lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Federalismo a estas alturas?

Cada vez que las tensiones territoriales se recrudecen se oyen voces, fundamentalmente en el PSOE, pero no solo, que invocan el estado federal como solución del problema. El término “federal” es muy caro a la izquierda socialista española desde los trabajos clásicos de Anselmo Carretero y, como Pérez Rubalcaba se encargó de recordar en su reciente entrevista televisiva, el propio partido está organizado como un partido federal. Supongo que el vocablo es grato en cuanto sugiere la posibilidad de una “tercera vía” entre el nacionalismo periférico y el no menos odioso nacionalismo español (inciso: la corrección política impone condenar siempre y en todo lugar todos los nacionalismos, un poco al estilo de la Iglesia vasca y su condena a “toda la violencia”, venga de donde venga) y sus tendencias recentralizadoras –siempre endosables al PP, por supuesto-. Los socialistas pueden así decir “no” a las pretensiones disgregadoras sin tener que pasar por el abochornante expediente de declararse partidarios de la unidad nacional sin más, o incluso de la existencia de una nación en absoluto lo que, además de salvar el prurito, ayuda mucho a cimentar la cohesión en el seno del propio mundo socialista, no nos engañemos.

Pero, aparte de dispensar a más de uno del trago de tener que declararse español de vocación, es dudoso que el debate sobre la federalización traiga mucho de provecho a estas alturas.

En primera instancia porque no es obvio qué se quiere decir. Cuando se oye a los dirigentes socialistas –u otros comentaristas, insisto, que los socialistas no son los únicos federalistas patrios- hablar de “federalismo” o de “estado federal” diríase que nos presentan una noción acabada y de perfiles nítidos, como si el estado federal se presentara de un único y perfecto molde en el repertorio de las formas políticas. Lo cierto es, más bien, que bajo la etiqueta “federal” se topa uno con casi todos los estados compuestos que existen en el mundo –es verdad que existen estados compuestos como Brasil o Suiza que siguen presentándose bajo el anacrónico ropaje de “confederación”, pero se trata de verdaderas federaciones- y con un buen montón de estados unitarios de hecho, compuestos solo de nombre. Sin salir de los modelos canónicos –el estadounidense, el alemán y el suizo (ya digo, por más que éste se etiquete como “confederal”)- hay muy señaladas variaciones. Las entidades federadas reciben, además, distintos nombres, “estados”, “provincias”, “departamentos”, “cantones”… Y en algún lugar del mundo “comunidades autónomas”. ¿Acaso no es nuestro estado compuesto de hecho? Es cierto que, sobre el papel, se trata de un estado unitario descentralizado –tributario del estado regional republicano- pero que, por evolución, ha terminado en algo que ha sido descrito como “técnica y funcionalmente federal”.

¿Qué quiere decir, pues, el PSOE cuando afirma que quiere convertir España en un “estado federal”? ¿Simplemente amoldar las palabras a los hechos? ¿Elevar, quizá, al rango constitucional que le corresponde la realidad en la que ha devenido –entre otras cosas, merced a la labor gubernamental del propio PSOE- este estado que se quería unitario? Es un objetivo plausible, sin duda, pero no parece que nuestros problemas sean de orden meramente nominal. Quizá lo fueron algún día, pero de ese día hace ya mucho.

Los federalistas más enjundiosos –no sé cuántos militan en el PSOE, pero alguno habrá- emplean “federalizar”, creo, como sinónimo de “ordenar”. Y eso es una cosa más interesante. Las estructuras federales bien construidas –de nuevo, tomemos las paradigmáticas: los Estados Unidos, Alemania, Suiza…- destacan por dos elementos. Uno es el respeto del principio de igualdad en un doble nivel: entre ciudadanos y entre territorios. Sin duda, el mejor ejemplo de la igualdad entre entes federados lo suele dar su igual peso específico en las cámaras legislativas que se constituyen sobre base territorial (el Bundesrat en Alemania o el Senado de los EE.UU., pese a que estas dos entidades difieren en casi todo). Todos los estados, o como quiera que se llamen, tienen el mismo techo competencial. Y aquí llega la segunda de las características, reclamada en España hasta la saciedad por los constitucionalistas más sensatos: en los estados federales mejor armados existe siempre una cláusula de cierre, una disposición de atribución residual de competencias que deja la arquitectura institucional-territorial más allá de la capacidad de disposición del legislador ordinario. Los ámbitos competenciales suelen estar cerrados constitucionalmente.

