lunes, 11 de febrero de 2013

El tránsito de las mentalidades

Ante el espectáculo de ordinariez, falta de honradez, mal gusto e incompetencia de nuestras clases dirigentes políticas y no solo políticas, ante el insulto permanente a la inteligencia en que se ha convertido del debate público en este país cabe darse dos explicaciones. Una, si se quiere paradójicamente, la piadosa, es que el cuerpo político ha sido invadido por una turba de fuerza incontenible, que arrasa con todo, que devasta nuestro tejido institucional con vigor irresistible, como si fuera un cáncer agresivo ante el que solo cabe lamentarse, eso sí, con la conciencia tranquila que da la absoluta impotencia.

Es, ya digo, la explicación piadosa, la que residencia la culpa exclusivamente en “ellos”, en esa casta aparte surgida de no se sabe dónde, llegada de ningún lugar. Pero esa explicación, lo sabemos aunque no nos guste reconocerlo, tiene muy pocos visos de ser la correcta. Ante la menesterosa situación de España no queda sino reconocer, me temo, una culpa colectiva, un fracaso como sociedad.

En primer lugar, tenemos un grave problema de diseño organizativo-institucional que lastra nuestra selección de élites y cuyo nudo gordiano está en los partidos políticos. En parte por construcción desde inicio y en parte por deriva, los partidos se han erigido en las únicas instituciones mediadoras entre las esferas de lo público y lo privado –cabría, si acaso, extender el rol, y el razonamiento, a los sindicatos, pero esto es más dudoso-. Los partidos políticos operan en exclusiva el sistema de generación de liderazgos políticos. Y ni su funcionamiento interno es democrático ni su financiación es transparente.

Los partidos políticos son, hoy, aparatos burocráticos cerrados cuyo funcionamiento es, en buena medida, ajeno al común de los ciudadanos. Merced a esta operación, se ha producido una auténtica privatización de la política. La política es una actividad profesional más, desempeñada por sujetos que, en su ejercicio, solo responden, en realidad, ante los aparatos que monopolizan la contratación y que nunca, a efectos prácticos, han de dar cuentas fuera. Es, además, una actividad profesional que no requiere especiales competencias técnicas porque es un fin en sí misma. El cursus honorem del profesional de la política se recorre por vericuetos completamente ajenos a lo que se entiende por meritocracia en el mundo extrapartidario.

El incidente de Cuba en el que murió Oswaldo Payá nos permitió, por poner un ejemplo, conocer un poco a un destacado dirigente de la organización juvenil del PP. Un personaje que cuenta con un sueldo como asesor de una concejal de distrito en Madrid  -los concejales de distrito, en Madrid, cuentan con asesores y asistentes, por supuesto no funcionarios- y que, supongo, nunca ha desempeñado actividad profesional no mediatizada por el partido ni debía tener pensado hacerlo. No es más que un ejemplo, pero si nos quedamos con el nombre y esperamos unos años, es posible que veamos al ahora joven militante en responsabilidades cada vez mayores, ejecutivas cuando su partido gobierne, de cargo electo cuando no lo haga. Botones de muestra los hay a montones.

Conviene pensar que los políticos de relumbrón, los que salen en televisión, esos que parecen hablar para retrasados mentales cada vez que abren la boca, cuando no serlo ellos mismos, son por lo general lo más granado de la aristocracia partidaria. En asambleas regionales, ayuntamientos y organismos de todo pelaje se agazapa una legión de personajes a los que solo las listas cerradas y bloqueadas permiten contar con un medio de vida. Recuerdo perfectamente que, a raíz del “caso Tamayo”, hace ya unos cuantos años, Telemadrid retransmitió por primera y, que yo recuerde, única vez, en su integridad, las sesiones de la comisión de investigación que se formó en la Asamblea autonómica. El espectáculo de oír hablar a sus señorías resultó tan deprimente como impagable. Es imposible llamarse a engaño.

