viernes, 26 de octubre de 2012

Crisis en el socialismo

La menesterosa posición del Partido Socialista, evidenciada en sus malos resultados electorales en el País Vasco y Galicia, puede atribuirse a que aún no se han superado los devastadores efectos que la crisis económica tuvo sobre la reputación del partido gobernante al tiempo en que se instaló entre nosotros. Parece que ha pasado un siglo pero, en realidad, el PSOE gobernaba ayer mismo. El electorado es olvidadizo, pero no tanto. El PP debe aún acumular unos cuantos deméritos más para que un número suficiente de ciudadanos se empiece a plantear seriamente franquear el paso a su oposición.

Pero esto no es una mala lectura, al fin y al cabo. Puede que lleve tiempo y, probablemente, cambios necesarios, incluso más de uno, en una dirigencia que, hoy por hoy, aún aparece absolutamente ligada a ese tiempo que se quiere superar. Pero, ya digo, si fuese eso, meramente, sería cuestión de esperar. A buen seguro, el centro derecha debería acusar el desgaste y, algún día –casi seguro que más cercano por lo que hace al gobierno de la Nación que en los niveles más bajos- sería posible un nuevo cambio. En suma, la travesía del desierto –esa figura que gusta tanto a los periodistas- durará lo que dure, pero se llegará al vergel algún día.

El problema es que esa lectura puede ser en exceso generosa. Vista así, por grave que sea, la crisis del socialismo sería siempre coyuntural, no existencial. Pero existen indicios de lo contrario, de que el PSOE tiene un problema estructural, de modelo.

De un lado el socialismo español no es ajeno a los males que aquejan a la socialdemocracia con carácter general, al menos en Europa. Constitucionalizada buena parte de sus objetivos a través de la sacralización del estado de bienestar, la socialdemocracia muere de éxito. Está privada de discurso. La evidencia de que buena parte de las políticas, quizá las más notorias, no cambian cuando gobierna el socialismo lleva a algunos a hablar de crisis de la izquierda o, incluso, de ocaso de las ideologías. En realidad, no es así. Ciertamente, hay una crisis de la izquierda, pero no se trata de un ocaso de las ideologías, sino de algo mucho más peligroso. El armazón ideológico, errado o no, pero robusto que sustentaba el edificio de la socialdemocracia se rellena ahora con una masa informe de ismos de todo pelaje, amalgamada con lo que queda de la vieja cosmovisión, aquello que el contraste con la realidad no ha podado. Los intentos de teorizar, de dar una pátina de respetabilidad a esto, más a través de imágenes evocadoras –como las famosas alusiones a la liquidez de la modernidad y los principios- que de conceptos sólidos apenas logran encubrir una menesterosidad patente.

El PSOE de Zapatero se convirtió en punta de lanza de este reinventarse deshaciéndose, licuándose, deshilachándose. De este proceso de sustitución de un aparato intelectual por un mosaico en el que las teselas apenas encajan. Y el caso es que hubo un tiempo en que pareció funcionar y todo.

Pero es que además, y ya en clave puramente española, a la crisis del modelo ideológico se unió lo que se revela ahora, quizá, como un colosal error de planteamiento estratégico. O, por mejor decir, el error de elevar a rango de estratégico y planteamiento táctico, de corto vuelo. Un buen día, un cerebro privilegiado debió decidir que, en realidad, el Partido Socialista no necesitaba ya ganar las elecciones. Bastaba con perderlas de determinada manera. Y, de nuevo, pareció que funcionaba. La incapacidad aparente del PP para lograr pactos con casi nadie parecía condenarlo, si quería gobernar, a la ímproba tarea de vencer siempre por mayoría apabullante. Suficiente, pues, con evitar ese escenario para, después, hacer gala de lo que el adversario no tenía: cintura. Funcionó de veras, tanto que la cintura parecía ser la parte más importante del cuerpo. Mucho más que el cerebro.

Mientras funcionó, nadie tuvo en cuenta el riesgo implícito en la apuesta. El coste de que saliera mal. Y el coste puede haber sido ni más ni menos que la desaparición del socialismo como fuerza política verdaderamente nacional. Como es obvio, la “capacidad de pacto”, la “flexibilidad” no es otra cosa que la capacidad de renunciar a ciertos elementos del propio discurso. Eso no es malo en sí, cuando no se lleva demasiado lejos. Había un riesgo de equivocarse y el resultado es catastrófico.

