viernes, 11 de noviembre de 2011

Medidas

La nueva coyuntura recesiva que vive Europa ha dado nuevos bríos a los abogados del keynesianismo –supongo que, si hay otra vida, Keynes se encargará de pedirnos cuentas (o los réditos de la patente, al menos) a todos los que usamos su nombre en vano- del estímulo fiscal o del gasto tout court. El ajuste fiscal que están llevando a cabo las economías europeas, unas con más éxito que otras, estaría provocando una fuerte contracción de demanda y, en fin, profundizando en la crisis económica. Como casi nadie tiene los redaños de salir a la palestra a decir que está contra la estabilidad presupuestaria así, sin anestesia, de momento, la cosa se reduce a abogar por una posposición de los ajustes presupuestarios, hasta que vengan tiempos mejores. Frente a estos, los propugnadores de la ortodoxia aducen que de poco sirve reincidir en errores del pasado: por más que puedan producir espejismos de corto vuelo, los programas de gasto –financiado con deuda- no son una solución, entre otras cosas porque provocan un importante efecto expulsión, de modo que el supuesto efecto expansivo puede quedar en buena medida compensado por una contracción de la demanda privada.

Personalmente, estoy más cerca de los segundos, desde luego. Aunque solo sea por la palmaria evidencia que nos proporciona el fracaso del reciente experimento de expansión de gasto aplicado por el gobierno Zapatero en 2008 y 2009. Se me dirá, no sin razón, que el cómo se gasta es también relevante, y que aquellos dineros –cifrados en algunos miles de millones- bien podían haber ido mejor dirigidos. Pero no sé si quedan ganas de repetir la experiencia; a buen seguro lo que no queda es margen.

Al caso, la cuestión se está convirtiendo, en la campaña electoral, en el eje sobre el que el candidato socialista, así le pese a la ministra de economía, pretende hacer girar su propuesta diferencial. En síntesis, lo que Rubalcaba parece querer trasladar a los votantes es la idea de que, mientras que Rajoy acometerá de inmediato un programa de fuertes recortes –lo reconozca o no- él procurará renegociar la senda de reducción del déficit pactada con nuestros socios europeos. Hay quien dice, también, que el propio Rajoy, lo quiera o no, -de nuevo, lo reconozca o no- deberá pasar por el mismo trámite, porque, dicen, cumplir con lo acordado es un imposible, o solo es posible a un coste social inasumible.

A mi juicio, el ciudadano iría mejor servido si se presentara la política económica de un modo más integral, si los partidos fueran capaces de exponer sus respectivas estrategias, si es que las tienen –y quieren exponerlas, claro, lo que implica tratar al votante potencial como ser pensante-, como todos coherentes. Y sería interesante distinguir aquello que tiene efectos inmediatos de lo que no lo tiene. Aquello que sirve para crear empleo a corto plazo y aquello que no, en suma. Quizá habría que empezar por definir qué es “salir de la crisis”. Porque una cosa es cumplir un objetivo mínimo de parar la sangría que estamos viviendo y otra bien diferente encauzar al país por una senda de crecimiento sostenido que sirva para ir deglutiendo la descomunal bolsa de recursos excedentarios –básicamente laborales- que hemos acumulado.

Como ocurre también en las crisis empresariales, me temo que hay que distinguir las “medidas de estabilización” de las “medidas de recuperación” propiamente dichas. Por medidas de estabilización entiendo las necesarias para sacar la economía del colapso en el que se encuentra –sí, “colapso” en cuanto que no funciona, está dañada en sus circuitos básicos-. Eso es una condición necesaria para todo lo demás, y en ese terreno descuella una medida, casi única: la recuperación del crédito y la normalización, siquiera aproximada, del funcionamiento del circuito financiero. Todo el mundo parece convenir en que eso es lo más urgente. En términos prácticos, lo dicho equivale a realizar el saneamiento del sector financiero que lleva pendiente cuatro años (sumar entidades no equivale a sanearlas, o no necesariamente y desde luego no parece que sea eso lo que se ha hecho en España) y eso puede exigir nuevos recursos públicos. Si esos recursos públicos han de emplearse con ese fin, será necesario añadir nuevos ajustes compensatorios en el terreno presupuestario.

Pero lo anterior es condición necesaria, no suficiente. Claro que la existencia de crédito puede contribuir a dinamizar la economía pero, salvo que queramos reeditar el enésimo episodio de expansión financiero-inmobiliaria –y ya sabemos cómo terminan- no parece fundamento por sí solo para un ciclo expansivo de largo plazo. Es necesario, por tanto, abordar las tantas veces invocadas “reformas estructurales”, las reformas del lado de la oferta. Ya están enunciadas: educación, mercado laboral, reestructuración del sistema político-administrativo. Sí, es verdad que se ha oído tantas veces que la cosa ya parece gastada antes de empezar. Como la consabida mención a la innovación y desarrollo o a la “sociedad del conocimiento” que no puede dejar de aparecer en ningún discurso que se precie. Nadie sabe en qué consisten con exactitud. Criticar es, por supuesto, fácil, quejarse también lo es. Hacer un análisis serio –lo reducido a frases hechas ni a suposiciones incomprobadas- de qué es disfuncional en nuestras estructuras básicas ya no lo es tanto, y tampoco es sencillo proponer mejoras efectivas. Convendrá pensar antes, pero habrá que actuar.

En todo caso, soy de los que piensan que la reforma estructural más necesaria es, quizá, una de las más difíciles y, paradójicamente, quizá la más barata, si pensamos en términos de recursos monetarios: la reforma de los valores, la reforma cultural y de mentalidades.

España no podrá dar el salto para convertirse en el país de referencia en el sur de Europa –que es el premio que nos espera si sabemos hacer las cosas bien- ni cambiará efectivamente su modelo económico si los españoles no cambian elementos esenciales en su mentalidad. Si no ponemos fin a la era, breve pero intensa, del ciudadano-cliente para entrar en la del ciudadano a secas. Si no empezamos de una vez a entender que no existe ningún “estado” distinto de nosotros mismos, que nadie nos da nada sino nuestros conciudadanos, que debemos honrar e imitar a quien tiene éxito por vías legítimas y que es legítimo el éxito cuando procede del esfuerzo, del trabajo y del mérito. Si no entendemos que jamás seremos respetados por unos políticos que saben a cierta ciencia que pueden ganarnos explotando nuestras bajezas, apelando a la envidia, al gusto por la mediocridad y a la irresponsabilidad. Si no entendemos que nuestros partidos políticos, nuestra clase política en general, es nuestro trasunto, el precipitado de nuestras miserias, y que no podemos esperar nada que no nos reclamemos a nosotros mismos en nuestro día a día.

España no dará jamás ese salto hasta que, de nuevo, las palabras vuelvan a tener, entre nosotros, significado. Hasta que no seamos capaces de reconciliarnos con la verdad. Hasta que no entendamos que una estupidez es una estupidez, la diga quien la diga, por lo mismo que algo sensato es sensato con independencia de quién lo proponga.

No es retórica. Creo que es lo más importante de todo. Las medidas tienen ciclos diferentes y efectos diversos. Pero todas tienen un punto en común, incluida la última: se puede empezar mañana.

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