El proceso es, lógicamente, degenerativo. Alejados de cualquier posible fuente de savia nueva de calidad –porque ser político ha devenido un demérito- en los partidos proliferan los peores elementos. Y proliferarán más en el futuro. La democracia española, en manos de estas organizaciones, corre el riesgo de parecerse, en secuencia, a la casa de Austria. De la inteligencia de Fernando el Católico a la sima de imbecilidad de Carlos II se pasa, ya se sabe, a fuerza de matrimonios entre primos.

Hay fórmulas para que esto pueda parar o, al menos, degenerar más despacio. Las listas abiertas son la más evidente, pero no la única. Es necesario reconstruir todo un sistema de checks and balances que, durante estos años, los partidos mayoritarios se han aplicado a desmontar. Debe reformarse con urgencia la financiación de los partidos y es imprescindible reintroducir los controles en la actividad administrativa, los económicos y, sobre todo, los de selección. Es necesario, en suma, que el país cuente con una descentralización efectiva del poder, que exista España más allá de los partidos mayoritarios.

Empero, además de que es ilusorio pensar que alguien promoverá de grado reformas que le dejen sin trabajo, de poco servirán los cambios si no se opera, de verdad, una transición de valores en el seno de la sociedad española. Sabemos, aunque queramos negárnoslo, que lo que vemos en el espejo de esa clase dirigente no es más que nuestra propia imagen, deformada como si pasáramos por el callejón del Gato. Es verdad que los partidos políticos no cumplen su función porque no atraen a los mejores de entre nosotros para convertirlos en élites políticas, pero no es menos cierto que no buscan tropa en lugares lejanos.

Se dirá, y es cierto, que una de las funciones de las élites es tirar de la media hacia arriba. La carencia de élites dotadas conduce, por tanto, al estancamiento y, por extensión, a la ausencia de élites a futuro. La sociedad española carece de valores cívicos porque nadie le ha enseñado, jamás, a tenerlos. Porque nunca se ha visto expuesta a una verdadera pedagogía de las libertades. Antes al contrario, en buena medida, los años de la democracia restaurada han servido para profundizar en algunos de los antivalores más dañinos. El paradigma del ciudadano-cliente, la glorificación de la mediocridad y la ausencia absoluta de referencias a una ética de la responsabilidad en el discurso público han arraigado en una sociedad que no completó nunca ciertos tránsitos.

En la terminología tan de moda de Acemoglu y Robinson, en España, el arraigo de las instituciones inclusivas puede no haber entrado en el círculo virtuoso, en el punto de irreversibilidad que obliga a resolver cada crisis mediante un paso más hacia un ámbito más inclusivo aún. El sistema nunca terminará de funcionar del todo sin el cambio de valores. Podemos mejorar, mucho, nuestro diseño institucional y nuestro sistema de selección de élites. Pero nunca dejaremos de ser el país dual que somos si seguimos pretendiendo construir una democracia sin demócratas, una polis sin ciudadanos.

Es lugar común la referencia a que los políticos –o los altos cargos de cualquier clase- españoles son incapaces de renunciar cuando se cuestiona su idoneidad incluso con fundamento, en vivo contraste con sus homólogos de otros países que abandonan sus puestos por cosas que aquí se consideran irrelevantes –a título de ejemplo, en el país de la mediocridad rampante está mal visto que quien sea doctor blasone de ellos, así que poco puede importar si el doctorado se obtiene copiando-. El diferente mecanismo mental obedece a un trasfondo cultural evidente. Mientras que el político español parte de la idea de que todo el mundo obraría como él si tuviera ocasión –y, por tanto, el repudio social es, más bien, un reproche envidioso- el político, digamos alemán, es plenamente consciente de haber transgredido una regla social asumida y, por tanto, su conciencia es percibida, y no solo proclamada, como inadmisible.

Esa diferencia abre un abismo. Y ese abismo reside en nosotros y nuestra mentalidad.

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