miércoles, 20 de febrero de 2013

La gala de los Goya y los vicios españoles

La reciente gala de los Goya puso de manifiesto aquello de que nada puede ser tan malo como para no servir ni tan siquiera de ejemplo negativo. Al menos, es algo que da pie a reflexiones como ésta que estoy a punto de escribir y sirve como botón de muestra de diversos males patrios. Destacaré un par de ellos. Lo primero, no obstante, es un lamento: creo que el cine español no ha hecho nada para merecer esto, como Concha Velasco no hizo nada para merecer el casposo numerito musical con el que, supuestamente, la agasajaban. Hay mucho de cierto en el sambenito de cine ideologizado, sectario y totalmente ajeno a la sociedad en la que se engendra, pero también hay cosas salvables, unas cuantas. Hay buenas películas y buenos técnicos en todos los órdenes. Pena, ya digo, que les haya caído todo el peso de un destino manifiesto.

Al caso, como decía, la gala o, por mejor decir, las intervenciones durante la misma evidenciaron un par de vicios patrios o, si se prefiere, un par de dimensiones de un mismo problema, que no es otro que el del atrofiamiento que en este país padecemos de la facultad de juzgar, es decir, de nuestra renuncia colectiva al ejercicio de la razón práctica.

Quienes aprovecharon sus minutos de gloria para denunciar y criticar, más o menos groseramente, cuanto de denunciable y criticable creyeron oportuno citar –cosa distinta es que nadie pareciera encontrar nada denunciable y criticable en ningún sitio que no fuera la política gubernamental, en materia de cine y de casi cualquier otro asunto- lo hacían, se conoce, por un motivo loable: compelidos por la convicción de que quien tiene la suerte de ocupar una posición social preeminente, aunque sea momentánea, quien tiene acceso a un altavoz, tiene el deber de usar esa posición para dar voz a quienes no la tienen.

Hasta aquí, nada que objetar, por supuesto. En efecto, a fin de cuentas, en eso consiste ejercer un liderazgo. Lo que nadie parece ponderar es que ese liderazgo debe ejercerse responsablemente. Ya que uno está en posición de decir, conviene que haga uso de ese privilegio con un mínimo de higiene. Tampoco es cuestión de decirle a nadie, claro, qué debe opinar y qué no. Pero el sagrado derecho de opinar no legitima para decir sandeces o para no respetar ni tan siquiera las más elementales reglas de la lógica, porque entonces la opinión se asimila, más bien, al exabrupto, al puro desahogo. Si se trata, pongamos por caso, de insultar al ministro de educación, maldita la falta que hacen razones.

No se puede –no se debe, más bien- en un mismo discurso, o conjunto coherente de discursos, por ejemplo, llamar la atención sobre la falta de los más elementales recursos en centros hospitalarios y, al tiempo, reclamar mejoras (rebajas) en el tratamiento fiscal de bienes como el cine o pedir más subvenciones. Podremos discutir que el cine sea o no una necesidad pero, admitiendo que lo sea, habrá que conceder que se halla, en  la pirámide de Maslow, unos cuantos escalones por encima de las mantas o el agua para los enfermos. Me atrevería a decir que es de buen sentido reclamar que no se destinen dineros a cosas como el cine hasta tanto no se encuentren plenamente garantizados los abastecimientos básicos al sistema sanitario. Si hemos de dar crédito a cierta gente, habrá que plantearse suspender otros gastos superfluos hasta que tengamos, por lo menos, para penicilina y derivados.

Nada hay tampoco que objetar a las elegías por los desahuciados. Pero conviene moderar el tono si se pronuncian por una bella señora, embutida en un traje carísimo si, a la sazón, la señora de marras ha sido imagen de alguna financiera famosa por lo agresivo de sus condiciones.

Son solo dos botones de muestra, ya digo. Al fin y al cabo, los partícipes en la gala no hacían otra cosa que practicar su españolísimo derecho a opinar, que es como llamamos aquí al derecho a decir lo que a uno le peta cuando le peta, sin sentirse especialmente constreñido no ya por las circunstancias o el sentido de la oportunidad, sino por la lógica cartesiana. A un español, en el libérrimo uso de sus facultades opinadoras, no se le puede reclamar que piense lo que dice o que se informe previamente. Y diga lo que diga, se tendrá que tener por respetable.