Sea o no la alternativa preferida por cada cual, se podrá convenir en que una democracia hemipléjica es menos democracia. Hay quien encuentra el bipartidismo detestable. Pero el monopartidismo lo es aún más, supongo. La democracia española necesita un marco de alternancia. Y, con el PSOE en su actual estado, es legítimo pensar que la alternancia en el gobierno puede fácilmente tornarse en un viaje hacia incógnitas muy graves, hacia cambios de sistema. No se sabe dónde está el socialismo respecto a cosas muy relevantes. Eso es malo para sus electores y para los ciudadanos en general. Muy malo.

jueves, 25 de octubre de 2012

Premios y manías

En las redes sociales y foros –que es donde últimamente pasan las cosas- se debate sobre la actitud demostrada por el escritor Javier Marías al rechazar el Premio Nacional de Narrativa, que le había sido concedido hoy mismo. Si el que avisa no es traidor, ciertamente, el jurado debió saber a qué atenerse a la hora de elegir su galardonado, puesto que, parece, Marías rechaza sistemáticamente cuantos premios estén sufragados con recursos públicos nacionales. De alguna cosa que he leído deduzco que, llegado el caso, rechazaría el Cervantes, pero ello no está tan claro en el caso del Nobel, toda vez que este premio es sueco. Personalmente, considero a Marías más probable premiado con el Nobel que con el Cervantes, pero bien podría concedérsele cualquiera de los dos, e incluso ambos.

La coherencia es una buena cosa y cada cual es libre de conducirse como tenga por conveniente.

Albert Boadella y Els Joglars rechazaron en su día el mismo premio en su modalidad de teatro argumentando que, también, rechazaban cualquier reconocimiento que no viniera del público que, como se sabe, lo presta cada noche pasando por taquilla. El argumento es caro a Boadella que, hoy mismo, creo, lo reiteraba en un foro en el que ha participado. A su entender, la aceptación de premios comporta una forma de sumisión, una sujeción del artista a designios distintos de los propios y, por ende, un menoscabo de su libertad creativa.

Respetando la postura del dramaturgo catalán, me parece que tiene un punto de exageración. Los premios, públicos o privados, solo coartan la libertad del autor cuando éste escribe –o crea, más en general- con la mente puesta en el premio, al modo de los poetas que escribían versos para presentarlos en los juegos florales. Una cosa es aceptar premios y otra bien diferente perseguirlos. Habrá, supongo, quien escriba al gusto del comité Nobel o de la Academia Sueca, si es que puede hablarse de tal cosa a la vista de la nómina de premiados, pero imagino que serán los menos.

Miguel Delibes recibió todos los premios relevantes de la literatura en español, si mal no recuerdo, y no creo que ello influyera jamás en su creatividad. Me cuesta imaginarme a Delibes escribiendo para agradar a nadie más que a su lector modelo –ese que, según Eco, es el destinatario de toda obra escrita, consciente o inconscientemente-. Rafael Sánchez Ferlosio, a decir de algunos el mejor escritor vivo de la lengua castellana, es Nacional de Ensayo y Cervantes, y éste sí que me da la sensación de que, al tomar la pluma, no toma en consideración más que su santa voluntad. Tampoco tiene mucho sentido plantearse que se pueda presionar en modo alguno a un escritor cuando se premia una obra ya publicada que el interesado ni siquiera ha propuesto él mismo para ser premiada.

Tiene razón Marías en que los grandes premios de la lengua castellana se han honrado con excelentes escritores, pero han dejado a muchos otros fuera y, lo que es peor, también han recaído en autores mediocres. O sea, que no sabe uno por qué sentirse más halagado, si por la concesión o por la preterición. Supongo, sí, que hay premios que, dejando al escritor de turno extramuros, le conceden vitola de rebelde, de maldito, le ayudan a vender libros, en suma.

No termino de ver, la verdad, el valor de la postura. No veo qué hay de criticable en la aceptación del premio –si es por la dotación económica, siempre se puede aceptar el galardón pero no su monto o donar lo obtenido, incluso al Estado- ni de noble en su rechazo, siempre que vengan de instituciones dignas y jurados competentes. Es más, hasta parece cosa de buena educación... Y conste que Marías ha mostrado su reconocimiento y dado las gracias, eso sí. Creo que la tesis de Boadella es extremosa, en particular.