Obviamente, no es necesario que un estado devenga nominalmente federal para operar esta ordenación. Podría hacerse sobre nuestro actual estado autonómico, sin más que introducir las apropiadas reformas constitucionales y estatutarias. La invocación al federalismo, por tanto, en según qué voces, lo es porque los conceptos citados aparecen como inherentes a la idea. “Estado federal” sería, pues, no sinónimo de “estado compuesto” sin más, sino de estado compuesto y ordenado de una determinada manera.

Sobre el papel, claro, esto es muy racional y puede que deseable. Pero a todas luces difícilmente conciliable con la realidad española. Hemos llegado hasta aquí, precisamente, por la insaciable pretensión de radical desigualdad que caracteriza a nuestros nacionalismos periféricos, que hacen seña de identidad no tanto de ser algo como de no ser del común. A consagrar esa desigualdad se orientó el estado regional del 31 y se orientaba el diseño original del 78. Los impulsos federalizantes, en tanto igualadores, no solo no resuelven el problema político de fondo, sino que lo agravan.

Rizando el rizo, y dado que la izquierda española nunca ha estado muy constreñida por pretensiones teóricas –y a veces ni tan siquiera por una mínima higiene en el discurso- la solución deberá hallarse en eso que se ha dado en llamar “federalismo asimétrico”. Una expresión de cuño maragalliano que, salvo que ese “federalismo” se vacíe de cualquier contenido, entraña una verdadera contradicción en los términos. El federalismo o es “simétrico” o no es, es decir, es una consagración de lo que hay, pero llamándolo de otra manera. Si lo que el PSOE quiere decir es que su bálsamo de Fierabrás consiste en ofrecer un sistema que dé a Cataluña y el País Vasco un derecho a la diferencia, se le podría contestar que gracias, pero eso ya está inventado. Y no ha dado muy buen resultado, la verdad.


Gustos burgueses

Este fin de semana he leído con consternación lo larga que es ya la nómina de grandes restaurantes clásicos de Madrid y Barcelona que han echado el cierre en lo que va de crisis. Son unos cuantos. El último, por lo que a Madrid se refiere, Balzac, que sigue el camino de buques como Príncipe de Viana, el Club 31, las Cuatro Estaciones o Jockey –éste último, caído finalmente tras algún intento vano de reflotamiento-. Dicen también que otros templos, como Horcher o Zalacaín se las ven y se las desean para aguantar. Imagino que las grandes casas de Barcelona lo estarán pasando más o menos igual.

A decir de algunos, estos restaurantes perecen por su incapacidad de adaptarse a los tiempos. La clientela tradicional va cayendo, sin ser reemplazada por otra más joven. La gente de ahora prefiere, dicen, otras cosas. Me imagino que también tendrá que ver lo difícil que es ajustar los precios cuando las estructuras son tan costosas y la moderación en lo que se ha dado en llamar la “hospitalidad corporativa”. Cuando la tarjeta de empresa se muestra menos facilona, las cuentas han de moderarse. Y las grandes casas no siempre pueden. Algún chef francés multiestrellado ya decidió que, sintiéndolo mucho, prefería tener una modesta brasserie que seguir en el negocio de la alta gastronomía, porque le era imposible dar de comer a precios asequibles: o el estrés de la guía Michelín o disfrutar del arte de tratar bien.

Es una pena. Y una gran pérdida. Siempre es mala cosa que cierre un buen restaurante, qué duda cabe. Pero es que estos comedores históricos son algo más, mucho más que “buenos restaurantes”. De hecho, si hemos de creer a la crítica y al gusto modernos, no son de lo mejor, si por lo mejor hemos de entender lo más vanguardista, lo que más premios acapara, esa cocina tan admirable muchas veces y siempre tan adaptada a las manías estéticas contemporáneas. Pero son algo muy importante.

