lunes, 17 de septiembre de 2012

Ladraban, luego cabalgaba

Sorprendente noticia la dimisión de Esperanza Aguirre –y consiguiente cese en pleno del gobierno de la Comunidad de Madrid, aunque no se abra con ello incertidumbre alguna sobre la continuidad del nuevo presidente en funciones y, supongo, buena parte del equipo-. Sabido es que no goza de la mejor salud y ella misma reconoce que eso ha influido, pero se barruntan otras razones. La interesada alude a respetables y creíbles motivos personales; los comentaristas se malician motivos políticos. Diferencias en el seno del Partido Popular, quizá. Es vox populi que las relaciones entre Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre no eran del todo buenas. ¿Es eso así, en líneas generales o hay alguna discrepancia más concreta, sobre algún asunto en particular? Sabe Dios.

El caso es que hace mutis uno de los políticos más interesantes –o uno de los pocos políticos interesantes, por mejor decir- que ha dado la derecha española desde la transición. Y los ríos de mala baba con que la ha rociado la progresía de pesebre es una de las mejores muestras del “ladran, luego cabalgamos” que se han visto por estos lares. No la soportan y eso es buen síntoma.

Porque Aguirre, que tiene muchos defectos y muchos de los mismos vicios de nuestra clase política en general ha demostrado algo que duele mucho: que a la izquierda se la puede vencer no circunstancialmente y a base de discursos garbanceros, sino en campo ideológico abierto, con recurso a las herramientas propias de la política con mayúscula y desde la convicción sobre la superioridad de las propias ideas. Digo “vencer”, pero bien podría haber dicho “apabullar”, porque las mayorías de la presidenta dimisionaria han sido crecientes y de dimensiones espectaculares, hasta el punto de convertir la crisis de los socialistas de Madrid en un estado natural. De hecho, tan amplio ha sido su dominio que el Partido Popular empieza a mostrar, en Madrid, los signos evidentes de la podredumbre que acarrea el poder omnímodo; tanto que la región clamaría por una alternancia sino fuera tan aterradora la perspectiva de lo que se ofrece.

Aguirre se distingue de sus correligionarios –o coincidentes, vaya usted a saber- en que habla de política. Que tiene ideas y no le importa hablar de ellas. Ni pide perdón por existir ni, desde luego, admite sin demostración que la izquierda pueda tener razón en algo. Recuerdo, como episodio, que en un debate preelectoral entre ella y ese ser mínimo que atendía por Rafael Simancas (que tenía, por cierto, la desagradable y muy machista costumbre de hablar de Aguirre como “la marquesa” –que lo es, consorte- en un tono que jamás se hubiera permitido usar, me temo, para hablar de otras personas y que, desde luego, hubiera sido intolerable en boca de un político de otra adscripción ideológica), el candidato socialista osó (digo bien: “osó”) entrar por los vericuetos de la educación pública y su calidad. Un político ordinario de la derecha, un Mariano Rajoy, por ejemplo, hubiera entrado, supongo, en una polémica de gráficos y contragráficos, debatido sobre el dinero para las becas y, por supuesto, se hubiera tragado sin pestañear la acusación –que no precisa demostración, claro- de que el PP ataca, hunde más bien, la escuela pública, además, de modo sistemático “porque no creen en ella”. Aguirre no. Aguirre le espetó, en pocas palabras lo que cualquier político de derecha sin complejos en cualquier otro lugar del mundo contestaría: más o menos que cómo tenía la desvergüenza ni de mentar la calidad de la educación el representante del partido promotor de ese bodrio que es la Logse. El partido responsable, asimismo en pocas palabras, de cargarse uno de los pocos ascensores sociales que en este país existía y el único que podían emplear los hijos de la mayor parte de sus votantes (casi nunca los propios, por cierto). Echándole, eso sí, la culpa al empedrado. El candidato de la izquierda, acostumbrado, por planteamiento, a que su interlocutor se achante, quedó desarbolado.

De Simancas nunca más se supo, claro (creo que mora en el Senado, que ya es desdicha). Y del que le siguió, tampoco. En realidad, de quienes nunca más se supo es de los socialistas de Madrid. Aguirre demostró, para quien quiera entenderlo, que, apeado Franco del caballo –del de la estatua, se entiende- el discurso de la izquierda es banal, es inane y no merece más respeto que el que intelectualmente se gane, como cualquier otro. Que no basta sacar el carné y empezar a repartir certificados. Que una tontería es una tontería, la diga Agamenón o un egresado del colegio Estudio con incuestionables méritos literarios. Que se puede ser un director de cine estupendo y un perfecto imbécil y un ignorante en muchas materias –y por ello, muy poco apto para representar y hablar en nombre de “la cultura”-. Que no bastan las peticiones de principio. Que las políticas se miden por sus resultados y a los políticos por sus logros. Sean de izquierda o de derecha. Y, por cierto, que una vez roto el velo de la “superioridad moral” no tiene fácil reconstrucción; queda uno a la intemperie, condenado a debatir y a ganar en campo abierto, sin más bagaje que las propias propuestas, sin recurso a  invocar el fantasma de ningún general muerto.

Que no ha sido siempre fiel a sus proclamados principios está claro. Es posible, por ejemplo, que haya sido siempre su intención privatizar Telemadrid –cadena de televisión que no tiene por qué ser privatizada porque muy bien puede ser cerrada sin más- pero no le ha hecho ascos a usarla como instrumento político entretanto. Que, ya digo, cuanto más holgada la mayoría, mayor la relajación en los controles y, por tanto, más evidente el riesgo de que proliferen comportamientos poco virtuosos y actitudes prepotentes es también evidente. Pero sus políticas la avalan. La Comunidad de Madrid es un territorio plural –es verdad que algún idiota con balcones a la calle lo califica de “tomado por la extrema derecha”, pero quizá eso se debe a que los ciudadanos tienen la pésima costumbre de votar lo que les peta y hace años que hacen caso omiso de consignas-, algo más próspero que el resto de España, menos endeudado, con más que aceptables infraestructuras, con una menor presión fiscal relativa y con una educación… que produce mejores resultados en el informe PISA, qué le vamos a hacer –sin duda, estamos gestando una generación de tarados, pero tarados capaces de deletrear sus nombres, que siempre está bien-. Algo habrá tenido ella que ver.

Y, en fin, qué quieren que les diga, una señora que en mitad de este páramo, de esta glorificación de la mediocridad más absoluta, de esta dictadura de los incompetentes, a sabiendas de que a Wyoming le puede dar un síncope (o quizá por eso) promueve un bachillerato de excelencia –con todos sus claroscuros- no es que sea un animal político de primer orden, es que tiene todos los arrestos que faltan en su partido, juntos y sobrados. Merece entrar, por derecho propio, en la nómina de grandes políticos de este país. Con marca de honor por ser de los pocos que consiguió, además, leer y hablar decentemente el inglés y acreditar alguna lectura.

Una pena. ¿Sucesor? Yo tengo un nombre: Lucía Figar. Ya tiene un mérito: le ladran, luego cabalga.

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