Puede que haya quien piense –bueno, a la vista está que hay quien piensa- que el mero hecho de que un jurado conformado en una instancia ministerial diga que le gusta un libro o un montaje teatral tizna. No creo yo que sea  para tanto, la verdad. Si los principios hay que sacarlos a pasear en determinadas ocasiones, va a ser que, más que principios, son manías, muy respetables, pero manías.  

viernes, 19 de octubre de 2012

La educación sentimental

A través de Twitter, gracias a las perlas que iban soltando los asistentes, he podido seguir la presentación que hizo Savater de su libro Ética de Urgencia. El filósofo dijo, por lo que leo, muchas cosas interesantes. Habló de ética, por supuesto, pero también de política y, cómo no, mucho de educación –al fin y al cabo, ¿no se habla de ética y de política cuando se habla de educación?-. Entre las frases para enmarcar, me quedo con dos: “españolizar a los españoles es como lavar a los peces” y “nunca he sido partidario de la educación sentimental, prefiero la educación racional”.

La primera sentencia, por supuesto, además de denotar la facilitad savateriana para el símil, es una andanada contra el ministro Wert y sus más o menos afortunadas declaraciones. La segunda, con sus ecos flaubertianos, enlaza muy bien con la primera y con el pensamiento de Savater en general. Ciertamente, al menos desde mi muy personal punto de vista, cuesta no suscribir ambas afirmaciones y lo que llevan consigo. Yo también prefiero, claro, una educación racional a una educación sentimental y la idea de “españolizar” a nadie me causa una profunda incomodidad.

Pero creo que Wert ha sido tratado algo injustamente –le han llovido cataratas de críticas desde todos los ámbitos ideológicos- y me parece que Savater peca de reduccionista. Cuando oigo hablar de “educación racional” por oposición a “educación sentimental” –aparte, ya digo, de sentir un instintivo impulso de adhesión- me vienen a la cabeza constructos como el patriotismo constitucional habermasiano y otras figuras a través de las cuales los filósofos y pensadores han intentado humanizar a las bestias, dotar de una pátina de respetabilidad a conceptos que, en su  expresión práctica, se han demostrado parteros de tragedias.

La cuestión, me temo, no es la preferencia en abstracto entre una educación genuinamente para la ciudadanía –una educación, en efecto “racional”, encaminada a formar ciudadanos críticos, probables patriotas constitucionales (si eso quiere decir algo)- y una educación sentimental, encaminada a formar masas homogéneas y acríticas que, en ciertos idearios atienden por “pueblos”. La cuestión, enteramente práctica, es cómo afrontar la evidencia de que ese tipo de educación se está practicando, con resultados palpables, en ciertas regiones españolas.

Visto de otro modo, la pregunta es, en realidad, si la educación debe militar en la causa de la defensa del proyecto de una España moderna, cuya unidad se funde no en las viejas nociones –que no dejan de ser trasuntos de las que sustentan las antipatrias de los nacionalistas ibéricos- sino en la adhesión racional de una ciudadanía consciente. En el ideal, España merece existir y existir como es porque es todavía la mejor garantía, nuestro mejor medio, para construir una sociedad democrática avanzada, ese desiderátum que es pórtico de nuestra constitución (que todavía es normativa, como recordaba en una excelente conferencia esta misma semana Miguel Herrero).

A un ideal racional de patria corresponde una educación racional, sin duda.

La grave cuestión es –y de esto Savater conoce mucho- cómo contraponer ese discurso a la realidad de un discurso sentimentaloide triunfante. Algunos observadores ya han apuntado, agudamente, que la causa del neopatriotismo español (perdóneseme el palabro) –que no deja de ser, transmutada, la vieja causa de la tercera España- está huérfana de elementos sentimentales capaces de suscitar esa adhesión que hace número. Los símbolos patrios y el relato esencial que podrían sustentar esa adhesión sin pecar de inaceptable para quienes abogamos por un vínculo de otro cuño quedaron, en buena medida, amortizados por un uso faccioso. E incluso la actualización de ese relato, la épica de la transición, ha quedado desacreditada, inservible, en buena medida, de nuevo, por mal uso.