Esos grandes restaurantes históricos, casas al gusto burgués, forman parte de la infraestructura cultural básica de las capitales. Las ciudades son ciudades porque los tienen. Un restaurante de relumbrón puede estar en cualquier parte, porque la luz de la inspiración brilla para todos y en cualquier sitio pueden hallarse destellos de talento. Hasta en los lugares más inverosímiles. Pero restaurantes del perfil de Horcher, de Zalacaín, de Vía Véneto, solo los hay –en número bastante, al menos- en las grandes ciudades. Porque son ellos los que hacen grande a una ciudad, y no al revés. Una gran ciudad lo es porque tiene teatros en los que puede verse el repertorio básico –siempre, todas las temporadas-, porque tiene cines de estreno, porque tiene museos en los que se puede acceder a la médula de la cultura, porque aloja orquestas y compañías de ballet que ofrecen aquello a lo que todas las generaciones deberían poder acceder… Y porque siempre, todo el año, están abiertas en ellas esas magníficas casas en las que se puede degustar –y contemplar- el arte de la restauración en su versión clásica. Sobre esa infraestructura cultural básica se construyen las vanguardias. Sin ella, son precarias, individualismos que vienen y van. Porque son también esas grandes casas las que forman a los grandes profesionales, que luego pueden brillar a la luz de sus propios talentos.

En España nos cuesta comprender la importancia de todo esto, sencillamente porque nos cuesta comprender la importancia de las cosas bien hechas. Nos cuesta entender que la genialidad raramente se sirve más que a sí misma, que solo complementada con el trabajo y el oficio da lugar a una cultura verdaderamente densa. El “gusto burgués”, a menudo desdeñado, es la columna vertebral de la cultura urbana. Lo “distinto” o, sencillamente, lo “moderno” se definen respecto a él. Lo burgués, lo clásico, es imprescindible, aunque solo sea para romper con ello con pleno conocimiento de causa.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Ladraban, luego cabalgaba

Sorprendente noticia la dimisión de Esperanza Aguirre –y consiguiente cese en pleno del gobierno de la Comunidad de Madrid, aunque no se abra con ello incertidumbre alguna sobre la continuidad del nuevo presidente en funciones y, supongo, buena parte del equipo-. Sabido es que no goza de la mejor salud y ella misma reconoce que eso ha influido, pero se barruntan otras razones. La interesada alude a respetables y creíbles motivos personales; los comentaristas se malician motivos políticos. Diferencias en el seno del Partido Popular, quizá. Es vox populi que las relaciones entre Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre no eran del todo buenas. ¿Es eso así, en líneas generales o hay alguna discrepancia más concreta, sobre algún asunto en particular? Sabe Dios.

El caso es que hace mutis uno de los políticos más interesantes –o uno de los pocos políticos interesantes, por mejor decir- que ha dado la derecha española desde la transición. Y los ríos de mala baba con que la ha rociado la progresía de pesebre es una de las mejores muestras del “ladran, luego cabalgamos” que se han visto por estos lares. No la soportan y eso es buen síntoma.

Porque Aguirre, que tiene muchos defectos y muchos de los mismos vicios de nuestra clase política en general ha demostrado algo que duele mucho: que a la izquierda se la puede vencer no circunstancialmente y a base de discursos garbanceros, sino en campo ideológico abierto, con recurso a las herramientas propias de la política con mayúscula y desde la convicción sobre la superioridad de las propias ideas. Digo “vencer”, pero bien podría haber dicho “apabullar”, porque las mayorías de la presidenta dimisionaria han sido crecientes y de dimensiones espectaculares, hasta el punto de convertir la crisis de los socialistas de Madrid en un estado natural. De hecho, tan amplio ha sido su dominio que el Partido Popular empieza a mostrar, en Madrid, los signos evidentes de la podredumbre que acarrea el poder omnímodo; tanto que la región clamaría por una alternancia sino fuera tan aterradora la perspectiva de lo que se ofrece.

Aguirre se distingue de sus correligionarios –o coincidentes, vaya usted a saber- en que habla de política. Que tiene ideas y no le importa hablar de ellas. Ni pide perdón por existir ni, desde luego, admite sin demostración que la izquierda pueda tener razón en algo. Recuerdo, como episodio, que en un debate preelectoral entre ella y ese ser mínimo que atendía por Rafael Simancas (que tenía, por cierto, la desagradable y muy machista costumbre de hablar de Aguirre como “la marquesa” –que lo es, consorte- en un tono que jamás se hubiera permitido usar, me temo, para hablar de otras personas y que, desde luego, hubiera sido intolerable en boca de un político de otra adscripción ideológica), el candidato socialista osó (digo bien: “osó”) entrar por los vericuetos de la educación pública y su calidad. Un político ordinario de la derecha, un Mariano Rajoy, por ejemplo, hubiera entrado, supongo, en una polémica de gráficos y contragráficos, debatido sobre el dinero para las becas y, por supuesto, se hubiera tragado sin pestañear la acusación –que no precisa demostración, claro- de que el PP ataca, hunde más bien, la escuela pública, además, de modo sistemático “porque no creen en ella”. Aguirre no. Aguirre le espetó, en pocas palabras lo que cualquier político de derecha sin complejos en cualquier otro lugar del mundo contestaría: más o menos que cómo tenía la desvergüenza ni de mentar la calidad de la educación el representante del partido promotor de ese bodrio que es la Logse. El partido responsable, asimismo en pocas palabras, de cargarse uno de los pocos ascensores sociales que en este país existía y el único que podían emplear los hijos de la mayor parte de sus votantes (casi nunca los propios, por cierto). Echándole, eso sí, la culpa al empedrado. El candidato de la izquierda, acostumbrado, por planteamiento, a que su interlocutor se achante, quedó desarbolado.