La otra cuestión a la que me refería es la ya famosa petición de principio de “el cine es cultura” –casi se diría que la única manifestación de la cultura que se hace notar- y, por ende, debe existir una política “de estado” en la materia. Dicho de otro modo, hay que apoquinar desde el presupuesto y, además, el apoquine debe estar por encima de los vaivenes de la alternancia –eso es lo que quiere decir política “de estado”-.

La afirmación de que el cine es “cultura” es incuestionable a poco, claro, que se emplee un concepto suficientemente amplio de “cultura”. Concedámoslo, de entrada. Sí, el cine es cultura y la industria cinematográfica es una industria cultural. Como otras. La cuestión es si forma parte de esa cultura-bien jurídico protegido que los poderes públicos deben tutelar y, además, de una determinada manera. No me consta que ni los escritores ni las industrias editoriales, con carácter general, se beneficien de una política pública ordenada a su financiación. ¿Acaso la literatura no es cultura? Sí. Por eso el estado y otras administraciones mantienen una red de bibliotecas, cuya función es facilitar el acceso del público a la obra literaria, no fomentar que se escriba. La analogía, llevada al cine, conduciría a que se mantuvieran filmotecas y salas de exhibición. Los poderes públicos mantienen espacios para la audición de obras musicales e incluso crean orquestas, pero no me consta que subvencionen la composición de obras.

No he escuchado nunca a ningún escritor quejarse sobre la existencia de bibliotecas, pero sí hay muchos que rechazan rotundamente que el proceso de creación dependa de los recursos públicos, con el sensato argumento de que ello retrotraería la creación artística a los tiempos en que era dependiente del poder político y, por ello, fácil objeto de censura. Paradójicamente, la industria cinematográfica española no parece tener ningún escrúpulo al respecto. ¿Por qué? Probablemente porque, contrariamente a lo que proclama, no tiene interés alguno en las finalidades de la supuesta creación, sino solo en la creación misma. Si, de verdad, los cineastas percibieran el cine como una herramienta de formación de conciencias críticas –que eso es lo que permitiría percibir al cine como algo más que mero entretenimiento, como cultura en un sentido mínimamente superior- serían extremadamente celosos de su mensaje. No lo son, porque no les interesan ni su público, ni sus contenidos. Les interesa asegurarse rentas.

Ser un buscador de rentas no es ilegítimo –lo ilegítimo es encontrarlas, generalmente-. Menos legítimo es envolverse en títulos supuestamente nobles aprovechando, de nuevo, la atrofia en la capacidad de juzgar y del juicio estético. Presentadas como “cultura” ciertas cosas ganan vitola de bien protegible. Y ¿quién va a llevarnos la contraria? La facción política a la que favorecemos está bien dispuesta a tratarnos de “creadores” y la facción contraria se muere de miedo de decir lo que piensa.

La atrofia en la capacidad de juzgar da alas a la mediocridad, que se vuelve impertinente, desvergonzada. Es posible que Scorsese, Wilder, Ford, Cuckor, De Niro, Pacino, Chaplin, el mismo Buñuel, qué sé yo… hayan sido calificados miles de veces de “creadores” o tildados de genios. Pero hay que rebuscar mucho en los anales para encontrar una sola ocasión en que se atrevieran a decirlo de sí mismos. Es verdad que ninguno ganó un Goya.


martes, 12 de febrero de 2013

La decisión de su Santidad

A partir de la poco representativa muestra de mis conocidos católicos más cercanos, concluyo que la dimisión de Benedicto XVI parece haber dado lugar a sentimientos encontrados. Casi todos alaban su sentido de la responsabilidad y no cabe duda de que su vejez y fragilidad llaman a la caridad, pero, más o menos sottovoce, hay quien se manifiesta decepcionado. Puede que sea, supongo, porque quien cree que el magisterio lo encomienda Dios mismo por medio de los cardenales, forzosamente ha de creer que la renuncia es un fallarle a Dios mismo, un declararse incapaz de soportar la carga que Él impone. Desde este punto de vista, desde luego, la renuncia de un papa siempre tiene un aire de decepción. Y es inevitable, además –creo que el paralelismo lo ha explicitado el propio cardenal arzobispo de Cracovia, antiguo secretario personal de Juan Pablo II- el contraste con su predecesor. En la mente de los fieles, pues, la disyuntiva: ¿pone la renuncia de Ratzinger de manifiesto una irresponsabilidad de Wojtyla al empecinarse en seguir a la cabeza de la Iglesia pese a su manifiesta incapacidad o, muy al contrario, es Ratzinger el que, demasiado débil, se muestra incapaz de seguir el camino de santidad trazado por Juan Pablo II por la aceptación del sufrimiento?

