lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Federalismo a estas alturas?

Cada vez que las tensiones territoriales se recrudecen se oyen voces, fundamentalmente en el PSOE, pero no solo, que invocan el estado federal como solución del problema. El término “federal” es muy caro a la izquierda socialista española desde los trabajos clásicos de Anselmo Carretero y, como Pérez Rubalcaba se encargó de recordar en su reciente entrevista televisiva, el propio partido está organizado como un partido federal. Supongo que el vocablo es grato en cuanto sugiere la posibilidad de una “tercera vía” entre el nacionalismo periférico y el no menos odioso nacionalismo español (inciso: la corrección política impone condenar siempre y en todo lugar todos los nacionalismos, un poco al estilo de la Iglesia vasca y su condena a “toda la violencia”, venga de donde venga) y sus tendencias recentralizadoras –siempre endosables al PP, por supuesto-. Los socialistas pueden así decir “no” a las pretensiones disgregadoras sin tener que pasar por el abochornante expediente de declararse partidarios de la unidad nacional sin más, o incluso de la existencia de una nación en absoluto lo que, además de salvar el prurito, ayuda mucho a cimentar la cohesión en el seno del propio mundo socialista, no nos engañemos.

Pero, aparte de dispensar a más de uno del trago de tener que declararse español de vocación, es dudoso que el debate sobre la federalización traiga mucho de provecho a estas alturas.

En primera instancia porque no es obvio qué se quiere decir. Cuando se oye a los dirigentes socialistas –u otros comentaristas, insisto, que los socialistas no son los únicos federalistas patrios- hablar de “federalismo” o de “estado federal” diríase que nos presentan una noción acabada y de perfiles nítidos, como si el estado federal se presentara de un único y perfecto molde en el repertorio de las formas políticas. Lo cierto es, más bien, que bajo la etiqueta “federal” se topa uno con casi todos los estados compuestos que existen en el mundo –es verdad que existen estados compuestos como Brasil o Suiza que siguen presentándose bajo el anacrónico ropaje de “confederación”, pero se trata de verdaderas federaciones- y con un buen montón de estados unitarios de hecho, compuestos solo de nombre. Sin salir de los modelos canónicos –el estadounidense, el alemán y el suizo (ya digo, por más que éste se etiquete como “confederal”)- hay muy señaladas variaciones. Las entidades federadas reciben, además, distintos nombres, “estados”, “provincias”, “departamentos”, “cantones”… Y en algún lugar del mundo “comunidades autónomas”. ¿Acaso no es nuestro estado compuesto de hecho? Es cierto que, sobre el papel, se trata de un estado unitario descentralizado –tributario del estado regional republicano- pero que, por evolución, ha terminado en algo que ha sido descrito como “técnica y funcionalmente federal”.

¿Qué quiere decir, pues, el PSOE cuando afirma que quiere convertir España en un “estado federal”? ¿Simplemente amoldar las palabras a los hechos? ¿Elevar, quizá, al rango constitucional que le corresponde la realidad en la que ha devenido –entre otras cosas, merced a la labor gubernamental del propio PSOE- este estado que se quería unitario? Es un objetivo plausible, sin duda, pero no parece que nuestros problemas sean de orden meramente nominal. Quizá lo fueron algún día, pero de ese día hace ya mucho.

Los federalistas más enjundiosos –no sé cuántos militan en el PSOE, pero alguno habrá- emplean “federalizar”, creo, como sinónimo de “ordenar”. Y eso es una cosa más interesante. Las estructuras federales bien construidas –de nuevo, tomemos las paradigmáticas: los Estados Unidos, Alemania, Suiza…- destacan por dos elementos. Uno es el respeto del principio de igualdad en un doble nivel: entre ciudadanos y entre territorios. Sin duda, el mejor ejemplo de la igualdad entre entes federados lo suele dar su igual peso específico en las cámaras legislativas que se constituyen sobre base territorial (el Bundesrat en Alemania o el Senado de los EE.UU., pese a que estas dos entidades difieren en casi todo). Todos los estados, o como quiera que se llamen, tienen el mismo techo competencial. Y aquí llega la segunda de las características, reclamada en España hasta la saciedad por los constitucionalistas más sensatos: en los estados federales mejor armados existe siempre una cláusula de cierre, una disposición de atribución residual de competencias que deja la arquitectura institucional-territorial más allá de la capacidad de disposición del legislador ordinario. Los ámbitos competenciales suelen estar cerrados constitucionalmente.

Obviamente, no es necesario que un estado devenga nominalmente federal para operar esta ordenación. Podría hacerse sobre nuestro actual estado autonómico, sin más que introducir las apropiadas reformas constitucionales y estatutarias. La invocación al federalismo, por tanto, en según qué voces, lo es porque los conceptos citados aparecen como inherentes a la idea. “Estado federal” sería, pues, no sinónimo de “estado compuesto” sin más, sino de estado compuesto y ordenado de una determinada manera.

Sobre el papel, claro, esto es muy racional y puede que deseable. Pero a todas luces difícilmente conciliable con la realidad española. Hemos llegado hasta aquí, precisamente, por la insaciable pretensión de radical desigualdad que caracteriza a nuestros nacionalismos periféricos, que hacen seña de identidad no tanto de ser algo como de no ser del común. A consagrar esa desigualdad se orientó el estado regional del 31 y se orientaba el diseño original del 78. Los impulsos federalizantes, en tanto igualadores, no solo no resuelven el problema político de fondo, sino que lo agravan.

Rizando el rizo, y dado que la izquierda española nunca ha estado muy constreñida por pretensiones teóricas –y a veces ni tan siquiera por una mínima higiene en el discurso- la solución deberá hallarse en eso que se ha dado en llamar “federalismo asimétrico”. Una expresión de cuño maragalliano que, salvo que ese “federalismo” se vacíe de cualquier contenido, entraña una verdadera contradicción en los términos. El federalismo o es “simétrico” o no es, es decir, es una consagración de lo que hay, pero llamándolo de otra manera. Si lo que el PSOE quiere decir es que su bálsamo de Fierabrás consiste en ofrecer un sistema que dé a Cataluña y el País Vasco un derecho a la diferencia, se le podría contestar que gracias, pero eso ya está inventado. Y no ha dado muy buen resultado, la verdad.


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