De Simancas nunca más se supo, claro (creo que mora en el Senado, que ya es desdicha). Y del que le siguió, tampoco. En realidad, de quienes nunca más se supo es de los socialistas de Madrid. Aguirre demostró, para quien quiera entenderlo, que, apeado Franco del caballo –del de la estatua, se entiende- el discurso de la izquierda es banal, es inane y no merece más respeto que el que intelectualmente se gane, como cualquier otro. Que no basta sacar el carné y empezar a repartir certificados. Que una tontería es una tontería, la diga Agamenón o un egresado del colegio Estudio con incuestionables méritos literarios. Que se puede ser un director de cine estupendo y un perfecto imbécil y un ignorante en muchas materias –y por ello, muy poco apto para representar y hablar en nombre de “la cultura”-. Que no bastan las peticiones de principio. Que las políticas se miden por sus resultados y a los políticos por sus logros. Sean de izquierda o de derecha. Y, por cierto, que una vez roto el velo de la “superioridad moral” no tiene fácil reconstrucción; queda uno a la intemperie, condenado a debatir y a ganar en campo abierto, sin más bagaje que las propias propuestas, sin recurso a  invocar el fantasma de ningún general muerto.

Que no ha sido siempre fiel a sus proclamados principios está claro. Es posible, por ejemplo, que haya sido siempre su intención privatizar Telemadrid –cadena de televisión que no tiene por qué ser privatizada porque muy bien puede ser cerrada sin más- pero no le ha hecho ascos a usarla como instrumento político entretanto. Que, ya digo, cuanto más holgada la mayoría, mayor la relajación en los controles y, por tanto, más evidente el riesgo de que proliferen comportamientos poco virtuosos y actitudes prepotentes es también evidente. Pero sus políticas la avalan. La Comunidad de Madrid es un territorio plural –es verdad que algún idiota con balcones a la calle lo califica de “tomado por la extrema derecha”, pero quizá eso se debe a que los ciudadanos tienen la pésima costumbre de votar lo que les peta y hace años que hacen caso omiso de consignas-, algo más próspero que el resto de España, menos endeudado, con más que aceptables infraestructuras, con una menor presión fiscal relativa y con una educación… que produce mejores resultados en el informe PISA, qué le vamos a hacer –sin duda, estamos gestando una generación de tarados, pero tarados capaces de deletrear sus nombres, que siempre está bien-. Algo habrá tenido ella que ver.

Y, en fin, qué quieren que les diga, una señora que en mitad de este páramo, de esta glorificación de la mediocridad más absoluta, de esta dictadura de los incompetentes, a sabiendas de que a Wyoming le puede dar un síncope (o quizá por eso) promueve un bachillerato de excelencia –con todos sus claroscuros- no es que sea un animal político de primer orden, es que tiene todos los arrestos que faltan en su partido, juntos y sobrados. Merece entrar, por derecho propio, en la nómina de grandes políticos de este país. Con marca de honor por ser de los pocos que consiguió, además, leer y hablar decentemente el inglés y acreditar alguna lectura.