Como observador, tengo razones para alabar la conducta de uno y otro, coherente, por cierto, con el signo de sus pontificados y sus respectivas personalidades. El gesto de Benedicto XVI es el de un hombre cabal, consciente de sus limitaciones y de sus responsabilidades. El papa dimisionario sabe que su oficio es un  difícil compendio de deberes, algunos, puramente espirituales, otros netamente temporales y que precisan de fuerzas. Él mismo dijo ayer que la Iglesia se gobierna, sin duda, “rezando y sufriendo”, pero no solo. Tampoco me cabe la menor duda de que Juan Pablo II era consciente de lo mismo, pero eso no convierte su empeño en seguir adelante en una terquedad masoquista. Creo que el sufrimiento del papa polaco, y su manifestación pública, tenían un componente magisterial indudable, no eran gratuitos, ni mucho menos, sino testimonio de la forma que Wojtyla tenía de entender el cristianismo.

Se dice, y con razón, que la renuncia de un papa es algo muy excepcional. Tan excepcional que no parece haber más que un precedente genuino de dimisión acreditadamente no forzada, el de Celestino V. Pero no es menos cierto que, por razones obvias, tampoco  ha sido habitual que hombres tan ancianos como los papas del siglo XX y XXI hayan ocupado el trono de San Pedro. Benedicto XVI llegó al solio pontificio en una edad en la que la mayoría busca ya la jubilación –y, por lo visto, él mismo quería eso y no otra cosa- lo que le convertía en candidato natural a la renuncia. También Juan Pablo II llegó a planteársela y, según dicen, incluso Pablo VI antes que él. Ratzinger ya anticipó en su día que era algo que podría considerar.

Por otra parte, dudo mucho que ser papa haya sido nunca fácil, pero Juan Pablo II convirtió el oficio en un verdadero tour de force poco asequible a fuerzas mermadas. Sin dejar de lado todas las demás funciones que les competen, los papas desde Wojtyla están llamados a ser estrellas mediáticas, a darse baños de masas y a recorrer todos los lugares de la tierra. De nuevo, tampoco es algo gratuito, el predecesor de Ratzinger sabía muy bien lo que hacía, porque nada da más fuerza al mensaje papal que la propia presencia del santo padre, en vivo y en directo, por todo el orbe. Nunca fue menos cierto aquello de que la Iglesia la gobiernan sus obispos en comunión con el obispo de Roma. El obispo de Roma está hoy tan presente y es tan accesible al resto de los fieles católicos como a los propios romanos y nunca fue más cierto el texto canónico sobre el carácter ordinario, pleno y e inmediato de la potestad del romano pontífice. El viejo debate sobre el gobierno de la Iglesia parece, pues, zanjado, eso sí, a costa de un sacrificio personal enorme para los llamados, en edad provecta, a suceder a San Pedro y, sobre todo, a Juan Pablo II.

Visto en perspectiva, nuestro panzerkardinal no podía ser menos adecuado. Un hombre de acusado perfil intelectual –hay quien señala hasta como demérito que haya tenido tiempo “para escribir tres libros”- y no parece que nada dado a los baños de multitudes. Uno se pregunta en qué pensaría el Espíritu Santo, aunque siempre puede contestarse eso de que los caminos del Señor son inescrutables.

Ahora empiezan las especulaciones. Al igual que sucedió en los días del cónclave que eligió a Ratzinger se especula si habrá llegado la hora de un pontífice de procedencia verdaderamente “exótica” –latinoamericano, africano, estadounidense…- o, por el contrario, si volverán los italianos. Sabe Dios, y nunca mejor dicho. Lo cierto es que los europeos, que siguen siendo mayoría en el cónclave, estamos a punto de perder un papa muy genuinamente nuestro. Él mismo, al elegir el nombre con el que había de ejercer su ministerio, se puso bajo la advocación de san Benito, el más europeo de todos los santos, y Europa ha estado siempre en el centro de sus preocupaciones.

