miércoles, 28 de noviembre de 2012

El régimen no va a cambiar

Soledad Gallego-Díaz aventuraba en El País este domingo una tesis curiosa, a partir de ciertas actitudes detectables en, creo, Alberto Ruiz-Gallardón. Según la periodista, el PP podría haber iniciado, e incluso estaría ufanándose de haber iniciado, la demolición del antiguo régimen, una revolución conservadora encaminada, ahora sí, a acabar con el aparato jurídico-institucional y de prestación construido a lo largo de los más de veinte años que, en democracia, ha habido gobiernos socialistas (implícitamente, por supuesto, la autora atribuye a los socialistas casi cuanto de bueno tiene el sistema, pero eso va de suyo). Gallego-Díaz llega incluso a hablar de una suerte de revolución thatcheriana, es decir, que nos encontraríamos al inicio de un giro tan copernicano como el que Lady Thatcher  impuso al Reino Unido.

Creo que Gallego-Díaz exagera notablemente. Para operar una revolución thatcheriana hay que tener los redaños de una Thatcher, cosa que los políticos del PP, salvo, quizá, Esperanza Aguirre, distan mucho de tener. Pero no es solo falta de cuajo. Es que el PP no tiene ningún interés en remover verdaderamente los cimientos de lo que la autora califica –o califico yo, no sé- con mucho acierto de “régimen”. En mi opinión, el PP, a salvo de matices o de las inevitables constricciones que imponen las urgencias presupuestarias, no hará nada serio por cambiar un modelo en el que nada como pez en el agua. Lo recortará lo imprescindible cuando ande justo de dineros, nada más. Y eso cuando ya no pueda exprimir más al sufrido contribuyente. El espantajo del “que viene la derecha” en sus variadas formas ya está muy gastado. En efecto, la derecha viene y, cuando llega, se notan más bien poco las diferencias.

Que no se engañe Gallego-Díaz. El sistema está a muy buen recaudo, en manos de los socialistas de todos los partidos. Su mejor garantía de funcionamiento es la imbricación, el enraizamiento de los aparatos de los partidos en la estructura institucional del Estado, que hacen de la estructura de éste un elemento nutricio básico para aquellos. Si la arquitectura jurídico-institucional del Estado y su carácter prestacional variaran significativamente, los partidos políticos entrarían en una profunda crisis –no funcional, es decir, no relativa a sus capacidades para realizar sus funciones constitucionales, sino interna, como organizaciones-. Los partidos nacieron como mediadores entre la sociedad y el estado, pero han capturado al segundo término, de suerte que ya no son mediadores, sino estructura estatal pura y dura. Ello sin contar con que la socialdemocracia, a menudo quejosa, en realidad debería quejarse de que se ha quedado sin programa por realización del anterior. El programa socialdemócrata, en España y en otros países, está constitucionalizado, petrificado y, prácticamente, fuera del lícito debate. Cualquiera que, pongamos por caso, se atreviera a cuestionar la existencia del sistema básico de prestaciones del estado-providencia se colocaría no ya en un punto u otro del continuo izquierda-derecha, sino sencillamente fuera de él.

Esas razones, por sí, bastarían para aquietar los miedos de quienes no se imaginan una vida sin el aparato socialista. Pero hay más. No existe, en el PP, un apetito ideológico real por atacar las bases del sistema. La derecha conservadora y el socialismo no andan tan lejos en muchas cosas. Por eso fue tan fácil, en España, transitar del franquismo al socialismo. Y la derecha conservadora es, de las almas del PP, la predominante.

No hay miedo, pues. El partido lo vamos perdiendo, por goleada, quienes sí queremos, de veras, una voladura controlada del antiguo régimen. Quienes sí queremos que España cambie de veras, profundamente, desde sus bases.

