantarse. ¿Por qué no se procedió a una ocupación temporal de Libia para garantizar que, tras la victoria de la facción auxiliada, no se producirían comportamientos salvajes? Gadafi y sus esbirros debieron ser capturados y juzgados conforme a las leyes libias –lo que, probablemente, hubiera conducido a su ejecución, pero confío en que no a su linchamiento-. ¿Por qué no existía una fuerza de interposición que garantizara o, al menos, procurara ese resultado?

Porque la opinión pública occidental, al menos la europea, no quiere “guerras” ni “ocupaciones”. Son palabras que pertenecen a un campo semántico vedado por completo en los telediarios.

martes, 18 de octubre de 2011

No, no es irrelevante

En el plano de los conceptos, si se tienen claras ciertas ideas, la cuestión se dirime fácilmente. Basta poner en forma de silogismo una constatación de hecho y un principio.

El hecho, primera premisa, es que no existe ningún conflicto entre España y el País Vasco –cualquiera que sea la definición que se quiera dar a este término-. Años y años de rebañar a un pobre estado que hace de don Tancredo puede llevar a nuestros nacionalismos patrios a pensar que su causa pueda estar mejor fundada. Y, sin duda, la manipulación ad infinitum, cansina, del lenguaje puede conducir a gentes de buena fe –sobre todo, a algún turista de postín- a creer que las cosas son distintas de lo que son, pero la realidad no parece resistir un análisis serio. Ni existe ni existió jamás una entidad política sojuzgada y en conflicto con España –mejor no metamos a Francia en semejante delirio, por conservar unos mínimos, si no de cordura, sí de sentido del ridículo-, ni existe ni existió jamás un “pueblo vasco” sometido por una potencia ajena. Desde luego que existen los vascos, qué duda cabe (como si pudiéramos olvidarnos), y desde luego que han tenido un papel, y muy activo, además, en las cuitas entre españoles. Ha habido, a lo largo del tiempo, españoles sojuzgados por distintos españoles, y siempre ha habido vascos en ambos lados.

El principio, segunda premisa, es que la paz, en sí, no es un valor. La paz es un estado. La justicia sí es un valor. Y, obviamente, paz y calma, quietud, no son lo mismo. Es posible edificar una paz en ausencia de justicia, de libertad… es posible construir muchas paces diferentes. Y no todas resultan deseables. No es cierto que “cualquier cosa que contribuya a la paz es positiva”, al menos no si antes no se ha especificado qué clase de paz es la que se busca.

Del hecho y el principio se sigue, con sencillez, una conclusión: lo sucedido ayer en San Sebastián es una fenomenal impostura, si no directamente una infamia. Y, además, un absurdo, una pérdida de tiempo, porque no existe, no puede existir, relación de intercambio alguna entre el cese de la actividad criminal y cualquier otra cosa (a salvo, quizá, los beneficios penitenciarios ya reglados).

Pero las cosas no son tan sencillas, me temo.

En primer lugar, porque resulta evidente que la sociedad española –casi en su conjunto- no asume el razonamiento anterior, o no lo asume con la claridad que lo acabo de plantear. Es, a mi juicio, muy infantil empecinarse en esas frases huecas tan del gusto de mucha gente –de mucha gente a la que le encanta despachar cuestiones complejas con recursos banales- respecto a que no hay componente político alguno en la violencia etarra y que la violencia “no puede tener contrapartidas políticas”. En primer lugar, existen múltiples ejemplos históricos que desmienten ese aserto, empezando por la propia experiencia española reciente. ¿Es que hay alguien con un mínimo de honestidad intelectual que se atreva a negar que ETA ha sido un actor político, y de primer orden, en la política vasca y española de los últimos cuarenta años? Es más, si ETA no es un actor político, ¿a qué viene ese lenguaje tan habitual no en boca de la propia ETA, sino de quienes la combaten? ¿Qué sentido tienen frases como esa de que “lo único que se espera escuchar de ETA es que deja las armas”, “se disuelve”, “pida perdón”…? A buen seguro, habrá quien quiera oír ahí expresiones de firmeza, pero “se disuelven” las organizaciones, “se rinden” o “dejan las armas” los ejércitos y, desde luego, no se acierta a ver qué pinta aquí el “pedir perdón” –consideraciones morales aparte-. Las bandas criminales no “se disuelven” porque no existen sino como meras agrupaciones de individuos, simplemente se desarticulan, se detiene a sus miembros y se les encarcela. Y si piden perdón o no es cosa entre ellos y sus víctimas, algo a lo que el poder punitivo del Estado es perfectamente ajeno.