Da la sensación de que la desigualdad de armas es tal que una de las causas parece abocada al destino de la caballería polaca. En campo abierto, de una parte, discursos y relatos creados a propósito para excitar los sentimientos, apoyados en una simbología evidente y omnipresente que, además, se enraíza en la potentísima explotación del rechazo y del complejo –el ferviente deseo de no ser español, de ser algo mejor, algo más moderno, más elegante, menos casposo, diferente, no se sabe qué, pero diferente; poder ser, en suma, la “otra cosa”, la que sea a la que se refería Cánovas-. De otra parte, una pretensión de apelar a la razón, mediante la denuncia crítica del discurso sentimental, su reducción al absurdo por medios dialécticos y la propuesta de una alternativa, esta sí, racional. Sin himnos ni banderas –o con himnos y banderas, pero como significantes de otras cosas-, algo que no solo se puede sentir sino que, sobre todo, se puede explicar.

Comprendo a Wert. La tentación de intorducir un componente sentimental en la educación es fuerte. Tenemos a Habermas, pero nos embarga la sensación de que, en realidad, necesitamos al Capitán Trueno.

lunes, 15 de octubre de 2012

Federalismo como fraude

Vengo de pasar un par de días en Bélgica –entre Bruselas y Flandes (ya sabemos que Bruselas es Flandes, pero…)- y me desayuno hoy con la noticia de que los independentistas flamencos han ganado el ayuntamiento de Amberes, sempiternamente gobernado por los socialistas, por los socialistas también flamencos, se entiende, porque ya se sabe que, en Bélgica, los socialistas –como todos los demás partidos y como todo lo demás en general- son flamencos o valones, pero no belgas.

Ya he comentado alguna vez cómo Bélgica está aportando un nuevo concepto a la teoría del estado, submateria patologías: la desaparición por disolución. Y la técnica jurídico-formal es el federalismo. Hace unos días reflexionaba –me hacía eco de reflexiones ajenas, más bien, porque no decía nada original- que el federalismo es, por esencia, igualitarista y una técnica de unción, de agregación, de conformación de realidades unitarias a partir de fragmentos. Los estados federales se conformaron en un tiempo a partir de realidades inferiores para crear agregados más potentes, sobre bases inicialmente paccionadas. El vínculo federal, el vínculo jurídico entre territorios, en muchos casos, no solo no se ha erigido en obstáculo alguno para la conformación de identidades nacionales fortísimas vinculadas al conjunto sino al contrario –pocos casos hay más rotundamente ciertos que ese e pluribus unum que los Estados Unidos adoptaron como divisa; de los pluris estados surge el potente unum de una nación que se reconoce como única; en el caso alemán, la nación, claramente, preexistía a la organización que ahora le sirve de ropaje jurídico-político.

La técnica de la federación como herramienta de síntesis tiene su reverso tenebroso, en casos como el belga, en la federación como técnica de vaciamiento. La federación como potente disolvente de un cuerpo antes más o menos unido o mezclado. Los nacionalistas flamencos, especialmente, aplican desde hace muchos años una sutil (inciso: a veces, no tan sutil, como prueban las políticas lingüísticas que se aplican en aquel país, en las mismas narices de la Unión Europea) reducción de Bélgica a la irrelevancia más absoluta, al menos ad intra, procurando que ser belga no signifique nada o casi nada. Es probable que la independencia de Flandes –o la de Valonia- no se declare nunca; y es casi seguro que, razones sentimentales aparte, nunca será necesario. El flamenco o el valón podrán olvidar con toda tranquilidad que es belga. Una vez que se consiga cortar cualquier vínculo de solidaridad fiscal con la otra región, el proceso habrá concluido: los valones serán perfectos extranjeros en Flandes y viceversa.

Tengo la sensación de que esa y no otra es la aspiración de ciertos nacionalistas españoles. De los más inteligentes, al menos. En el País Vasco, por ejemplo, solo la potentísima realidad de la lengua común –y las costumbres comunes- permiten soslayar, a través de los vínculos afectivos que aún se mantienen, la evidencia de que, para un ciudadano vasco, su condición española le alivia ciertos gastos y en nada incide en su realidad diaria. Ésa es, ya digo, la aspiración del separatismo catalán más despierto (cuestión diferente, claro, es que los tontos, que  siempre exceden en número a los inteligentes, ya se encargarán de hacer descarrilar el proyecto, llegado el caso).