Margaret Thatcher cambió la faz del Reino Unido, cierto, pero su revolución hubiera sido, probablemente, imposible en otra parte. Años de estatismo laborista no habían conseguido terminar de laminar un sustrato básico que convertía el suelo inglés en propicio para el arraigo del ideario thatcherista. Si la primera ministra pudo establecer un diálogo, hacer una propuesta al país que fue escuchada y avalada por sucesivos triunfos electorales fue porque nunca dejaron de darse allí ciertas condiciones. La primera, desde luego, lo que podríamos denominar una dignidad ciudadana, resultado de siglos de pedagogía de las libertades, por las que el ciudadano no se ve a sí mismo en mera posición de cliente. Apenas rascados el moho y el orín socialistas es fácil conectar con una sociedad a la que le gusta sentirse dueña de su destino. La segunda condición es que nunca, jamás, en la historia inglesa las instituciones han llegado a ser prisioneras de nadie, o son superiores a todos. Esto tiene algo paradójico por cuanto son las democracias más viejas, las más establecidas, las que cuentan con mayores tradiciones las más capaces de evolucionar, las que menos se anquilosan. La paradoja no es tal, es que los mecanismos del cambio funcionan. Quien, legítimamente, gana unas elecciones, si tiene un programa, puede realizarlo merced a la capacidad de cambio que ofrece el imperio de la ley, la certeza de que los mecanismos funcionarán y de que las decisiones parlamentarias y administrativas serán obedecidas.

Soledad Gallego-Díaz y quienes piensan como ella pueden vivir tranquilos. Nunca habrá en España una verdadera revolución liberal. Nunca serán removidos de nuestra mentalidad los efectos de la pedagogía del “gratis total”. Nadie quiere, en el fondo.

martes, 13 de noviembre de 2012

Los escenarios extremos no son necesariamente los peores

La crisis del euro y la crisis de Cataluña, y sus posibles desenlaces extremos, esto es, la ruptura de la moneda única y la secesión del Principado, presentan múltiples puntos de conexión para quien suscribe, aparte de la mera coincidencia temporal y la relación, si no de causalidad, sí de evidente influencia de la primera respecto de la segunda, si hemos de atender a los comentaristas que quieren ver en la crisis económica el caldo de cultivo del descontento que anima el independentismo.

En ambos casos, ocurre que el desenlace extremo es tildado por muchos de “imposible” o, cuando menos, nada probable, y ello por una serie de razones muy sensatas, a saber, que como se trata de eventos muy dañinos para la mayoría, amén de ser escenarios técnicamente muy complejos, sencillamente, no sucederán. Los políticos europeos harán lo que se precise para salvar la moneda común y los nacionalistas catalanes “moderados”, a última hora, darán un quiebro para eludir el precipicio, o los políticos "españoles" ofrecerán una transacción que permita la vuelta a los cuarteles de invierno. En resumidas cuentas, la razón se impondrá. No digo yo que no sea así. Pero me pregunto si semejante punto de vista no tiene algo, de panglossiano. Al fin y al cabo, si de algo está llena la historia –la general y la de España, en particular- es de abundantes pruebas de que la irracionalidad campa a menudo por sus respetos, sobre todo cuando, de un modo u otro, están involucrados en el asunto la religión, el nacionalismo o ambos.

Supongo que muchos años de tira y afloja, tanto en la Europa comunitaria como en esta España de nuestros pecados nos han acostumbrado a asimilar las dinámicas políticas a dinámicas negociales. Pero no lo son. O dejan de serlo cuando las cuestiones a debate rebasan los bordes de las moquetas que pisan las tecnocracias que creen tener las cosas bajo control, que creen estar al mando. Que creen que todo lo pueden pesar y medir.

La segunda cuestión en común es que ni uno ni otro proceso admiten como solución, ya, la mera prolongación del estado actual de cosas indefinidamente en el tiempo. Si, para Cataluña, pasó el tiempo de la conllevancia en su relación con el resto de España, el euro requiere imperativamente que se solventen sus fallas de diseño inicial o ser sustituido por otras divisas que resulten viables sin necesidad de otros elementos de integración, sean éstas puramente nacionales o compartidas en el seno de áreas más reducidas.

Hay, sí, importantes diferencias en cuanto a por qué uno y otro proceso han llegado a esta especie de punto de ruptura. Mientras que el euro padece un pecado original, un error asumido de planteamiento, la cuestión catalana se encuentra en este estado tras consumir una serie de etapas que no necesariamente presentan entre sí una hilazón coherente, que no necesariamente dan una idea de orientación. En otras palabras, mientras que el euro solo podía funcionar, como es, a condición de que no sucediera ningún acontecimiento que aflorara sus defectos congénitos, Cataluña pudo haber tenido, en varios momentos de su historia, un satisfactorio encaje con el resto de España. Ha sido la gestión del proceso hasta aquí la que lo ha hecho imposible hasta hoy.

