lunes, 20 de agosto de 2012

Códigos compartidos y otras sevicias

Que hace tiempo que volar –y me refiero a viajar en aeroplano, que el término es peligrosamente polisémico- dejó de ser un placer. Lo fue en su día, quizá, en tiempos que yo mismo puedo llegar a recordar. Era una manera de desplazarse que diríamos glamurosa, sofisticada, al alcance de pocos y, por añadidura, veloz y cómoda. En torno al viaje en avión se desplegaba la consabida liturgia de trámites y estancias que, aunque no fueran la locura de nadie, tampoco parecían especialmente desagradables. Uno llegaba al aeropuerto con cierta anticipación, recogía su tarjeta de embarque –entonces, literalmente una “tarjeta”- pasaba los controles de seguridad, que no sabemos si eran más o menos eficaces, pero sí más livianos y subía al avión. El aparato tenía asientos, como los de ahora, en los que se acomodaba un ser humano sentado; cosa que ya no sucede, al menos en el caso de la mayor parte de los humanos, que tienen piernas.

Quien más y quien menos ha tenido experiencias bastantes para concluir que quien siga encontrando placentero un viaje en avión comercial o viaja poco o tiene un concepto de lo placentero un tanto desviado. La conjunción del desdén de las compañías de transporte aéreo, la seguridad aeroportuaria y la evolución de la propias instalaciones han convertido el viaje en avión en una experiencia digna de la imaginación de una mente perversa, de un villano de estos de novela barata, que no para de pergeñar maldades y formas de infligir al prójimo sevicias sin cuento.

Desde que uno se apea del vehículo terrestre que lo acerca al aeropuerto –a los aeropuertos no se puede llegar andando, según evidencia que desafío a cualquiera a contradecir- se produce una suerte de suspensión de derechos constitucionales que no cesa hasta que se aborda el vehículo que –de nuevo, por idéntica razón- habrá de sacarnos del aeródromo de destino. El aeropuerto y la aeronave son lugares en los que rige una especie de estado de excepción que legitima, en nombre de múltiples motivos, a cual más diverso –desde la prevención de atentados terroristas a las legítimas reivindicaciones sindicales de los distintos colectivos profesionales que se ocupan de la cosa- tratos que, en otros contextos, serían radicalmente inaceptables. Es cosa curiosa, además, que volando los aviones acogidos a distintos pabellones y estando los aeropuertos sometidos a diferentes soberanías, rige aquí una ausencia de derecho internacional perfectamente armonizada: a uno le pueden dar igualmente por salva sea la parte en cualquier aeródromo del planeta y cualquiera que sea la nacionalidad de la aeronave en la que viaje. No conozco campo en el que se haya producido una igualación de condiciones tan portentosa. Lástima que sea en detrimento del viajero.

Es una lástima que los billetes de avión hayan dejado de emitirse en papel. A gente tan extravagante a veces como un servidor nos proporcionaban lectura para los ratos muertos –que en un aeropuerto suelen ser muchos, debidos a “causas técnicas”-. Leyendo los reversos de los billetes aprendía uno, por ejemplo, que en realidad lo que tenía en la mano no era exactamente un título de transporte, si por tal hemos de entender un documento que concede al ufano portador un derecho a ser transportado, junto con sus maletas, a un destino, sino más bien un compromiso de la compañía de hacer un esfuerzo razonable por transportarle. Y cualquiera que tenga experiencia sabe que así es, una compañía aérea puede llevarle a uno a su destino con el equipaje… o no. No existe cláusula que yo conozca, sin embargo, que releve al viajero del pago del precio.

Como el pasajero y sus bultos son una carga odiosa, la última perrería que han inventado las  compañías aéreas se llama “código compartido”. Y es algo muy excitante, porque bien puede ocurrir que no sepamos qué compañía nos va a llevar a destino hasta el último momento del embarque. Al parecer, todas deberían sernos indiferentes –es verdad que se hace un esfuerzo, ya digo: en todas se encontrará, casi seguro, el mismo espacio para las piernas y en todas habrá disponibles para comer bocadillos de plástico, en unos casos gratis y en otros de pago, eso sí-. El “código compartido” es una verdadera curiosidad. Las compañías están encantadas de vendernos billetes para destinos de lo más insospechado pero, en realidad, no nos quieren llevar; simplemente se pasan la bola. Así, compra uno un billete de la compañía fulana y le venden un vuelo “operado por” mengana. Está muy bien, porque en caso de incidencia, la reclamación es mucho más confusa. Al viajero le llamará la atención, en el aeropuerto de Barajas, la gran cantidad de vuelos que parecen aterrizar y despejar. Y es verdad que son muchos, pero no tantos. Si nos fijamos bien, vemos que el vuelo de, qué se yo, Hong Kong, está consignado cuatro veces y ha podido ser vendido por otras tantas compañías “en código compartido”. Es una política que hace, por ejemplo, incumplibles juramentos del tipo “no volveré a volar jamás con ellos”, porque uno ya no elige; podrás no contratar con ellos, pero nada te garantiza que no vuelvas a volar con ellos. Es el “o yo o el caos elevado a la enésima potencia”.

Resulta muy lamentable, por todo esto, cuando uno sube a un tren de alta velocidad ver cómo se va contaminando de modos de avión. El otro día me pareció ver, en un tren de alta velocidad a Valencia, que las consabidas segunda y primera –ya hace tiempo transmutadas en “turista” y “preferente” (inciso: esto del márketing es sorprendente: comprendo que uno pueda suponer que a ningún viajero puede gustarle ser tratad como “de segunda” pero, a poco que se piense, si los otros son “preferentes” ¿qué soy yo?; además, ¿por qué se presume que soy un “turista” solo porque llevo un billete más barato?)- habían dado un pasito más hasta hacerse odiosamente “económica” y “business” (segundo inciso: vale la reflexión  anterior, cambiando los términos). Como en el avión. ¿Es que Renfe –o como se llame ahora- no ha caído en la cuenta de que la gracia del tren es no ser un avión? ¿Qué aprecian los viajeros, si no, más que el que el tren no se parezca al avión en nada o casi nada? Lo peor que nos podría ocurrir es que el tren se pareciera más al avión. Y ocurre peligrosamente, ya digo. En la estación de Atocha hay ya terminal de “llegadas” y “salidas”; los andenes ya no se comparten, que era una gracia del asunto (las estaciones son sitios muy románticos, y una de sus gracias era poder ver al tiempo a los que iban y a los que venían). En el tren, se van anunciando las estaciones en un inglés horrible, macarrónico –casi tanto como el catalán en los trenes a Barcelona-. No, no y mil veces no. El tren es, debe ser, un espacio al abrigo de la globalización; los trenes respiran aire local y una de sus notas son las escasas concesiones a la omnipresencia del inglés.

Los trenes aún tienen alma y sus viajeros todavía tienen derechos.


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