La gente más sensata sabe de sobra que no existe nada parecido a la “independencia” en el mundo contemporáneo. Es una palabra que emputece bastante las cosas sin aportar mucho en la práctica. La interdependencia es la regla, por más que la Asamblea de la ONU siga escenificando las viejas liturgias de las relaciones entre unos soberanos que ya no lo son tanto. O sí. No es que hayan dejado de existir soberanos, es que el propio concepto de soberanía ha experimentado un desplazamiento evidente.

La diferencia entre federalismo aglutinante y federalismo disolvente es la que media entre federalismo con lealtad y federalismo sin ella. El constitucionalismo alemán teorizó el cimiento de la unidad a través de la noción de “lealtad federal” (Bundestreue). Bundestreue es el vínculo que liga los entes federados a la realidad federal, que reconocen como superior a todos ellos, por integrar un interés común valioso. La federación deviene, entonces, algo más que un artificio jurídico-organizativo, deviene una realidad política sustantiva. Bélgica es hoy una cáscara y España, para algunos de sus componentes, va camino de ello; Alemania no lo es ni lo será. Los Länder son y deben ser leales a la federación y, por tanto, nunca podrán usar su autonomía para vaciarla.

Bélgica es el epítome de la federación como fraude. El ejemplo más acabado de una irrealidad política. Algunos dirán que así se “salva” el estado. La pregunta es qué es lo que se salva de sustantivo. El discurso de algunos sobre la transacción como mecanismo para permitir que Bélgica “siga existiendo” recuerda al de otros sobre lo que hay que hacer para que tal o cual región “se sienta cómoda” en la estructura estatal española. Afirmar que Bélgica existe, a este paso, terminará constituyendo un abuso del verbo existir. Ciertamente, Bélgica habrá encontrado su salvación, pero como espíritu puro, deviniendo un ente de razón.

Algunos preferiríamos una salvación menos escatológica.

viernes, 5 de octubre de 2012

Colar debates de rondón

Andamos estos días a vueltas con un par de propuestas que unos tachan de oportunas y otros de demagógicas: la eliminación de la retribución a los parlamentarios y la reducción de su número. La cuestión se ciñe, por el momento, a las asambleas legislativas autonómicas, pero bien podría extenderse a las cámaras legislativas nacionales y a los concejos.

Se trata de iniciativas que despiertan la simpatía del respetable, qué duda cabe. Entre la tirria que últimamente se les tiene a los políticos, especialmente en su versión tenida por más inútil que es la de legislador o miembro de un cuerpo colegiado –es decir, en su versión sentada y callada- y la reacción tan natural del español ante el mal ajeno, salvo casos extremos de inmerecimiento (es decir, el “que se jodan”), las medidas merecen la aprobación del bar y las redes sociales.

Pero tienen claroscuros. Unos evidentes y otros menos.

Tiene razón la izquierda cuando denuncia que una política que cueste dinero será una política para quien pueda pagársela. Obviamente, si el desempeño de un cargo político resulta oneroso, solo podrá permitírselo quien cuente con los recursos necesarios. La gratuidad, en línea de principio, no parece recomendable. Una cosa es que la política no sea un oficio al uso, que quizá no deba serlo y otra cosa es que esté vedada a quien, para entrar en ella, deba renunciar a su medio de vida. Irene Lozano pone, creo, el dedo en la llaga, hoy mismo. La cuestión no es si deben existir o no retribuciones por el desempeño de cargos públicos, sino que éstas deben ser transparentes y racionales. La estructura de retribuciones de los cargos públicos es poco sensata por contraste con las retribuciones en actividades no públicas y poco coherente cuando se contrastan unas responsabilidades públicas con otras, incoherencia que se extiende, por cierto, a los salarios de los empleados públicos, al menos en ciertos ramos, como acredita la comparación entre los sueldos de ciertos policías locales y autonómicos y los de los cuerpos estatales equivalentes. Pero, además, tiene toda la razón Lozano cuando dice que el principal problema en materia de retribuciones está en lo que no se ve. En las cantidades de dinero que se van por ese sumidero que es la frontera entre lo público y lo privado, ese territorio poblado por toda suerte de entes y sociedades mercantiles por la forma y dudosas por el objeto que tienen consejeros, empleados y cargos de toda clase.