Y la tercera similitud relevante es que, asimismo en ambos casos, los escenarios que he llamado extremos (insisto: ruptura de la moneda única y secesión de Cataluña –que es otro modo de llamar a la ruptura de España-), siendo indeseables no son los peores posibles. A menudo, cuesta explicar esto sin que a uno le tilden de rupturista. Personalmente, no deseo en absoluto que vuelva a haber pesetas, dracmas y marcos y, menos todavía, que haya fronteras en el Ebro. Pero no, no creo que un mundo en el que esas cosas sucedieran sea el peor de los mundos posibles necesariamente.

En cuanto a lo primero, creo que son concebibles casos en los que el mantenimiento de la moneda única en ausencia de instituciones que la complementen sea claramente peor que su ruptura, si no total, sí para países concretos. El caso griego me parece ya patente, pero podría haber otros, sin descartar el español mismo, si no ahora, sí en un futuro. Evidentemente, el razonamiento exige que, cuando se afirma que un escenario es “mejor” o “peor” se especifique “para quién”. De nuevo, en el caso griego, es posible que la destrucción absoluta de ese país siga siendo, para sus acreedores, preferible a una posible reconversión de su deuda en dracmas; pero es evidente que yo adopto el punto de vista de los griegos, en este caso: de los griegos que trabajan y pagan impuestos y, por tanto, sufrirán el ajuste tome este la forma que tome. No creo que, para esta gente, la respuesta sea ya obvia. Sí que creo que, para sus homólogos españoles –la clase media nacional que paga los impuestos y soporta los ajustes- sí resulta aún obvio que una ruptura del euro sería peor, pero no está escrito que ello sea así indefinidamente.

En cuanto a lo segundo, un escenario con dos estados, siendo seguramente perjudicial para todos -por muy bien avenidos que estén-, es quizá mejor que un único estado imposible, que un intento de acomodar a quien no quiere ser acomodado. No tiene sentido perseverar en hace aún más compleja una estructura que ya ha demostrado su incapacidad para resolver el problema para el que fue concebida. Si no es posible encontrar una solución simple y viable, habrá que admitir que no hay solución. O que la solución reformista es más onerosa que la rupturista. De nuevo, hay que preguntarse aquí para quién, y he de admitir, porque no es evidente, que pienso aquí en los españoles en su conjunto -y, por tanto, en los catalanes, pero no en tanto que catalanes, sino en tanto que españoles. Si la ruptura del estado es un drama, la "belgización", la reducción de un estado a una ficción jurídica, puede resultar un absurdo aún peor.

En absoluto está escrito que los escenarios extremos sean inevitables –antes al contrario, hay que apostar porque el sentido común ha de prevalecer y, por tanto, debe ser cierto que son improbables- pero su carácter rupturista no los convierte, necesariamente, en el peor de los mundos posibles. Hay mundos peores o, al menos, tan malos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Europeos ante todo

Todo apunta a que el debate sobre la consulta catalana o, más en general, el de una eventual separación de Cataluña del resto de España gira en torno al eje de la pertenencia de Cataluña a la Unión Europea. En primera instancia porque, parece, eso es lo que Mas quiere preguntar al electorado, esto es, no si el personal quiere que Cataluña se independice –el “de España”, sobraría porque no se ve bien de quién o qué se independizaría Cataluña si no- sino si “desea” (sic) que Cataluña sea “un estado de la UE” o cosa por el estilo, lo que, evidentemente, no es lo mismo. Pero es que, por su parte, aquellos que quieren advertir a los catalanes de que la separación es la vía más segura hacia las penas del purgatorio asimilan ese purgatorio, si no el mismo infierno, a la “no Europa”, a la salida de la UE que, según dicen, iría anudada a la separación de España.