Una pena. ¿Sucesor? Yo tengo un nombre: Lucía Figar. Ya tiene un mérito: le ladran, luego cabalga.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Igual conllevarse ya no es la solución

Lo nutrido de la manifestación del 11 de septiembre en Barcelona, aparte de dar a algunos y algunas una ocasión de oro para demostrar su incapacidad para hilar un discurso de mediano vuelo, da indudablemente que pensar. Interesan los porqués, por supuesto. Hay quien lo achaca a la fuerte transversalidad del discurso del “España nos roba” –que es en lo que groseramente suele devenir el debate, en el que por lo demás Cataluña no está del todo exenta de razón, sobre su deficiente financiación-. La causa eficiente del auge del independentismo sería, por tanto, el éxito de la proclama del agravio fiscal. Y puede que así sea, pero quizá sería solo eso, la causa eficiente. También esa transversalidad, esa facilidad con la que un discurso cala en distintas capas de la población, en distintas vetas ideológicas, requiere una explicación. Y esta no es otra, creo, que la pura y simple evolución generacional. Empiezan a recogerse los frutos de una política, una educación, una estética y unas ideas-fuerza en el debate político que no es que sean, o no son necesariamente, antiespañolas, sino que son a-españolas, simplemente. Una generación de catalanes ha crecido con su condición de españoles reducida a la irrelevancia, quizá no planteada como un desvalor, pero sí como algo no valioso, que no suma, que nada aporta en ninguna dimensión. La condición de español queda reducida a la osamenta de un documento de identidad del mismo modo que la lengua española queda relegada a la condición de postiza. Nada se ha hecho, por parte de nadie, por potenciar lo que une. Así las cosas, es fácil que calen los discursos sesgados y prejuiciosos. ¿Qué cuesta desprenderse de lo que no se valora, de lo que no genera ningún tipo de afecto particular?

Al cabo, puede que los porqués empiecen a ser secundarios. Quien crea que estamos ante un problema fiscal, o de orden puramente económico –conforme, por cierto, a un prejuicio bastante estúpido,  para nada avalado por la historia y que cala fácilmente en el resto de España sobre los catalanes- puede creer también que estamos ante un proceso reversible con relativa facilidad. Y sí, claro, así podría ser. Lo que tiene un fundamento racional, puede atacarse racionalmente. Si Cataluña clama, en realidad, por un mejor, o simplemente más favorable, sistema de financiación, logrado el objetivo, volverán las aguas a su cauce. Pero, ya digo, me temo que eso es quedarse muy corto. La cuestión tiene una raíz sentimental y, por tanto, es poco atacable desde una perspectiva racional. Se ha dicho, con razón, que uno de los grandes dramas de nuestra transición y años posteriores ha sido la incapacidad de articular un discurso –llamémosle patriótico- que contraponer, en clave semejante, al de los nacionalismos periféricos. Ese discurso no ha existido –los españolismos han oscilado entre el discurso nacionalista de corte tradicional y un inane constitucionalismo de cariz racionalista- y, para terminar de arreglarlo, una nefasta política en materia de educación ha permitido corroer los cimientos del afecto entre españoles hasta niveles inaceptables. Llorar ahora por la leche derramada no tiene excesivo sentido. No digo yo que, como dice Arcadi Espada, no haya que combatir, desenmascarándolas, las imposturas y absurdos que sustentan buena parte del discurso secesionista, pero no conviene albergar demasiadas esperanzas. Precisamente porque ese discurso tiene una fundamentación en creencias, más que en ideas, malamente puede ser combatido con argumentos racionales.

Bien están, entonces, los intentos de comprensión –que igual podrán servir para escribir la historia de todo esto algún día- del asunto, pero quizá es más prudente, por el momento, tenerlo por dado y empezar a gestionarlo. Y aquí, por supuesto, todo dependerá de cuáles sean los objetivos de cada cual. Expondré una opinión personal, que creo compartida, al menos en sus líneas generales, por alguna gente.

Es, de entrada, absurdo perderse en lamentaciones y clamores por una unidad sacrosanta. La pérdida de la unidad nacional (dícese de esa destreza que caracterizaba a los españoles de todo tiempo para reconocerse entre ellos como algo distinto de los extranjeros) sería, sin duda, un desgarro sentimental para quienes, como yo, aún crecimos en la idea de que nuestra España era toda la que ahora hay. Nos queda el consuelo de que esta vieja nación existe y, probablemente, seguirá existiendo cualquiera que sea su expresión político-organizativa en un momento dado, puesto que ya ha tenido varias. Los españoles existimos no desde que nosotros queremos, sino desde que quisieron los demás, desde que se nos dio nombre en latín y en todas las demás lenguas de Europa y se nos reconoció como algo delimitado y diferenciable. Pero si tanto empeño teníamos, haberla defendido –la unidad, digo- con algo menos de torpeza. Esas cuentas habrá que ajustárselas a quienes nos han gobernado treinta años y parece que quieren seguir haciéndolo. No a quienes jamás engañaron a nadie que no se dejara engañar.