No sé si en las misas se sigue pidiendo por la Iglesia “extendida por toda la tierra”, supongo que sí, y está bien, porque es cierto que ahora la Iglesia está extendida por el mundo entero. Y parece de buen sentido que los millones y millones de católicos no europeos reciban la atención debida y tengan la representación que les corresponda en el gobierno de la Iglesia. Pero no cabe duda de que en Europa se viven algunas de las tensiones que más preocupan a Benedicto XVI. La Iglesia europea, en cierto sentido, vuelve a ser ecclesia militans. No sé si es exagerado decir, como hay quien dice, que Europa es ahora tierra de misión, pero sí es tierra para preocupaciones doctrinales. Otro papa habrá de resolverlas, venga de donde venga, si no quiere renunciar al mismo solar de la Iglesia de Occidente.

Por lo visto, Ratzinger se retira, ahora sí, a la tranquilidad de un monasterio, a solas con sus libros, a una vida de oración. Ojalá encuentre lo que todos, creyentes y no creyentes, buscamos, creo, para nuestros últimos días: paz y sosiego. Dice que ha tomado su decisión en presencia de Dios, tras examinar repetidas veces su conciencia. Sobre la presencia o ausencia de Dios me faltan elementos para pronunciarme, pero no me cabe la menor duda de que su decisión ha sido meditada. Si el Señor le ha negado las fuerzas, le ha dotado de sobrada inteligencia para darse cuenta.

No lo puedo evitar, me cae simpatiquísimo.

lunes, 11 de febrero de 2013

El tránsito de las mentalidades

Ante el espectáculo de ordinariez, falta de honradez, mal gusto e incompetencia de nuestras clases dirigentes políticas y no solo políticas, ante el insulto permanente a la inteligencia en que se ha convertido del debate público en este país cabe darse dos explicaciones. Una, si se quiere paradójicamente, la piadosa, es que el cuerpo político ha sido invadido por una turba de fuerza incontenible, que arrasa con todo, que devasta nuestro tejido institucional con vigor irresistible, como si fuera un cáncer agresivo ante el que solo cabe lamentarse, eso sí, con la conciencia tranquila que da la absoluta impotencia.

Es, ya digo, la explicación piadosa, la que residencia la culpa exclusivamente en “ellos”, en esa casta aparte surgida de no se sabe dónde, llegada de ningún lugar. Pero esa explicación, lo sabemos aunque no nos guste reconocerlo, tiene muy pocos visos de ser la correcta. Ante la menesterosa situación de España no queda sino reconocer, me temo, una culpa colectiva, un fracaso como sociedad.

En primer lugar, tenemos un grave problema de diseño organizativo-institucional que lastra nuestra selección de élites y cuyo nudo gordiano está en los partidos políticos. En parte por construcción desde inicio y en parte por deriva, los partidos se han erigido en las únicas instituciones mediadoras entre las esferas de lo público y lo privado –cabría, si acaso, extender el rol, y el razonamiento, a los sindicatos, pero esto es más dudoso-. Los partidos políticos operan en exclusiva el sistema de generación de liderazgos políticos. Y ni su funcionamiento interno es democrático ni su financiación es transparente.

Los partidos políticos son, hoy, aparatos burocráticos cerrados cuyo funcionamiento es, en buena medida, ajeno al común de los ciudadanos. Merced a esta operación, se ha producido una auténtica privatización de la política. La política es una actividad profesional más, desempeñada por sujetos que, en su ejercicio, solo responden, en realidad, ante los aparatos que monopolizan la contratación y que nunca, a efectos prácticos, han de dar cuentas fuera. Es, además, una actividad profesional que no requiere especiales competencias técnicas porque es un fin en sí misma. El cursus honorem del profesional de la política se recorre por vericuetos completamente ajenos a lo que se entiende por meritocracia en el mundo extrapartidario.

El incidente de Cuba en el que murió Oswaldo Payá nos permitió, por poner un ejemplo, conocer un poco a un destacado dirigente de la organización juvenil del PP. Un personaje que cuenta con un sueldo como asesor de una concejal de distrito en Madrid  -los concejales de distrito, en Madrid, cuentan con asesores y asistentes, por supuesto no funcionarios- y que, supongo, nunca ha desempeñado actividad profesional no mediatizada por el partido ni debía tener pensado hacerlo. No es más que un ejemplo, pero si nos quedamos con el nombre y esperamos unos años, es posible que veamos al ahora joven militante en responsabilidades cada vez mayores, ejecutivas cuando su partido gobierne, de cargo electo cuando no lo haga. Botones de muestra los hay a montones.