El debate jurídico es, sin duda, muy interesante. La comisaria Reding avala la tesis del gobierno español de que “fuera de España, no hay Europa” –a los políticos les encanta esto de tomar partes por todos- siempre que la independencia de Cataluña fuera “unilateralmente declarada”. Pero la cosa es más enjundiosa. De entrada, quiero suponer que el sentido común no se ha perdido del todo en el Principado, ni en el resto del país y, por tanto, que habría que partir de la hipótesis de que la independencia, de ser, no sería “unilateralmente declarada”, sino conforme a derecho constitucional español e internacional. En suma, confío en que supiéramos mostrar al mundo que aún sabemos lo que media entre un absurdo y una salvajada. Si se excluyen los exabruptos, el análisis debería variar. Parece ser que los sensatos juristas del Parlamento de Westminster, a propósito de Escocia, concluyen que no tienen nada claro cuál sería el escenario derivado de una secesión de aquella parte del Reino Unido. No es que no tengan claro que Escocia pudiera seguir siendo parte de la UE, es que se les plantean dudas sobre la continuidad en la misma de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Todo dependerá, claro, de si se entiende que, en efecto, Escocia se separa del Reino Unido o, más bien, éste deja de existir. Se asume con naturalidad la continuidad de España, o del propio Reino Unido, perdiendo de vista que en absoluto tiene por qué ser así. Bien puede ocurrir que, en el lugar del estado desaparecido, surjan dos de nuevo cuño. Supongo que es la desproporción territorial y de población –más abrumadora aún en el caso del resto de los países que forman el Reino Unido que en el caso del resto de España- la que lleva naturalmente a pensar que el “resto” debería conservar la personalidad jurídica internacional del todo, pero ejemplos hay de escisión en dos o más personalidades diferenciadas. Checoslovaquia, sin ir más lejos.

Pero no me interesa ahora entrar en las honduras jurídicas del proceso de secesión y sus consecuencias –por falta manifiesta de capacidad, entre otras cosas- sino subrayar cómo la cuestión europea sigue imprimiendo carácter. Hace unos días, en una conferencia brillante, Miguel Herrero motejaba el europeísmo –o euroentusiasmo- de los españoles de “acrítico”. Un punto infantil, añado yo. De nuevo, el complejo de ser español exacerbado en los españoles que no quieren serlo. En Escocia, la cuestión de la permanencia o no en la UE parece que se percibe como algo que podríamos calificar de técnico; evidentemente, de suma importancia, puesto que tiene una gran influencia en la vida del futuro país –e incluso puede condicionar su viabilidad económica- pero cuestión técnica al cabo. El ser o no ser de Escocia no depende de su “carácter europeo”, cosa que, por otra parte, en absoluto depende tampoco de su integración, o no, en la UE. Los escoceses se reconocen como escoceses y eso es lo que quieren ser. A partir de ahí, lo demás son consecuencias; si uno es escocés será –de momento- británico y, por extensión, europeo. Pero, como mera consecuencia accesoria, no parece que el asunto merezca mucho debate en sí.

En el caso catalán, por supuesto, la dimensión técnica también está presente. Solo una independencia con vínculo europeo es una independencia presentable como indolora y, por tanto, potencialmente aceptable, o eso parecen sospechar los promotores de la idea. Pero existe también esta dimensión sentimental tantas veces citada. No se hace este viaje para encontrarse en las tinieblas de la pesadilla española por excelencia: la no Europa, la materialización del más horroroso complejo de inferioridad. En el peor de los escenarios, una Cataluña extramuros de la Unión con una España dentro –la España mesetaria, la España africana- haría añicos el discurso de la superioridad relativa de la Cataluña “naturalmente” europea, solo circunstancialmente apartada de su ámbito propio por épocas en razón, precisamente, de su vinculación a esa España apartada del curso de la modernidad. La vergüenza de ser sur se haría, entonces, demasiado patente. No parece una imagen tolerable para ciertos espíritus sensibles.

Se da así que la estatalidad propia se predica como una necesidad absoluta, algo así como una etapa de madurez necesaria para el pueblo en cuestión. Un pueblo sin estado es un pueblo capitidisminuido. Cuando se quieren poner didácticos, los políticos nacionalistas dicen que su estatalidad truncada les impide “hacer cosas”. Cosas buenas, se entiende. Pero esa necesidad no es tal ante el proceso de integración europea. El problema, pues, no es ceder soberanía, sino a quién se cede. Mientras que un independentista escocés quiere ser escocés, un independentista catalán parece que lo que quiere es no ser español, dándole, en realidad, un poco lo mismo lo que sea.

Los altos designios, el proceso histórico, la misión de algunos en esta tierra quedan así un poco venidos a menos, la verdad. Como en una suerte de cuita doméstica menor.