La unidad es un valor a preservar, sin duda, pero no debe ser preservada a cualquier precio. No me refiero, por supuesto, exclusivamente a que no debe ser preservada por medios violentos –al menos mientras nadie emplee medios violentos para socavarla-, sino a que no son admisibles unidades impostadas y trampantojos de estados. Si la única España en la que Cataluña o cualquier otro ente territorial se sentirá “cómodo” es, en primera instancia, una mera agregación de territorios y, además, una España de la que los españoles no pueden disponer –porque existen cosas que están más allá de su voluntad, porque existen supuestos “derechos históricos” y demás zarandajas que son intangibles, inaccesibles a la voluntad de los ciudadanos vivos en cada momento (esos derechos son los que, por lo visto, hacen posible cualquier clase de profundización en la fragmentación del estado, hasta su misma desaparición, pero convierten en anatema cualquier visión recentralizadora)- puede ser, en efecto, hora de pactar un divorcio civilizado. No sabemos qué país nos quedará, pero al menos, esperemos que sea un país que podamos organizar al servicio de sus ciudadanos y no al de sus territorios integrantes.

Lo que sí debería ser reclamable de las autoridades catalanas es una cierta honestidad intelectual, para empezar, y una comprensión de que no todo ha de discurrir a su gusto. Me explico: es indecente clamar en la calle por la secesión y después rebajar el tono a una “construcción progresiva de estructuras estatales” o eufemismos semejantes. El segundo proceso suena indoloro, muy a la belga, y por eso es más grato, pero poco serio. Si Cataluña quiere independizarse, lo más sensato –o quizá la hipótesis más halagüeña- es esperar un proceso a la checa, que bien puede no suceder exactamente cuando y como sus promotores quieran. La secesión de estados, y la consiguiente sucesión, están ensayadas ya y no son caminos de rosas, precisamente (muchos checos y muchos eslovacos siguen diciendo, por cierto, que el “divorcio de terciopelo” –a la medida de unos cuantos políticos- fue una soberana estupidez). Nos repartiríamos, supongo, esas autopistas y trenes que todos hemos construido, esa deuda que todos contrajimos y esas cargas que a todos aprovechan. No es que Cataluña vaya a dotarse del aparato de la estatalidad, es que ese aparato ya existe, hasta por exceso, y tendría que ser adecuadamente repartido. Es necesario que los catalanes sepan cómo sería esa Cataluña del día después, y que el resto de los españoles sepa también a qué atenerse. Igual la mejor oportunidad para la racionalidad viene de comparar nuestro mal presente con un supuesto mejor futuro. Una cosa es que el respeto por las libertades ajenas nos deba impedir imponer a un grupo humano según qué cosas contra la voluntad de la inmensa mayoría de sus integrantes –si la población de Cataluña o de cualquier otro territorio, por mayorías como en las que en su día estipuló el tribunal supremo de Canadá como suficientes para sustentar algo tan grave como una secesión, habría que aceptarlo- siempre que esa mayoría ofreciera a su vez garantías de que la minoría discrepante sería también respetada en su nuevo estatus (y, ¿por qué no?, incluso de que ofrecería la misma oportunidad a esas minorías; ¿aceptaría Cataluña, por poner un ejemplo, que algunas de sus comarcas quisieran seguir, por mayoría amplia de sus habitantes, unidas con el resto de España?) y otra bien distinta que los programas de “transición nacional” de según qué presidentes de según qué comunidades autónomas y sus partidos deban tener eficacia erga omnes por su santa voluntad.