Algunos opinadores, presidentes autonómicos entre ellos, dicen que, más que reducir la retribución de los parlamentarios, están por recortar su número. Y no niego que, caso por caso, haya margen para hacerlo. Algunas asambleas autonómicas tienen, probablemente, un número innecesariamente alto de escaños, cada uno de ellos con su culo adosado.

Pero conviene no olvidar que, en un sistema de representación de naturaleza proporcional, máxime si es multicircunscripción –lo que ocurre en las elecciones al Congreso y el Senado, pero también en la elección de cámaras legislativas de comunidades autónomas pluriprovinciales, y no sé si también en algunas uniprovinciales que tienen distritos electorales internos- el tamaño de la cámara, el número de escaños a repartir, es un factor muy importante en el grado efectivo de representatividad alcanzable. Y esto es más cierto aún cuando se aplica una ley electoral como la nuestra, basada en el método de D’Hont. A mayor tamaño de la cámara, menos costosos, en términos de votos, son los escaños y, por tanto, mayor la probabilidad de que un partido pequeño, o grande pero que tenga sus votos muy dispersos por circunscripciones y acumule, por tanto, pocos en cada circunscripción, obtenga representación.

El Congreso de los Diputados, por ejemplo, es una cámara pequeña si se compara con otros parlamentos que se eligen también por fórmulas más o menos corregidas de sistema proporcional. Si el número de escaños se elevara a seiscientos, por ejemplo, en promedio, el último escaño requeriría la mitad de votos que hoy (recordemos que los escaños, aplicando la metodología de D’Hont, operan como divisores; se dividen los votos obtenidos por cada partido entre los números naturales del uno al número de escaños, y se asignan los puestos a los cocientes más altos).En sentido contrario, una reducción del tamaño de la cámara, mantenidos iguales todos los demás factores, tiende a favorecer a los partidos mayoritarios.

A menudo, en España, los debates sobre el régimen electoral pecan de reduccionismo. Se reducen a la dicotomía entre lista abierta y lista cerrada. Ése es un factor importante, sin duda, pero existen otros muchos, sin salir de los esquemas proporcionales: el ya comentado del tamaño de la cámara, el número y dimensión de las circunscripciones, la fórmula de recuento, el mínimo de votos necesario para acceder al reparto de escaños… Todos esos elementos tienen influencia, ninguno es neutral. Y ya se sabe que las discusiones sobre mecánica electoral no son fáciles, como prueba que el régimen electoral español apenas se haya tocado en muchos años.

Resulta chocante que, so capa de cuestiones presupuestarias, pueda llegar a incidirse en elementos esenciales del sistema como es la representación… Sobre todo cuando existen tantas otras cosas, mucho más costosas, sin ningún efecto sobre la arquitectura básica de nuestra democracia, que parece imposible siquiera pensar en tocar.

lunes, 1 de octubre de 2012

La voluntad decidida de no ser sur


Cataluña es la Alemania de España pero está en la situación de Grecia: tiene su lógica que busque un lugar en el norte riguroso cuando se halla anclada en el sur malgastador

La frase es de Lluis Bassets (y aquí va la referencia al texto completo, que descontextualizar es siempre ser desleal), que tengo por un tipo cabal y de buen sentido, y Dios me libre de atribuirle pensamientos e intenciones, pero a mí me resulta de lo más ilustrativa. Está dicha en tono económico, qué duda cabe –Alemania y Grecia como paradigmas- pero asoman en ella otros elementos que se tiende a soslayar y que tienen, me temo, un enorme poder explicativo en el trance que vivimos.

Bassets apunta a un factor que, ya digo, a menudo se tiende a dejar de lado en la actitud del independentismo catalán: la voluntad decidida de no ser sur, la rabia de saberse sur y no querer serlo bajo ningún concepto. Supongo que es algo a lo que no se alude demasiado o se alude veladamente porque no es difícil, sentada esa base, caer en lenguajes políticamente incorrectos, poco compatibles con la imagen de un nacionalismo moderno y europeo (sí, sí, sobre todo “europeo”, eso que no falte). En un lenguaje ferrusoliano, podríamos decir. Nosotros no somos como ellos. No somos como esa caterva mesetaria cuasiafricana. Somos mucho más elegantes, mucho más laboriosos, más serios, menos faranduleros… En fin, ya digo, prácticamente suecos, cispirenaicos por algún oscuro motivo, pero suecos. Mucho más “europeos”, en resumen.

