lunes, 10 de septiembre de 2012

El rescate y las élites extractivas

Ayer mismo, en un artículo que anticipa lo que tiene pinta de ir a ser un interesante libro, César Molinas apunta decididamente a la raíz del problema español: la conversión de la clase política, entendida como los partidos mayoritarios y sus emanaciones, en lo que, conforme a ciertas pautas teóricas, él denomina una “élite extractiva”, esto es, y en lenguaje menos fino, en una casta parasitaria, con intereses propios, diferenciables y divergentes de los generales.

Molinas apunta a la responsabilidad de esa clase política buscadora de rentas en la génesis de la presente crisis, su imbricación en las raíces del peculiar modelo político español, su relación con la ausencia de un diagnóstico efectivo de cuáles son nuestras enfermedades y, en fin, la relación entre los objetivos de esa clase y el que, a estas alturas, no se disponga no ya de una solución, sino ni tan siquiera de un criterio para buscarla. La opinión de Molinas es compartida por el que suscribe y por muchos otros, creo, y se sustenta en multitud de evidencias. Evidencias que avalan la tesis, sostenida por algunos explícitamente e implícita en las palabras del propio autor, de que la crisis no es solo ni principalmente económica, sino política e institucional.

No es difícil establecer nexos entre lo que dice Molinas y las ideas a las que me refería hace unos días al hablar de las taxonomías de Márkaris. Porque el español y el griego alcanzan, a salvo diferencias de grado, conclusiones semejantes: los males que aquejan a ambas naciones mediterráneas son difícilmente separables de la existencia, tanto en Grecia como en España, de importantes “partidos de beneficiarios” (Márkaris) que, sí, se comportan como “élites extractivas” (Molinas) y que no solo no viven para el común, sino que viven claramente de él.

Será interesante, ya digo, ver cómo Molinas desarrolla por extenso sus tesis en el libro de próxima aparición. Apunta el autor a algunos remedios, reconociendo que no existen, en estas cosas, bálsamos de Fierabrás, entre ellos, el cambio del sistema electoral a mayoritario. Es una idea, sin duda, que merece ser pensada. Esa y otros cambios del engranaje institucional. No nos engañemos, una cosa es ser ilusos y confiar ciegamente en el poder taumatúrgico de la ley –lo procedente, como personas sensatas, es reconocer que no existe sistema perfectos y todos, sin excepción, padecen dosis de corrupción- y otra bien diferente es desconocer que el sistema español es susceptible de mejoras en su diseño, que existen disfuncionalidades que pueden ser corregidas. Nuestro aparato institucional –incluyendo tanto las instituciones propia y estrictamente estatales como las instituciones de carácter mediador (partidos políticos y sindicatos, casi en exclusiva)- fue diseñado en condiciones particulares, de especial incertidumbre. Condiciones que hoy no se dan. Sabemos a ciencia cierta que la realidad no es coincidente con algunas de las hipótesis que sostenían el diseño por una parte y, por otra, que el comportamiento real de algunas de las instituciones pergeñadas no ha sido ni de lejos el presupuesto. En condiciones normales –en un mundo donde no existieran castas parasitarias ni buscadores de rentas- el análisis arrojaría la conclusión de que es hora de introducir profundas modificaciones, reclamadas ya por muchas voces. Empieza a ser muy obvio, sin embargo, por qué no se toman las decisiones necesarias; simplemente, han de ser tomadas por esos mismos buscadores de rentas que se verían presumiblemente perjudicados por ellas.

Molinas introduce una idea interesante en su análisis. Si le entiendo bien, él cree que, antes de asumir los ajustes necesarios que pueden perjudicarla, la clase política –previa maduración de la idea, es de entender que mediante un discurso sentimental que apele a la vena patriótica- apostará por el abandono del euro. Y, sigo queriendo entender a Molinas, esto será nefasto porque una peseta renovada contribuirá a la perpetuación del sistema. Esto es un riesgo, sin duda, pero ligar una cosa con la otra conlleva una cierta mezcla de churras con merinas. La misma mezcla de churras y merinas, me temo que lleva a algunas mentes ilustradas, un poco a imitación de sus pares afrancesados del primer diecinueve, a desear un rescate europeo en la esperanza de que la tan traída y llevada “condicionalidad” –esto es, el conjunto de condiciones que se impondrían, es de prever, a la economía española y a España como nación- nos ayudará a poner a la casta en su sitio. El rescate, parece pensarse, romperá de una vez esta parálisis.

Se atisba aquí una versión posmoderna del “España como problema, Europa la solución” que puede pecar de ingenuo. No tengo la sensación de que ninguno de los “rescates” llevados a cabo hasta ahora haya contribuido a encauzar los problemas económicos de los países rescatados hacia su solución, pero de lo que no cabe duda es de que en ningún caso han tenido influencia sobre los sistemas político-institucionales, salvo en el concreto ejemplo de Italia, donde se produjo un cambio de ese cariz (la apelación al gobierno tecnocrático) precisamente por evitar el rescate. No me parece obvio que las autoridades comunitarias y los gobiernos prestamistas –que tienen todos lo suyo, también- vayan a aprovechar la ocasión para romper el nudo gordiano que liga nuestro sistema territorial, el aparato clientelar de los partidos políticos y ese capitalismo tan patrio y dependiente del Boletín Oficial del Estado.

La taxonomía de Márkaris en Grecia no se ha modificado en absoluto por la cirugía aplicada por la troika. El partido de los beneficiarios goza de buena salud, en tanto que el partido de los perjudicados pecha con el esfuerzo, como era de prever. Esperar que Europa nos libre de nuestros buscadores de rentas es un tanto ilusorio, me temo. Nuestras élites extractivas han gozado de buena salud con euros o pesetas, en efectivo o a crédito. A este problema hay que hacerle frente desde dentro.

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