Conviene pensar que los políticos de relumbrón, los que salen en televisión, esos que parecen hablar para retrasados mentales cada vez que abren la boca, cuando no serlo ellos mismos, son por lo general lo más granado de la aristocracia partidaria. En asambleas regionales, ayuntamientos y organismos de todo pelaje se agazapa una legión de personajes a los que solo las listas cerradas y bloqueadas permiten contar con un medio de vida. Recuerdo perfectamente que, a raíz del “caso Tamayo”, hace ya unos cuantos años, Telemadrid retransmitió por primera y, que yo recuerde, única vez, en su integridad, las sesiones de la comisión de investigación que se formó en la Asamblea autonómica. El espectáculo de oír hablar a sus señorías resultó tan deprimente como impagable. Es imposible llamarse a engaño.

El proceso es, lógicamente, degenerativo. Alejados de cualquier posible fuente de savia nueva de calidad –porque ser político ha devenido un demérito- en los partidos proliferan los peores elementos. Y proliferarán más en el futuro. La democracia española, en manos de estas organizaciones, corre el riesgo de parecerse, en secuencia, a la casa de Austria. De la inteligencia de Fernando el Católico a la sima de imbecilidad de Carlos II se pasa, ya se sabe, a fuerza de matrimonios entre primos.

Hay fórmulas para que esto pueda parar o, al menos, degenerar más despacio. Las listas abiertas son la más evidente, pero no la única. Es necesario reconstruir todo un sistema de checks and balances que, durante estos años, los partidos mayoritarios se han aplicado a desmontar. Debe reformarse con urgencia la financiación de los partidos y es imprescindible reintroducir los controles en la actividad administrativa, los económicos y, sobre todo, los de selección. Es necesario, en suma, que el país cuente con una descentralización efectiva del poder, que exista España más allá de los partidos mayoritarios.

Empero, además de que es ilusorio pensar que alguien promoverá de grado reformas que le dejen sin trabajo, de poco servirán los cambios si no se opera, de verdad, una transición de valores en el seno de la sociedad española. Sabemos, aunque queramos negárnoslo, que lo que vemos en el espejo de esa clase dirigente no es más que nuestra propia imagen, deformada como si pasáramos por el callejón del Gato. Es verdad que los partidos políticos no cumplen su función porque no atraen a los mejores de entre nosotros para convertirlos en élites políticas, pero no es menos cierto que no buscan tropa en lugares lejanos.

Se dirá, y es cierto, que una de las funciones de las élites es tirar de la media hacia arriba. La carencia de élites dotadas conduce, por tanto, al estancamiento y, por extensión, a la ausencia de élites a futuro. La sociedad española carece de valores cívicos porque nadie le ha enseñado, jamás, a tenerlos. Porque nunca se ha visto expuesta a una verdadera pedagogía de las libertades. Antes al contrario, en buena medida, los años de la democracia restaurada han servido para profundizar en algunos de los antivalores más dañinos. El paradigma del ciudadano-cliente, la glorificación de la mediocridad y la ausencia absoluta de referencias a una ética de la responsabilidad en el discurso público han arraigado en una sociedad que no completó nunca ciertos tránsitos.

En la terminología tan de moda de Acemoglu y Robinson, en España, el arraigo de las instituciones inclusivas puede no haber entrado en el círculo virtuoso, en el punto de irreversibilidad que obliga a resolver cada crisis mediante un paso más hacia un ámbito más inclusivo aún. El sistema nunca terminará de funcionar del todo sin el cambio de valores. Podemos mejorar, mucho, nuestro diseño institucional y nuestro sistema de selección de élites. Pero nunca dejaremos de ser el país dual que somos si seguimos pretendiendo construir una democracia sin demócratas, una polis sin ciudadanos.

Es lugar común la referencia a que los políticos –o los altos cargos de cualquier clase- españoles son incapaces de renunciar cuando se cuestiona su idoneidad incluso con fundamento, en vivo contraste con sus homólogos de otros países que abandonan sus puestos por cosas que aquí se consideran irrelevantes –a título de ejemplo, en el país de la mediocridad rampante está mal visto que quien sea doctor blasone de ellos, así que poco puede importar si el doctorado se obtiene copiando-. El diferente mecanismo mental obedece a un trasfondo cultural evidente. Mientras que el político español parte de la idea de que todo el mundo obraría como él si tuviera ocasión –y, por tanto, el repudio social es, más bien, un reproche envidioso- el político, digamos alemán, es plenamente consciente de haber transgredido una regla social asumida y, por tanto, su conciencia es percibida, y no solo proclamada, como inadmisible.

Esa diferencia abre un abismo. Y ese abismo reside en nosotros y nuestra mentalidad.