Aunque nos pese, no somos ciegos y sordos a lo que ETA hace y dice. Y esto, de nuevo, no es más que una constatación de hecho, no un juicio moral. ETA no mejora ni empeora por esto. Es igual de execrable, igual de repugnante. Pero engañarnos no lleva a ningún sitio. La realidad es que hemos comprado que ETA no terminará, o no tiene por qué terminar conforme prescriben las reglas naturales del Estado de Derecho. Me temo que no discutimos si se va a negociar sino qué se va a negociar.

Asumamos, pues, mentalidad de negociadores y asumamos también que los nuestros hacen su trabajo. Aclaro que, “los nuestros” son quienes, por nuestro lado, dirigen o están llamados a dirigir el proceso: el gobierno español. Como el “gobierno español” es ahora un concepto difuso, hay que hacer un fenomenal ejercicio de buena fe, que algunos calificarían de ingenuo, y dar por sentado que todos, sean quienes sean, compartirán el mínimo exigible a cualquier negociador: dar las menores contrapartidas posibles.

Tómese todo lo anterior como un largo prólogo para lo que sigue. Si mis premisas son ciertas, es decir, si hay que valorar la reunión de ayer desde una perspectiva meramente utilitarista, no se puede concluir sino que ha sido un error. Un error importante, además. Y un error cometido fundamentalmente por el PSE.

He leído hoy a algún vocero socialista cosas tan epatantes como que “la conferencia debe valorarla quien la convocó”. El intento de zafarse de la propia responsabilidad resulta patético, sinceramente. Aun no termino de entender a qué demonios fueron, y por qué tomaron la palabra si, al parecer, el acto les parecía perfectamente irrelevante y no se iban a sentir vinculados por el resultado.

Pero no, no creo que sea irrelevante. Tampoco puede despacharse la cuestión diciendo que, al fin y al cabo, la conferencia no ha hecho sino repetir lo mismo que ya dice la izquierda proetarra –que son, por cierto, “quienes convocaron”-. “Lo mismo” pero dicho por cierta gente, no es igual. El lenguaje del comunicado final, con esa lacerante equiparación entre la violencia legítima del Estado y la violencia criminal o, en fin, con cuidadosa dispensa del calificativo “terrorista” para referirse a ETA (lo comprendo, lo comprendo, insultar al anfitrión no está bien visto en las reuniones diplomáticas ni en las reuniones en general…) es, en efecto, típico del entorno de la propia ETA, pero resulta especialmente ofensivo en boca de cierta gente.

Tampoco cabe, creo, calificar a los abajofirmantes de turno de indocumentados, ignorantes de la situación vasca y española o, en fin, de mariachi de algún mediador profesional. Obviando al señor Adams y al inefable abogado surafricano, la foto de familia incluyó todo un ex secretario general de la ONU, un ex primer ministro de Irlanda y una ex primera ministra de Noruega. No es poco. Afortunadamente, se evitó la presencia de Tony Blair.

No, ni me parece irrelevante, ni me hace ninguna gracia. Ni creo que augure no ya el tipo de final que deseamos para ETA –eso, creo, está ya fuera del ámbito de lo posible, porque no lo queremos, en el fondo, no la mayoría- sino ni siquiera un final digerible. Es un error, con posible enmienda, pero un error importante. Admito, por supuesto, que se pueda pensar lo contrario, pero me resulta muy difícil que me intenten convencer de que nada ha sucedido.