martes, 28 de agosto de 2012

Lance Armstrong o la caída de los mitos

La renuncia, según leo, de Lance Armstrong a defenderse de los cargos de dopaje que se le imputan y la probable retirada de todos sus títulos de campeón del Tour de Francia –no creo que le queden muchos más de cualquier otra cosa porque, si mal no recuerdo, siempre se dijo algo que afeaba el palmarés del americano era su casi exclusiva dedicación a la vuelta francesa- ha desatado los esperables comentarios periodísticos, con el asimismo esperable recurso al lenguaje de tonos épicos que se reserva ya solo para las grandes ocasiones deportivas –antaño era propio de las gestas militares, pero hoy es poco políticamente correcto glosar hechos de armas en términos admirativos-. Ya se sabe, “caída del mito” y cosas por el estilo.

Me imagino que, desposeído de su premio el falso campeón, la condición de ganador en el año que corresponda pasará al respectivo segundo en la general, que quedará inscrito en los anales como primero, como si nada hubiera ocurrido. Lo que es nulo no debe tener efectos y así se hará, supongo, en lo posible. Lo irreparable es irreparable, y no habrá compensación posible, digo yo, para ese momento sublime perdido en los Campos Elíseos. En tiempos les daban el jersey amarillo, una copa, un beso de la guapa y un leoncito de peluche del banco patrocinador, hoy desaparecido tras su escandalosa quiebra; no sé si el segundo tenía derecho a beso y leoncito, pero la copa era más pequeña y no había para él himno nacional. ¿Tendrán los segundos de turno, al menos, la paz de que se haya hecho justicia, de que se haya desenmascarado al impostor? Tengo para mí que no. Es más probable que los nuevos campeones se queden con el regusto amargo de saber que su título viene con una ayudita de la suerte: la misma que a Armstrong le faltó para que las prácticas dopantes quedaran impunes como, quizá, las de otros muchos.

Confieso que no termino de entender muy b¡en estas cosas del dopaje. Quiero decir que desconozco cuál es el criterio que separa las sustancias aceptables de las prohibidas. Porque lo que está claro es que nadie en su sano juicio puede creer que sea posible soportar una carrera ciclista de tres semanas, u otras pruebas de pareja exigencia, a base de una alimentación equilibrada, mucha agua y masajes. Quiero suponer que la línea divisoria se trazará dejando en el lado malo aquellos brebajes que sean gravemente lesivos para la salud. Y sí, parto de la base de que el deporte profesional es malo o, como mínimo, no bueno para la salud humana. Si fuera inocuo o incluso beneficioso, me temo que sería muy aburrido.

Un entrenador de atletismo convicto puso el dedo en la llaga al señalar que una cosa es el deporte y otra la educación física. El deporte profesional es una contradictio in terminis que está muy bien como lo que es, un espectáculo y un entretenimiento. Visto así, los estragos del dopaje deberían verse como riesgos laborales, en cierto sentido, y convendría tratarlo como una cuestión técnica, dejando las consideraciones morales para otros asuntos de mayor cuantía. Pero no, estas cuestiones no suelen tratarse como simples trampas al reglamento sino como traiciones a los valores que, en teoría, porta la práctica deportiva. Los rasgados de vestiduras no se compadecen con la lógica del asunto. Y ello por dos motivos, a mi juicio –y no soy nada original en mi opinión-, errados: la desmesurada importancia que en nuestra sociedad se concede a estas cosas del deporte y la presunción de un valor ejemplar que no tiene ningún sentido contemplar.

El rol que desempeña el deporte –y no cualquier deporte, por supuesto, sino el deporte profesional- en nuestro mundo es incomprensible si no se contempla su carácter de sustitutivo, me atrevo a decir que ventajoso, de la guerra. En la competición deportiva se concentra, decía antes, toda la épica que nos queda. Es en este solo campo en el que siguen siendo lícitos y plausibles, bajo la púdica apariencia de entusiasmo por los propios colores, lenguajes, pasiones y sentimientos antes reservados a los ambientes bélicos. No hace falta decir que esto raya la evidencia cuando del deporte, siempre profesional, rey, el fútbol, se trata. Desplegados los empleados de las empresas concurrentes –o una selección de ellos, cuando se trata de los equipos de las respectivas patronales (llamadas federaciones)- sobre el terreno de juego, uniformados debidamente, la analogía con la batalla en campo abierto es demasiado palmaria como para ignorarla. Pero en mayor o menor medida todos los deportes por dinero participan de esas notas. Todas las pruebas deportivas son fábricas de héroes, factorías de leyendas, papel antaño reservado, sin duda, a la guerra. Un premio nobel honra a un país, qué duda cabe, pero no existe una épica del físico o del químico, ni siquiera del literato, o no en la misma medida. No es posible, para la mayoría de la población, identificarse con la lucha intelectual del físico, encenderse con sus sufrimientos y compartir su pasión de vencer, que de esto último es de lo que se trata: de ganar o perder.

El dopado no se ve, por tanto, como lo que es, como un infractor al reglamento, sino como un héroe que pierde ese estatus. Un traidor a la patria, en suma.

Decía, por otra parte, que el deporte se contempla como un crisol de valores. Valores –esfuerzo, integridad, rectitud en la observancia de las reglas, capacidad de sacrificio…- que solían también asociarse a lo militar o que, antaño, eran alabados en otros ámbitos, pero que ya no pueden ser ejemplificados sino en la práctica deportiva. En el deportista es lícito admirar lo que en otros profesionales ya no se espera, parece. Y en esto hay también, me temo, una extensión indebida de conceptos. El deportista, en su actuar, está obligado a regirse por lo que podríamos calificar, con terminología al uso, de una ética profesional, no muy distinta, en suma, de las propias reglas de su juego. A menudo olvidamos, por otra parte, que esas reglas, por su carácter performativo –las reglas de un deporte no disciplinan el juego, sino que lo crean, el juego existe porque existen las reglas- son difíciles de eludir para el deportista, so pena de privar de sentido a su propia práctica. Cuando el ciclista pedalea no ejemplifica la virtud del sacrificio –entendida con carácter general, como virtud superior, consistente en la aceptación del sufrimiento en aras de un bien (terreno o extraterreno)- sino que, por decirlo así, asume un sacrificio funcional, porque en pedalear, en sufrir pedaleando, consiste su propio oficio.

No creo, por tanto, que sea exacto decir que el deporte –hablo siempre del deporte profesional- sea una escuela de virtudes. No más que cualquier profesión, y hay varias, cuyo desempeño exija, funcionalmente, de una conducta de la que puedan abstraerse reglas valiosas con carácter general. Pero, de nuevo, el mal entendimiento hace que el deportista que subvierte esa lex artis particular defraude valores de alcance mucho más amplio. Como se presume que el deportista, máxime el victorioso, acrisola en grado superlativo virtudes heroicas –no hace sacrificios porque se lo exija su labor, sino porque es sacrificado, del mismo modo que no observa la cortesía para con el rival por temor a ser sancionado sino porque es noble- su falla se convierte en un fraude a un código ético más general.

Bastante absurdo, me temo. No veo por qué no nos limitamos a esperar de los profesionales del espectáculo deportivo lo mismo que queremos ver en cualesquiera otros dedicados al entretenimiento: excelencia técnica, solvencia en su arte y punto. Esperar que el ciclista pedalee con esfuerzo o que el tenista saque con contundencia aun después de horas de partido no debería resultar muy diferente de pretender que al actor se le oiga en el escenario o se le entienda al hablar. Una cosa es que, en nuestro imaginario, reemplacen a los militares y otra que pretendamos que quiten el sitio a los santos.

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