Como segunda cuestión, importante, las autoridades catalanas, y el presidente Mas a la  cabeza, deberían asumir que no es aceptable virar drásticamente el rumbo programático de una legislatura y mantenerla viva. Con toda probabilidad, el presidente Mas actuará muy a la española, demostrando que los escrúpulos de la estética democrática no van con él y se presentará sin empacho en Madrid el día 20 a hablar de una cuestión que él mismo da por superada. Pero si Mas cree ahora que lo que procede es un nuevo escenario, que no fue anunciado en su día, si de veras cree que la sociedad catalana alberga un sentimiento que debe ser encauzado –semejante al que él mismo manifiesta albergar a título particular-, haría bien en permitir que esa misma sociedad se exprese por la vía democrática más evidente, siquiera para tener una primera medida aproximada de la fuerza de cada argumento, que no es otra que unas elecciones anticipadas en las que él y otros puedan concurrir con las propuestas programáticas que entiendan oportunas. Si existe una mayoría secesionista en Cataluña, al menos entre los catalanes mayores de 18, es de esperar que esa mayoría se traduzca en apoyos a programas de este corte. Claro que no es lo mismo una elección legislativa que un referendo sobre la secesión, pero es mejor método de medición que el conteo de manifestantes a ojo de buen cubero o los referendos a nivel de municipio. En tanto no sea así, en tanto no haya recibido un mandato claro en las urnas para promover efectivamente un cambio tan drástico, su legitimidad para avanzar en ese sentido será más que cuestionable.

Las autoridades españolas, por su parte, harán bien en no dar ulteriores pasos, de ninguna clase, en la cuestión catalana hasta que el debate no se sitúe en sus oportunas coordenadas. Si el volkgeist catalán (no se me ocurre otra forma de expresarlo; los políticos catalanes hablan aquí de "Cataluña" personificada) ya no está en el autonomismo, si el señor Mas se siente heraldo de una nueva era, carece de sentido perder el tiempo en revisar cuestiones financieras. Por el contrario, si los catalanes están en otro sitio, allí habrá que ir a buscarles y sí, guste o no guste, en algún momento habrá que abordar sus reivindicaciones y ver lo que tienen de sensatas, que sospecho que algo, bastante, tienen, y que sean antipáticos presentándolas no les priva de razón.

Si Mas no obra en ese sentido sino que, más bien, se limita a agitar el espantajo de una secesión como mecanismo de presión, será lícito calificar su planteamiento como inaceptable de raíz, porque se trata de algo muy grave. Y si el señor Mas piensa que lo que él anuncia terminará ocurriendo de todas maneras, entonces faltará a la buena fe, porque está en la esencia de un pacto la voluntad de cumplirlo y si se reclama diálogo es para llegar a alguna conclusión. Mas no tiene derecho a reclamar que se busque a Cataluña encaje con el resto de España si, de corazón, piensa que ello no es posible si cree que no hay solución o, habiéndola, no la desea.

El caso es que desde que Ortega decretó que estábamos condenados a la conllevancia, venimos jugando a ella en distintas formas y no solo eso, sino que el patrón para la cuestión catalana se ha convertido en pauta general para la gestión de la cuestión territorial. Y bien estaría la solución si condujera a unas eternas tablas. Pero no es cierto, porque, entretanto, una parte ha seguido moviendo piezas. Declarar la cuestión irresoluble solo conducirá, probablemente, a que sea resuelta por un camino más largo y más penoso. Si Cataluña ha de ser independiente, que lo sea en las mejores condiciones posibles para los catalanes y para todos los demás españoles; si no ha de serlo porque no exista una mayoría de catalanes que lo desee o porque no se dan las condiciones que lo hagan aceptable y factible, terminemos con el debate… al menos por esta generación.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El rescate y las élites extractivas

Ayer mismo, en un artículo que anticipa lo que tiene pinta de ir a ser un interesante libro, César Molinas apunta decididamente a la raíz del problema español: la conversión de la clase política, entendida como los partidos mayoritarios y sus emanaciones, en lo que, conforme a ciertas pautas teóricas, él denomina una “élite extractiva”, esto es, y en lenguaje menos fino, en una casta parasitaria, con intereses propios, diferenciables y divergentes de los generales.

Molinas apunta a la responsabilidad de esa clase política buscadora de rentas en la génesis de la presente crisis, su imbricación en las raíces del peculiar modelo político español, su relación con la ausencia de un diagnóstico efectivo de cuáles son nuestras enfermedades y, en fin, la relación entre los objetivos de esa clase y el que, a estas alturas, no se disponga no ya de una solución, sino ni tan siquiera de un criterio para buscarla. La opinión de Molinas es compartida por el que suscribe y por muchos otros, creo, y se sustenta en multitud de evidencias. Evidencias que avalan la tesis, sostenida por algunos explícitamente e implícita en las palabras del propio autor, de que la crisis no es solo ni principalmente económica, sino política e institucional.