Los nacionalismos periféricos tienen tendencia a sublimar los complejos patrios. Representan esos mismos complejos llevados al exacerbo y, por eso mismo, devenidos en algo distinto. El complejo de ser español es tan insoportable que se hace lo que se puede por dejar de serlo. Reclamándose, eso sí, patéticamente “europeo”.

Creo que Bassets yerra en su apreciación. O simplemente repite una mentira que, a fuerza de decirla, casi todos hemos asumido como cierta. El parecido entre Alemania y Cataluña se acaba en una transposición de la posición relativa. Así como Alemania es la nación grande más rica en el contexto de la Unión Europea, Cataluña es la región más rica en el contexto de España (se sigue, por cierto, que Baleares es una suerte de Luxemburgo). Hasta ahí las comparaciones. Porque ni España es la Unión Europea, ni el símil entre Cataluña y Alemania se aguanta más allá de esa casualidad. Por parejas razones, tampoco vale el parangón con Grecia. Cataluña no es como Alemania ni como Grecia. Es un trozo de España, punto –al menos hasta ahora, lo que sea en el futuro, ya se verá-. Y esto no es irrelevante. Como decía hace unos días en un brillante artículo José María Ridao (véase), ya está bien de símiles traídos por los pelos y de lenguajes metafóricos. Al menos para hablar de ciertas cosas, aunque sea más aburrido, convendría atenerse un poco más a los hechos y su descripción.

La comparación con Alemania es triplemente sesgada, o presenta sesgos en su triple implicación: en cuanto presenta una Cataluña-motor, como Alemania lo es del resto de la UE; en cuanto sugiere una Cataluña solidaria (diríase que súper-solidaria), como Alemania lo es del resto de la UE y, en fin, en cuanto apunta a unos catalanes que serían como alemanes, por contraste con sus indolentes vecinos latinos. Y ninguna de las tres cosas es falsa del todo, pero todas deben ser oportunamente matizadas. Y el matiz es en todo caso común: el parangón se invalida porque España es un país, es un estado, se pretende una nación (algunos creemos firmemente que lo es) y la UE no es ninguna de esas cosas. La solidaridad de los catalanes con el resto de los españoles no es, no debería ser, contractual, convencional como lo es la de los alemanes con otros europeos, sino que se basa en un vínculo estructural, la connacionalidad, la conciudadanía. Por lo mismo, Cataluña nada tiene que ver con Grecia en tanto Grecia está sola con su problema o, todo lo más, será socorrida por mecanismos asimismo convencionales; los problemas financieros de Cataluña solo son de Cataluña mirados desde dentro, nunca hacia afuera, hacia afuera deben ser problemas comunes.

La posición relativa de Cataluña en todos, absolutamente todos los órdenes, es el resultado de decisiones, colectivas e individuales, adoptadas durante quinientos años, con una perspectiva de conjunto. Cataluña es producto inescindible de quinientos años de España –y, por cierto, también de sí misma en tanto que parte-. Los catalanes son españoles y esto es un hecho. Les guste o no, como puede gustarnos o no a los demás (serlo nosotros y que lo sean ellos, digo). Tan partícipes del desaguisado como el resto, incluso un poco más, quizá, precisamente en razón de esa preeminencia, de ese carácter de vanguardia en muchos sentidos. España es, en parte alícuota, como Cataluña la ha querido.

Convengo con Bassets, por supuesto, en que hay mucho de un no querer ser sur en lo que estamos viviendo. Lo que no tengo tan claro es que “tenga su lógica”. Cataluña está “anclada” en el sur malgastador (Bassets dixit) porque es sur malgastador. O tan sur malgastador como el resto del sur malgastador. Una cosa es que ciertas metáforas hagan fortuna y otra bien diferente que sean reales. No, señores míos, mal que les pese Cataluña no es una provincia de Holanda a la que un mal viento llevó a la deriva hasta hacerla encallar en las entonces costas de Aragón.  

Y, por cierto, pretender otra cosa es bastante, pero bastante patético.