lunes, 27 de agosto de 2012

La taxonomía de Márkaris

En la edición electrónica de El País de hoy, al menos en la versión accesible vía iPad, hay un prometedor anticipo del próximo libro de Petros Márkaris que, al parecer, estará en librerías en unas semanas. Se trata de una colección de artículos y ensayos publicados entre 2008 y 2012 en las que el padre del comisario Jaritos ofrece su visión de la sociedad griega y su drama. En el texto que comento, Márkaris realiza una división de la población helena en cuatro grandes partidos, no coincidentes con los partidos políticos dominantes, aunque superpuestos de un modo u otros. A su juicio, en Grecia se puede, de entrada, identificar lo que él denomina el “partido de los beneficiarios”, es decir, la gente que se llevó la parte del león de los años gloriosos y que, aún hoy, tras haber puesto sus dineros a buen recaudo, vadea la tragedia sin salpicarse. Es, claro, la gran clase política, los grandes empresarios recolectores de subvenciones y contratistas de obras públicas y, en fin, toda esa gente que es capaz de vivir, de un modo u otro, del estado sin contribuir a su sostenimiento. El segundo gran partido es el “partido de los mártires”, los verdaderos paganos, los pequeños empresarios, autónomos y empleados por cuenta ajena que, sin acceso a los grandes distribuidores del maná –los partidos políticos en sentido estricto- están inermes y han de soportar casi todo el ajuste. El tercer partido es el de los agricultores, una clase especial de beneficiarios, una casta protegida con acceso a las ubres nutricias de la política agraria común, una fuente privativa de subvenciones. Y, en fin, queda el “partido de Moloch”, el de los empleados públicos, a su vez escindible en dos subclases: los enchufados de carné –Márkaris dice que uno de cada dos militantes, no sé si del Pasok, del partido de la derecha o de ambos, vive de la administración- y los funcionarios que aquí llamaríamos “de carrera” y que sostienen, en realidad, los servicios públicos.

La “taxonomía de Márkaris” es, en realidad, reducible a dos grandes grupos, claro: beneficiarios y perjudicados. Dentro de cada gran grupo son identificables subclases, separadas por matices. ¿No es, acaso, lo que llama la atención del escritor una corrupción de la gran verdad del denominado estado de bienestar, que no es otra que la de que la población se divide siempre en dos grandes grupos: los que viven del y los que viven para el monstruo estatal?

En lo que podríamos denominar su funcionamiento ordinario, el estado del bienestar es una inmensa máquina de detracción de renta de las clases medias altas hacia las clases medias bajas. Las clases verdaderamente altas limitan su contribución y siempre existe gente excluida. Paradojas de la vida, el estado no logra acabar con la miseria, pero paga vacaciones y subvenciona el cine. Esto es así por planteamiento, y puede ser aceptado por una serie de razones. En sus formas corruptas, como es lógico –y todas lo son, en mayor o menor medida- los buscadores de rentas logran forzar su posición natural respecto a la maquinaria estatal, contribuyendo menos de lo que les correspondería o recibiendo más de aquello a lo que tendrían derecho. Como los grandes demiurgos que son, mediadores únicos entre la esfera del estado y la esfera de eso que se denomina “la sociedad”, partidos políticos y sindicatos son los operadores de la máquina y los que contribuyen a su degeneración. El sistema sigue funcionando en tanto se den dos condiciones de equilibrio: la primera, lógicamente, es que sea globalmente financiable, sea porque los contribuyentes, muchos o pocos, tienen músculo financiero, sea porque se recurre al endeudamiento; la segunda es una condición política: los perjudicados no deben estar nunca organizados, los paganos han de formar una masa silenciosa e informe, de modo que los buscadores de rentas –que sí se organizan- puedan actuar a su gusto.

Ya digo que todos, absolutamente todos, los sistemas, padecen cierto grado de corrupción pero el caso griego es, dentro de los estados que todavía atienden a este nombre, al parecer, límite. En terminología de Márkaris, el partido de los beneficiarios –en sentido amplio, es decir, comprendiendo todos aquellos que viven primordialmente del estado- parece haberse hecho tan numeroso que ha llegado a quebrar la espalda del partido de los perjudicados. Se incumple, pues, la condición de viabilidad financiera. Naturalmente, esto no afecta a la distribución de roles, de modo que los perjudicados en condiciones normales lo siguen siendo también a la hora de afrontar la ruina. La única manera de alterar este estado de cosas sería que dejara de cumplirse la condición de inanidad absoluta de los perjudicados como posible agente colectivo y eso, por lo que se ve, sigue sin darse en Grecia. Los perjudicados padecen –Márkaris, con buen criterio, los moteja de “mártires”- su calvario sin reaccionar. Porque, a diferencia de los beneficiarios, que están catalizados por las potentes organizaciones políticas, son un simple sinnúmero de seres anónimos.

La existencia, siempre, de un partido relativamente amplio de beneficiarios explica, claro está, la aparente morosidad en la resolución de los problemas. No todo el mundo se encuentra presionado por idénticas urgencias, ni mucho menos. Y no es descartable que haya quien, en el marasmo de la crisis, haya encontrado un buen modo de vida. Este tipo de beneficiario merece el calificativo de carroñero pero, ¿acaso no los hay en cualquier cadena trófica?

La taxonomía de Márkaris sería trasladable, creo, a otros escenarios. El español, sin ir más lejos. Sería interesante el ejercicio de definir, identificando sus subclases particulares, los respectivos partidos de los beneficiarios y los perjudicados. El caso es que, quedándome la duda de si merece la pena, aquí, individualizar un partido de los agricultores –creo que no, pero me faltan datos para confirmarlo- me temo que las etiquetas de Márkaris cuadrarían bastante bien y, de hecho, me pregunto si el griego no ha encontrado, sin buscarla, una taxonomía transponible con matices menores, cuanto menos, a todas las sociedades mediterráneas. Evidentemente, se deriva de esta conclusión que las tan cacareadas diferencias entre España y Grecia vienen a ser de grado, es decir, no es que las clases de Márkaris sean aquí inexistentes, sino que no son numerosas en igual medida.

También aquí los partidos políticos y los sindicatos –los grandes mediadores- han definido, por activa o por pasiva, un partido de los beneficiarios. Un partido que no tiene ningún interés por que nada cambie, según resulta evidente. Si somos conscientes de la existencia de ese partido, no debería producirnos ningún pasmo, ya digo, la aparente falta de diligencia en la toma de esas decisiones que el partido de los perjudicados percibe como necesarias. Resulta obvio que hay quien no tiene ningún interés en que la administración se racionalice, en que se reduzcan ciertos gastos o, en fin, en que las relaciones entre lo público y lo privado sean enteramente transparentes. Es fácil olvidar esto.

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