No es difícil establecer nexos entre lo que dice Molinas y las ideas a las que me refería hace unos días al hablar de las taxonomías de Márkaris. Porque el español y el griego alcanzan, a salvo diferencias de grado, conclusiones semejantes: los males que aquejan a ambas naciones mediterráneas son difícilmente separables de la existencia, tanto en Grecia como en España, de importantes “partidos de beneficiarios” (Márkaris) que, sí, se comportan como “élites extractivas” (Molinas) y que no solo no viven para el común, sino que viven claramente de él.

Será interesante, ya digo, ver cómo Molinas desarrolla por extenso sus tesis en el libro de próxima aparición. Apunta el autor a algunos remedios, reconociendo que no existen, en estas cosas, bálsamos de Fierabrás, entre ellos, el cambio del sistema electoral a mayoritario. Es una idea, sin duda, que merece ser pensada. Esa y otros cambios del engranaje institucional. No nos engañemos, una cosa es ser ilusos y confiar ciegamente en el poder taumatúrgico de la ley –lo procedente, como personas sensatas, es reconocer que no existe sistema perfectos y todos, sin excepción, padecen dosis de corrupción- y otra bien diferente es desconocer que el sistema español es susceptible de mejoras en su diseño, que existen disfuncionalidades que pueden ser corregidas. Nuestro aparato institucional –incluyendo tanto las instituciones propia y estrictamente estatales como las instituciones de carácter mediador (partidos políticos y sindicatos, casi en exclusiva)- fue diseñado en condiciones particulares, de especial incertidumbre. Condiciones que hoy no se dan. Sabemos a ciencia cierta que la realidad no es coincidente con algunas de las hipótesis que sostenían el diseño por una parte y, por otra, que el comportamiento real de algunas de las instituciones pergeñadas no ha sido ni de lejos el presupuesto. En condiciones normales –en un mundo donde no existieran castas parasitarias ni buscadores de rentas- el análisis arrojaría la conclusión de que es hora de introducir profundas modificaciones, reclamadas ya por muchas voces. Empieza a ser muy obvio, sin embargo, por qué no se toman las decisiones necesarias; simplemente, han de ser tomadas por esos mismos buscadores de rentas que se verían presumiblemente perjudicados por ellas.

Molinas introduce una idea interesante en su análisis. Si le entiendo bien, él cree que, antes de asumir los ajustes necesarios que pueden perjudicarla, la clase política –previa maduración de la idea, es de entender que mediante un discurso sentimental que apele a la vena patriótica- apostará por el abandono del euro. Y, sigo queriendo entender a Molinas, esto será nefasto porque una peseta renovada contribuirá a la perpetuación del sistema. Esto es un riesgo, sin duda, pero ligar una cosa con la otra conlleva una cierta mezcla de churras con merinas. La misma mezcla de churras y merinas, me temo que lleva a algunas mentes ilustradas, un poco a imitación de sus pares afrancesados del primer diecinueve, a desear un rescate europeo en la esperanza de que la tan traída y llevada “condicionalidad” –esto es, el conjunto de condiciones que se impondrían, es de prever, a la economía española y a España como nación- nos ayudará a poner a la casta en su sitio. El rescate, parece pensarse, romperá de una vez esta parálisis.

Se atisba aquí una versión posmoderna del “España como problema, Europa la solución” que puede pecar de ingenuo. No tengo la sensación de que ninguno de los “rescates” llevados a cabo hasta ahora haya contribuido a encauzar los problemas económicos de los países rescatados hacia su solución, pero de lo que no cabe duda es de que en ningún caso han tenido influencia sobre los sistemas político-institucionales, salvo en el concreto ejemplo de Italia, donde se produjo un cambio de ese cariz (la apelación al gobierno tecnocrático) precisamente por evitar el rescate. No me parece obvio que las autoridades comunitarias y los gobiernos prestamistas –que tienen todos lo suyo, también- vayan a aprovechar la ocasión para romper el nudo gordiano que liga nuestro sistema territorial, el aparato clientelar de los partidos políticos y ese capitalismo tan patrio y dependiente del Boletín Oficial del Estado.

La taxonomía de Márkaris en Grecia no se ha modificado en absoluto por la cirugía aplicada por la troika. El partido de los beneficiarios goza de buena salud, en tanto que el partido de los perjudicados pecha con el esfuerzo, como era de prever. Esperar que Europa nos libre de nuestros buscadores de rentas es un tanto ilusorio, me temo. Nuestras élites extractivas han gozado de buena salud con euros o pesetas, en efectivo o a crédito. A este problema hay que hacerle frente desde dentro.