martes, 13 de noviembre de 2012

Los escenarios extremos no son necesariamente los peores

La crisis del euro y la crisis de Cataluña, y sus posibles desenlaces extremos, esto es, la ruptura de la moneda única y la secesión del Principado, presentan múltiples puntos de conexión para quien suscribe, aparte de la mera coincidencia temporal y la relación, si no de causalidad, sí de evidente influencia de la primera respecto de la segunda, si hemos de atender a los comentaristas que quieren ver en la crisis económica el caldo de cultivo del descontento que anima el independentismo.

En ambos casos, ocurre que el desenlace extremo es tildado por muchos de “imposible” o, cuando menos, nada probable, y ello por una serie de razones muy sensatas, a saber, que como se trata de eventos muy dañinos para la mayoría, amén de ser escenarios técnicamente muy complejos, sencillamente, no sucederán. Los políticos europeos harán lo que se precise para salvar la moneda común y los nacionalistas catalanes “moderados”, a última hora, darán un quiebro para eludir el precipicio, o los políticos "españoles" ofrecerán una transacción que permita la vuelta a los cuarteles de invierno. En resumidas cuentas, la razón se impondrá. No digo yo que no sea así. Pero me pregunto si semejante punto de vista no tiene algo, de panglossiano. Al fin y al cabo, si de algo está llena la historia –la general y la de España, en particular- es de abundantes pruebas de que la irracionalidad campa a menudo por sus respetos, sobre todo cuando, de un modo u otro, están involucrados en el asunto la religión, el nacionalismo o ambos.

Supongo que muchos años de tira y afloja, tanto en la Europa comunitaria como en esta España de nuestros pecados nos han acostumbrado a asimilar las dinámicas políticas a dinámicas negociales. Pero no lo son. O dejan de serlo cuando las cuestiones a debate rebasan los bordes de las moquetas que pisan las tecnocracias que creen tener las cosas bajo control, que creen estar al mando. Que creen que todo lo pueden pesar y medir.

La segunda cuestión en común es que ni uno ni otro proceso admiten como solución, ya, la mera prolongación del estado actual de cosas indefinidamente en el tiempo. Si, para Cataluña, pasó el tiempo de la conllevancia en su relación con el resto de España, el euro requiere imperativamente que se solventen sus fallas de diseño inicial o ser sustituido por otras divisas que resulten viables sin necesidad de otros elementos de integración, sean éstas puramente nacionales o compartidas en el seno de áreas más reducidas.

Hay, sí, importantes diferencias en cuanto a por qué uno y otro proceso han llegado a esta especie de punto de ruptura. Mientras que el euro padece un pecado original, un error asumido de planteamiento, la cuestión catalana se encuentra en este estado tras consumir una serie de etapas que no necesariamente presentan entre sí una hilazón coherente, que no necesariamente dan una idea de orientación. En otras palabras, mientras que el euro solo podía funcionar, como es, a condición de que no sucediera ningún acontecimiento que aflorara sus defectos congénitos, Cataluña pudo haber tenido, en varios momentos de su historia, un satisfactorio encaje con el resto de España. Ha sido la gestión del proceso hasta aquí la que lo ha hecho imposible hasta hoy.

Y la tercera similitud relevante es que, asimismo en ambos casos, los escenarios que he llamado extremos (insisto: ruptura de la moneda única y secesión de Cataluña –que es otro modo de llamar a la ruptura de España-), siendo indeseables no son los peores posibles. A menudo, cuesta explicar esto sin que a uno le tilden de rupturista. Personalmente, no deseo en absoluto que vuelva a haber pesetas, dracmas y marcos y, menos todavía, que haya fronteras en el Ebro. Pero no, no creo que un mundo en el que esas cosas sucedieran sea el peor de los mundos posibles necesariamente.

En cuanto a lo primero, creo que son concebibles casos en los que el mantenimiento de la moneda única en ausencia de instituciones que la complementen sea claramente peor que su ruptura, si no total, sí para países concretos. El caso griego me parece ya patente, pero podría haber otros, sin descartar el español mismo, si no ahora, sí en un futuro. Evidentemente, el razonamiento exige que, cuando se afirma que un escenario es “mejor” o “peor” se especifique “para quién”. De nuevo, en el caso griego, es posible que la destrucción absoluta de ese país siga siendo, para sus acreedores, preferible a una posible reconversión de su deuda en dracmas; pero es evidente que yo adopto el punto de vista de los griegos, en este caso: de los griegos que trabajan y pagan impuestos y, por tanto, sufrirán el ajuste tome este la forma que tome. No creo que, para esta gente, la respuesta sea ya obvia. Sí que creo que, para sus homólogos españoles –la clase media nacional que paga los impuestos y soporta los ajustes- sí resulta aún obvio que una ruptura del euro sería peor, pero no está escrito que ello sea así indefinidamente.

En cuanto a lo segundo, un escenario con dos estados, siendo seguramente perjudicial para todos -por muy bien avenidos que estén-, es quizá mejor que un único estado imposible, que un intento de acomodar a quien no quiere ser acomodado. No tiene sentido perseverar en hace aún más compleja una estructura que ya ha demostrado su incapacidad para resolver el problema para el que fue concebida. Si no es posible encontrar una solución simple y viable, habrá que admitir que no hay solución. O que la solución reformista es más onerosa que la rupturista. De nuevo, hay que preguntarse aquí para quién, y he de admitir, porque no es evidente, que pienso aquí en los españoles en su conjunto -y, por tanto, en los catalanes, pero no en tanto que catalanes, sino en tanto que españoles. Si la ruptura del estado es un drama, la "belgización", la reducción de un estado a una ficción jurídica, puede resultar un absurdo aún peor.

En absoluto está escrito que los escenarios extremos sean inevitables –antes al contrario, hay que apostar porque el sentido común ha de prevalecer y, por tanto, debe ser cierto que son improbables- pero su carácter rupturista no los convierte, necesariamente, en el peor de los mundos posibles. Hay mundos peores o, al menos, tan malos.

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