jueves, 16 de agosto de 2012

Agosto

Leí en el periódico de un día que no era aquel en el que leía -al lugar donde estoy llega la prensa con un día de retraso y es curioso comprobar cómo da exactamente igual, hasta me barrunto que me daría igual también que me dieran el del día siguiente- un artículo de Emilio Ontiveros que nos recordaba que llevamos cinco años de crisis. Yo diría que algo más, pero eso depende, claro, del hito que tome uno para el conteo. Me parece que él hablaba de la caída de Bear Sterns como el punto de arranque, pero igual ando desencaminado porque, asimismo si no recuerdo mal, eso ocurrió allá por el mes de marzo. En fin, da lo mismo, llevamos mucho tiempo así.

Como yo estoy disfrutando de mis vacaciones, como el año pasado y más o menos como el anterior, visto lo visto, no puedo evitar acordarme de lo versos de Martin Niemöller, tanta veces atribuidos por error a Bertold Brecht. “Cuando vinieron a por los comunistas, yo no me inquieté, porque yo no era comunista…” He visto pasar otras crisis y he oído contar de muchas otras, pero nunca había tenido esta sensación de estar de pie, sobre un islote rocoso mientras sube la marea. La marea que ya ha engullido a tantos amigos, tantos conocidos que, como yo, estaban inquietos pero albergaban la esperanza de que no subiera tanto como para sumergirlos. Los signos del declive son demasiado evidentes como para consolarse recurriendo a los viejos lugares comunes de que los parados en España no son verdad, que los restaurantes están siempre llenos, que los viajes de vacaciones se siguen contratando y que las carreteras se ponen hasta arriba de coches los fines de semana.

Demasiado sabemos que nuestra experiencia directa es mala vara de medir. Que uno, para empezar, solo sabe de las cosas de la gente como uno. Que si vemos gente en los restaurantes es porque  nosotros estamos dentro y, por lógica, no vemos nunca a quien no pudo ir. En una ciudad como Madrid, como Barcelona, hay gente para todo, afortunadamente. Pobres parapetos mentales para no querer ver. Es cierto, sí, que España sigue siendo un país profundamente dual. Que reparte muy mal los esfuerzos. Hay un mundo de diferencia, en nuestro país, entre quienes gozan del privilegio de un trabajo estable y quienes no. Es lo que distingue el mal trago del drama. Todos conocemos el miedo y padecemos las subidas de impuestos que nos hacen más pobres. Algunos, como los funcionarios, ven además sus pagas directamente recortadas. Pero pocas cosas son comparables, me temo, a la sima de angustia que enfrenta quien, por encima de los cincuenta, pierde su empleo y empieza a albergar el temor de nunca volver a trabajar.

Es sorprendente, sin embargo, como la sensación de angustia que nos atenaza se compadece poco con la urgencia de nuestra clase política por hallar grandes remedios. Llevamos cinco años de debates sin fin, de anuncios con punto amenazador pero de escasas realidades. La reforma del sistema financiero sigue no ya sin completarse, sino, si nos ponemos cínicos, casi sin comenzar. El senado, esa cámara inútil, sigue celebrando sesiones cuando sesiona –que no es siempre, ni siquiera los más de los días, recuérdese-; siguen existiendo cientos o miles de organismos superfluos en la administración y, en fin, el debate sobre si preferimos estado autonómico o estado de bienestar sigue sin ser planteado en las instancias oportunas.

Hace unos días –en el diario de anteayer que yo leí ayer- Francisco Rubio-Llorente glosaba unos comentarios de Pablo Salvador Coderch sobre el Tribunal Constitucional y su funcionamiento. A cada paso, Rubio daba por imposible cualquier reforma que requiriera una modificación de la Constitución. Imagino que el gran jurista no puede evitar ser escéptico cuando ni siquiera pudo ver modificados los extremos que, en su día, propuso el Consejo de Estado bajo su presidencia. Pero resulta aterrador ver con qué seguridad afirma que tal o cual cosa requiere una reforma de la Constitución “así que no se hará”. Punto. Sin lugar esperanzas vanas y sin un gramo de ilusiones sin base. Rubio parece considerar a la clase política radicalmente incapaz de allegar un consenso, ni siquiera cuando se trata de las cosas que más falta hacen a la Nación.

Nos invade, creo, un fatalismo de la peor especie. Un fatalismo, que diría Ferlosio, sintetizado, de obra humana. Dice el maestro que algunos comportamientos humanos participan, por leyes propias cuasi inamovibles, de la inexorabilidad de lo fatal, de lo que ha de suceder se quiera o no. En nuestro caso, parece que hemos asumido como imposible ese quiebro que nos hurte a nuestro destino, a lo que parece ser un sendero de desgracias. Es paradójico, la verdad, porque la historia enseña –sería en otros tiempos- que en España ocurren, a veces, cosas imprevistas y cosas buenas. Que es posible ese golpe de timón in extremis, esa dosis de audacia que puede cambiar las cosas. Otra vez, dirá el cínico que, por lo común, somos más bien especialistas en esfuerzos inútiles y en dignidades en las derrotas.

Este agosto –augusto y lento, al tiempo que declina la tarde, era en Numancia…, vaya usted a saber por qué, todos los agostos de Dios me vienen a la cabeza  esos versos- parece como todos los agostos, cansino, agalbanado; e igual no es más que eso, el agosto del quinto año al que se seguirá un sexto. Más que en un sinvivir, en un vivir resignado a que pasará lo que tenga que pasar. Transidos por un fatalismo sintetizado, no parece quedarnos sino eso, un esperar a que pase lo que tenga que pasar, como si no dependiera de nosotros, seguros de la incapacidad de nuestros líderes para lograr que ocurra algo que no tenga que ocurrir o que ocurra lo que no queramos que ocurra. Si seguimos pudriéndonos un poco más, igual hasta terminados convencidos de que nuestra fatalidad no es humana sino fatalidad de verdad. A veces, los pesimismos y las resignaciones se vuelven rasgos distintivos de los caracteres nacionales. ¿En qué momento es así? ¿Cuándo un pueblo decide que es un pueblo sin suerte? Habrá un punto, digo yo, en que un país decide –o mejor, “asume”, que no creo yo que “decidir” case mucho con procesos colectivos- que está dejado de la mano de Dios por razones que nada tienen que ver con sus méritos o, si tienen que ver, hace ya mucho de eso. Al caso, que poco importa, que las cosas son así y ya está.

Lo dicho, tras el agosto que, como todos, es augusto y lento, pasará lo que tenga que pasar, que bien puede ser que todavía sea nada.

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